Un centenar de poemas, incisivamente titulados con una sola palabra, componen este libro que asegura la constante labor del poeta colombiano. Ellos se asientan en el hilo conductor de una conciencia alerta, abierta al entorno y al mundo en actitud predominantemente reflexiva, que hace lugar a instantes de contemplación. Los signos de la espera son los de la ansiedad, el deseo, la duda, la fugaz felicidad, la desesperanza. Me viene a la memoria una frase del poeta argentino Enrique Molina cuando decía: Toda poesía es tantálica, expresa la sed interminable del ser humano. No se trata sólo, obviamente, de una sed de conocimiento, sino, al fondo, de una sed de realización y de ser.
En ciertos momentos se impone en estos breves poemas la interrogación, que no sobrepasa los límites de la contención afectiva; en otros asoma una serenidad inusual acompañada de la felicidad contemplativa. La respuesta llega en forma de fusión con la belleza.
Hay en el escritor una conciencia fenomenológica que produce a menudo la suspensión del tiempo, y con ello la distensión de la espera. Vemos surgir allí las imágenes del agua, la montaña, los árboles, las flores, no sólo captados en su concretez sino en su dimensión simbólica, como figuras del Ser y la eternidad, a las cuales tiende el alma anhelante. Esos instantes, que diluyen la frontera sujeto-objeto, son mínimos en el libro pero alcanzan a completar su dimensión meditativa y reflexiva.
Se despliega una conciencia crítica, opinante, que hace el balance negativo de la vida actual, la crítica de la sociedad trivial y consumista, señalando el olvido de la tradición histórica y axiológica, en suma, la reducción de la memoria a huellas y rastros, como diría Jacques Derrida, cuya lectura se nos presenta como un posible apoyo de muchas páginas. La vida espiritual queda aludida o insinuada desde ese nivel de escepticismo crítico. Algún toque de humor aligera la grave apreciación del poeta, que examina la complejidad de opuestos : vida cotidiana y extrañamiento, pertenencia y fuga, vida-muerte. Sobrevuela y se hace explícita en el libro la noción gnóstica de cautiverio en el tiempo. Se expresa el rechazo a la vida inauténtica, las rutinas, todo aquello que “opaca la música de lo que vive”. Constata la mutación de las especies, y parece aguardar la mutación del hombre, ante la ruina y la condena de su hábitat. Advierte, en medio del “desencantamiento” de que hablaba Max Weber, el valor terapéutico de la piedad y el amor. Se haría necesario, insinúa, tomar la vía heideggeriana de recreación del hábitat, tras la decisión de morar en el mundo.
El agua y el viento se presentan en el texto como imágenes constantes, portadoras de la contenida afectividad y espiritualidad del poeta, o bien de una sacralizad no expresa. El color, la luz, el silencio, son menciones constantes en igual dirección. Los dioses huyeron, y sólo queda el hombre a la intemperie, enfrentado al misterio cósmico y a la aporía de su destino. Las noches son escenario de una batalla permanente entre razón y emocionalidad, desencanto que avanza y moderado arraigo en el cosmos. Batalla que podemos considerar como un modo de fe, ajeno a dogmas y respuestas cómodas.
El poeta afronta la lucha indeclinable del día a día, transformando su poemario en una especie de diario poético, escrito con un rico y preciso lenguaje –que incluye algunos vocablos inusuales, al menos en el Sur del continente- y remite a un marco de pensamiento clásico y moderno.
Como no podía dejar de producirse, la poesía de Carlos-Enrique Ruiz incluye su poética, afirmando a cada paso su respeto por la palabra a la que considera ligada al silencio y a la música. Señalo ciertos pasajes de excesiva abstracción – propios de un hombre que ha trabajado en el ámbito de las ciencias, y algunos tramos herméticos o cifrados, poco accesibles al lector, pero felizmente no son sino unos pocos momentos de este libro incitante, que avanza sobre vías de contemplación y reflexión profunda, y aborda una expresión propia y original.
La mirada atraviesa instancias arqueológicas, visiones de pueblos americanos destruidos, cuadros históricos apenas aludidos por metáforas de naufragio, o imágenes de neblinas que vuelan. Cuando habla de las montañas de quebrada hermosura me parece visualizar el horizonte montañoso de Manizales, sus “campos de bejucales y rastrojos”; pero su poesía no es descriptiva, enlaza singularmente el entorno geográfico con los procesos de la interioridad, dando cuenta de percepciones, afectos e ideas que surcan continuamente el escenario de la mente en vigilia. Da cuenta de sonidos, de voces, de silencios. El orden musical, si bien no ha sido incorporado visiblemente a la expresión, es mencionado por el poeta como un fondo constante de la misma. Nos habla de “sonidos de encuentro/ en pentagramas cósmicos”. Son “pausas en el fragor” que hacen posible el vivir.
Las inscripciones de este “diario poético” anotician tanto de los momentos de felicidad y plenitud como de aquellos otros desangelados y vacíos. Esto confiere al libro una continua alternancia que hace su vivacidad y realismo psicológico, liberándolo de propuestas idealizantes.
La suspensión del tiempo hace posible la percepción intensificada, la presentificación de algunos momentos del pasado, la relativa ampliación de la racionalidad hacia una razón ampliada, fulgurante, poética. En este libro no hay solamente signos de espera; hay también signos de advenimiento espiritual. Debo agradecer a Carlos-Enrique Ruiz esta labor continua desde la entraña del lenguaje y el sentido, esta continuidad del quehacer poético que para muchos de nosotros es un camino insoslayable.
(*) Graciela Maturo Escritora, estudiosa de las letras, catedrática universitaria. Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigaciones (CONICET). Ejerció las cátedras de Introducción a la Literatura y Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires y ocupa actualmente la de Literatura Iberoamericana en la Universidad Católica Argentina. Fundó en 1970 el Centro de Estudios Latinoamericanos, de amplia trayectoria en la investigación de las letras y la cultura de América Latina. Ejerció la docencia en la Universidad Nacional de Cuyo, la Universidad del Salvador y el Instituto Franciscano. En 1989 fundó el Centro de Estudios Iberoamericanos de la Universidad Católica Argentina. Fue directora de la Biblioteca Nacional de Maestros (1990-1993). Su obra publicada abarca la investigación y la crítica literaria, el ensayo y la poesía.