Si me pidieran definir a Efraín Barquero, diría que pertenece a un Chile en extinción, el de los criollos viejos. Desde su primer libro, Árbol marino (1950), ha escrito sobre los ritos familiares y la integración a la tierra. Un día quise conversar sin apuros con él y quedamos en el restaurante Lancelot, a las nueve de la mañana; pero cuando llegué, puntualmente, me encontré con que llevaba media hora esperándome.
—Conocí a todos los poetas de la Generación del ’50 —dice sin sacarse la boina, por el frío—. Con Teillier y Cárdenas nos veíamos todos los días. Yo tenía una habitación en la calle Cruz, cerca de avenida Independencia, y hasta allá llegaba Teillier por las tardes, a tomarse un té. Después partíamos al bar Saint-Leger, en Huérfanos, para luego concluir en el Bosco…
Pierdo el hilo por un instante. Mientras articula sus palabras, Barquero toma una cerveza. Se nota un bebedor experimentado, con el ceño fruncido al hablar:
—Entre el ’50 y el ’62 practiqué una bohemia intensa, que terminó con mi viaje a China. A mi regreso me fui a Lo Gallardo, en la costa, lo que molestó a Teillier: a él le gustaba la presencia y yo, en cambio, fui un hombre de la ausencia. De vez en cuando mi madre me enviaba una encomienda enorme, de un chancho entero a la chilena, que iba a buscar a San Bernardo, y lo comíamos con los amigos. Samuel Donoso terminaba hartándose con el convite y casi siempre lloraba de felicidad.
En una pared próxima del restaurante, había decenas de botellas recostadas y apiladas, de vino tinto y quizá alguna de blanco. Barquero, con una sonrisa, dijo que era “una cave espontánea”. Me puse el traje de periodista y pensé en una pregunta: “¿De qué modo repercute el neorrealismo en su libro La Compañera?”. El disfraz da para todo, pero afortunadamente él no lo tomó a mal.
—El libro creció bajo la impronta de la pobreza convertida en poesía —respondió—. Pero nuestra estrechez era culta, repartida solidariamente por los compañeros de generación. Me acuerdo del filme Milagro en Milán, donde los héroes tenían nuestra edad y cantaban una canción semejante a un poema de La compañera. Los neorrealistas no hablaban de un amor romántico, sino del compartido con el pan y el vino. Así sentíamos nuestra poesía: nos permitía entender los problemas de la época.
Por una entrevista, me había enterado del padrinazgo de Neruda. El año ’54 lo acogió abiertamente, incluso le escribió un prólogo, pero Barquero acabó rechazando su influencia. ¿Fue así? Me mira fugazmente y contesta:
—Mi padre murió de tuberculosis, conocí a fondo la pobreza —llegué a comprender la miseria—, y me puse a escribir… Desde luego, sentí el influjo de Neruda sobre mi libro La piedra del pueblo. Neruda era un jerarca, sin ser explícito. Siempre fui reacio a su teoría poética, pero por sus actos logré discernir algunas cosas. Ahora nadie tiene su jerarquía. Veo confusión y desorden, con el peligro de difuminarse todo. ¡Ni siquiera tenemos crítica literaria!... En fin, Diego Muñoz le entregó La piedra del pueblo y quiso conocerme. Se acordó de mí en un artículo de la revista Viento Sur, cuando yo era un total desconocido. Fuimos amigos por muchas razones: éramos afines, y él sintió que podía continuar con su poesía. Pero no era el caso.
Barquero se halló frente al vacío, al volver del destierro. Pero la pérdida venía de mucho antes. En libros suyos como Enjambre, El regreso, y después La mesa de la tierra, subyace un mundo arcano y atávico.
Este tipo de ideas, heroicas, dominaban nuestra conversación. Se veía satisfecho con sus respuestas. Pronto hablaría de su retorno a Chile y lo deseaba.
—Regresé después de tantos años y noto que mi mundo desapareció —baja la vista—. Pero todavía tengo algo de esperanza, porque no he recorrido el Chile de adentro. Quizás todavía existan lugares como el pueblo de Piedra Blanca, entre Curicó y Teno, donde transcurrió mi infancia. Los inviernos los vivíamos allá, en el campo, y los veranos partíamos a la playa de Constitución. Mi origen es campesino, lo que implica austeridad, sobriedad y recato en la vida privada. Así lo comprobé con mis tíos, quienes trabajaban la tierra, mientras mi abuelo los dirigía. Mi abuelo era apicultor. Tenía el mundo maravilloso de las abejas en el velador de su habitación, donde atesoraba una colmena de cristal. Observé cómo hacían la miel de azahar y, así, la palabra “miel” se unió a mi vida.
Hace una pausa, buscando las piezas flojas del puzle. No está apurado. Se deja llevar por sus pensamientos, sin darse aires de vidente. Y dice:
—La miel se relaciona con la muerte de la tierra. La veía en mis tíos, verdaderos “muertos en vida” durante el invierno. Eran como sonámbulos esperando que la tierra germinase. Con ellos sentí el misterio de la semilla, como escribí en Enjambre. Lo lárico primitivo viene de ese libro, incluso Teillier lo reconoció. Pero a mí no me interesaba eso, yo buscaba el origen del hombre más allá de la naturaleza idílica o catastrófica. El tema es la convivencia íntima con la tierra. Me refiero a un mandato cósmico que el ser humano ha perdido. Hacia donde miremos, hay cosas espantosas producidas por nosotros. Parece una “catástrofe tranquila”, como dijo el poeta Reverdy. El inconsciente humano continúa cifrado, pero pienso que puede aflorar a través de la poesía. Ella es ontológica, siempre lo ha sido. En cada uno vive el primer hombre, y si no lo conocemos hacia dentro, ¿cuándo vamos a comprender lo que hace por maldad o estupidez?
Naturalmente, en el Santiago actual se encontró con la frivolidad y los caminos cerrados a quienes no piensan como el resto. Desconociendo el presente, arrendó un departamento en el “barrio chino”, es decir, en calle Bandera con General Mackenna. Pagó siete meses por adelantado. Un día golpearon a la puerta y, para su asombro, eran dos detectives de la Brigada de Delitos Económicos. El anterior habitante era un estafador e iban a allanar. Le recomendaron que fuese al juzgado y diera cuenta del cambio de morador. Más tarde, en uno de sus paseos a las seis y media de la madrugada, lo encañonó un delincuente famélico en el Parque Forestal. Como estaba tan débil, el poeta consiguió quitarle el arma y tuvieron una larga conversación, aquietándose los ánimos.
Al final, Barquero era un extranjero en su patria y decidió marcharse. Sin embargo, en el restaurante Lancelot aún tenía deseos de pelear y por eso elevó la voz:
—¡Todo este brillo económico, pero con abandono absoluto de lo social, es aberrante! El destino de los pobres es miserable, como se ve en las calles, y para los enfermos no hay nada, ningún alero. Pero existen “grandes premios literarios”, que sólo son limosnas dentro de esta jungla. Todo proviene de asimilar la civilización norteamericana. Perdimos nuestras tradiciones y costumbres más entrañables. Se debería elegir lo mejor. Lo cual es distinto a este frenesí por el poder económico, materialismo vulgar, con su despiadada lucha del chileno contra el chileno. Es una sociedad de nuevos ricos, egoísta, desconfiada y fría. Para mí fue un golpe duro, y para mi mujer, aún peor (1).
(*) Francisco Véjar (Viña del Mar, 1967). Poeta, antologador, ensayista, crítico literario. Ha publicado la Antología de la poesía joven chilena y los poemarios Fluvial, Canciones imposibles, País insomnio y Bitácora del emboscado, entre otros. Fue becario de la Fundación Pablo Neruda en 1990. En la actualidad es colaborador de la Revista de Libros del diario El Mercurio, y se desempeña como profesor de literatura en la Universidad del Desarrollo.
(1) En el 2008, Barquero obtuvo el Premio Nacional de Literatura, pero mantuvo su reticencia a los medios de comunicación y al Chile actual, y decidió continuar residiendo en Francia.