Él pasó con otra;
yo le vi pasar.
Siempre dulce el viento
y el camino en paz.
¡Y estos ojos míseros
le vieron pasar!
El va amando a otra
por la tierra en flor.
Ha abierto el espino;
pasa una canción.
¡Y él va amando a otra
por la tierra en flor!
El besó a la otra
a orillas del mar;
resbaló en las olas
la luna de azahar.
¡Y no untó mi sangre
la extensión del mar!
El irá con otra
por la eternidad.
Habrá cielos dulces.
(Dios quiere callar.)
¡Y él irá con otra
por la eternidad!
Del nicho helado en que los hombres
te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y
soleada.
Que he de dormirme en ella los
hombres no supieron,
y que hemos de soñar sobre la misma
almohada.
Te acostaré en la tierra soleada con
una
dulcedumbre de madre para el hijo
dormido,
y la tierra ha de hacerse suavidades
de cuna
al recibir tu cuerpo de niño
dolorido,
Luego iré espolvoreando tierra y
polvo de rosas,
y en la azulada y leve polvareda de
luna,
los despojos livianos irán quedando
presos.
Me alejaré cantando mis venganzas
hermosas,
¡porque a ese hondor recóndito la
mano de ninguna
bajará a disputarme tu puñado de
huesos!
II
Este largo cansancio se hará mayor un
día,
y el alma dirá al cuerpo que no
quiere seguir
arrastrando su masa por la rosada
vía,
por donde van los hombres, contentos
de vivir...
Sentirás que a tu lado cavan
briosamente,
que otra dormida llega a la quieta
ciudad.
Esperaré que me hayan cubierto
totalmente...
¡y después hablaremos por una
eternidad!
Sólo entonces sabrás el por qué no
madura
para las hondas huesas tu carne
todavía,
tuviste que bajar, sin fatiga, a
dormir.
Se hará luz en la zona de los sinos,
oscura:
sabrás que en nuestra alianza signo
de astros había
y, roto el pacto enorme, tenías que
morir...
III
Malas manos tomaron tu vida desde el
día
en que, a una señal de astros, dejara
su plantel
nevado de azucenas. En gozo
florecía.
Malas manos entraron trágicamente en
él...
Y yo dije al Señor: - "Por las sendas
mortales
le llevan ¡Sombra amada que no saben
guiar!
¡Arráncalo, Señor, a esas manos
fatales
o le hundes en el largo sueño que
sabes dar!
¡No le puedo gritar, no le puedo
seguir!
Su barca empuja un negro viento de
tempestad.
Retórnalo a mis brazos o le siegas en
flor".
Se detuvo la barca rosa de su
vivir...
¿Que no sé del amor, que no tuve
piedad?
¡Tú, que vas a juzgarme, lo
comprendes, Señor!
Todas íbamos a ser
reinas,
de cuatro reinos sobre el
mar:
Rosalía con Efigenia y
Lucila con Soledad.
En el valle de Elqui,
ceñido
de cien montañas o de
más,
que como ofrendas o
tributos
arden en rojo y azafrán.
Lo decíamos embriagadas,
y lo tuvimos por verdad,
que seríamos todas
reinas
y llegaríamos al mar.
Con las trenzas de los siete
años,
y batas claras de
percal,
persiguiendo tordos
huidos
en la sombra del
higueral.
De los cuatro reinos,
decíamos, indudables como el
Corán,
que por grandes y por
cabales
alcanzarían hasta el
mar.
Cuatro esposos
desposarían,
por el tiempo de
desposar,
y eran reyes y
cantadores
como David, rey de Judá.
Con el mentón caído sobre la mano
ruda,
el Pensador se acuerda que es carne
de la huesa,
carne fatal, delante del destino
desnuda,
carne que odia la muerte, y tembló de
belleza.
Y tembló de amor, toda su primavera
ardiente,
ahora, al otoño, anégase de verdad y
tristeza.
El "de morir tenemos" pasa sobre su
frente,
en todo agudo bronce, cuando la noche
empieza.
Y en la angustia, sus músculos se
hienden, sufridores
cada surco en la carne se llena de
terrores,
Se hiende, como la hoja de otoño, al
Señor fuerte
que le llama en los bronces... Y no
hay árbol torcido
de sol en la llanura, ni león de
flanco herido,
crispados como este hombre que medita
en la muerte.
Una en mí maté:
yo no la amaba.
Era la flor llameando
del cactus de montaña;
era aridez y fuego;
nunca se refrescaba.
Piedra y cielo tenía
a pies y a espaldas
y no bajaba nunca
a buscar «ojos de agua».
Donde hacía su siesta,
las hierbas se
enroscaban
de aliento de su boca
y brasa de su cara.
En rápidas resinas
se endurecía su habla,
por no caer en linda
presa soltada.
Doblarse no sabía
la planta de montaña,
y al costado de ella,
yo me doblaba...
La dejé que muriese,
robándole mi entraña.
Se acabó como el águila
que no es alimentada.
Sosegó el aletazo,
se dobló, lacia,
y me cayó a la mano
su pavesa acabada...
Por ella todavía
me gimen sus hermanas,
y las gredas de fuego
al pasar me desgarran.
Cruzando yo les digo:
-Buscad por las
quebradas
y haced con las arcillas
otra águila abrasada.
Si no podéis, entonces,
¡ay! , olvidadla.
Yo la maté. ¡Vosotras
también matadla!
¡Ay! ¡Juguemos, hijo
mío,
a la reina con el rey!
Este verde campo es
tuyo.
¿De quién más podría
ser?
Las oleadas de la
alfalfa
para ti se han de mecer.
Este valle es todo tuyo.
¿De quién más podría
ser?
Para que los disfrutemos
los pomares se hacen
miel.
(¡Ay! ¡No es cierto que
tiritas
como el Niño de Belén
y que el seno de tu
madre
se secó de padecer!)
El cordero está
espesando
el vellón que he de
tejer.
Y son tuyas las majadas,
¿De quién más podrían
ser?
Y la leche del establo
que en la ubre ha de
correr,
y el manojo de las
mieses
¿de quién más podrían
ser?
(¡Ay! ¡No es cierto que
tiritas
como el Niño de Belén
y que el seno de tu
madre
se secó de padecer!)
¡Sí! ¡Juguemos, hijo
mío,
a la reina con el rey!
¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los
suicidas?
¿Un cuajo entre la boca, las dos
sienes vaciadas,
las lunas de los ojos, albas y
engrandecidas,
hacia un ancla invisible las manos
orientadas?
¿O Tú llegas después que los hombres
se han ido,
y les bajas el párpado sobre el ojo
cegado,
acomodas las vísceras sin dolor y sin
ruido
y entrecruzas las manos sobre el
pecho callado?
El rosal que los vivos riegan sobre
su huesa
¿no le pinta a sus rosas unas formas
de heridas?
¿No tiene acre el olor, sombría la
belleza
y las frondas menguadas de serpientes
tejidas?
Y responde, Señor: Cuando se fuga el
alma
por la mojada puerta de las largas
heridas,
¿entra en la zona tuya hendiendo el
aire en calma
o se oye un crepitar de alas
enloquecidas?
¿Angosto cerco lívido se aprieta en
torno suyo?
¿El éter es un campo de monstruos
florecido?
¿En el pavor no aciertan ni con el
nombre tuyo?
¿O van gritando sobre tu corazón
dormido?
¿No hay un rayo de sol que los
alcance un día?
¿No hay agua que los lave de sus
estigmas rojos?
¿Para ellos solamente queda tu
entraña fría,
sordo tu oído fino y apretados tus
ojos?
Tal el hombre asegura, por error o
malicia;
mas yo, que te he gustado, como un
vino, Señor,
mientras los otros siguen llamándote
Justicia,
¡no te llamaré nunca otra cosa que
Amor!
Yo sé que como el hombre fue siempre
zarpa dura;
la catarata, vértigo; aspereza, la
sierra.
¡Tú eres el vaso donde se esponjan de
dulzura
los nectarios de todos los huertos de
la Tierra!
Que mi dedito lo cogió una
almeja,
y que la almeja se cayó en la
arena,
y que la arena se la tragó el
mar.
Y que del mar la pescó un
ballenero
y el ballenero llegó a
Gibraltar;
y que en Gibraltar cantan
pescadores:
—«Novedad de tierra sacamos del
mar,
novedad de un dedito de
niña:
¡la que esté manca lo venga a
buscar!»
Que me den un barco para ir a
traerlo,
y para el barco me den
capitán,
para el capitán que me den
soldada,
y que por soldada pide la
ciudad:
Marsella con torres y plazas y
barcos,
de todo el mundo la mejor
ciudad,
que no será hermosa con una
niñita
a la que robó su dedito el
mar,
y los balleneros en pregones
cantan
y están esperando sobre
Gibraltar...
Yo no quiero que a mi
niña
golondrina me la
vuelvan;
se hunde volando en el
Cielo
y no baja hasta mi
estera;
en el alero hace el nido
y mis manos no la
peinan.
Yo no quiero que a mi
niña
golondrina me la
vuelvan.
Yo no quiero que a mi
niña
la vayan a hacer
princesa.
Con zapatitos de oro
¿cómo juega en las
praderas?
Y cuando llegue la noche
a mi lado no se
acuesta...
Yo no quiero que a mi
niña
la vayan a hacer
princesa.
Y menos quiero que un
día
me la vayan a hacer
reina.
La subirían al trono
a donde mis pies no
llegan.
Cuando viniese la noche
yo no podría mecerla...
¡Yo no quiero que a mi
niña
me la vayan a hacer
reina!
Padre Nuestro, que estás en los
cielos,
¡por qué te has olvidado de
mí!
Te acordaste del fruto en
febrero,
al llagarse su pulpa
rubí.
¡Llevo abierto también mi
costado,
y no quieres mirar hacia
mí!
Te acordaste del negro
racimo,
y lo diste al lagar
carmesí;
y aventaste las hojas del
álamo,
con tu aliento, en el aire
sutil.
¡Y en el ancho lagar de la
muerte
aun no quieres mi pecho
oprimir!
Caminando vi abrir las
violetas;
el falerno del viento
bebí,
y he bajado, amarillos, mis
párpados,
por no ver más enero ni
abril.
Y he apretado la boca,
anegada
de la estrofa que no he de
exprimir.
¡Has herido la nube de
otoño
y quieres volverte hacia
mí!
Me vendió el que besó mi
mejilla;
me negó por la túnica
ruin.
Yo en mis versos el rostro con
sangre,
como Tú sobre el paño, le
di,
y en mi noche del Huerto, me han
sido
Juan cobarde y el Ángel
hostil.
Ha venido el cansancio
infinito
a clavarse en mis ojos, al
fin:
el cansancio del día que
muere
y el del alba que debe
venir;
¡el cansancio del cielo de
estaño
y el cansancio del cielo de
añil!
Ahora suelto la mártir
sandalia
y las trenzas pidiendo
dormir.
Y perdida en la noche,
levanto
el clamor aprendido de
Ti:
¡Padre Nuestro, que estás en los
cielos,
por qué te has olvidado de
mí!
(*) Gabriela Mistral (Vicuña, 1889 – Nueva York, 1957). Aunque su nombre real fue Lucila Godoy Alcayaga, adoptó su pseudónimo inspirada en la obra de Gabriel D'Annunzio y Fréderic Mistral. Su labor literaria comenzó a reconocerse en 1914 al resultar ganadora de unos Juegos Florales. En 1922 fue publicada su primera obra Desolación y desde entonces viajó por numerosos países de América y Europa. Siguen a este libro, Ternura, Tala, Lagar, Poema de Chile y sus Prosas, entre otros. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1945, como un justo reconocimiento no sólo de su producción poética, sino de la labor literaria y social de una mujer que había dedicado su vida a la difusión de la cultura y a la lucha por la justicia social y los derechos humanos. En 1951, seis años después, recibe el Premio Nacional de Literatura. Falleció en Nueva York en el año de 1957.