Ahora que quizás, en un año de
calma,
piense: la poesía me sirvió para
esto:
no pude ser feliz, ello me fue
negado,
pero escribí.
Escribí: fui la víctima
de la mendicidad y el orgullo
mezclados
y ajusticié también a unos pocos
lectores;
tendí la mano en puertas que nunca,
nunca he visto;
una muchacha cayó, en otro mundo, a
mis pies.
Pero escribí: tuve esta rara
certeza,
la ilusión de tener el mundo entre
las manos
—¡qué ilusión más perfecta!
como un cristo barroco
con toda su crueldad
innecesaria—
Escribí, mi escritura fue como la
maleza
de flores ácimas pero flores en
fin,
el pan de cada día de las tierras
eriazas:
una caparazón de espinas y
raíces
De la vida tomé todas estas
palabras
como un niño oropel, guijarros junto
al río:
las cosas de una magia, perfectamente
inútiles
pero que siempre vuelven a renovar su
encanto.
La especie de locura con que vuela un
anciano
detrás de las palomas
imitándolas
me fue dada en lugar de servir para
algo.
Me condené escribiendo a que todos
dudarán
de mi existencia real,
(días de mi escritura, solar del
extranjero).
Todos los que sirvieron y los que
fueron servidos
digo que pasarán porque
escribí
y hacerlo significa trabajar con la
muerte
codo a codo, robarle unos cuantos
secretos.
En su origen el río es una veta de
agua
—allí, por un momento,
siquiera, en esa altura—
luego, al final, un mar que nadie
ve
de los que están braceándose la
vida.
Porque escribí fui un odio
vergonzante,
pero el mar forma parte de mi
escritura misma:
línea de la rompiente en que un verso
se espuma,
yo puedo reiterar la
poesía.
Estuve enfermo, sin lugar a
dudas
y no sólo de insomnio,
también de ideas fijas que me
hicieron leer
con obscena atención a unos cuantos
psicólogos,
pero escribí y el crimen fue
menor,
lo pagué verso a verso hasta
escribirlo,
porque de la palabra que se ajusta al
abismo
surge un poco de oscura
inteligencia
y a esa luz muchos monstruos no son
ajusticiados.
Porque escribí no estuve en casa del
verdugo
ni me dejé llevar por el amor a
Dios
ni acepté que los hombres fueran
dioses
ni me hice desear como
escribiente
ni la pobreza me pareció
atroz
ni el poder una cosa
deseable
ni me lavé ni me ensucié las
manos
ni fueron vírgenes mis mejores
amigas
ni tuve como amigo a un
fariseo
ni a pesar de la cólera
quise desbaratar a mi
enemigo.
Pero escribí y me muero por mi
cuenta,
porque escribí porque escribí estoy
vivo.
No hubo dolor en el momento
justo
de oír sobre tu muerte.
Fue como si tú mismo la hubieras anunciado
en uno de esos absurdos llamados telefónicos que solías hacer a tus amigos:
una broma sangrienta.
Y la inocencia que, a esas horas, se volvía irritante,
la cigarra de una voz chirriando
en la paja seca del día. No hubo
dolor
pero sí, Carlos, la inmediata
certeza
de que contigo se eclipsaba la
noche
sobre el desierto de un día estable y
es como si cayera
un poco de ceniza del cielo sobre
tierras eriáceas.
Me he llamado a lo real. Pero qué
peso insoportable
tendría ahora un guijarro sobre la
palma de la mano.
Todas, todas estas pobres historias diurnas no son sino
desgarradoras.
Aquí, también, esta visión confusa y demasiado nítida de caras
conocidas.
Si la vida no es más que una
locura
lo que importan son los sueños y aún
el delirio, la mentira piadosa
de las palabras en libertad
arrojadas
al millar de los vientos
nocturnos,
como en tu poesía: la oscuridad
vidente:
palabras como brasas, balbuceos del
fuego.
Tenías que morir acaso así, como quien
despierta de sí mismo en un acceso de sangre;
es sorprendente, pero puntual,
la poesía ha muerto entre nosotros, fue un sueño
tú sabes qué difícil
de conciliar entre otros:
palabras y, en el fondo
sigue a la exaltación un
cansancio profundo,
sólo una rabia negra que tiende a confundirse
con la
oscuridad. Así
todo era destrucción para ti a ciertas horas
tan fácil recaer en
la locura aullando
por un poco de paz en el exceso del bosque
“Vuelvo al bosque”
–escribiste a tu familia a una edad
que tendrías para siempre-
hijo el
más pródigo de todos, tan dócil
como Isaac pero irrecuperable.
Abraham fue el
victimado y el ángel
de la poesía enzarzado en las alas,
mal te pudo salvar del
autosacrificio
si él mismo era un temblor de hojas, un grito pánico.
Oveja
negra como todas las noches
de una misma soledad de cuarenta y dos años.
No es
verdad que extraviaras el camino, sólo cabía
girar sobre tus propios pasos en
un desierto espeso.
Ella –la poesía- al menos fue tu sombra.
No iba a
encender en el hueco de la mano temblorosa,
a la siga de un ciego blasfemante
ninguna luz que no fuera tempestad.
Este gallo que viene de tan lejos en
su canto,
iluminado por el primero de los rayos
del sol;
este rey que se plasma en mi ventana
con su corona viva, odiosamente,
no pregunta ni responde, grita en la
Sala del Banquete
como si no existieran sus invitados,
las gárgolas
y estuviera más solo que su
grito.
Grita de piedra, de antigüedad, de
nada,
lucha contra mi sueño pero ignora que
lucha;
sus esposas no cuentan para él
ni el
maíz que en la tarde lo hará besar el polvo.
Se limita a aullar como un hereje en
la hoguera de sus plumas.
Y es el cuerno gigante
que sopla la negrura al caer al
infierno.
La mixtura del aire en la pieza
oscura, como si el cielorraso hubiera amenazado
una vaga llovizna
sangrienta.
De ese licor inhalamos, la nariz
sucia, símbolo de inocencia y de precocidad
juntos para reanudar nuestra lucha en
secreto, por no sabíamos no ignorábamos qué causa;
juegos de manos y de pies, dos veces
villanos, pero igualmente dulces
que una primera pérdida de sangre
vengada a dientes y uñas o, para una muchacha
dulces como una primera efusión de su
sangre.
Y así empezó a girar la vieja rueda
—símbolo de la vida— la rueda que se atasca como si no
volara,
entre una y otra generación, en un
abrir de ojos brillantes y un cerrar de ojos opacos
con un imperceptible sonido
musgoso.
Centrándose en su eje, a imitación de
los niños que rodábamos de dos en dos, con las orejas rojas
—símbolos del pudor que saborea
su ofensa— rabiosamente tiernos, la rueda dio unas vueltas en falso como
en una edad anterior a la invención de la rueda
en el sentido de las manecillas del
reloj y en su contrasentido.
Por un momento reinó la confusión en
el tiempo. Y yo mordí largamente en el cuello a mi prima Isabel,
en un abrir y cerrar del ojo del que
todo lo ve, como en una edad anterior al pecado
pues simulábamos luchar en la
creencia de que esto hacíamos; creencia rayana en la fe como el juego en la
verdad
y los hechos se aventuraban apenas a
desmentirnos
con las orejas rojas.
Dejamos de girar por el suelo, mi
primo Ángel vencedor de Paulina, mi hermana; yo de Isabel, envueltas
ambas
ninfas en un capullo de frazadas que
las hacía estornudar —olor a naftalina en la pelusa del
fruto—.
Esas eran nuestras armas victoriosas
y las suyas vencidas confundiéndose unas con otras a modo de nidos como celdas,
de celdas como abrazos, de abrazos como grillos en los pies y en las
manos.
Dejamos de girar con una rara
sensación de vergüenza, sin conseguir formularnos otro reproche
que el de haber postulado a un éxito
tan fácil.
La rueda daba ya unas vueltas
perfectas, como en la época de su aparición en el mito, como en su edad de
madera recién carpintereada
con un ruido de canto de gorriones
medievales;
el tiempo volaba en la buena
dirección. Se lo podía oír avanzar hacia nosotros
mucho más rápido que el reloj del
comedor cuyo tic-tac se enardecía por romper tanto silencio.
El tiempo volaba como para
arrollarnos con un ruido de aguas espumosas más rápidas en la proximidad de la
rueda del molino, con alas de gorriones —símbolos del salvaje orden
libre— con todo él por único objeto desbordante
y la vida —símbolo de la
rueda— se adelantaba a pasar tempestuosamente haciendo girar la rueda a
velocidad acelerada, como en una molienda de tiempo, tempestuosa.
Yo solté a mi cautiva y caí de
rodillas, como si hubiera envejecido de golpe, presa de dulce, de empalagoso
pánico
como si hubiera conocido, más allá
del amor en la flor de su edad, la crueldad del corazón en el fruto del amor,
la corrupción del fruto y luego... el carozo sangriento, afiebrado y
seco.
¿Qué será de los niños que fuimos?
Alguien se precipitó a encender la luz, más rápido que el pensamiento de las
personas mayores.
Se nos buscaba ya en el interior de
la casa, en las inmediaciones del molino: la pieza oscura como el claro de un
bosque.
Pero siempre hubo tiempo para
ganárselo a los sempiternos cazadores de niños. Cuando ellos entraron al
comedor, allí estábamos los ángeles sentados a la mesa
ojeando nuestras revistas ilustradas
—los hombres a un extremo, las mujeres al otro—
en un orden perfecto, anterior a la
sangre.
En el contrasentido de las manecillas
del reloj se desatascó la rueda antes de girar y ni siquiera nosotros pudimos
encontrarnos a la vuelta del vértigo, cuando entramos en el tiempo
como en aguas mansas, serenamente
veloces;
en ellas nos dispersamos para
siempre, al igual que los restos de un mismo naufragio.
Pero una parte de mí no ha girado a
compás de la rueda, a favor de la corriente.
Nada es bastante real para un
fantasma. Soy en parte ese niño que cae de rodillas
dulcemente abrumado de imposibles
presagios
y no he cumplido aún toda mi
edad
ni llegaré a cumplirla como
él
de una sola vez y para
siempre.
Puede que sea cosa de ir
tocando
la musiquilla de las pobres
esferas.
Me cae mal esa Alquimia del
Verbo,
poesía, volvamos a la
tierra.
Aquí en París se vive de
silencio
lo que tú dices claro es cosa
muerta.
Bien si hablas por hablar, “a
lo divino”,
mal si no pasas todas las
fronteras.
Digan, al fin y al cabo, lo que
quieran:
en la profundidad de la
ignorancia
suena una musiquilla
verdadera;
sus auditores fueron en
Babel
los que escaparon a la confusión de
las lenguas,
gente anodina de los pisos
bajos
con un poco de todo en la
cabeza;
y el poeta más loco que
sagrado
pero con una locura con su
cuerda
capaz de darle cuerda a la
alegría,
capaz de darle cuerda a la
tristeza.
No se dirige a nadie el
corazón
pero la que habla sola es la
cabeza;
no se habla de la vida desde un
púlpito
ni se hace poesía en
bibliotecas.
Después de todo, ¿para qué
leernos?
La musiquilla de las pobres
esferas
suena por donde sopla el viento
amargo
que nos devuelve, poco a poco, a la
tierra,
el mismo que nos puso un día en
pie
pero bien al alcance de la
huesa.
Y en ningún caso en lo alto del
coro,
Bizancio fue: no hay
vuelta.
Puede que sea cosa de ir
pensando
en escuchar la musiquilla
eterna.
Nada se pierde con vivir,
ensaya:
aquí tienes un cuerpo a tu
medida
Lo hemos hecho en sombra por amor a
las artes de la carne
pero también en serio
pensando en tu visita como en un
nuevo juego gozoso y doloroso;
por amor a la vida, por temor a la
muerte y a la vida,
por amor a la muerte
para ti o para nadie.
Eres tu cuerpo, tómalo, haznos ver
que te gusta como a nosotros este doble regalo que
te hemos hecho y que nos hemos
hecho.
Cierto, tan sólo un poco del
vergonzante barro original,
la angustia y el placer en un grito
de impotencia.
Ni de lejos un pájaro que se abre en
la belleza del huevo,
a plena luz, ligero y jubiloso, sólo
un hombre:
la fiera vieja del nacimiento,
vencida por las moscas, babeante y rebosante.
Pero vive y verás el monstruo que
eres con benevolencia
abrir un ojo y otro así de
grandes,
encasquetarse el cielo, mirarlo todo
como por adentro,
preguntarle a las cosas por sus
nombres
reír con lo que ríe,
llorar con lo que llora,
tiranizar a gatos y
conejos.
Nada se pierde con vivir, tenemos
todo el tiempo del tiempo por delante
para ser el vacío que somos en el
fondo.
Y la niñez, escucha:
no hay loco más feliz que un niño
cuerdo
ni acierta el sabio como un niño
loco.
Todo lo que vivimos lo vivimos ya a
los diez años más intensamente;
los deseos entonces se dormían los
unos en los otros.
Venía el sueño a cada
instante,
el sueño que restablece en todo el
perfecto desorden
a rescatarte de tu cuerpo y tu
alma;
allí en ese castillo movedizo eras el
rey, la reina, tus secuaces, el bufón que se ríe de sí mismo,
los pájaros, las fieras
melodiosos.
Para hacer el amor allí estaba tu
madre
y el amor era el beso de otro mundo
en la frente,
con que se reanima a los
enfermos,
una lectura a media voz,
la nostalgia de nadie y nada que nos
da la música.
Pero pasan los años por los años y he
aquí que eres ya un adolescente.
Bajas del monte como Zaratustra a
luchar por el hombre contra el hombre:
grave misión que nadie te
encomienda;
en tu familia inspiras
desconfianza,
hablas de Dios en un tono sarcástico,
llegas a casa al otro día, muerto.
Se dice que enamoras a una vieja, te
han visto dando saltos en el aire,
prolongas tus estudios con estudios
de los que se resiente tu cabeza.
No hay alegría que te alegre tanto
como caer de golpe en la tristeza
ni dolor que te duela tan a fondo
como el placer de vivir sin objeto.
Grave edad, hay algunos que se matan
porque no pueden soportar la muerte,
quienes se entregan a una causa
injusta en su sed sanguinaria de justicia.
Los que más bajo caen son los
grandes,
a los pequeños les perdemos el
rumbo.
En el amor se traicionan
todos,
el amor es el padre de sus
vicios.
Si una mujer se enternece contigo le
exigirás te siga hasta la tumba,
que abandone en el acto a sus
parientes,
que instale en otra parte su
negocio.
Pero llega el momento fatalmente en
que tu juventud te da la espalda
y por primera vez su rostro
inolvidable en tanto huye de ti que la persigues a salto de ojo,
inmóvil, en una silla
negra.
Ha llegado el momento de hacer algo
parece que te dice todo el mundo
y tu dices que sí, con la
cabeza.
En plena decadencia metafísica
caminas ahora con una libretita de direcciones en la mano,
impecablemente vestido,
con la modestia de un hombre joven
que se abre paso en la vida,
dispuesto a todo.
El esquema que te hiciste de las
cosas hace aire y se hunde en el cielo dejándolas a todas en su
sitio.
De un tiempo a esta parte te mueves
entre ellas como un pez en el agua.
Vives de lo que ganas, ganas lo que
mereces, mereces lo que vives:
eres, por fin, un hombre entre los
hombres.
Y así llegas a viejo como quien
vuelve a su país de origen después de un viaje interminable corto de revivir,
largo de relatar,
te espera en ti la muerte, tu
esqueleto con los brazos abiertos,
pero tu la rechazas por un
instante,
quieres mirarte larga y sucesivamente
en el espejo que se pone opaco.
Apoyado en lejanos transeúntes vas y
vienes de negro,
al trote, conversando contigo mismo a
gritos, como un pájaro.
No hay tiempo que perder, eres el
último de tu generación en apagar el sol y convertirte en polvo.
No hay tiempo que perder en este
mundo embellecido por su fin tan próximo.
Se te ve en todas partes dando
vueltas en torno a cualquier cosa como en éxtasis.
De tus salidas a la calle vuelves con
los bolsillos llenos de tesoros absurdos: guijarros, florecillas.
Hasta que un día ya no puedes luchar
a muerte con la muerte y te entregas a ella, a un sueño sin salida, más blanco
cada vez, sonriendo, sollozando como un niño de pecho.
Nada se pierde con vivir, ensaya:
aquí tienes un cuerpo a tu medida,
lo hemos hecho en la sombra por amor
a las artes de la carne pero también en serio,
pensando en tu visita
para ti o para nadie
Como los primitivos junto al fuego el
rebaño se arremansa atomizado
en la noche de las cincuenta estrellas, junto a
la televisión en colores.
De esa llama sólo se salvan los cuerpos.
En cada
hogar una familia a medio elaborar clava sus ojos de vidrio
en el pequeño horno
crematorio donde se abrazan los sueños.
La antiséptica caja de Pandora
de la
que brotan ofrecidos a la extinción del deseo meros objetos de consumo
en lugar
de signos, marcas de fábrica.
Hombres y mujeres reducidos por el showman a su
primera infancia,
ancianas investidas de indignidad infantil,
juegan en la
pantalla que destaca sus expresiones inestables
como las de las cosas en el
momento de arder.
No me quiero hacer la víctima
A lo
sumo estoy cómodamente tendido
sobre la piedra de los sacrificios
y un tipo que
se limpia las uñas con un cuchillo
me dice ¿Qué es de tu vida?
¿No te parece
que sobra?
No se renueva el personal de esta
calle:
el elenco de la prostitución gasta su
último centavo en maquillaje
bajo una luz polvorienta que se le
pega
a la cara
Una doble hilera de caries, dentadura
de casas desmoronadas
es la escenografía de
esta
Danza Macabra
trivial bailongo sabatino en la
pústula de la ciudad.
Es una cara conocida llena de
costurones con lívidas cicatrices
bajo unos centavos de
polvo,
y que emerge de todas las grietas de
la ciudad,
en este barrio más antiguo que el
Barrio de los Alquimistas
como la cara sin cuerpo del caracol
ofreciéndose
en los dos sexos de su cuello
andrógino
blandamente fálico y untado de baba
vaginal
el busto de un boxeador que muestra
las tetas
en el marco de un
socavón.
No avanza ni retrocede el río en ese
tramo
descolorido y bullente alrededor de
la compuerta
El mecanismo de un reloj
descompuesto
cuelga como la tripa de un
pescado
de la mesita de noche
entre los rizos de una peluca
rosada
La fermentación de las aguas del
tiempo que se enroscan alrededor del detritus
como el caracol en su
concha
el éxtasis de lo que por fin se pudre
para siempre.
¿Y qué será, Nathalie, de nosotros.
Tú en mi
memoria, yo en la tuya como esos
pobres
amantes que mientras se
buscaban
de una ciudad a otra, llegaron a
morir
—complacencias del narrador
omnividente, tristezas
de su ingenio— justo en la
misma pieza
de un hotel miserable
pero en distintas épocas del
año?
Absurdo todo pensamiento, toda
memoria
prematura
y particularmente dudosa
cualquier lamentación en nuestro
caso;
es por una deformación profesional
que me permito
este falso aullido
ávido y cauteloso a un mismo tiempo.
«Todo es
triste —me escribes— y
confuso,
y yo quisiera olvidarlo todo». Pero
te das incluso,
entre paréntesis
el lujo de cobrarme una pequeña deuda
y la palabra
adiós se diría que suena
de un modo estrictamente
razonable.
El amor no perdona a los que juegan
con él. No
tenemos perdón del amor,
Nathalie
a pesar de tu tono
razonable
y este último zumbido de la ironía,
atrapada en
sí misma,
como una cigarra por los
niños.
El viento nos devuelve, a ti en
Bonnieux
a mí en un París que a cada instante
rompe, contra
toda expectativa,
sus vagas relaciones lluviosas con el
sol,
el peso exacto de nuestras palabras
de las que
hicimos un mal gasto al cambiarlas
por
moneda liviana,
pequeñísima,
y este negocio de vivir al día no era
más que,
a lo lejos, una bonita
fachada
con angustiados gitanos en la
trastienda.
El viento al que jugamos Nathalie,
mientras
soplaba del lado de lo real, en la
Camargue,
nos devuelve
—extramuros de la memoria, allí
donde el mar brilla
por su ausencia
y no hay modo de estar realmente
desnudo—
palmerales roídos por la arena, el
sibilino rumor
de una desolación con
ecos
de voces agrias que se confunden con
las nuestras.
Es la canción de los gitanos,
forzados
a un nuevo exilio por los caminos de
Provenza
bajo ese sol del viento que se ríe a
mandíbula
batiente del verano y sus pequeños
negocios.
Son historias, también tristemente
confusas. La
diferencia está en que nosotros
bajamos
desde el primer momento el diapasón
de la nuestra;
sí, gente civilizada. . . guardando,
claro está,
las debidas distancias
—mi desventaja, Nathalie—
entre tu tribu y la mía.
Pero Lulú es testigo del Tarot; Lulú
que parece
haber nacido bajo todos los
signos
del zodíaco,
antes hada madrina que rigurosa
vidente,
ella lo sabe todo a ciencia incierta,
tu amiga.
Nada con los romanos y sus res
gestae; el porvenir
se lee bajo la
inspiración
de los aerolitos, en la mano
misma;
entre griegos no hay líneas
decisivas; una muerte que
dice, únicamente ella,
la última palabra de lo que un hombre
fue; y el
temblor en las manos,
Nathalie,
el brillo o la humedad en los ojos,
el deseo.
Estuvimos a punto de ejecutar un
trabajo perfecto,
Nathalie en una casa de piedra de
Provenza.
Dirás ahora que todo estuvo mal desde
el principio
pero lo cierto es que exhumamos, como
por arte de magia,
todos, increíblemente todos los
restos del amor
y en lo que a mí respecta hasta su
aliento mismo:
el ramillete de flores de
lavanda.
Es cierto: nuestras buenas
intenciones fracasaron,
nuestros proyectos se redujeron al
polvo del camino
entre la casa de Lulú y la
tuya.
No se podía ir más lejos con los
niños
que además se orinaron en nuestro
experimento;
pero aprendí a Michaux en tu casa,
Nathalie; una
vociferación que me
faltaba,
un dolor, otra vez,
incalculable
para el cual las palabras no tienen
gusto a nada.
Vuelvo a París con el cuaderno
vacío,
tu trasero en lugar de mi
cabeza,
tus piernas prodigiosas en lugar de
mis brazos,
el corazón en la boca no sé si de tu
estómago o del mío.
Todo lo intercambiamos, devorándonos:
órganos y
memorias, accidentes del esfuerzo por
calarnos a fondo,
Nathalie, por fundirnos en una sola
pulpa.
Creer en dios; sólo me falta
esto
y completar, rumiando, el ciclo de la
baba,
a lo largo de Francia.
Pero sí, trabajamos
duramente
hombro con hombro, ombligo contra
ombligo
y estuvimos a punto de sumergirnos en
Rilke.
No hemos perdido nada:
este dolor era todo lo que podía
esperarse;
sólo me falta aullarlo en el momento
oportuno,
mi viejecilla, mi avispa, mi madre
de
dos hijos casi míos, mi
vientre.
“Va faire dodo Alexandre. Va
faire dodo Gérome.”
Ah, qué alivio para
ellos
el flujo de la baba de la
conciliación. Toda otra
forma de culto es una
mierda.
Me hago literatura.
Este poema es todo lo que podía
esperarse
después de semejante trabajo,
Nathalie.
Si se ha de escribir correctamente
poesía
no basta con sentirse desfallecer en
el jardín
bajo el peso concertado del alma o lo
que fuere
y del célebre crepúsculo o lo que
fuere.
El corazón es pobre de
vocabulario.
Su laberinto: un juego para atrasados
mentales
en que da risa verlo moverse como un
buey
un lector integral de novelas por
entrega.
Desde el momento en que coge el
violín
ni siquiera el Vals triste de
Sibelius
permanece en la sala que se llena de
tango.
Salvo las honrosas excepciones las
poetisas uruguayas
todavía confunden la poesía con el
baile
en una mórbida quinta de
recreo,
o la confunden con el sexo o la
confunden con la muerte.
Si se ha de escribir correctamente
poesía
en cualquier caso hay que tomarlo con
calma.
Lo primero de todo: sentarse y
madurar.
El odio prematuro a la
literatura
puede ser de utilidad para no pasar
en el ejército
por maricón, pero el mismo
Rimbaud
que probó que la odiaba fue un ratón
de biblioteca,
y esa náusea gloriosa le vino de
roerla.
Se juega al ajedrez
con las palabras hasta para
aullar.
Equilibrio inestable de la tinta y la
sangre
que debes mantener de un verso a
otro
so pena de romperte los papeles del
alma.
Muerte, locura y sueño son otras
tantas piezas
de marfil y de cuerno o lo que
fuere;
lo importante es moverlas en el
jardín a cuadros
de manera que el peón que baila con
la reina
no le perdone el menor paso en
falso.
Quienes insisten en llamar a las
cosas por sus nombres
como si fueran claras y
sencillas
las llenan simplemente de nuevos
ornamentos.
No las expresan, giran en torno al
diccionario,
inutilizan más y más el
lenguaje,
las llaman por sus nombres y ellas
responden por sus
nombres
pero se nos desnudan en los parajes
oscuros.
Discursos, oraciones, juegos de
sobremesa,
todas estas cositas por las que vamos
tirando.
Si se ha de escribir correctamente
poesía
no estaría de más bajar un poco el
tono
sin adoptar por ello un silencio
monolítico
ni decidirse por la
murmuración.
Es un pez o algo así lo que esperamos
pescar,
algo de vida, rápido, que se confunde
con la sombra
y no la sombra misma ni el Leviatán
entero.
Es algo que merezca
recordarse
por alguna razón parecida a la
nada
pero que no es la nada ni el Leviatán
entero,
ni exactamente un zapato ni una
dentadura postiza.
Porque un joven ha
muerto
pido que me demuestren, una vez más,
el valor de la vida,
antes de que este cielo de octubre me
haga bajar los ojos
hacia una tierra en
ruinas
y el canto de los pájaros y el canto
de los niños se confundan
en un mismo lamento en lo alto del
coro
y las flores de octubre sean los
incensarios que me envuelven
con su perfume húmedo y
oscuro.
Tú y yo lo conocíamos,
no tenía el deseo de morir ni la
necesidad, ni el deber
de morir,
era como nosotros o mejor que
nosotros:
un hombre entre los hombres, alguien
que día a día hizo
lo suyo:
reflejar el mundo,
amar a la mujer, intimar con el
hombre,
dar cuerda a su reloj,
transfigurar el mundo.
Obsérvense sus cuadros;
he aquí los espejos que retienen el
aire del ausente, su imagen en imágenes,
lo que de él permanece despierto en
su vigilia absoluta
de objeto,
en su fácil vigilia;
allí todo está en orden, en un orden
secreto que no irrita,
en un orden que asombra: caprichoso y
exacto, hostil y vivo,
vivo,
delicado,
luminoso como una sola
estrella.
Miopía de los cisnes cuando
vuelan,
bien alargado el cuello, bien
redondos
y como si empuñaran la
cabeza.
Pero aun así no pierden, ganan
otra
forma de su belleza
indiscutible
estas barcas de lujo de
Sigfrido
bajo cuyas pesadas
armaduras
tomaron el camino de la
ópera
sin perder una sola de sus
plumas.
La poesía puede estar
tranquila:
no fueron cisnes, fue su propio
cuello
el que torció en un rapto de
locura
muy razonable pero
intrascendente.
Ni la mitología ni el bel
canto
pueden contra los cisnes
ejemplares.
Dirán que se ha dormido para siempre,
dirán
que un ala color fuego y otra color
ceniza
el ángel de su voz baja por
ella
lleno de un Cristo único: impaciente
en la espera;
que esperezándose de su vida
profunda
nunca bien conciliada como sueño de
exilio
con ojos que sus ojos de polvo le
cegaron
todo lo ve en su Dios que lo ve
todo.
Y cae allí donde estuvo su
pecho
desenredado el nudo que la hizo
cantar;
silencio ahora guarda, feliz, como de
niño.
Dirán que está en la
Gloria.
Dirán que está en la Gloria y que se
encuentra en ella
una a una sus pérdidas como en un
arenal
donde acampara el reino del que fue
reina.
Su madre se le ofrece nuevamente en
la jarra
en que le bebe el rostro con el suyo
mil años.
Se yergue y he ahí los niños que no
tuvo;
su amor luce en el cielo carne y
hueso divinos.
Jóvenes de otra edad, fantasmas
vivos
callan para que hable y es en Elqui,
su valle
a un paso de países que le dan
alegría.
Dirán que es suyo el seno de los
suyos.
“Son palabras, palabras”
creo oírle a la tierra
que, como siempre tiene la razón,
coge y muele
su presa en un silencio que desvela a
las víboras.
Palabras, sí. Pero algo suena en
ellas
como en un verso mío un verso
suyo
de vivo y cierto y creo y se abre el
cielo
bajo la sombra que le da mi
mano
No hay secreto ninguno en el
azul
que no sea el azul de su
secreto
y si otro mundo existe el sol lo
abrazaría.
Enero corre incrédulo, apegado a sus
días
hombre y buey a la vez, perro
salvaje...
Y un absurdo solemne se
prepara:
una misa solemne.
No me muevo de aquí, no bajo a la
ciudad,
viene en su lugar otra que era apenas
su sierva.
La tierra apoderada del cuerpo de
Gabriela
bailará al paso lento del cortejo en
las calles
y el Cristo mendicante que amó como
mendiga
será sólo una cruz de una pieza,
dorada
esplendorosa y fría como treinta
monedas.
Niñas de blanco, en blanco, demasiado
inocentes
bostezarán el sol hasta que entre en
escena
seguido del ejército su primo, el
gran soldado.
No me muevo de aquí donde está
ella,
en su libro, en su voz que le
leemos
toda una noche de cerrada
vigilia.
Agua que se bebió vuelve a
embriagarnos
de una sed, maravilla de las
aguas.
Compañía nos hace el pan, su
hermano
y la sal que aprendieron, poco a
poco, sus sienes.
Envejecemos con sus
criaturas
en el desierto que las guarda
vivas
para un día feliz no
venidero;
y muere, ante nosotros, la
extranjera
en una soledad que nos
ahoga.
Cabe en un redondel de luz la
América
que un corazón contuvo en un gesto de
amor.
La vida innominada no vive en nuestra
vida
y cuando es justa como lo es su
palabra
parece que las cosas sólo
existen
para corroborarla desde
lejos.
Al sol del Trópico lo alumbra
Gabriela
la que levanta a signos toda una
cordillera;
y el maíz tiene ojos que ella mira y
la miran
innumerablemente como a madre
giganta
como el verde amarillo de
agradecimiento.
Mil años esperaron que naciera, sus
hijos.
Y no ha nacido el día de los días
para ella
cuerpo sólo es ahora que se encarna
en la tierra,
ola que pierde espumas de su
nombre
en la fosa común del mar del
fondo.
Por mi parte yo nada le
deseo,
busco su dicha allí donde encontró su
dicha;
el canto, cuando es bello, cura el
dolor que mienta
y le sobra belleza para el dolor más
ancho.
Creo verla poner a su
desgracia
el rostro grave y dulce que espejea
en su verbo.
Escuchémosla hablar, roto el
silencio
no atinaremos a llamarla
ausente.
Ni aún la muerte pudo igualar a estos
hombres
que dan su nombre en lápidas
distintas
o los gritan al viento del sol que se
los borra:
otro poco de polvo para una nueva
ráfaga.
Reina aquí, junto al mar que iguala
al mármol,
entre esta doble fila de obsequiosos
cipreses
la paz, pero una paz que lucha por
trizarse,
romper en mil pedazos los pergaminos
fúnebres
para asomar la cara de una antigua
soberbia
y reírse del polvo.
Por construirse estaba esta ciudad
cuando alzaron
sus hijos primogénitos otra ciudad
desierta
y uno que otro ocuparon, a fondo, su
lugar
como si aún pudieran
disputárselo.
Cada uno en lo suyo para siempre,
esperando,
tendidos los manteles, a sus hijos y
nietos.
Leeremos poemas que escribí hace tres
años,
después de haberte sido
presentado
por un desconocido, junto al
invernadero,
bajo un cielo de agosto manchado por
la lluvia
tácita como el ángel que tú
eras.
Ya habrá pasado todo ese
futuro
que sólo fue un instante de tiempo
reunido
durante nuestro encuentro, habrá
pasado
lo que nunca llegará a
suceder,
eso que, sin embargo, como un eje a
sus ruedas nos reúne,
fundiendo nuestros viajes
paralelos.
Leeremos mis versos, leeremos tus
cartas de hace siglos,
dirigidas a mí que las besaba en una
pieza roja de soltero;
buscando en ellas algo, una frase
invisible que pudo comenzar.
¿Por qué, me digo ahora, no fue doble
tu mano,
por qué callaste sílabas que hubiesen
revelado
el revés del amor y sus satélites,
negros,
en la negrura que ahora nos
corona?
Pero estábamos tristes: debías
regresar
continuamente al punto de
partida
y el nuestro era un encuentro de dos
seres que huyen
por una misma calle a
mediodía
fingiendo caminar con
lentitud.
Me miro en el espejo y no veo mi
rostro.
He desaparecido: el espejo es mi
rostro.
Me he desaparecido;
porque de tanto verme en este espejo
roto
he perdido el sentido de mi
rostro
o, de tanto contarlo, se me ha vuelto
infinito,
o la nada que en él, como en todas
las cosas,
se oculta, lo oculta,
la nada que está en todo, como el sol
en la noche,
y soy mi propia ausencia frente a un
espejo roto.
En lo real como en tu propia
casa,
el secreto reside en olvidar los
sueños;
poner así en peligro el sentido de la
noche
retirando, uno a uno, los hilos de la
urdimbre
en que ella trama sus horribles
dibujos,
como se gasta en el umbral la estela
bajo el polvo.
Y bienvenidos sean los consejos del
cuerpo
y las sanas costumbres de la nueva
barbarie.
Quizá la práctica del
yudo
o el furibundo asalto a un neumático
viejo
en rue Manuel, a las seis de la
mañana
y la dulce y perdida murmuración del
ombligo
al caer de la tarde; sí, atrévete a
decirlo maravillosa.
Viene del vientre la voz de
paraíso.
En lo real como en su propia
pulpa
el desnudo femenino corta el aliento
del sueño.
Atrévete a decir que no habías
mordido
sino sólo pequeños frutos
ácidos.
Pies que dejé en París a fuerza de
vagar
religiosamente por esas calles
sombrías.
La ciudad me decía no eres
nada
a cada vuelta de sus diez mil
esquinas,
y yo: eres bella, a media legua,
hundiéndome
otro poco en el polvo
deletéreo:
nieve a manera de
retribución,
y en la boca un sabor a papas
fritas.
Nunca salí del horroroso
Chile
mis viajes que no son
imaginarios
tardíos sí -momentos de un
momento-
no me desarraigaron del
eriazo
remoto y presuntuoso
Nunca salí del habla que el Liceo
Alemán
me infligió en sus dos patios como en
un regimiento
mordiendo en ella el polvo de un
exilio imposible
Otras lenguas me inspiran un sagrado
rencor:
el miedo de perder con la lengua
materna
toda la realidad. Nunca salí de
nada.
Te pedí que te cortaras el
pelo
para que volviera a su suavidad
natural
Como todo lo demás lo hiciste a
medias
A medias me rompieron la cara en tu
nombre,
a la vuelta de la
esquina
y a medias me esperabas, entre tanto,
en la casa
pues partiste enseguida a refugiarte
en otra.
Y a medias le habías dicho al agresor
que me amabas.
Pero, eso sí, le diste mi nombre y mi
dirección
pues no todo ha de hacerse a
medias
tuviste la honradez de
pensar
en un cincuenta por
ciento
La desaparición de este
lucero
lo puso ferozmente en
evidencia
no era Venus la estrella
vespertina
no era Venus la estrella
matutina
Era una lucecilla
intermitente
no nacida del cielo ni del
mar
y yo era sólo un náufrago en la
tierra
No era siquiera una mujer
fatal
bella, sí, pero espuma del
oleaje
un simulacro de la Diosa
ausente
Ni de pie sobre el mar: en la
bañera
ni espuma: algo de carne, algo de
hueso
un pajarillo, y eso, de
mujer
dócil al aire pero
desalado
y desolado, pues volar
podía
tan sólo cuando el viento lo
soplaba
ni tuvo el mar por mítico
escenario
En la ciudad más fea de la
tierra
se hizo humo a la hora de los
quiubos
Era fulana, y eso,
simplemente
y yo, el imbécil que escribió este
libro.
Es una mano artificial la que
trajo
papel y lápiz en el bolso del
desahuciado
No va a escribir Contra la
muerte, ni El arte de morir
¡felices escrituras! No va a firmar
un decreto
de excepción que lo devuelva a la
vida.
Mueve su mano ortopédica como un
imbécil que jugara
con una piedra o un pedazo de
palo
y el papel se llena de signos como un
hueso de hormigas
Virgen del Neoprén
Señora del Simulacro
Bajas del cielo de tus
utilerías
acompañada de un guerrero
antiguo
A ver si puedes dividirnos aún
más
Tiendes tu mano sobre los intereses
creados
y nos amenazas con un acabo de
mundo
Virgen de la chacota en la punta del
cerro
la que se cree el sol y nos quema los
ojos
Reina de todos los
apagones
Desprotectora de los
desprotegidos
Fosa común de los
buscados
Antiseñora del despojo del
P.O.J.H.
Virgen señora de las
aparecidas
tú que retomas tu antigua
tradición
y te resuelves por angas o por
mangas
a darte en espectáculo
Ahora, mamita, contra el apagón
cultural
y a favor de él están dando tu golpe
mariano
haciéndote aparecer en la punta del
cerro
porque así lo asegura el niño ángel a
grito pelado
¡La Virgen! y de todos los rincones
de este país anguloso
desde todos los ángulos de este país
arrinconado
los de tu equipo nos volamos a la
carrera
apelotonados hacia ti que estás no
derretida en el sol
nos quemamos los ojos para verte
mejor
y a pocos metros sobre el nivel del
cerro
como un pez centelleante que allí
desova
como un platillo volador y dentro de
él
tal como cualquiera puede verte en el
Templo de Maipú
tu nave espacial
con tu corona de perlas
y tu moreno color de
manola
sentada a la mesa de comando,
haciéndola girar
hacia el que sube el platillo por el
chorro
mirándolo con láser a los
ojos
fulmínalo si lo que hace es un
bluf
porque (ahora sí) las condiciones
están dadas
o nunca, para tu aterrizaje,
incluso
un comunicador de primera se negó a
que su medio
desmintiera tu aparición
“Con la Virgen -dijo- nunca se
sabe”
Hablando en cualquier lengua abre,
madre, la boca
y dinos lo que quieras por lo que más
quieras
el niño ángel –tu perico- es el
César de Santis
de este festival de la
emoción
Llegaremos por cientos, por
miles
a columpiarnos en ti al pie del
cerro
así lo dicen tus titulares, tus
emisiones radiales
y los polaroides que te
disparan
cuando el Ángel lo
ordena
la nube luminosa en el ojo de
nuestras cámaras
Hay sólo dos países: el de los sanos
y el de los enfermos
Por un tiempo se puede gozar de doble
nacionalidad
pero, a la larga, eso no tiene
sentido
Duele separarse, poco a poco, de los
sanos
a quienes seguiremos unidos hasta la
muerte
separadamente unidos
Con los enfermos cabe una creciente
complicidad
que en nada se parece a la amistad o
el amor
(esas mitologías que dan sus últimos
frutos
a unos pasos del hacha)
Empezamos a enviar y recibir
mensajes
de nuestros verdaderos
conciudadanos
una palabra de aliento
un folleto sobre el
cáncer
Nadie escribe desde el más
allá
Las memorias de ultratumba son
apócrifas
En la casa de la muerte sólo se
encuentran
agonizantes lectores
algunos vivos que curiosean allí,
pero no muertos
Aunque el libro tibetano de los
muertos diga
que se dirige a ellos
no hay lectores en el más allá,
muertos que
no guarden las formas y la gravedad
de la noche
Sólo se recuerdan
apariciones
fantasmas, más bien
fantasías
enfermedades de la
memoria
Esos señores, en lugar de
hablar
responden a la desesperación de
preguntas
mediúmnicas sin interés
Peor aún, suspenden mesas de tres
patas
para probar que existen
Como invisibles pionetas
bajan un piano del quinto al cuarto
piso
Quiero saber qué son los muertos, si
son
No lo que hacen ni lo que dicen de
otros
no las pruebas de su existencia, si
existen
Me he convertido en una animita de
éxito
entre los camioneros y sus
familias
Una casita de la muerte iluminada a
vela
Piadosamente; a diario con flores
fresas a sus pies
Me he convertido en un actor que va a
morir
pero de verdad, en el último
acto
en un afamado equilibrista sin red
que baila
noche a noche sobre la cuerda
floja
El teléfono suena constantemente en
mi camarín
No me pueden llamar para derogar mi
aparición en escena
lo hacen solo para pedirme que les
reserve entradas
aunque sea para el tercer
acto
Tinguirinea gente cercana a mi
corazón ahora vacío
pero no indiferente,
y gente que estuvo a miles de
kilómetros de él
estos últimos para reconciliarse con
Jesús, su paralítico
a pito de mí para obtener la
absolución en el último momento
Par delicatesse voy a perder con lo
que me queda de vida
la alegría de morir, recibiendo a
esos jetones
La muerte es un éxito de
público
Basta con doce personas
no quiero a nadie más en la
platea
(*) Enrique Lihn (Santiago, Chile, 1929-1988). Poeta, novelista y ensayista. Realizó sus estudios básicos en el Saint George College, posteriormente en el Colegio Alemán y en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. Miembro de la generación del 50, inició muy joven la carrera literaria, incursionando no sólo en poesía sino también en el campo de la novela, el ensayo y la crítica. Fue profesor del Departamento Humanístico de la Universidad de Chile y en 1965 viajó a Paris mediante una beca de museología de la Unesco. Posteriormente vivió en Cuba y EE.UU., gracias a la beca Guggenheim obtenida en 1978. Su obra poética consta de numerosas publicaciones, entre las que se destacan: Nada se Escurre en 1949, Poemas de este tiempo y de otro en 1955, Poesía de paso en 1966, Situación Irregular en 1977, A partir de Manhattan en 1979, El Paseo Ahumada en 1983 y Diario de la muerte en 1989. De los galardones obtenidos sobresalen el Premio Municipal de Poesía 1970 por su obra La musiquilla de las pobres esferas y el Premio Casa de las Américas de Cuba por su obra Poesía de paso en 1966.