Pablo Neruda dejó un buen número de poemas o versos donde México o mexicanos son tema fundamental. México fue para Neruda una gran revelación y me atrevo a decir que, después de España, el país extranjero del que se sintió más próximo en el corazón. La mayoría de los poemas están en Canto general, y, que yo sepa, hay otros tres: uno, sobre Tina Modotti en Tercera residencia; otro sobre Siqueiros, escrito en 1961, y otro, “Serenata de México”, incluido en Memorial de Isla Negra (1964), vasta memoria autobiográfica en verso. Mucho se ha reprobado la poesía política de Neruda y mucho se cita el Canto general. No estoy muy de acuerdo. De mi lado tengo un hondo aprecio por este dilatado libro, a la vez profundamente oceánico y terrestre, universal y americano. Es tal vez la primera aventura moderna absoluta por nombrar lo nuestro: plantas, animales, aves, ríos, océanos, héroes, traidores, amigos, enemigos, tiempos. Y quizá en esta dirección Neruda se ganó a pulso, como Carlos Pellicer, aunque sea emblemáticamente, uno de los primeros pasaportes bolivarianos cuando América llegue a ser una gran nación.
Es curioso o paradójico: el Gran Ciudadano Latinoamericano llamado Pablo Neruda debió vivir y padecer antes en el Extremo Oriente y en Europa para descubrir su identidad de raíz. Sin duda para esa transformación es fundamental, quizá lo fundamental, la residencia mexicana, su “descubrimiento de América”, como lo llama Volodia Teitelboim, y desde luego (es la maduración definitiva), el ascenso a Macchu Picchu, que le haría concebir y ejecutar uno de los cantos más elevados de su poesía, es decir, de nuestra poesía. Nuestra república representa el primer peldaño para el ascenso de la escalera latinoamericana. Él lo da a entender en la estrofa final del poema “México (1940)”:
y así de tierra en tierra fui tocando
el barro americano, mi estatura.
Así lo comprende también Volodia Teitelboim, su mejor biógrafo, quien en la página 272 de su informada y amena biografía (Neruda), escribe: “Fue México el que le dio de veras la sensación perturbadora de una América casi desconocida. Se sentía en déficit con ella, pues no había bajado a su propio subsuelo”. De seguro fue aquí donde entendió que su Canto general de Chile iba a ser su Canto general americano.
Canto general es un libro único, o si se quiere, unitario, pero es también un bello conjunto de libros en verso: de botánica, de zoología, de historia, de política, de autobiografía. En prosa tal vez el libro que busca correspondérsele, sin mucho éxito, es Memoria del fuego, del uruguayo Eduardo Galeano.
Por demás, la vertiente política en Canto general y sobre todo en Las uvas y el viento, con todos sus errores y horrores, con todo lo falso o vacío que se oiga a veces, o pudo oírse en aquel entonces, con todo su sincero pero incómodo y aun irritante estalinismo, tiene su sitio en la Obra, y sin esta vertiente la rocosa totalidad se vería debilitada. Lo que no es fácil defender, más allá de las circunstancias que lo motivaron, es el descenso al panfleto musical en libros como Canción de gesta (1961), en loor y luz de la revolución cubana, e Incitación al nixonicidio (1973), invectivas y diatribas contra el presidente y el gobierno estadunidenses que buscaron impedir el ascenso al poder de Salvador Allende y la Unidad Popular.
A grandes perfiles, los poemas mexicanos en la obra nerudiana podrían dividirse en tres: históricos, de amistad y autobiográficos. De los primeros -amén de otros donde hallamos menciones- existen diez y podrían ubicarse en cinco épocas: Conquista, siglo XVI, guerra de Independencia, Reforma y Revolución. Los protagonistas axiales son: Cortés, Alvarado, Cuauhtémoc, Las Casas, el padre Landa, Mina, Juárez y Zapata. En un poema posterior (“En los muros de México”) exaltará asimismo a Morelos, a Cárdenas y a Cuauhtémoc, nuestro último tlatoani.
En “Los hombres”, incluido en el primer segmento de Canto general (“La lámpara de la tierra”), Neruda modela con manos americanas imágenes de varias etnias: la creación del fuego -del mundo- entre los tarahumaras, el universo hecho en arcilla por los purépechas, los sacrificios humanos en el templo mayor de los aztecas y las vírgenes arrojadas a los cenotes por los mayas yucatecos. Añade algo que sería un motivo fijo de su lírica cuando evoque su paso de tres años por nuestro país:
... muchedumbre de pueblos
tejían la fibra, guardaban
el porvenir de las cosechas,
trenzaban el fulgor de la pluma,
convencían a la turquesa,
y en enredaderas textiles
expresaban la luz del mundo.
De la Conquista destaca varios momentos: la llegada de los españoles en el 1519 al mar mexicano, la figura de Cortés, la matanza de Cholula, las atrocidades de Pedro de Alvarado y el drama puro de Cuauhtémoc. En imágenes sustanciales están allí los hechos elocuentes. No falta, por supuesto, la pincelada errónea. Hay detalles en los poemas que muestran que sus lecturas no fueron del todo firmes. Por ejemplo, en “Los hombres”, habla de los sacerdotes que descendían como faisanes deslumbrantes; los sacerdotes del México antiguo vestían todo de negro y teñían infinitamente su cabello con la sangre de los sacrificados. En el poema “Cortés” dice que éste, en Tlaxcala, “recibe una paloma,/ recibe un faisán, una cítara/ de los músicos del monarca”; en el México antiguo no había cítaras (no había ni siquiera instrumentos de cuerda) y la palabra monarca no es la apropiada para designar a los grandes señores. En el poema “Cholula” relata la matanza de los moradores de la ciudad a manos de españoles y dice que los jóvenes se calzaban “para el festival” y que los hombres de Cortés mataron a “la flor del reinado”: ¿Cuál festival y cuál reinado?
Ya los años habían enseñado a Neruda que existían dos Españas encontradas como el demonio y Dios: una España pétrea, oscura, dogmática, la cual se reconocía en el águila imperial, en la espada del conquistador, en la sotana del religioso y en una tradición inmóvil como roca, y otra España viva, creativa y luminosa, identificada con su pueblo noble y generoso y sus grandes intelectuales, artistas y poetas.
Mientras Neruda se adentra en la escritura de Canto general más se reconoce con los hombres de las etnias antiguas. Al ir abriendo la entraña americana lo indignan y horrorizan el exterminio, el saqueo, la explotación y el vasallaje. El gran modelo de bárbaro entre los conquistadores es Pedro de Alvarado, quien ideó y llevó a cabo, en una de tantas atrocidades, la matanza del templo mayor en México-Tenochtitlan. Fue sólo el comienzo:
Alvarado, con garras y cuchillos,
cayó sobre las chozas,
arrasó el patrimonio del orfebre,
raptó la rosa nupcial de la tribu,
agredió razas, predios, religiones,
fue la caja caudal de los ladrones,
el halcón clandestino de la muerte.
Alvarado continuaría su paso “hacia nuevas capitanías” sembrando desolación. Con méritos ganados a pulso, Alvarado tiene un lugar privilegiado en la historia americana de la infamia.
La prolongación de esta España la identificaría Neruda con la España franquista. Una España que era la contracara de la otra, a la que amó y de la que, hasta el fin de su vida, sintió como la pérdida de algo íntimo y luminoso. “El país más fundamental para mí es mi país. Pero tal vez después de Chile, España es el que ha tenido más importancia”, contestó a Rita Ghibert en una entrevista cuatro años antes de su muerte.
En mayo de 1934 Neruda llega a Barcelona como cónsul para representar a su país. El 3 de febrero del año siguiente, luego de la injusta salida de Gabriela Mistral, se instala en Madrid para ejercer el puesto de cónsul general, en el cual permanece hasta agosto de 1937, cuando es destituido por llevar a cabo actividades incompatibles con su cargo diplomático. “Alejado”, lo llama él diplomáticamente en sus memorias (Confieso que he vivido). España lo consagra. La más brillante generación de poetas desde los siglos de oro lo acoge con calidez y le da trato de poeta mayor. Ni Rubén Darío mereció tal aplauso y fortuna. En Rafael Alberti y en Federico García Lorca encuentra dos hermanos de fulgor y revela como poeta a Miguel Hernández, a quien sintió como un hijo. Y más: reedita en Madrid los dos primeros tomos de las Residencias en las ediciones de Cruz y Raya, que dirige su camarada y después enconado detractor José Bergamín, y sus amigos poetas le dan a dirigir ese joyel de revista, Caballo Verde para la Poesía.
En esos años defiende fervorosamente la causa republicana. Publica en 1938 España en el corazón, que escribió en el barco a su regreso a Chile, libro que se reimprime en noviembre de ese año en el frente de batalla de Barcelona. Aquí la edición está a cargo del poeta Manuel Altolaguirre, la cual se realiza en un monasterio, próximo a Gerona. Ayudan a Altolaguirre, componiéndolo a mano, soldados tipógrafos del Ejército del Este. “A partir de esta fecha el poeta Neruda y el combatiente Neruda serán inseparables”, apunta el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal en su magnífico libro El viajero inmóvil. “El hombre, el poeta, emergió de España transfigurado: como la salamandra legendaria pasó por el fuego, sobrevivió, pero salió distinto”, puntualiza Volodia Teitelboim en su Neruda.
Desde luego, como se ha precisado, su cambio no surge de pronto ni nace de la nada: influyeron los años pobres de la niñez y de la adolescencia, la vida estudiantil en el Santiago de la década de los veinte signada por la bohemia y un anarquismo más o menos elemental, la contemplación cotidiana de la situación ruinosa de los miserables y los desesperados en el Extremo Oriente, la influencia de primacía de Rafael Alberti y de Delia del Carril en la etapa final republicana y el asesinato absurdo y cruel de Federico García Lorca. Neruda destierra de su poesía los cultivos de las sombras y el caos y el descenso a las aguas turbias de la angustia y del abatimiento, y da paso a estilos y a temas más simples y luminosos, y le da por soñar, con los pies en la tierra, en un mundo donde el corazón no padezca descorazonado y donde el desalmado recobre el alma. Desde entonces Neruda se puso emblemáticamente el “mono azul”, como los españoles llaman al overol, y no se lo quitaría ni a la hora de la muerte. Hasta el sitio donde vivió en Madrid sufre mudanza: la Casa de las Flores, en el barrio de Argüelles, fue casi destruida durante la guerra civil, erigiéndose más tarde en el lugar un mezquino edificio de departamentos. En Confieso que he vivido rememora la última vez que la visitó. Lo acompañaba Miguel Hernández. Todo estaba pletórico de escombros. Decidió no llevarse ni un libro.
El 15 de abril de 1939 Neruda es designado Cónsul para la Emigración Española. Organiza la famosa expedición del Winnipeg, el barco que condujo cerca de dos mil refugiados a Chile. En páginas de sus memorias detalla todas las vicisitudes del traslado y las órdenes y contraórdenes angustiosas. En el barco redacta su poema “Himno y regreso”, donde pide a su patria que acoja a “los héroes heridos”.
Es curioso: el único héroe de la Independencia que le mereció un poema fue el español Francisco Javier Mina, quien luchó y pasó hacia 1817 como un relámpago de medio año por tierras mexicanas. Neruda le coloca un pedestal entre los libertadores. El navarro Mina fue el rebelde en España y el rebelde en México: el libre libertador que quería la libertad de los oprimidos españoles y de los oprimidos por los españoles. Nuestro clásico contemporáneo, Martín Luis Guzmán, escribió de él, en escritura de hierro, una intensa biografía.
Ésta es la España en el corazón de Neruda y la que quedaría siempre en las llagas del corazón dilacerado. Es la que lo lleva a abandonar el oficio de jardinero de sombras. Todos los atardeceres, que formaban la cuenta del crepusculario, quedan atrás. La otra, la franquista, la que hereda la tradición del águila, de la espada y la sotana, es la que da muerte y hunde en una fosa común inhallable los restos de su hermano García Lorca, la que encarcela y mata parsimoniosamente a Miguel Hernández, la que acaba con el rico momento cultural y oscurece el bello sueño democrático, en fin, la que causa la muerte de un millón de hijos y el exilio de decenas y decenas de miles. Varios siglos después los franquistas se corresponden con aquellos que destruyeron las piedras, los signos y el alma americanos.
Cuauhtémoc, para el chileno, es el héroe mexicano representativo. Siempre lo sedujo como mito viviente. “El joven abuelo” de López Velarde se vuelve en su lírica “el joven hermano”, es decir, no está en el pasado, sino en el presente, vivo. Neruda capta muy bien que es la última rama de un pueblo que perdió para siempre su organización política y su orden religioso pero que sigue subsistiendo en los siglos y los días a través de una vigorosa corriente subterránea:
Ha llegado la hora señalada
y en medio de tu pueblo
eres pan y raíz, lanza y estrella.
En otro poema de corte más autobiográfico, “En los muros de México”, en versos impregnados de luminoso lirismo, canta a Cuauhtémoc y resalta de nuevo esta imagen de mito sin fechas. Cuauhtémoc vive lo mismo en “la piel de nuestra mano oscura” que en “los cenicientos cereales” y cuando la aurora surge “los ojos de Cuauhtémoc abren su luz remota”. Ausencia presente, acompañante eterno, águila que cae para alzarse hacia un firmamento de estrellas donde presiden severos el heroísmo y la dignidad.
No menos emotivo es su poema a Fray Bartolomé de las Casas, donde, guardando las debidas proporciones, él halla una identificación. El comunista sudamericano del siglo XX encuentra el modelo patriarcal en el misionero del siglo XVI en su sacrificio por los pobres y los olvidados de la tierra. Es el hombre combatiendo con la razón contra el conquistador y el colonizador, quienes a su vez lo impugnan y lo cubren de escupos y denuestos. Es el “hilo invencible”. Es una vida de privilegio pero donde sólo existen la renuncia y la entrega. “Monumento de caridad cristiana”, lo llamó Alfonso Reyes. A su vez Neruda lo evoca de este modo:
Pocas vidas da el hombre como la tuya, pocas
sombras hay en el árbol como tu sombra, en ella
todas las ascuas vivas del continente acuden,
todas las arrasadas condiciones, la herida
del mutilado, las aldeas
exterminadas, todo bajo tu sombra
renace, desde el límite
de la agonía fundas la esperanza.
Si en Chile Neruda se coloca al lado o al frente de los mineros del carbón y del salitre, en el México oscuro del siglo XVI descubre un hombre remoto, quien con la razón como “material titánico”, defiende a los que fueron despojados y vejados y, después, explotados y despreciados, para terminar aun dudándose de si tenían alma o no. En el poema Neruda hace sentir un Bartolomé de las Casas entrañable, conmovedoramente nuestro.
El contrario de Las Casas, para Neruda, lo representa el segundo obispo de Yucatán, Diego de Landa, quien mandó quemar en la plaza los códices mayas. La pieza es una brevedad espléndida cuyo último verso tiene un efecto notable:
El obispo levantó el brazo,
quemó en la plaza los libros
en nombre de su dios pequeño
haciendo humo las viejas hojas
gastadas por el tiempo oscuro.
Y el humo no vuelve del cielo.
Cierto: el humo no vuelve del cielo. Libros e imágenes no vuelven del cielo. ¡Cuánto conocimiento no se habrá difuminado entre las llamas y las cenizas! Al menos hay una atenuante que no ocurrió con la casi íntegra pulverización cultural de los libros de los pueblos nahuas: el mismo obispo, arrepentido de su irreversible acto criminal, quiso resarcirlo a su manera escribiendo su Relación de las cosas de Yucatán (1566), que para el gran mayista Silvanus G. Morley (La civilización maya) es “la autoridad principal en todo lo relativo a los antiguos mayas”. Digo atenuante porque gente como Zumárraga, primer obispo de México, no sólo no se cansó de destruir las creaciones antiguas, sino se enorgullecía de ello.
Dijimos que de la guerra de Independencia el único que estimuló un poema de Neruda fue el navarro Mina; en “Dura elegía”, un poema anterior, contenido en Tercera residencia, dedicado al brasileño Luis Carlos Prestes que estaba en la cárcel, al recordar a los libertadores americanos menciona a Hidalgo y a Morelos, y “En los muros de México”, busca darle a Morelos la altura latinoamericana.
De la Reforma, su gran artífice, le despierta un poema emotivo: “Viaje por la noche de Juárez”, donde destaca del oaxaqueño su metal profundo y la estirpe oscura hecha de nuestro barro. Su ejemplo no es sólo para México: es un bien para las repúblicas del subcontinente: un barro multiplicado y multiplicándose. El retrato es soberbio:
Quien mira tu levita,
tu parca ceremonia, tu silencio,
tu rostro hecho de tierra americana,
si no es de aquí, si no ha nacido en estas
llanuras, en la greda montañosa
de nuestras soledades no comprende.
Juárez es la Rectitud y la Dignidad. Es el patriota impertérrito que no cede un ápice en la defensa de la soberanía de una nación que se representa de raíz en su raza. Es la defensa a ultranza del barro americano ante los fuegos fatuos y los oropeles roídos del imperio. Es un símbolo de fuego contra la canalla usurpadora. O dicho con versos que nos tocan:
Yo visité los muros de Querétaro:
toqué cada peñasco en la colina,
la lejanía, cicatriz y cráter,
los cactus de ramales espinosos:
nadie persiste allí, se fue el fantasma,
nadie quedó dormido en la dureza:
sólo existen la luz, los aguijones
del matorral y una presencia pura:
Juárez, tu paz de noche justiciera,
definitiva, férrea y estrellada.
El fantasma austriaco no volvió nunca y los ejércitos franceses acabaron de ser vencidos por los alemanes tres años más tarde.
De la Revolución Neruda pudo haber elegido a Madero, el demócrata, o a Villa, modelo de energía avasalladora; se inclinó por el campesino y guerrillero del complejo sur Emiliano Zapata. “El sufrimiento armado” vallejiano rebelándose para que la tierra la tengan quienes hacen la labor y para que la esclavitud, a través de las nóminas en las tiendas de raya, no sea el yugo infame en el cuello de aquellos que trabajan esa tierra.
Las antologías de la lírica nerudiana, entre ellas las de Alberti y Loyola, han sido magnánimas al seleccionar esta composición. Quizá el color local, las imágenes de polvo y aridez, la melancólica letra de la canción de Tata Nacho que acompaña a la pieza, han contribuido a un prestigio sin base. Amén de imprecisiones históricas elementales (Zapata puede aparecer batallando en Sonora o Coahuila), se oye en las líneas una exaltación demagógica, algo de consigna social realista. Cabría preguntarse, como en el caso de la Independencia: ¿habrá leído Neruda libros sobre la Revolución? No parece. No hallo en su poesía ni en su prosa párrafos o estrofas que ilustren mínimamente esto. Lo que Neruda conoció –vivió– directamente fue el final del cardenismo y el principio de la contrarrevolución con Ávila Camacho. Neruda puso siempre en alta cumbre la labor de Cárdenas. Para él fue el gran presidente de la reforma agraria, de la expropiación del petróleo y del asilo a los republicanos españoles. En un discurso en la ciudad de Montevideo en abril de 1939, en su paso hacia Francia, observa que hay en ese momento una América antifascista desde Estados Unidos hasta Chile. De esos países, “un pecho duro, un corazón de pan inmenso, defiende México y se llama Cárdenas”. Lo recuerda asimismo con emoción en su poema “En los muros de México”, donde lo llama “General, Presidente de América”, y alza la voz y dice que mientras se traicionaba y se hería a España “sólo la estrella roja de Rusia y la mirada de Cárdenas brillaron en la noche del hombre”. Y más: en su discurso de recepción del doctorado Honoris Causa de la Universidad Nicolaíta en agosto de 1943, unos días antes de dejar México, resalta que la raza purépecha “produjo la más noble escuela de escultura de América, los tejidos y los peces, el Acueducto y Morelos, el agua de los lagos y Ocampo, los montes y Lázaro Cárdenas”.
Cuando despidieron a Neruda de forma tumultuosa en el Frontón México (se ha hablado de entre dos mil y tres mil personas) uno de los asistentes fue Lázaro Cárdenas.
Los poemas de amistad que Neruda escribe sobre artistas nuestros son tres: uno, a Silvestre Revueltas, compuesto la noche del 5 de octubre de 1940, en el cual quiso darle, según comentó en una carta, “la verdadera dimensión continental que le correspondía”; otro, a Tina Modotti, escrito en 1941, el cual pervive sobre la lápida de la bella fotógrafa, y el último, a David Alfaro Siqueiros encarcelado, que data de enero de 1961. Los dos primeros fueron como esquelas fúnebres; el de Siqueiros, me cuenta la crítica de arte Raquel Tibol (quien fue testigo), lo escribió Neruda sobre las rodillas en una silla del aeropuerto de la Ciudad de México. Angélica Arenal, había solicitado al poeta chileno que intercediese ante el presidente Adolfo López Mateos para la liberación de su marido; por una u otra razón Neruda no pudo hacerle el servicio; el poema es una manera de resarcir en algo la culpa.
En otras piezas de la época no deja de desahogar sus fobias o resentimientos personales contra poetas mexicanos, como, por ejemplo, en “Los poetas celestes”, donde se ha visto una alusión al grupo de Contemporáneos; o en “Nuevo canto a Stalingrado”, de 1943, donde el destinatario busca ser Octavio Paz, a quien llama “viejo joven transitorio”, o en “Acuso”, donde rebaja despreciativamente a Jaime Torres Bodet, entonces secretario de Relaciones Exteriores, a quien culpa de negarle el asilo a principios de 1948 y de haber ordenado que lo entregaran “a los carceleros furiosos”.
Neruda escribió también poemas de corte más subjetivo e intimista, los cuales podemos dividir en aquellos que escribió en México y en aquellos que escribió sobre México.
De los primeros mencionaré dos poemas que parecen entrañablemente recordables: “Quiero volver al sur” y “Melancolía cerca de Orizaba”. Quizá ambos sean de 1942. Desde los títulos es notable el anhelo de regresar a la patria. Están saturados de imágenes vívidas de los años de infancia y de adolescencia en el profundo sur. Imágenes que perviven a flor de piel y en el tallo del corazón y que en el canto se oyen como un grito o un lamento. Dominan ante todo las imágenes de lluvia, una lluvia fría, infinita, un agua que todo moja y todo ablanda y suena. ¿Cómo no recordar el inicio?
Enfermo en Veracruz, recuerdo un día
del Sur, mi tierra, un día de plata
como un rápido pez en el agua del cielo.
El giro “mi tierra”, que es en realidad una repetición de la palabra Sur, es la imagen que ahonda, que comienza a ahondar la nostalgia en el alma. Lo que sigue es una metáfora de hechizo: repite la palabra -el recuerdo de ese- día, pero ese día es “un día de plata” que persiste como algo fugaz, vertiginoso, único. Luego nombra sitios con peso de agua y sombras misteriosas: Loncoche, Lonquimay, Carahue: pueblos “rodeados por silencio y raíces”. Y el grito clamando el regreso:
Cielo, déjame un día de estrella a estrella irme
pisando luz y pólvora, destrozando mi sangre
hasta llegar al nido de la lluvia!
Una nostalgia tan acendrada sólo es dable encontrarla de nuevo nueve o diez años más tarde en una pieza lírica de Las uvas y el viento. Son años y días de exilio forzoso en los que ignora si podrá volver a la patria. Mientras escribe, el tren atraviesa la estepa siberiana:
Oh Chile, largo pétalo
de mar y vino y nieve,
ay cuándo,
ay cuándo y cuándo
ay cuándo
me encontraré contigo...
“Melancolía cerca de Orizaba” parece como la segunda parte de “Quiero volver al sur”. Son instantes como fotografías fijas: instantes de la ciudad, del campo, del bosque, de los brillos de la lluvia, de la primavera de agua, de “un viento de hemisferio temible”, de las fábricas y de las minas, del trueno sobre la cordillera. La patria llama al corazón “dulcemente como una novia pobre”:
Patria, tierra estimable, quemada luz ardiendo:
como el carbón adentro del fuego precipita
tu sal temible, tu desnuda sombra.
Sea yo lo que ayer me esperaba, y mañana
resista en un puñado de amapolas y polvo.
En grandes cortes cuatro poemas dan cuenta de la experiencia en nuestro país. Tres están en Canto general: “Los puertos”, “México 1940” y “En los muros de México (1943)”, y uno en Memorial de Isla Negra: “Serenata de México”. Por los datos contenidos en los versos se deduce que los cuatro se escribieron en 1943 o posteriormente. El último datará de principios de los sesenta.
Neruda vio un México de furiosos contrastes tanto al interior como al exterior: “florido y espinudo”. Era el de los coloridos mercados y las vistosas flores derramadas. Las manos que se ensangrientan en luchas fratricidas son las mismas que crean vasijas, máscaras, sombreros y escultura como cosa de maravilla. Es un México de rostro antiguo que posee también una nueva rosa ensangrentada. Un México violento y pobre, secreto y profundo, “el último de los países mágicos”:
Otros hombres buscaron el ruiseñor, hallaron
el humo, el valle, regiones como la piel humana:
tú, México, enterraste las manos en la tierra,
tú creciste en la mirada de la piedra salvaje.
Grandes ciudades europeas o de países americanos nacieron y crecieron en los márgenes de los ríos; en México los fundadores buscaron valles y mesetas donde ocasionalmente existieron lagos y ríos.
Para Neruda México y Chile eran, en el buen sentido de la diversidad, “los países antípodas de América”. Así los asocia y contrasta en las páginas de sus bellísimas Memorias. Con grandes imágenes de muralista pinta a nuestro país: “Valles abruptos atajados por inmensas paredes de rocas; de cuando en cuando colinas elevadas recortadas al ras como por un cuchillo; inmensas selvas tropicales, fervientes de madera y de serpientes, de pájaros y de leyendas”. Y se le delinean los pueblos pescadores, los centros mineros, “las rutas de donde surgen los conventos católicos espesos y espinosos como cactus colosales”, los mercados con su riqueza de color y sabor.
De los escasos sitios que le restituyeron imágenes de la región austral donde pasó la infancia y la adolescencia fue Michoacán. Esto lo evoca en el discurso de recepción del doctorado Honoris Causa que le otorgó la universidad del estado: “Tal vez la belleza de esta tierra, su derramada sombra verde, halla en lo más profundo de mi ser un paisaje parecido, el territorio austral de Chile, con lagos y con cielos, con lluvia y con flores salvajes, con volcanes y con silencio”.
Desde luego la realidad no es tan drástica. México es un país de desiertos pero también de llanuras sin fondo y de extensos litorales. Hay climas calcinantes pero también templados y fríos. Hay ríos pequeños o que sólo se forman en épocas de lluvia pero también los ríos poderosos del profundo sur. Por demás el norte, o si se desea, los nortes chilenos, no son tan antípodas del norte, o si se desea, de los nortes mexicanos. Quizá haya una explicación: antes de su primera residencia mexicana, Neruda, hasta donde sé, no conocía el norte chileno. Sólo lo haría a su inmediata salida de México, y aun, menos de dos años después, el 4 de marzo de 1945, sería elegido, por vasta mayoría, senador por Tarapacá y Antofagasta. Había empezado a oír los numerosos y variados silencios del desierto.
En sus años de cónsul en nuestro país aprovecha muy bien las oportunidades de viajar. Es difícil fijar todos los puertos y ciudades por los cuales pasa y cuánto permanece en ellos. Debido a su puesto en la diplomacia es dable decimos que las estancias duran pocos días o sólo va de paso. A Neruda le enorgullecía su fama de malacólogo. En mares lejanos o familiares buscó conchas marinas, o las encargó, hasta formar una colección de excelencia, la cual, según dijo él, apreció el mismo Julian Huxley. Su obsesión por las conchas y los caracoles era tan grande como su pasión por coleccionar libros insólitos y mascarones de proa. Visitó puertos y playas mexicanos para acrecentar su muy famoso tesoro marino. Hay un poema donde evoca su paso por los puertos. Allí está Acapulco “cortado como una piedra azul” y del norte:
Topolobampo, apenas trazado en las orillas
de la dulce y desnuda California marina,
Mazatlán estrellado, puerto de noche, escucho
las olas que golpean tu pobreza
y tus constelaciones ...
Desde luego no hay que fiarse mucho de sus conocimientos: Topolobampo se halla en Sinaloa.
Visitó Morelia cuatro veces, muy probablemente invitado por refugiados españoles que vivían allí. Hizo amistad con el poeta michoacano Ramón Martínez Ocaranza, quien a la muerte del poeta de Temuco escribe una elegía saturada de imágenes y resonancias bíblicas (“Elegía a la muerte de Pablo Neruda”). El poeta conoció asimismo ciudades de Veracruz (menciona Orizaba), donde compuso los dos poemas con sabor a lluvia y a madera australes.
El narrador chileno Poli Délano, en artículos que envió al diario mexicano El Universal a propósito de los veinte años de la muerte del Poeta, recuerda que los Neruda (Pablo y Delia) y sus padres (Luis Enrique y Lola) efectuaban salidas los fines de semana: “A veces a recorrer las coloridas y caóticas cuadras de La Lagunilla y Tepito, otras a los balnearios de aguas hediondas cerca de Cuautla o a contar cúpulas en Cholula”. Recuerda asimismo el domingo soleado cuando fueron a almorzar a Cuernavaca por diciembre de 1941. La guerra enardecía los ánimos. Volodia Teitelboim dice que el almuerzo fue en el Parque Amatlán. En la memoria de Poli (era muy niño) el restorán estaba techado y rodeado de un follaje espeso. En la mesa de los chilenos hubo “brindis provocativos” por la URSS y frases incendiarias contra los países del Eje. Unos fascistas alemanes, acompañados quizá de mexicanos fascistas, la emprendieron contra ellos a sillazos, botellazos y cachazos. Con la rapidez que golpearon los agresores se volvieron humo. A Neruda le causaron una herida en la cabeza de cerca de diez centímetros. La camisa quedó tinta en sangre. A esa experiencia desafortunada se refiere acaso cuando dice en su emotiva “Serenata de México”:
Viví la alevosía
de la vieja crueldad
Neruda –escribe Teitelboim– “fue trasladado a la Posta de Cuernavaca. Llevado a México, los médicos prescribieron inmovilidad absoluta para descartar el peligro de conmoción cerebral” (Neruda, V, pág. 261).
Hay protestas nacionales e internacionales. Marco Antonio Millán dice en una entrevista con Alejandro Toledo y Daniel González Dueñas (Periódico de Poesía, núm. 2, 1987), que a los firmantes de la carta de adhesión el Poeta los invitó a comer. La carta de adhesión de intelectuales y artistas mexicanos se publica el 5 de enero de 1942 en El Nacional. Se dirige también como memorándum al Congreso de la Unión “solicitando enérgico castigo para los alemanes” que atentaron contra el cónsul y sus amigos. Entre los firmantes se hallaban nombres ilustres o conocidos como Enrique González Martínez, Alfonso Reyes, Carlos Bracho, María Izquierdo, Carlos Jiménez Mabarak, Manuel Álvarez Bravo, José Revueltas, Rafael F. Muñoz, Raúl Anguiano, Carlos Pellicer, José Clemente Orozco y José Mancisidor.
Probablemente el Poeta visitó Querétaro. En algún verso dice, no sé si real o emblemáticamente, que “bajó los peldaños” de la ciudad. Si es real, no sabemos qué peldaños en la ciudad plana.
Tanto en Confieso que he vivido como en “Serenata de México” dejó en instantes de alta poesía la huella de su tránsito por la entonces cerrada selva chiapaneca. ¡Cuánto le habrá impresionado la selva que hay en el poema sesenta versos evocándola! Le vuelven las noches verdes y el grito de las cigarras entre el follaje y las piedras antiguas. Sintamos estos versos donde nos hace vivir su experiencia llena de asombro:
Crepitaban ardiendo
y apagándose
los coros de la selva,
pájaros con voz de agua infinita,
roncos gritos de bestias sorprendidas,
o crecía en el orbe atormentado
un súbito silencio,
cuando de pronto estremeció la tierra
el temblor espacial de las cigarras.
El final de la “Serenata” tiene una emotiva connotación simbólica. El Poeta está cerca de los sesenta años. Mira desde la ventana de su casa de Isla Negra el mediodía en el mar bravo. Mira las aves. Dejarán ya el invierno chileno para buscar “el fuego azul”. El Poeta imagina que sus alas pueden llevadas al norte y a las “piedras calurosas”, y quisiera que:
dispersen el ramo de su vuelo
sobre las Californias mexicanas
Por aquellas aves que dejarán el sur, los países, que son extremos del continente y que él creía antípodas, quedarían unidos. Hemos repetido que en su poema “México 1940” él da a entender que su barro americano empieza a moldearse en las tierras de nuestra república; los últimos versos que escribe sobre México son la lúcida confirmación final de que:
somos la misma planta
y no se tocan
sino nuestras raíces.
Raíces, hombres, mujeres, sangre, vegetación, océanos, aves, estrellas, lluvia, sol: todo unido inolvidablemente en una tierra única y un cielo único.
(*) Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y
traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y
disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978),
Monólogos (1985), La ceniza en la frente
(1979), Los adioses del forastero (1996) y Viernes
en Jerusalén (2005. La editorial El Tucán de Virginia volvió a reunir
en 2007 su poesía en un solo tomo: El forastero en la tierra
(1970-2004). Es autor de un libro de aforismos
(Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles
Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile
Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli,
Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos
Drummond de Andrade, y en colaboración con Stefaan van den Bremt, Miriam van
Hee, Roland Jooris, Luuk Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía
suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés. Ha
obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl
(2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por su libro
Viernes en Jerusalén. En 2004, se le distinguió con la
Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de
Chile. En París es miembro de la Asociación Mallarmé. En el 2009 obtuvo el
premio de poesía Ciudad de Melilla, España.