La verja de entrada es de estilo francés, y luego hay que subir por un camino hasta llegar a su casa. Por todas partes brota la naturaleza, con árboles de apariencia casi humana. En el balcón del estudio, donde Nicanor Parra solía trabajar en sus artefactos, se domina buena parte del valle de Santiago. “Cuando compré el terreno no valía nada –recuerda el poeta–. Tenía que ir a buscar agua a la plaza de La Reina. Empecé con una pieza y un baño. Y ahora ya ves en que se convirtió”. Es cierto. Mientras en el centro los apartamentos nuevos parecen nichos de cementerio, su residencia respira por los cuatro costados.
En mi primera visita era mediodía y me invitó a un té. Me preguntó si ubicaba a Bob Dylan y luego recitó de memoria, allí en la cocina, una canción tradicional rescatada hace años por el trovador: El obrero textil. Primero escuché la versión en inglés y después la traducción parriana al castellano. Recuerdo tres estrofas saltadas:
Cuando era soltero vivía solo y trabajaba en la industria textil y mi único error imperdonable fue cortejar una muchacha rubia (...) una noche en que estaba profundamente dormido me despertó su llanto desesperado parecía una loca arrodillada ante el lecho nupcial (...) De nuevo soy soltero vivo con mi hijo los 2 trabajamos para la industria textil y cada vez que lo miro a los ojos me recuerda aquella joven inexplicable (...)
Al finalizar su recitado, Parra se llevó las manos a la cara, con gesto teatral, y exclamó: “¡Caramba, eso es una bomba de hidrógeno!”. Asentí en silencio. A continuación me invitó a conocer las distintas dependencias de su casa. En los muros pendían unos cuadros hechos por Violeta Parra, y en las puertas aún se podían leer ecuaciones escritas con tiza blanca. Me acuerdo de una vitrina con libros empastados. En una de las habitaciones vi un piano de cola y sobre él la fotografía de una mujer que identificó como Mónica Silva, la inspiradora de uno de sus poemas más románticos. Sin pensarlo dos veces, puso un disco de vinilo con la inolvidable canción Ciao, ciao, bambina, interpretada por Doménico Modugno. Después fuimos a la biblioteca. Allí estaba la primera edición de Residencia en la Tierra (1935), con su dedicatoria: “Para Nicanor Parra, con una estrella para su destino” (fechada en Chillán, en 1937). Observé también los libros de Jorge Cáceres, Luis Oyarzún, Jorge Elliott o Eduardo Anguita. Los anaqueles ocupaban nada menos que un piso.
Comprobé que su casa de La Reina posee innumerables puertas, algunas compradas en tiendas de anticuarios. También lo apasionan viejas linternas de trenes, roperos con espejos de luna y muebles de estilo. Son retazos de un mundo destinado a desaparecer; recuerdos de su infancia en Chillán, cuando salía de excursión por la provincia de Ñuble. Siempre le interesó el habla de la gente del campo y la forma de vida de los mapuches. Parra tiene un poema que se titula Villa Alegre, y dice:
Bienaventurados los muchachos que crecieron descalzos junto a la vía férrea y el canal de la luz.
Vuelvo a subir la escalera que me llevó a su dormitorio. Allí contemplé volúmenes de poesía inglesa y cuadernos manuscritos por todas partes. De una de las paredes colgaba una imagen de Pablo Neruda en Isla Negra, donde se ve al poeta de pie, a pocos pasos de la playa. La dedicatoria hace un sendero en la arena y está fechada en la década del ’50. Es la prueba de una amistad que más tarde se quebró.
La campanilla del teléfono nos llevó de vuelta al primer piso. Después de invitarme a almorzar una cazuela con ensalada a la chilena, Nicanor aprovechó para presentarme a su hija Colombina, tan bella, con apenas 17 años de edad. Salí de la casa con la cabeza llena de sueños, como el hijo del molinero que se enamora de Victoria, en la novela homónima de Knut Hamsun.
“La idea es resolver cualquier problema con el mínimo de recursos. Así es en la poesía”, se le escuchaba decir a Nicanor. Lo miré pasearse por el proscenio de la sala, durante una de las jornadas de su curso “Ciencia & Poesía”, en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile. Esto fue a fines de 1989. “El asunto de hoy –prosiguió– es calcular el peso de la tierra”. Hubo elucubraciones varias. La tarea quedó para la próxima clase. Y entonces pasó a declamar el poema El vino del asesino, de Charles Baudelaire: “Mi mujer ha muerto, y soy libre…”. Se detuvo para preguntar: “¿Quién de ustedes lo podría recitar en francés?”. Levantó la mano una muchacha hermosa como el cielo y lo reprodujo con incomparable pronunciación. El silencio reinó en la sala, hasta que prorrumpió el aplauso unánime.
Ya afuera de la universidad abordamos su inseparable Volkswagen. Ese día me propuso: “Deberías inventar un personaje que sea como el bufón de la poesía chilena y universal. Un tipo que aparezca enmascarado y reproduzca los versos de distintos poetas”. Pienso que ese es el origen de su dibujo de un corazón con patas, que dice cosas como: “Hacéis mal con sacarme de la tumba”. La frase realmente es de Shakespeare, sacada de su Rey Lear. Esa misma tarde me contó que había visto un debate televisivo, donde se discutía de que nadie podía ganar más dinero que el Presidente de la República. Entonces Nicanor sentenció en su poema Salario mínimo: “Nadie debe ganar más que S.E. / El Presidente de la República / Ni -”. “Esto vendría a ser la poesía pública”, me explicó Parra. Cuando salí de su casa en busca de locomoción, estuve inquieto, porque él insistía en borrar del mapa a quienes escribían desde su experiencia. ¿Así dónde irían a parar mis lecturas de Jorge Teillier, Armando Uribe, Enrique Lihn, Enrique Volpe, Rolando Cárdenas, Alberto Rubio, Jorge Cáceres y todos los demás?
Tres años más tarde Nicanor fue distinguido con el Premio Juan Rulfo. Por entonces yo arrendaba una casa en la calle Bellavista. Con Rocío Zapata, una amiga de ese tiempo, éramos asiduos del restaurante Galindo de ese barrio. Entonces era un lugar tradicional, con su barra donde los bebedores acariciaban sus cañas de vino. Lo singular era un loro que conocía a la clientela por su nombre. Un día ahí encontré a Parra junto a sus hijos Juan de Dios y Colombina. Me levanté de la mesa donde estaba con mi amiga y lo fui a felicitar por el galardón mexicano. Nos invitó a acompañarlo y corrió con todos los gastos. “Con este premio estoy redescubriendo a Juan Rulfo. Hay que ver lo que es Pedro Páramo y El llano en llamas”, enfatizó Parra. Hablamos de Juan Preciado, Eduviges Dyada y Susana, entre otros personajes de la novelita rulfiana.
El verano me ha llevado inevitablemente a su casa de Las Cruces. En uno de ellos, el ’97, observé sus ‘trabajos prácticos’ (así llamaba entonces a sus artefactos) en el living de su casa. Me mostró un periódico donde aparecía la imagen de la Estatua de la Libertad, con la siguiente leyenda: “Soy frígida / sólo me muevo con fines de lucro”. Se llevó las manos al rostro y exclamó: “¡Parece que di en el clavo!”.
Pero me gusta más cuando se saca la máscara y habla, por ejemplo, de su madre doña Clara Sandoval, o de su hermano Roberto. Un día nos hizo escuchar una grabación de los años ’80, donde Roberto tocaba la guitarra y Nicanor la percusión. Luego partió al segundo piso por una guitarra y cantó una cueca para nosotros.
Al año siguiente me prestó su casa de Isla Negra, y fui con mi mujer Krupskaia García. El acceso a la residencia era una amplia calle de tierra, rodeada de vegetación; incluso vimos unas vacas pastando por ahí. Parra nos fue a dejar. Antes de entrar nos condujo a un garaje, bautizado por él como “La Capilla Literaria”. Arriba del mismo, como un segundo piso, descubrimos “la Pajarera”, un cuarto con grandes ventanales. “Me gustaba leer en ese lugar, porque, como ven, la luz entra por todos lados. ¡Pensar que en una época viví aquí con mis hijos y compuse los Sermones y prédicas del Cristo de Elqui!”, dijo emocionado Parra. Nos llamó la atención, cerca de la cocina, una enorme caja fuerte. Donde dormimos esa noche había una galería que dejaba ver un bosque, y al amanecer oímos los sonidos del mar y de los pájaros.
En esos días, en la casa de Pablo Neruda se llevaba a cabo un encuentro literario dirigido por el locutor de radio Carlos Calderón Ruiz de Gamboa. Picados por la curiosidad, durante nuestra visita nos acercamos a la directora del recinto, Quena Zamudio, y ella nos convidó de inmediato a participar. Al poco rato llegaron Volodia Teitelboim, Augusto Monterroso, José Miguel Varas, Delia Domínguez, Jaime Quezada, Roberto Fernández Retamar, Thiago de Mello, y otros más. Por azar terminamos almorzando en la misma mesa de Augusto Monterroso. Era encantador, parecía un duende luminoso suspendido en el aire. Hablamos de Juan Rulfo y González Vera. Luego Krupskaia sugirió que llamáramos a Nicanor Parra a Las Cruces. Contestó Parra y le anuncié una gran sorpresa. Segundos más tarde escuché a Monterroso decirle: “¡Tú eres una mariposa resplandeciente!”.
La memoria ensaya uno de sus saltos y ahora estoy en julio de 2006. La casa de Las Cruces luce como siempre, salvo que uno de los muros fue reemplazado por ventanas que permiten ver libremente la llegada del sol. Había artefactos desperdigados por todas partes. Recordé que antes de arribar al 113 de calle Lincoln, observé el primer aromo florecido, anunciando la primavera. Le conté a Nicanor y me dijo: “Tal vez sea la última”.
Acto seguido, le hablé de mi viaje a Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, y de que me tocó escuchar un discurso de Evo Morales por televisión, donde decía que él no estaba haciendo la reforma agraria en su país, sino la revolución agraria. “Lo aplaudo, por fin está pasando algo –argumentó Nicanor–. Pero estos revolucionarios deberían bajar de peso, porque si no son capaces de gobernar su cuerpo, menos un país.”
Nos tomamos unas tazas de té y luego fuimos a almorzar a San Antonio. Se trataba de una picada adonde iba Roberto Parra, en los tiempos de la Negra Ester. En el viaje desde su casa a San Antonio, hablamos del Premio Nacional de Literatura y mencionamos el nombre de Germán Marín, uno de los candidatos. Entonces Nicanor dijo: “Es un latero tremendo. Ya no hay un discurso literario posible. Se acabó la crítica literaria. La novela también y los poemas para qué decir. En realidad, los poetas dan lástima, nadie los contrata. Sólo está vivo el periodismo. Yo mismo me conformo con frases sueltas, pero con efecto”. Llegamos al restaurante, cuyo nombre ya no recuerdo, pero se trataba de un establecimiento genuino. “Aquí se hacen las mejores cazuelas de Chile”, recalcó Nicanor, con vivo entusiasmo. Sentí que el lugar conectaba al poeta con algo profundo. De hecho, la conversación se refirió casi exclusivamente a Roberto Parra.
¡Qué bueno es para alegar Nicanor! Me acuerdo de su respuesta a los problemas de la actualidad: “Todo está encaminado al sexo: pederastia, escándalos diversos... Lo que no comprendo es quiénes están detrás de esto”. Y luego puntualizó: “La farándula se sustenta en la frase: ‘a bailar, a bailar, que el mundo se va a acabar’. Esto opera en el inconsciente colectivo. Después del colapso ecológico y la amenaza nuclear, quieren farrearse lo que les resta por devastar. No les importan nada las generaciones venideras. Más tarde vendrán la pornocultura y el basurarte”.
Por años el poeta vivió en Santiago. Sus preocupaciones eran científicas (“en las noches no podía dormir, las ecuaciones bailaban en mi mente”). Pero en su biblioteca había cerca de 30 cuadernos universitarios con poemas inéditos, donde a menudo aparecían figuras desconcertantes: “Inocencio Conchalí”; “el enano maldito”; “el admirador incondicional”... Pero Shakespeare sigue siendo su lectura preferida. En una oportunidad hablamos sobre el big bang y el big crunch. Mi pregunta fue: “¿Cree que no dejaremos huella?”. Y contestó: “Es algo que no me deja tranquilo. Pero cuando pongo la cabeza cerca de la ventana y miro hacia el mar, vuelvo a escuchar los diálogos de Hamlet. Están ahí, no ha pasado el tiempo. Hamlet es la culminación de todo.”
Ya de vuelta del almuerzo en San Antonio, nos despedimos y no lo he vuelto a ver. No puedo negar que se echa de menos su ironía y hasta su escepticismo. Incluso a veces dice frases como: “Uno tiene derecho a estar triste de nuevo, aunque la tristeza esté erradicada de la poesía”. En esos momentos, sin querer, da la nota justa de la nostalgia.
(*) Francisco Véjar (Viña del Mar, 1967). Poeta, antologador, ensayista, crítico literario. Ha publicado la Antología de la poesía joven chilena y los poemarios Fluvial, Canciones imposibles, País insomnio y Bitácora del emboscado, entre otros. Fue becario de la Fundación Pablo Neruda en 1990. En la actualidad es colaborador de la Revista de Libros del diario El Mercurio, y se desempeña como profesor de literatura en la Universidad del Desarrollo.