“Si alguna vez mi voz deja de escucharse
piensen que el bosque habla por mí
con su lenguaje de raíces”
Cuando las amadas palabras
cotidianas
pierden su sentido
y no se puede nombrar ni el
pan,
ni el agua, ni la
ventana,
y la tristeza ha sido un anillo
perdido bajo nieve,
y el recuerdo una falsa esperanza de
mendigo,
y ha sido falso todo diálogo que no
sea
con nuestra desolada
imagen,
aún se miran las destrozadas
estampas
en el libro del hermano
menor,
es bueno saludar los platos y el
mantel puestos sobre la mesa,
y ver que en el viejo armario
conservan su alegría
el licor de guindas que preparó la
abuela
y las manzanas puestas a
guardar.
Cuando la forma de los
árboles
ya no es sino el leve recuerdo de su
forma,
una mentira inventada por la
turbia
memoria del otoño,
y los días tienen la
confusión
del desván a donde nadie
sube
y la cruel blancura de la
eternidad
hace que la luz huya de sí
misma,
algo nos recuerda la
verdad
que amamos antes de
conocer:
las ramas se quiebran
levemente,
el palomar se llena de
aleteos,
el granero sueña otra vez con el
sol,
encendemos para la
fiesta
los pálidos candelabros del salón
polvoriento
y el silencio nos revela el
secreto
que no queríamos
escuchar.
Siento correr por las venas del
campo
Un jinete nocturno
enmascarado.
La noche. También galopan en caballos
robados
Los cuatreros arreando los
vacunos.
Surgen los trenes. Las reces dormidas
se levantan
Allá en los grandes galpones de
madera.
Una sombra va saltando los
cercos.
Esta fue una mañana
campesina:
Relinchos, validos, vacas de pródigas
ubres,
Las ordeñadoras, curvadas con el peso
de los baldes.
Es la noche de nuevo. Mi abuelo se
levanta
Rehecha su manera
antigua,
Y observa, como ayer, al
trigo.
Debe andar mi abuelo por los campos
recién abiertos
Hablando con los pinos, espantando
gorriones.
El campo está solo, tembloroso. Y él
lo mira.
El vino es un joven bonachón y
alegre.
Sucede que quiere iluminar la
noche
y baja a las aldeas, envuelto en una
manta.
La mañana tiene olor a pan
amasado.
La ropa recién lavada dice "adiós" en
los patios.
Pero es de noche. Un fantasma penetra
en la leñera.
Una casa se quiere esconder del
cielo.
Un campesino mira hacia
arriba:
Más allá de las nubes viene el
granizo,
Bandolero blanco, asaltante de los
huertos.
Y es la noche.
Va a penetrar al pueblo
Un jinete nocturno
enmascarado.
Me decías que no me enamorara de tu
hermana menor,
aquella que aún temía a los
duendes
que salen de los rincones a robar
nueces.
Y yo te contestaba
que en el cielo podía leer tu
nombre
escrito por los pájaros
y que las nubes flotaban como los
gansos
en el patio dominical de tu
casa
que me hablaba con su lenguaje de
gorriones.
Este domingo me veo de nuevo en el
salón
mirando revistas viejas y
daguerrotipos
mientras tú tocas valses en la
pianola.
Alguien me ha dicho en secreto que la
primavera vuelve.
La primavera vuelve pero tú no
vuelves.
Tu hermana ya no cree en los
duendes.
Tú no sabrías escribir mi
nombre
en los vidrios cubiertos de
escarcha,
y yo sólo puedo contar mis
recuerdos
como un mendigo sus monedas en el
frío del otoño.
Cuando ella y yo nos
ocultamos
en la secreta casa de la
noche
a la hora en que los pescadores
furtivos
reparan sus redes tras los
matorrales,
aunque todas las estrellas
cayeran
yo no tendría ningún deseo que
pedirles.
Y no importa que el viento olvide mi
nombre
y pase dando gritos
burlones
como un campesino ebrio que vuelve de
la feria,
porque ella y yo estamos
ocultos
en la secreta casa de la
noche.
Ella pasea por mi cuarto
como la sombra desnuda
de los manzanos en el
muro,
y su cuerpo se enciende como un árbol
de pascua
para una fiesta de ángeles
perdidos.
El temporal del último
tren
pasa remeciendo las casas de
madera.
Las madres cierran todas las
puertas
y los pescadores furtivos van a
repletar sus redes
mientras ella y yo nos
ocultamos
en la secreta casa de la
noche.
Un desconocido silba en el
bosque.
Los patios se llenan de
niebla.
El padre lee un cuento de
hadas
y el hermano muerto escucha tras la
puerta.
Se apaga en la ventana
la bujía que nos señalaba el
camino.
No hallábamos la hora de volver a
casa,
pero nos detenemos sin saber donde
ir
cuando un desconocido silba en el
bosque.
Detrás de nuestros párpados surge el
invierno
trayendo una nieve que no es de este
mundo
y que borra nuestras huellas y las
huellas del sol
cuando un desconocido silba en el
bosque.
Debíamos decir que ya no nos
esperen,
pero hemos cambiado de
lenguaje
y nadie podrá comprender a los que
oímos
a un desconocido silbar en el
bosque.
Para hablar con los
muertos
hay que elegir palabras
que ellos reconozcan tan
fácilmente
como sus manos
reconocían el pelaje de sus perros en
la oscuridad.
Palabras claras y
tranquilas
como el agua del torrente domesticada
en la copa
o las sillas ordenadas por la
madre
después que se han ido los
invitados.
Palabras que la noche
acoja
como los pantanos a los fuegos
fatuos.
Para hablar con los
muertos
hay que saber esperar:
ellos son miedosos
como los primeros pasos de un
niño.
Pero si tenemos
paciencia
un día nos responderán
con una hoja de álamo atrapada por un
espejo roto,
con una llama de súbito reanimada en
la chimenea
con un regreso oscuro de
pájaros
frente a la mirada de una
muchacha
que aguarda inmóvil en un
umbral.
El día del fin del mundo
será limpio y ordenado
como el cuaderno del mejor
alumno.
El borracho del pueblo dormirá en una
zanja,
el tren expreso pasará
sin detenerse en la
estación,
y la banda del
Regimiento
ensayará infinitamente
la marcha que toca hace veinte años
en la plaza.
Sólo que algunos niños
dejarán sus volantines
enredados
en los alambres
telefónicos,
para volver llorando a sus
casas
sin saber qué decir a sus
madres
y yo grabaré mis
iniciales
en la corteza de un
tilo,
pensando que eso no sirve para
nada.
Los evangélicos saldrán a las
esquinas
a cantar sus himnos de
costumbre.
La anciana loca paseará con su
quitasol.
Y yo diré: “El mundo no puede
terminar
porque las palomas y los
gorriones
siguen peleando por la avena en el
patio”.
Cuando todos se vayan a otros
planetas
yo quedaré en la ciudad
abandonada
bebiendo un último vaso de
cerveza,
y luego volveré al pueblo donde
siempre regreso
como el borracho a la
taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré nada que
hacer,
sino echarme luciérnagas a los
bolsillos
o caminar a orillas de rieles
oxidados
o sentarme en el roído mostrador de
un almacén
para hablar con antiguos compañeros
de escuela.
Como una araña que
recorre
los mismos hilos de su
red
caminaré sin prisa por las
calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a
escuchar
discos de un cantante de
1930
sin cuidarme jamás de
mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el
espacio.
Nadia teme a los gatos y vive frente
a una iglesia.
Nadia resuelve puzzles y va a mirar
los trenes.
Nadia lleva el nombre de una muchacha
muerta
El año que filmaron "Grandes
Ilusiones".
Nadia es silenciosa como un cuaderno
de croquis.
Nadia creció en el pueblo como el
árbol más simple
Y con ella me entiendo sin decir
palabra
Porque los árboles se entienden
tocando sus raíces.
Nadia no tiene edad porque ella es la
nube
Que siempre vuelve a mirarse en el
río.
'Nadia vivirá en mí sin que yo me dé
cuenta
Como un guijarro blanco brilla al
fondo de un pozo.
Dale la llave al otoño.
Háblale del río mudo en cuyo
fondo
yace la sombra de los puentes de
madera
desaparecidos hace muchos
años.
No me has contado ninguno de tus
secretos.
Pero tu mano es la llave que abre la
puerta
del molino en ruinas donde duerme mi
vida
entre polvo y más polvo,
y espectros de
inviernos,
y los jinetes enlutados del
viento
que huyen tras robar
campanas
en las pobres aldeas.
Pero mis días serán
nubes
para viajar por la primavera de tu
cielo.
Saldremos en silencio,
sin despertar al tiempo.
Te diré que podremos ser
felices.
Sentados frente al fuego que
envejece
miro su rostro sin decir
palabra.
Miro el jarro de greda donde aún
queda vino,
miro nuestras sombras movidas por las
llamas.
Ésta es la misma estación que
descubrimos juntos,
a pesar de su rostro frente al
fuego,
y de nuestras sombras movidas por la
llamas.
Quizás si yo pudiera encontrar una
palabra.
Ésta es la misma estación que
descubrimos juntos:
aún cae una gotera, brilla el cerezo
tras la lluvia.
Pero nuestras sombras movidas por las
llamas
viven más que nosotros.
Sí, ésta es la misma estación que
descubrimos juntos:
-Yo llenaba esas manos de cerezas,
esas
manos llenaban mi vaso de
vino-.
Ella mira el fuego que
envejece.
Un día u otro
todos seremos felices.
Yo estaré libre
de mi sombra y mi
nombre.
El que tuvo temor
escuchará junto a los
suyos
los pasos de su madre,
el rostro de la amada será siempre
joven
al reflejo de la luz antigua en la
ventana,
y el padre hallará en la despensa la
linterna
para buscar en el patio
la navaja extraviada.
No sabremos
si la caja de música
suena durante horas o un
minuto;
tú hallarás –sin
sorpresa—
el atlas sobre el cual soñaste con
extraños países,
tendrás en tus manos
un pez venido del río de tu
pueblo,
y Ella alzará sus
párpados
y será de nuevo pura y
grave
como las piedras lavadas por la
lluvia.
Todos nos reuniremos
bajo la solemne y aburrida
mirada
de personas que nunca han
existido,
y nos saludaremos sonriendo
apenas
pues todavía creeremos estar
vivos.
Daría todo el oro del
mundo
por sentir de nuevo en mi
camisa
las frías monedas de la
lluvia.
Por oír rodar el aro de
alambre
en que un niño descalzo
lleva el sol a un
puente.
Por ver aparecer
caballos y cometas
en los sitios vacíos de mi
juventud.
Por oler otra vez
los buenos hijos de la
harina
que oculta bajo su delantal la
mesa.
Para gustar
la leche del alba
que va llenando los pozos
olvidados.
Daría no sé cuánto
por descansar en la
tierra
con las frías monedas de plata de la
lluvia
cerrándome los ojos.
No fue el helado viento
quien marchitó las
ramas.
Quien marchitó las ramas fui
yo
que les conté mis
sueños.
Conozco los senderos de hojas
holladas por las brujas
que vienen con husos de
lana
y sé donde relumbran los pies de las
hadas
en la pálida espuma.
Conozco el país dormido
donde vuelan en círculo las
garzas
donde vuelan graznando
sin librarse de sus cadenas de
plata.
Por allí erran un padre y una
madre
ciegos y sordos a cuanto no
sea
el graznido de las
garzas.
Errarán hasta el fin de los
tiempos.
Ya lo sé. Y lo saben también las
garzas.
No fue el helado viento
quien marchitó las
ramas.
Quien marchitó las ramas fui yo, que
les conté mis sueños.
(Paráfrasis de René-Guy
Cadou)
Querido amigo, sin duda está usted en
un pueblo
encerrado por los barrotes de la
lluvia
invitando a cenar a inquietantes
personajes
como Apollinaire, Cendrars o Braulio
Arenas.
El jardín parroquial no ha perdido su
encanto
ni el huerto su frescor.
Siempre se huele a
retamos,
siempre se oye el silbido de un
tren.
Mientras yo le escribo
creo que usted mira la casa del
ahorcado
y sus viejos libros
reposan
hasta que lleguen a leerlos sus
vecinos.
(Dios mío, déjame admirar a este cura
rural
él sabe más que yo de los misterios
que nos acompañan
y lo que escribe en verso en su
blanca habitación
no es sino un susurro tuyo que yo
amaría recoger)
Querido amigo, permítame pues que me
una
al huérfano, al caballo golpeado, a
sus abejas
y que me sea posible oír sus
cantos
en el momento justo del Juicio
Final.
Había una vez una
muchacha
que amaba dormir en el lecho de un
río.
Y sin temor paseaba por el
bosque
porque llevaba en la
mano
una jaula con un grillo
guardián.
Para esperarla yo me
convertía
en la casa de madera de sus
antepasados
alzada a orillas de un brumoso
lago.
Las puertas y las ventanas siempre
estaban abiertas
pero sólo nos visitaba su primo el
Porquerizo
que nos traía de regalo
perezosos gatos
que a veces abrían sus
ojos
para que viéramos pasar por sus
pupilas
cortejos de bodas
campesinas.
El sacerdote había
muerto
y todo ramo de mirto se
marchitaba.
Teníamos tres hijas
descalzas y silenciosas como la
belladona.
Todas las mañanas recogían
helechos
y nos hablaron sólo para
decirnos
que un jinete las
llevaría
a ciudades cuyos nombres nunca
conoceríamos.
Pero nos revelaron el
conjuro
con el cual las abejas
sabrían que éramos sus
amos
y el molino
nos daría trigo
sin permiso del viento.
Nosotros esperamos a nuestros
hijos
crueles y fascinantes
como halcones en el puño del
cazador.
Nadie me entiende sino el Gato
Pedro
Le daré unas botas para que llegue a
la Ciudad que Fue
Y deje de dormir frente a la chimenea
Que en el Molino encienden en pleno verano
En el Sur Profundo tendrá que cazar
ratones
Y vivir con colores
propios
Mientras yo voy al
cementerio
Del brazo de la hija del capitán del
Puerto
Donde hace cuarenta años que no pasa
ninguna nave
El tontito del pueblo me pregunta si
yo soy poeta
Y yo le recito "Asteroides" de Pedro
Antonio González
Todos creen que yo lo
escribí
Y firmo autógrafos para los hijos de
los parroquianos
Ya no hay barcos
Ya no hay trenes
Los diarios de la Capital llegan al
día siguiente de su aparición
Le regalé al Cura
Párroco
"La Mente Drogada. Cómo Librarse de
las Dependencias"
De los doctores Hudgson y
Miller
Mientras un niño echa anilina a la
pila del agua bendita
Que Nuestro Señor me libre del
trabajo
Sólo quiero que se abran para mí las
puertas de marfil del ocio
Y yo quiero que esto no sea un
poema
Sino una página en
blanco.
En las tardes de
invierno
cuando un sol equivocado busca a
tientas
los aromos de primaveras
perdidas
va mi padre en su Dodge
30
por los caminos ripiados de la
Frontera
hacia aldeas que parecen guijarros o
perdices echadas.
O llega a través de
barriales
a las reducciones de sus amigos
mapuches
cuyas tierras se achican día a
día,
para hablarles del tiempo en que la
tierra
se multiplicará como los panes y los
peces
y será de verdad para
todos.
Desde hace treinta años
grita "Viva la Reforma
Agraria"
o canta "La
Internacional"
con su voz desafinada
en planicies barridas por el
puelche,
en sindicatos o locales
clandestinos,
rodeado de campesinos y
obreros,
maestros primarios y
estudiantes,
apenas un puñado de
semillas
para que crezcan los árboles de
mundos nuevos.
Honrado como una manta de
Castilla
lo recuerdo defendiendo al Partido y
a la Revolución
sin esperar ninguna
recompensa
así como Eddie Polo -su héroe de
infancia-
luchaba por Perla White.
Porque su esperanza ha sido
hermosa
como ciruelos florecidos para
siempre
a orillas de un camino,
pido que llegue a vivir en el
tiempo
que siempre ha esperado,
cuando las calles cambien de
nombre
y se llamen Luis Emilio Recabarren o
Elías Lafferte
(a quien conoció una lluviosa mañana
de 1931 en Temuco,
cuando al Partido sólo entraban los
héroes).
Que pueda cuidar siempre
los patos y las
gallinas,
y vea crecer los
manzanos
que ha destinado a sus
nietos.
Que siga por muchos años
cantando la Marsellesa el 14 de
julio
en homenaje a sus padres que llegaron
de Burdeos.
Que sus días lleguen a ser
tranquilos
como una laguna cuando no hay
viento,
y se pueda reunir siempre con sus
amigos
de cuyas bromas se ríe más que
nadie,
a jugar tejo, y comer asado al
palo
en el silencio interminable de los
campos.
En las tardes de
invierno
cuando un sol
convaleciente
se asoma entre el humo de la
ciudad
veo a mi padre que va por los caminos
ripiados de la Frontera
a hablar de la Revolución y el
paraíso sobre la tierra
en pueblos que parecen guijarros o
perdices echadas.
Poeta de nombre claro como un
guijarro en medio de la corriente
reunías palabras que eran
pedernales
de donde nace un fuego que no es
olvidado.
René-Guy Cadou, amigo del tonelero,
el cartero, el aduanero y
el contrabandista,
vivías en una aldea de seiscientos
habitantes.
Allí eras profesor
rural,
el peso del olor del jardín vecino
sofocaba la sala de clases
como a la sala de clases donde tu
padre había sido maestro.
Te gustaba hablar con la gente de
cara parecida a ollas de greda.
caminar descalzo,
ver jugar a las cartas en la
taberna.
En la noche a la luz de un fuego de
espino
abrías un libro mientras Helena
cosía
(“Helena como una gota de rocío
en tu vaso”).
Tenías un poeta preferido para cada
estación:
en otoño era Verlaine, la primavera
te traía todas las rosas
de Ronsard,
el invierno llegaba con el chirriar
del carruaje del Grand Meaulnes
y la estación violenta
el ruido de espadas entrechocándose
en una posada de
Alejandro Dumas.
Tú nunca estabas solo,
te iluminaba el recuerdo de tu padre
volviendo de caza en
el invierno
Y mientras tus amigos iban al
Café,
a la Brasserie Lipp o al Deux
Magots,
tú subías a tu cuarto
y te enfrentabas al Rostro
radiante.
En la proa de tu barco
te asomabas a ver los caminos de tu
país de hadas y pantanos,
caminos trazados como las líneas de
un cuaderno de copia.
Tus palabras llegaban
como pájaros que saben que siempre
hay una ventana abierta
al fin del mundo.
Y los poemas se encendían como
girasoles
nacidos de tu corazón profundo y
secreto,
rescatados de la
nostalgia,
la única realidad.
Tú sabías que la poesía debe ser
usual como el cielo
que nos
desborda,
que no significa nada si no permite a
los hombres acercarse
y conocerse.
La poesía debe ser una moneda
cotidiana
y debe estar sobre todas las
mesas
como el canto de la jarra de vino que
ilumina los caminos
del domingo.
Sabías que las ciudades son
accidentes que no prevalecerán frente
a los árboles,
que la poesía no se pregona en las
plazas ni se va a vender a
los mercados a la moda,
que no se escribe con saliva, con
bencina, con muecas,
ni el pobre humor de los que quieren
llamar la atención
con bromas de payasos
pretenciosos
y que de nada sirven
los grandes discursos tartamudos de
los que no tienen nada
que decir.
La poesía
es un respirar en paz
para que los demás
respiren,
un poema es un pan
fresco,
un cesto de mimbre.
Un poema
debe ser leído por amigos
desconocidos
en trenes que siempre se
atrasan,
o bajo los castaños de las plazas
aldeanas.
Pocos saben aquí lo que es un
poema,
pocos han puesto su cara al viento en
medio de un trigal;
pocos saben lo que es un
poeta
y cómo debe morir un
poeta.
Tú moriste en un cuarto en donde se
congregaba toda
la primavera
mirando un cesto con
manzanas.
“He visto morir a un
príncipe”
dijo uno de tus amigos.
Y este Primero de
Noviembre
cuando me rodean los muertos que
siempre están conmigo
pienso en tu serena y ruda
fe
que se puede comprender
como a una pequeña iglesia azul de
pueblo
donde hay un párroco que no pide sino
compartir su pan.
Tú hablabas con tu Dios
como al pobre hijo de un
carpintero,
pues también sabías que se crucifica
todos los días a un poeta
(Jesús tenía treinta y tres
años,
Jean Arthur también era
Cristo
crucificado a los treinta y
siete).
Pero a ti no te importaba que te
escupieran la cara o te olvidaran
porque como tú lo decías, nadie puede
impedir a un pájaro que
cante en la más alta
cima,
y el poeta derribado
es sólo el árbol rojo que señala el
comienzo del bosque.
"Debo caminar entre los álamos o
recorrer
la orilla de un río en que la copa de
los árboles
se unen como amantes en el agua".
Caminamos
a la luz de las llamas
la intimidad del cuerpo de una
persona.
Y si corrijo lo escrito,
Neville,
la muchacha pensará en Bernard
interpretando el papel de escritor,
Bernard piensa en su biógrafo (lo que
es verdad).
"Bernard, el hombre que llevaba una
libreta en el bolsillo
para escribir notas, frases sobre la
luna".
"Llama al camarero. Paga la
cuenta.
Debemos irnos.
Deber. Debo. Detesto esa
palabra".
Empecé a leer aburrido ese
libro
y no pude dejar de pensar en
ti.
Pero digo: ahora Rodha hubiese
escrito
"Islas de luz flotan sobre el
pasto".
Era en la Quebrada del Pobre, Cerro
de Valle Hermoso.
Era Virginia Woolf devorando ríos con
su mirada azul.
Un amor recién venido
me hace cerrar las páginas del
libro
para escribirte estas pobres
líneas.
Desoladas y llenas de amor como las
heridas
que uno inflinge
a los mejores amigos.
Y las olas se romperán para ti en
mares
donde nunca has
estado.
"Hay que llamar al garzón. Pagar la
cuenta.
Debemos irnos. Deber. No sé cuánto
debo".
Odio esa palabra.
Dejo en la mesa "Las olas" entregadas
al desprecio
o a la
indiferencia.
Y camino hacia donde me espera lo
ajeno
con ruidos de dominó y familias
endeudadas
que salen a esperar autos recién
comprados
y oigo lejanas campanas de iglesias
de ciudad.
Un campesino me confunde con un
maestro primario
y me lleva hacia el pueblo
conversando sobre
la sequía, el precio de los limones y
las paltas.
Pienso que como Bernard también tengo
mi biógrafo.
Un muchacho de "La Unión Chica" que
espera mi muerte
para escribir
un Best-Sellers.
Los tordos vuelan hacia las
higueras
y las gaviotas "se arrastran, se
arrastran, se arrastran".
Mañana espero ver de nuevo "Islas de
luz flotan
sobre el
pasto"
como el niño esperaba la matinée del
domingo.
Esta noche duermo bajo un viejo
techo,
los ratones corren sobre él, como
hace mucho tiempo,
y el niño que hay en mí renace en mi
sueño,
aspira de nuevo el olor de los
muebles de roble,
y mira lleno de miedo hacia la
ventana,
pues sabe que ninguna estrella
resucita.
Esa noche oí caer las nueces desde el
nogal,
escuché los consejos del reloj de
péndulo,
supe que el viento vuelca una copa
del cielo,
que las sombras se
extienden
y la tierra las bebe sin
amarlas,
pero el árbol de mi sueño sólo daba
hojas verdes
que maduraban en la mañana con el
canto del gallo.
Esta noche duermo bajo un viejo
techo,
los ratones corren sobre él, como
hace mucho tiempo,
pero sé que no hay mañanas y no hay
cantos de gallos,
abro los ojos, para no ver reseco el
árbol de mis sueños,
y bajo él, la muerte que me tiende la
mano.
Te gusta llegar a la
estación
cuando el reloj de pared
tictaquea,
tictaquea en la oficina del
jefe-estación.
Cuando la tarde cierra sus
párpados
de viajera fatigada
y los rieles ya se
pierden
bajo el hollín de la
oscuridad.
Te gusta quedarte en la estación
desierta
cuando no puedes abolir la
memoria,
como las nubes de vapor
los contornos de las
locomotoras,
y te gusta ver pasar el
viento
que silba como un
vagabundo
aburrido de caminar sobre los
rieles.
Tictaqueo del reloj. Ves de
nuevo
los pueblos cuyos nombres nunca
aprendiste,
el pueblo donde querías
llegar
como el niño el día de su
cumpleaños
y los viajes de vuelta de
vacaciones
cuando eras -para los parientes que
te esperaban-
sólo un alumno fracasado con olor a
cerveza.
Tictaqueo del reloj. El
jefe-estación
juega un solitario. El reloj sigue
diciendo
que la noche es el único
tren
que puede llegar a este
pueblo,
y a ti te gusta estar inmóvil
escuchándolo
mientras el hollín de la
oscuridad
hace desaparecer los durmientes de la
vía.
Veré nuevos rostros
Veré nuevos días
Seré olvidado
Tendré recuerdos
Veré salir el sol cuando sale el
sol
Veré caer la lluvia cuando
llueve
Me pasearé sin asunto
De un lado a otro
Aburriré a medio mundo
Contando la misma
historia
Me sentaré a escribir una
carta
Que no me interesa
enviar
O a mirar a los niños
En los parques de juego.
Siempre llegaré al mismo
puente
A mirar el mismo río
Iré a ver películas
tontas
Abriré los brazos para abrazar el
vacío
Tomaré vino sí me ofrecen
vino
Tomaré agua si me ofrecen
agua
Y me engañaré diciendo:
"Vendrán nuevos rostros
Vendrán nuevos días".
Revistas color sepia, programas de
matches estelares,
el par de guantes firmados por el
Presidente
cuando ganó el
Campeonato
colgados junto al retrato de la
Difunta
lo hacen buscar la gloria del Álbum
amarillento
y mientras hierve el agua en el
anafe
va recordando la cara del público y
sus rivales
a quienes el tiempo les ha contado
diez.
La tarde cuelga frente a su
ventana
como una raída y sucia bata de
combate,
y él vuelve a bailotear en el
ring,
siente ovaciones en la tarde
muerta.
No crean que está solo
mientras prepara el café
y hace guantes frente al
espejo
que le muestra su nariz rota y sus
orejas de coliflor.
Todas las tardes regresan sus
admiradores
que en la estación se empujan para
llevarlo en hombros
a la vuelta de su gira
triunfal
y lo dejan en la primavera del césped
de pez—castilla
donde —como le prometió a su
madre—
sueña que ha esquivado —sin
despeinarse— los golpes del olvido.
Un hombre solo en una casa
sola
No tiene deseos de encender el
fuego
No tiene deseos de dormir o estar
despierto
Un hombre solo en una casa
enferma.
No tiene deseos de encender el
fuego
Y no quiere oír más la palabra
Futuro
El vaso de vino se ha marchitado como
un magnolio
Y a él no le importa estar dormido o
despierto.
La escarcha ha empañado las
ventanas
Pero a él sólo le importa mirar la
apagada chimenea
Sólo le gustaría tener una copa que
le contara una vieja historia
A ese hombre solo en una casa
sola.
Una historia como las que oía en su
casa natal
Historias que no recuerda como no
recuerda que aún está vivo
Ve sólo una copa vacía y una magnolia
marchita
Un hombre solo en una casa
enferma.
Hoy soy un miembro del Club de los
Corazones Solitarios.
En la clínica espero, aburrido, el
desayuno,
Mientras mi compañero de mesa mira el
muro recién blanqueado
y comenta, riendo, una película de
gangsters.
Nunca te envié ni siquiera una
postal, y no sé por qué me acuerdo de ti.
Debes estarle dando desayuno a tus
hijos
¿Cuántos son? ¿Se parece alguno a
mí?
Debes haberte casado con un profesor
primario o un jefe de Correos.
Vas a la huerta y hablas con tu
madre
sobre tu padre y sus amigos
muertos
que hoy deben estar en el cielo
jugando brisca rematada,
tras dejar como herencia casas a
medio morir saltando.
Yo, antes de ir al Liceo, te hablaría
bien del peor alumno del curso
y del partido de fútbol que ayer ganó
el “Águilas del Barrio Norte”
Yo no sabía que iba a viajar bajo
tantos cielos agonizantes,
y que en ningún país hallaría a
alguien que compartiera el silencio.
Yo no sabía que iba a cumplir
cincuenta años sin nadie
y por eso te veo mientras espero el
desayuno.
Sonreías en el puente cuando te decía
que no moriríamos en Nápoles
y que en el Sena te obligaría a subir
a un bateau—mouche.
Tú vuelves a hacer hablar a la cocina
a leña
y tus días pasan como si no
pasaran:
Son el tropel de bueyes que tu
hermano lleva a la Feria
y yo sigo escribiendo versos tontos
que debería echar al fuego.
Hoy soy un miembro del Club de los
Corazones Solitarios.
A Sergei
Esennin
Sí, es cierto, gasté mis codos en
todos los mesones.
Me amaron las doncellas y preferí a
las putas.
Tal vez nunca debiera haber
dejado
El país de techos de zinc y cercos de
madera.
En medio del camino de la
vida
Vago por las afueras del
pueblo
Y ni siquiera aquí se oyen las
carretas
Cuya música he amado desde
niño.
Desperté con ganas de hacer un
testamento
-ese deseo que le viene a todo el
mundo-
pero preferí mirar una
pistola
la única amiga que no nos
abandona.
Todo lo que se diga de mí es
verdadero
Y la verdad es que no me importa
mucho.
Me importa soñar con caminos de
barro
Y gastar mis codos en todos los
mesones.
"Es mejor morir de vino que de
tedio"
Sin pensar que pueda haber nuevas
cosechas.
Da lo mismo que las amadas vayan de
mano en mano
Cuando se gastan los codos en los
mesones.
Tal vez nunca debí salir del
pueblo
Donde cualquiera puede ser mi
amigo.
Donde crecen mis iniciales
grabadas
En el árbol de la tumba de mi
hermana.
El aire de la mañana es siempre
nuevo
Y lo saludo como un viejo
conocido,
Pero aunque sea un boxeador
golpeado
Voy a dar mis últimas
peleas.
Y con el orgullo de
siempre
Digo que las amadas pueden ir de mano
en mano
Pues siempre fue mío el primer vino
que ofrecieron
Y yo gasto mis codos en todos los
mesones.
Como de costumbre volveré a la
ciudad
Escuchando un perdido rechinar de
carretas
Y soñaré techos de zinc y cercos de
madera
Mientras gasto mis codos en todos los
mesones.
...el caso no
ofrece
ningún adorno para la diadema de las
Musas.
Ezra Pound
Me despido de mi mano
que pudo mostrar el paso del
rayo
o la quietud de las
piedras
bajo las nieves de
antaño.
Para que vuelvan a ser bosques y
arenas
me despido del papel blanco y de la
tinta azul
de donde surgían ríos
perezosos,
cerdos en las calles, molinos
vacíos.
Me despido de los amigos
en quienes más he
confiado:
los conejos y las
polillas,
las nubes harapientas del
verano,
mi sombra que solía hablarme en voz
baja.
Me despido de las virtudes y de las
gracias del planeta:
los fracasados, las cajas de
música,
los murciélagos que al atardecer se
deshojan
de los bosques de casas de
madera.
Me despido de los amigos
silenciosos
a los que sólo les importa
saber
dónde se puede beber algo de
vino
y para los cuales todos los
días
no son sino un pretexto
para entonar canciones pasadas de
moda.
Me despido de una
muchacha
que sin preguntarme si la amaba o no
la amaba
camino conmigo y se acostó
conmigo
cualquiera tarde de esas en que las
calles se llenan
de humaredas de hojas quemándose en
las acequias.
Me despido de una
muchacha
cuya cara suelo ver en
sueños
iluminada por la triste mirada de
trenes
que parten bajo la lluvia.
Me despido de la memoria
y me despido de la
nostalgia
-la sal y el agua
de mis días sin objeto-
y me despido de estos
poemas:
palabras, palabras -un poco de
aire
movido por los labios-
palabras
para ocultar quizás lo único
verdadero:
que respiramos y dejamos de
respirar.