Miro hacia fuera
sé que no estás afuera
porque adentro
laten pájaros
y canta un clavel
la esencia de tu ausencia
(pág. 63)
El pez danza su amor en el mar. Su rumor lo identifica entre todos los otros que respiran su misma sal. Y entre burbujas construye una memoria sin la cual no existiría música en los vastos océanos del vivir. El olvido se siembra en el pescador que lo atrapa. Y el amor brota de nuevo en la especie que no se extingue. El olvido es el envés del rumor, o el silencio de las turbulencias. Y sobre esas soledades se reconstruye una y otra vez una memoria que no se detiene y que escribe sus rumores en el lenguaje del agua que es infinito.
Así el olvido y la memoria no es más que un mismo talismán que se prende de nuestros días para bordar el tejido de una travesía que no cesa. Entre ambos construyen una estructura hecha de hierbas y oleajes marinos, de jacintos y astromelias, de pájaros que juegan a robarle su andar a las mariposas. En medio, rostros, gestos, caminares se entrecruzan dejando sus señales en los andenes del vivir.
De uno y otro estamos hechos como en la filigrana del trigo o los pliegues amorosos del maíz. Entre ambos el ámbito del suspiro es como una línea en espiral que va y viene de uno al otro nutriendo el amor y el desamor.
Olvida, no se puede escribir
al borde del abismo si uno no se ha lanzado aún
y no conoce, a fondo, el vértigo que pende
en el vacío o el vacío de caer
desde tus brazos hacia el olvido.
(pag. 60)
¿Y qué puede ser el olvido sino el rubor que se acantila al anverso de las mejillas? ¿Y qué puede ser la memoria sino ese rojo atardecer que desde las manos se esparce sobre todo lo que toca? La memoria tiene un sabor a duraznos. Y el olvido es un durazno sin morder que se arremolina sobre los ojos, aguardando.
La memoria y el olvido son como un concierto para dos instrumentos que se conjugan en una sola armonía, aunque jueguen a ir por compases distintos, para luego encontrarse y desencontrarse desde un andante, que se quiebra en un adagio hasta alcanzar un allegro, que se adhiere como una piel a las horas, como el testimonio de que hemos vivido.
Entre ambos somos este girar entre nebulosas y honduras que se mecen en los precipicios que aún no hemos recorrido. Somos ese asombro a orillas de un pozo que aún aguarda llenarse de agua y un horizonte extendido como una saeta en melancólica dirección al amanecer. Entre ambos, somos un diminuto intervalo en incesante procura de floreceres.
Presiento a veces que habito entre las torres,
que incierto y sacudido crezco hacia el vacío,
como luz de agua turbia, derramada
(Pág. 13)
Y esas son las dos líneas que se cruzan y entrecruzan a través de todas las páginas de René Rodríguez Soriano en Rumor de pez (UCE, 2009). La memoria cobija al olvido para que no se haga silencio. Y el olvido amuralla la memoria para que no se haga dolor agrio por lo que no se alcanza, aunque los dedos se desborden y el rumor de los peces atempere las ausencias o simplemente las haga mecer en los navíos de una desmemoria que es apenas una pausa.
Entre las alegrías que llenan su paisaje de arroyos y florestas, y el dolor que se hunde en esas mismas raíces persistentemente teje un vivir que no rompe con sus fuentes primigenias -los brotes de col y mandarina del padre, el olor a avena de la madre, el verdor de las colinas que rodean el valle- a pesar de que la historia arremeta contra las flores de cayuco y las azucenas, los hombres y los manuelicos empeñados en acabar con los ejércitos del mundo. ¿Cómo entonces no ha de ser azaroso y estremecido su recorrido por la palabra?
La soledad
está en nosotros, azuleando el poema, pastando
en nuestras fuerzas crispándonos la vida.
(Pág. 21)
En este libro, ganador del Premio de Poesía UCE 2008, que es como una desgajada travesía por las soledades que se llenaron de esencias, la memoria siempre sobrepasa con creces el olvido. Sean sus arpegios o los silencios bordados con la flauta lila de las ganas que el amor derrama sobre las horas vividas o por vivir, el lenguaje muerde las tardes, mastica los días, trenza los dedos, olvidando todo lo que sea preciso, menos el diccionario ilustrado de una mirada que se posa como tolvanera sobre la existencia de un adiós.
Un tiempo en el cual la angustia es un puente con las vigas rotas, la sed un cántaro ciego, ya sea que se quede sordo en la flauta de un suspiro o se quede flauta en el suspiro de un sordo, porque la soledad está allí azuleando el poema, que aún no se escribe, en un cuaderno cifrado de ternura.
Tengo un dolor muy agrio en un paraje
cercano de las lágrimas. Y pienso que sin vino,
en estos días sin bordes, tu ausencia duele adentro,
donde duelen de veras malheridas las penas.
Pág. 56
Y con ese dolor muy agrio, en el paraje de las lágrimas, René desanda alfabetos que otros borraron, pero que se quedaron inscritos en la genética del siempre, poniendo los verbos a disposición de las manos, donde toda palabra es un silencio y todo silencio es una palabra, poblada de pájaros y de mandarinas esdrújulas, girando en gerundio, abrazando hasta que lluevan ángeles, corceles y azucenas, en mañanas jugosas como mandarinas y ausentes como el olvido, cabalgando en una bicicleta anaranjada.
No en vano concluye René con lo queda de todo olvido: un lenguaje antiguo que transfigura el recuerdo, tejiendo y destejiendo los gajitos de una mandarina que aún no cuaja.
No se repite el río, no se repite el fuego.
Pero esa voz, caudal de arroyo y madrugadas,
vuelve en torrentes, vuelve y se incendia,
desenvaina la espuma, los sueños y la calma.
(Pág. 15)
Por ello quien dice no tener letras lúcidas en el silabario de las penas, escribe sin embargo en un patio al cual le lloran ráfagas de azul, y es capaz de convertir la lluvia en un problema de Estado, capaz de deshacer el diccionario y zarandearlo todo.
Allí en ese territorio sin barandas ni fronteras, en el cual, como diría la canción, en cada beso se va la vida, aunque no haya vida ni beso, sino la memoria ardida de lo que habría de ser, la palabra es capaz de construir vergeles donde sólo hay ausencias. Y con ello marcarle una memoria indeleble a quien se va, y dejar el expediente del vivir desalojado en quien nunca desiste de alcanzar una nube imposible.
Curado voy de espantos, ya aprendí que las nubes,
a veces cuando vuelven, con garfios en las mieles,
nos perfuman de ausencia, desandan escaleras, espantan las acacias,
se van a contramano, con garfios amarillos, náufragas del olvido.
(Pág. 65)
Porque después de todo, las nubes imposibles, sin espanto, sin nimbos ni cirros, una vez que se abordan, con todos los pedales, enarbolando anturios, no se pierden jamás. Ni en una mañana de marzo ni en una tarde de agosto. Las nubes imposibles se siembran en el alma y uno se queda con ellas para siempre hundidas en la respiración, como si uno fuera cielo y lluvia, azul y naranja a la vez. Y quien alcanza una nube sin espantos no ha de quedarse detenido jamás en una esquina sin banderas, varado en los acentos.
La nube se hace escalera y andén, desafío de toda ley de gravedad, tránsito de pájaro y ala de mariposa. Quien alcanza una nube sin espantos, se queda con todas las nubes del cielo y con la niebla y la neblina y con lluvia y el rocío y con el azul que se derrama cuando las nubes se recuestan a descansar sobre las altas colinas.
Y por más curado de espanto que estemos, y aunque nos dejen impregnada la vida con perfumes de ausencia, náufragos de un olvido que aún no se convierte en memoria, sus duendes siempre regresan, sin gendarmes, con garfios en las mieles, impregnados de anturios, en la ilusión de los niños capaces de entregar todas sus pertenencias de flor, agua y hierba, al amor que pasa cabalgando en una foto que nunca se tomó.
Ven,
acurrúcame en tus alas
de cielo despejado.
(Pág. 17)
Sólo que René, cuando la memoria lo estremece hasta colocarlo al borde de la ternura, acude al olvido, al desenfado, cabalga un traje ajeno que es como un escudo, una muralla que lo protege contra el olvido de los otros y las ausencias que se cuelan entre los bordes de sus besos. Y estos poemas son la expresión de esa incesante conflagración entre ambos.
Rumor de pez, en síntesis, es el recorrido acuático de un poeta que se va armado de mandarinares y flores de cayuco, a despejar las impertinencias del desaire, la huella indemne de la ausencia, que de tanto serlo se vuelve palabra alada que navega para siempre en los ríos dúlcimos de la memoria.
Una palabra que toma la sonoridad del rumor de un pez, que se pierde en las comisuras de los labios, que danza en las baldosas de las aguas, que nada en la lluvia y que finalmente convoca al mar para su trascendencia.
(*) Mery Sananes, escritora y docente-investigadora venezolana, autora de Walt Whitman, poeta de los tiempos que vendrán (1973), León Felipe, poeta de pólvora y barreno (1988), Tierra de expedientes (1975), entre otros.