Cuando alguien está lejos de su país la distancia tiende a deformar las imágenes, se ama su geografía, se idealizan sus cielos y volcanes, se nada en sueños en sus mares y ojos de agua, se paladean sus sabores que se disipan al despertar.
Se extrañan calores familiares, colores y olores, recuerdos vívidos, momentos distantes pero no por eso menos intensos, uno se trae consigo lo que fue pero que ya no existe.
Y sin querer uno lleva al país en la piel como un sello, que sólo uno identifica porque nadie sabe de dónde somos, tal vez de una provincia del sur porque en nuestra manera de hablar nos comemos letras, tal vez de lejos o de más cerca.
Ser salvadoreño es ser de allá, o de acá, o de cualquier parte, camaleónicos nos mimetizamos por las circunstancias, vivimos de memorias y mitos, pensamos que por madrugar amanece más temprano y nos aferramos a que el sol alumbra solamente para nosotros.
Y creemos ser siempre víctimas de los otros, el destino nunca es nuestro, dependemos de las decisiones de este o aquel, y así ha sido la historia de nuestra Madre Patria, el país más pequeño del continente, nuestra tierra que cabe en la cuenca del ojo y que nunca ha sido una Nación.
Ser salvadoreño es ser un eterno inconforme, nuestra sangre está en constante ebullición y reaccionamos violentos sin pensar en consecuencias, no reparamos en lastimar o exterminar al otro o los otros, total una lágrima tatuada en el rostro o una raya más en el pelaje del tigre nos da absolutamente igual.
Los salvadoreños somos distintos como los dedos de la mano, lo que no entendemos es que nos complementamos: el índice, el anular, el medio, el meñique y el pulgar, todos son útiles para formar un puño, todos son imprescindibles para acariciar o golpear.
Estamos dispersos por odios ancestrales sin percatarnos en la obligatoriedad de mirarnos en el reflejo del otro o de los otros para reconocernos en lo que somos y en lo que no ¿o tendremos que esperar lustros, décadas, siglos o milenios para ver renacer a la esperanza?
¿Estaremos condenados a llevar nuestro hogar en los pies y vagar como apátridas buscando amaneceres porque no tenemos cabida en 21 mil kilómetros cuadrados?
¿Algún día podremos exclamar orgullosos de hijos suyos podernos llamar?
Los apodos suelen llevar altas dosis de crueldad, nadie sabe de donde surgen y de tanto repetirse se funden con el lenguaje popular. Algunos se transforman erróneamente en gentilicios y los naturales o nacidos en regiones, estados o países son conocidos después por sobrenombres desafortunados que a la luz del tiempo tienden a perder su trasfondo despectivo.
Lo incierto se torna preciso, a los nacidos en el hermoso estado de Puebla, cuna del mole, los chiles en nogada y las chalupas se les acredita mundialmente como "Pipopes": "Pinches Poblanos Pendejos" o "Pieza Poblana Perfecta" haciendo propia la alusión a la bellísima cerámica de Talavera, según afirman los más optimistas.
El origen de la palabra "Pipope" es confuso, se dice que germinó a raíz de la invasión de Estados Unidos a México, en el que éste perdió Alta California, Utah, Arizona, Nuevo México, Nevada y gran parte de Colorado y Wyoming, más del 51 % de su territorio y que en Puebla se recibió con honores y vitores al ejército invasor.
El desliz histórico inmortalizó a los poblanos con un epíteto no tan heroico. Otras versiones aseguran que ser Pipope es una actitud vital, la sociedad poblana es hermética y religiosa, siendo estas sus principales características.
Por otra parte, se conoce como "Guanaco" al nativo de El Salvador, país ubicado en Centro América, en el que se asevera que sus habitantes poseen la particularidad de ser muy trabajadores.
"Guanaco" tiene diferentes acepciones: la primera, referida al camélido antecesor de la llama y la vicuña, bestias cuya carne y pelaje son muy socorridas en Sur América; la segunda, relacionada a la persona tonta o simple; y la tercera, la que atañe al adjetivo de "aldeano".
Tampoco se sabe de la raíz histórica o antropológica de este apelativo peyorativo asumido como propio por algunos salvadoreños, porque hay que ser muy tonto como para sentirse rumiante y muy aldeano como para pregonarlo por todas partes.
Tanto "Pipope" como "Guanaco" son insultos, aunque sean asumidos de diversas formas, en el caso de los primeros no conozco a un solo poblano que le guste ser llamado así, en el caso de los segundos revivimos una añeja discusión entre salvadoreños, porque no faltará quien justifique su orgullo nacional de lanzar escupitajos a diestra y siniestra y que se sienta feliz como todo guanaco silvestre de poseer su harem particular, rasgos distintivos del camélido sin joroba en vías de extinción.
Por eso es preferible decirles poblanos a los poblanos y salvadoreños a los salvadoreños, ¿o no?
"El Carbonero" canción considerada por muchos salvadoreños como el segundo himno nacional, fue creación de don Pancho Lara, nacido en 1900 en la hacienda La Presa en Santa Ana, poeta y músico al que se le atribuyen alrededor de 400 composiciones, muchas infantiles y las mas famosas de perfil folclórico y popular.
La canción, escrita en 1934, es digna del análisis hermenéutico. El nacimiento de "El Carbonero" coincide en su plano temporal-histórico con la dictadura del Gral. Maximiliano Hernández Martínez, célebre por haber cometido el etnocidio de más de 25 mil indígenas en enero de 1932 y cuyo gobierno, iluminado por la adaptación caricaturesca de la teosofía, continuó hasta 1944.
¿Pero qué dice la letra de El Carbonero?, en síntesis trata de un personaje de orígenes humildes que baja de las cumbres cargando carbón de madera que venderá en las calles de pueblos y el mercado. Y mientras desciende viene "enredando horizontes y cruzando vallados adonde gime el torogoz", mítica ave, adoptada como nacional desde 1999.
La historia y la letra son sencillas, pero están preñadas de un enorme simbolismo, lo que nos lleva a varias interpretaciones: la primera, se refiere al extinto oficio de carbonero heredado de la época de la colonia, en otros lugares como España, México y Argentina el trabajo de carbonero era extenuante pero bien remunerado. Coplas y canciones populares españolas describen su deambular por las calles: "Carbón de encina, cisco de roble la confianza no está en los hombres. No está en los hombres, ni en las mujeres, que está en el tronco de los laureles".
La segunda, el carbonero pregona orgulloso de que su "carboncito negro vierte lumbre de amor y es de nacascol, chaperno y copinol", está relacionada al comercio de un recurso natural: el uso indiscriminado de la leña como método de cocción y la generación artesanal de carbón vegetal, costumbre alentada por la pobreza, la utilización de este tipo de energía prevalece en el 92 % de hogares rurales y ha sido una de las causas para que El Salvador sea el país mas deforestado de Centro América.
La tercera, el cuestionado estribillo "sí, mi señor" que denota la sumisión del campesino-carbonero ante un sistema de producción impuesto por el corvo y el fusil, El Salvador de 1931 a 1979 estuvo gobernado por militares y su economía se basaba en el monocultivo del café. Pero, ¿de qué otra forma se expresaría alguien sometido a las tiendas de raya y a condiciones de vida o de muerte cercanas a la esclavitud?.
La cuarta, la exaltación de lo bucólico como uno de los hilos rítmicos y conductores de la letra, la contemplación del paisaje alentando el espíritu del solitario trajinar del carbonero.
Impresiona la capacidad lírica y el poder de concreción de don Pancho Lara, quien murió el 12 de mayo de 1989 y que fue declarado Hijo Meritísimo de El Salvador un mes después.
"El Carbonero" es un legado que no debe desdeñarse, a pesar de la espantosa paráfrasis perpetrada por un partido político en ciernes, un crimen de lesa cultura, cuando los odios escupían sangre y la guerra civil iniciaba.
A la distancia lo evoco nítido, altivo, queriendo mimar las nubes mientras carga sus mil 900 metros sobre el nivel del mar, duerme en paz pero suspira y cuando lo hace se siente en todo el país.
De cerca su orografía es cubista, no es el típico cono simétrico irruptor del paisaje, se desparrama hacia los cuatro puntos cardinales para compensar lo que le falta de altura.
No es cerro, es volcán, con imaginación se puede avistar un hombro y una mano de árboles y quebradas emergiendo de la tierra, son como venas por las que circula su orgullo, es un tanto exhibicionista porque él se sabe emblema de la ciudad capital.
De lejos parece una mujer recostada, no es la famosa Iztaccihuatl que presume sus caprichos y tamaños, todos los volcanes tienen su lado femenino, por lo menos los que se expanden, sus cúspides suelen resaltar curvas e inclinaciones, siluetas familiares reposadas a la vista.
Era 1917 cuando escupió su lava del otro lado, cerca de Quezaltepeque, los oriundos de ahí lo adoptaron como su volcán tal vez por abrigar su calor o por ver como el fuego se convierte en roca. Asunto de visiones y propiedades, para ellos es el Volcán de Quezaltepeque, para los demás, o sea todos, y los que vivimos de este lado es el Volcán de San Salvador.
No se parece en nada al Cerro Verde o al Volcán de Izalco, ni al Chichontepec o al de Santa Ana, es tres veces más alto que el volcán más pequeño pero es cuatro veces más pequeño que el volcán más alto del mundo.
Muchos crecimos contemplando sus resplandores, sabíamos que estaba ahí, su magnificencia a la vuelta de la esquina, subir al picacho o bajar al boquerón y comer moras y frambuesas con un toque de azufre era el paseo sabatino o dominical.
Han pasado tantas noches desde que en su cumbre se leía el letrero luminoso de Vifrio, ¿cuánto nos debieron haber pagado para recordarlo?, ¿qué tamaño tenía el rótulo para vislumbrarlo desde cualquier punto de la ciudad?
Somos viejos conocidos, él aún vivirá cuando no estemos ahí o acá y si llegara a despertar más vale huir y olvidarse del poniente de San Salvador.
Comparo fotografías actuales con mis daguerrotipos guardados en la memoria, el Volcán de San Salvador cotidianamente sobrelleva las insidias de taladores y urbanistas que día con día devoran su intimidad.
El volcán es santuario ambiental, símbolo de encuentro del pasado, presente y futuro, ¿seguiremos deforestando nuestro patrimonio natural?, ¿seremos solidarios solamente en la tragedia cuando no haya nada que hacer y los deslaves arrasen colonias enteras?
No es por abaratar la nostalgia pero San Salvador hace 40 años era un lugar decoroso para vivir, la ciudad descubría sus alrededores y la avidez predatoria no estaba tan marcada como hoy, el costo de la subsistencia se percibía en centavos y los salarios no superaban los centenares de colones.
De niños éramos cándidos casi primitivos, nos sentíamos a gusto con lo simple, las colonias donde residíamos las rodeaban lomas y llanos, la capital era contradictoriamente campestre, pintoresca, en algunas calles se veía pasar carretas y por las noches se oían el pitido del sereno y a los gallos desgañitarse desde la hora prima extrañando el amanecer.
Nuestras diversiones eran elementales y algo salvajes: subirnos a los árboles de mango y hartarnos de sus deleites; provocar a pedradas la ira de iguanas verdes que se asoleaban en los techos; organizar peleas de zompopos de mayo; rastrear sapos gigantescos en las alcantarillas en épocas de lluvias, estos escupían un líquido espeso como sistema de defensa; e irnos de expedicionarios a los barrancos y túneles y regresar a la superficie llenos de tierra hasta los ojos.
No se necesitaban niñeras en los parques, sólo las requerían los infantes a los que apenas les salían los dientes, pero para ellas estos lugares eran edenes, breves espacios en los que se encontraban amores. Nosotros éramos hombrecitos a los siete años para colgarnos del satélite metálico, una rueda con asientos que giraba a empujones en la que nos extasiábamos hasta el vómito.
En los parques jugábamos pecado, mica, ladrón librado, escondelero, chibolas, trompo, capirucho, yoyo, fútbol y básquetbol, había torneos entre equipos de las cuadras y nunca faltó la imaginación para marcar goles inexistentes y celebrar triunfos épicos de último minuto.
En el juego de pecado casi siempre perdía el Chele Fracaso al que fusilábamos con saña y una pelota de tenis, como dolía perder y no solo por los pelotazos, las burlas calaban el ánimo y la autoestima.
Las vacaciones eran largas y comenzaban justo con los vientos de octubre, la única temporada en que usábamos suéteres y que podíamos pasar todo el día en la calle, los peligros resultaban anómalos, no había preocupaciones ni precauciones, las puertas de las casas permanecían abiertas de par en par sin que algún intruso se metiese.
El primer muerto que vimos fue todo un acontecimiento, la noticia corrió entre nosotros como la rareza del momento, él era un señor al que le había dado un infarto al querer alcanzar un mamey, el cadáver estaba subido en el árbol abrazando su tronco a cinco metros del suelo.
Su fallecimiento fue dulce como nuestra infancia, ignorábamos que vendrían periodos oscuros y de mucho dolor. Algunos pudimos partir, otros agonizaron en la ortodoxia y naufragaron en el odio y los demás murieron buscando el horizonte.
Como ha empeorado todo desde entonces que ya ni nos acordamos de nuestros nombres.
Vivir en El Salvador es para pensarse no una, dos, sino varias veces, muchas, ahí el tiempo se paraliza y la savia se consume a fuego lento, tanto, que hay que salirse de cuando en vez a bañar en agua fría las ideas y el resuello, ahí todos tienen el riesgo de calcinarse.
No se escoge donde se nace pero sí donde se vive, y así ha llegado una cantidad notable de extranjeros al país que han sembrado y cosechado vidas dignas de ser recordadas, porque algunos muertos dejan obras, grandes o chicas, y otros sólo imágenes en álbumes familiares.
¿Qué les atrajo?, lo que no vemos los que nacimos ahí, lo que confundimos con el aire, el refugio estrepitoso entre volcanes, una parcela mínima para perpetuarse, la inmunidad propia de los extraños a las ponzoñas de la lengua.
Y nosotros creemos que se quedaron porque les cautivó el paisaje, que ciertamente por amor u odio, o ambos, lo distinguimos único y privilegiado, aunque la naturaleza es hostil con quien no esté familiarizado: mosquitos prehistóricos alimentándose de pieles transparentes y sus ronchas como cráteres, lluvias huracanadas efímeras arrasando ramas y ventanas, ardores tropicales cercanos al mismo infierno y letanías de chicharras o cigarras acosando al tímpano en Semana Santa.
Se llega a vivir en El Salvador porque ahí se tienen parientes o se buscan contratos globales o se pregonan causas perdidas ¿quién vendría a un paisito extraviado en el mapa que es mundialmente conocido no por sus personajes, estadistas o riquezas naturales sino por sus matanzas y conflictos?
¿Quién llegaría a un lugar donde el respeto por la vida se dilapidó en el verdor? ¿Qué osado discutiría con interlocutores sordos quienes solo escuchan la voz de sus vísceras y sus intereses? ¿Qué atracción puede causar un lugar donde se le rinde culto a la amenaza?
Pobrecito país el nuestro plagado de políticos iluminados que leen sus siete minutos diarios de La Biblia para sentirse pletóricos de valores divinos, y que nosotros la sarta de oligofrénicos gobernados no entendemos ese mensaje tan prístino y tan obvio que la verdad refleja.
Pobrecitos los que llegan porque no saben a qué vienen, pobrecitos los que se quedan porque no pueden irse aunque quieran, pobrecitos los que amamos y odiamos al país porque no tenemos salida.
(*) Poeta y ensayista salvadoreño