Estudió Letras en la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (UCA). Ha vivido en España, México y Canadá, y regresó a El Salvador en 2005. Además de escribir, ejerce la docencia en la Universidad José Matías Delgado, dónde también dirige un Taller de Lectura. Es miembro del directorio editorial de El Ojo de Adrián. Ha publicado Diario de invierno, Civilus Imperatur y La balada de Lisa Island. Pronto publicará dos poemarios: El museo de la nada y El libro de la penumbra, de los cuales Ómnibus adelanta una muestra.
ANIMUS VENDITUS
"Hola. Mi nombre es Phil Rod. Me llamaba Felipe Rodríguez, pero me cambié el nombre. Vine a este país con mi padre y mis hermanos en 1975. Mi padre era ingeniero, pero aquí trabajó de cargador de carnes en un frigorífico. Ahora está reumático y sin empleo. Tú acabas de llegar y quieres colaborar en el periódico de la universidad, ¿no es cierto? No, my friend. En este país hay que cumplir las leyes. Las escritas y las no escritas. El derecho de piso es una de las últimas. Anda y deslómate un par de años a la factoría y luego hablaremos. Ten: la Oración de San Francisco de Asís, es mi editorial de hoy; te hará bien".
SEÑAS DE IDENTIDAD
a Horacio Castellanos Moya
"¿Sabés por qué me vine a Canadá? Porque quería una cheroqui. No te digo que trabajo como negro, porque no soy racista y porque los negros son unos güevones. De operario de máquina fui subiendo hasta jefe de planta. Cuando he tenido que bajar la cabeza, la he bajado, a vos no te voy a dar paja. Horas extras pagadas como normales, turnos de noche, fines de semana. Ahora soy yo el que le soca las tuercas a los operarios. La Roxana también le ha hecho güevo, no creás. Y todo para tener yo mi cheroqui y ella su televisorsote del tamaño de una cobija. ¿Te acordás cuando aparecía una cheroqui en la esquina y pasaba despacito, con los vidrios ahumados, a la par de uno? Si al que llevaban adentro se le ocurría señalarte con el dedo, era cosa de ponerte a contar cuántos minutos te quedaban. O cuando pasaban tres o cuatro hechas un cuete, escoltando a algún cachuchudo o a un viejo rico, ¿te acordás? Se cagaba uno del miedo, brother, decíme si no. Primero me conseguí una usadita. Después he podido pagarme la del año. La que tengo ahora es esa que ves allí, edición limitada, con su antenita del teléfono en el techo y todos los gadgets. ¿Qué decís, brother, nos echamos la otra, o querés que vayamos a dar un vueltín? Ahí está la cheroqui, que sólo es ganas".
HIJA DE DEMIURGO
Un diosecillo menor trazó sus calles y puentes y arboló sus parques en un solo día -era primerizo, tenía afán-. A falta de mar, se agenció un río y del río una isla, cuatro leones verdes de segunda mano, un canal que no conduce a China. Elevó mercaderes a condición de héroes patricios, saqueó pueblos vecinos hasta conseguir cientos de iglesias de cultos y estilos surtidos, amputó de su pasado la lengua de Versalles y se la metió en la boca a los desmemoriados vecinos, montó escaleras exteriores en cada casa para que se enamoraran los bomberos y para que las hijas de sus calles derramaran por ellas la cascada azul de su eterno celo.
Le sobraron silos, borrachos, plazas, temerarias adolescentes empujando carriolas -y ellas son las primeras en ignorar si empujan una criatura o un muñeco-, ciclistas del Money Express, perritos cagones, edificios a media obra, motociclistas enajenados, y los fue tirando donde más estorbaran. Le faltó sereno, le faltó sol: contrató asesores extranjeros. En cuanto a lo primero, no le alcanzó el presupuesto o la imaginación. De lo segundo, le dijeron: "Algo tendrán de vez en cuando, pero la mayor parte de sus días el sol será un lejano rumor."
El diosecillo vio su obra con resignación y abrió presuroso las puertas. La ciudad se vio invadida por generaciones de hippies, punkies, jóvenes góticos, salidos de todos los rincones del país en busca de cultura, libertad y olvido, tal vez no en ese orden de necesidad, que llegaron con los tambores del tam-tam (y los leones se inquietaron con la llamada de caza). Enseguida llegaron los inmigrantes con falafeles, calendarios zoológicos, la luna creciente y promisoria de sus hijas, muertos y lenguas errantes, sopas won ton, canciones, estafadores, carne ahumada, nostalgia y pupusas.
5. El cortejo
I
Ojos tuyos en los que camino, y me incendia su previsivo fulgor como un desierto a mediodía.
Cabeza y cuello tuyos para apretar entre mis senos como una esfera de magia que guardara los secretos de la sal.
Manos tuyas próvidas e inclementes como una garra con la que el viento me despojara del pasado.
Palabras de tu boca que me nombran, instantes en los que tu mente me dibuja en imágenes de deseo.
Dedos tuyos penitentes para los que yo invento secretos que salen a tu encuentro como ensalmos.
Mis caricias te preparan para el zarpazo del amor como preparo las olas para mi playa.
Perfilo en mi cuerpo las horas que prefieres y te contemplo desde mi horizonte, que no has de alcanzar.
Quiero robarte del mundo, vagar sin prisa y sin rumbo en ti como por una demorada tarde.
Busco el conjuro que te haga feliz y apague tus pesadillas -por un rato al menos.
Viejas artes me asisten a destruir los relojes que te retienen fuera de este tiempo mío donde guardo tu espacio.
Ven. En ti quiero darle un instante de plenitud al mundo. Déjame dar fe de que existes entre mis brazos.
II
He aquí una ola solitaria empujada al viaje. He aquí que hoy parto de mí mismo en busca de ti.
He aquí este aliento líquido que hoy dejo correr sobre tus arenas. Desconocida me eres e inexplicable.
He aquí el yodo y la sal de mis días puestos al pie de tu playa. Tú para quien mi voz se agenció el canto.
De mí nada sabes. De mi sólo adivinas, tal vez, que vengo de lejos y estoy solo y tengo miedo.
Tarde un día, en un parto feroz, vi el rostro del sol. En ese rostro inalcanzable había el anuncio de un límite.
Mi madre y yo descubrimos el pavor del otro: la más inquietante, la más infranqueable frontera que impone el mundo.
Con el tiempo nos hicimos a la idea de vivir juntos. Aquella aventura comenzada en deseo se resignaba en amor.
Ella me dio del calcio de sus huesos. Yo la dejé alimentarse del fantasma sonriente de mis ojos.
Luego vinieron días de esplendor sin nombre en los que un niño pasea en bicicleta.
Crecí, descubrí la muerte, supe del inabarcable sabor a incendio que tiene la distancia.
Olvidé la gruta salina que fue mi casa. Pasaron los años como una aguja que zurce heridas y hoy vengo a tu orilla.
Quiero tenderme en la caleta ardiente de tu mano, entregarme a tus rocas, sucumbir al reto de remontar tus dunas.
Traigo para ti noticias del mar. Rumores que nunca has escuchado te saludan en mi canto.
Vengo a entregarte la nave cóncava de mi voz, a ofrecerte rayos líquidos de sol y peces como cuajos lunares.
Déjame desembarcar mi amor en tus arenas, beber la humedad de tus esporas y la sangre de tus líquenes.
Será todo el alimento que precisen mis dedos remorosos. Abre tu día al paso de mi cuerpo de animal desencantado.
Guardo para ese abrazo un secreto que lanza al vuelo a las mantarrayas y hace bailar a los hipocampos.
(Me cautivó tu voz en la lejanía y me prendió tu calor en la profunda amargura de mi cueva abisal.)
Épocas de aridez me hicieron soñar con el doloroso aroma de tu costado, peces transparentes anunciaban tu deseada existencia.
Un rumor de corales vivos, una marejada de crustáceos me hicieron imaginar la turgente colina por la que habría de abordarte.
El gemido de una ballena me dejó conocer tus costumbres en el amor, el canto azul de tus días.
Cardúmenes de peces extraviados me dejaron presentir los poderes de tu lengua.
Quise estropear un poco el traje de luz con que te cubres, arrugarlo, sacártelo a tirones.
Yo que vengo del mar te soñé desnuda y pobre como la lluvia.