Yendo en el atardecer por la zona más sombría de una plazuela, un ladrón joven y en extremo supersticioso se dio de súbito con un mendigo de inconcebibles andrajos que lo miraba entristecido desde un rostro arruinado por la vejez y el sufrimiento. Tomando el encuentro como la revelación de que una desgarrada pobreza lo aguardaba al término de su juventud, el ladrón se sintió tan turbado que en su desesperación por conjurar esa desdicha le dio al mendigo una de las antiguas monedas de oro que hacía unos días había robado en casa de un coleccionista con fama de extravagante. El mendigo sólo vio el oro y se inundó de un incitante ardor que fue a aplacar deprisa en una miserable taberna. Pero el coleccionistas, que se hallaba ahí disfrazado de menesteroso, soportando con fingido deleite el horror de la taberna y el atroz fogonazo de una copa, reconoció la moneda, hizo prender al mendigo y durante cinco años el inocente tuvo que soportar de sus carceleros la palabra ladrón.
Apostado con la mano extendida en la primera plazuela que encontró una mañana a su salida de la cárcel, el mendigo sintió y vio que alguien le deslizó una de las monedas de oro que se hallaban en circulación y de la que sólo se percató del oro y que por ser de oro soltó al instante como si fuera una brasa, mientras le gritaba a su ocasional benefactor ¡ladrón!, ¡ladrón!, ¡ladrón! ... Los gritos convocaron a los transeúntes y a una pareja de gendarmes. Pero como se trataba de un benefactor honrado, el mendigo expió su difamante lengua con cincuenta días de cárcel.
Los aires de libertad condujeron esta vez al mendigo a una plazuela diferente, pues sospechaba que aquellas otras dos lo esperaban con una nueva emboscada. Y a pesar de que su permanencia ahora en esta plazuela eran ya horas que transcurrían vacías hasta del más insignificante níquel, dudó cuando la caridad vino a ponerle en la palma de la mano una de las usuales monedas de oro, de la que otra vez sólo se percató del oro. "Si esta moneda fuera robada y yo intentara comprar algo con ella -pensó-, me creerían el ladrón y perdería mi libertad. Si la rechazo y quien me la ha dado es persona honrada, tal vez por muy amable que sea mi rechazo ella se sienta ofendida y yo pague la ofensa con la cárcel. Está visto, pues, que si quiero conservar mi libertad, debo recibir cuantas monedas de oro me ofrezcan sin que yo siquiera intente disfrutar de su poder".
Durante los últimos diez años de su existencia, mientras se arrastraba como un lisiado por las escalinatas de los templos estirando la mano trémula, estuvo recibiendo innumerables monedas del odioso color, que luego arrojaba entre gruñidos y escupitajos en los rincones de su cuartucho. Un día algunos de sus vecinos repararon en que no se la había visto en los últimos cinco días y, preocupados, derribaron su puerta. Lo encontraron muerto. Estaba tendido en un estrecho espacio central del suelo, espacio a punto de ser inundado por cerros de monedas de oro que parecían avanzar desde las paredes.
El pueblo entero, asombrado, otorgó a la memoria del mendigo la triste, despreciable e irrisoria fama de avaro.