El culillo de los intelectuales i

Por Gustavo Álvarez Gardeazábal ii
(Colombia, OM)



En Colombia se estiló por más de cien años que para ser presidente se necesitaba primero saber escribir versos. Por eso nos tuvimos que aguantar al peor de los poetas para que fuera el mejor presidente: Don Rafael Núñez.

Después de la atroz Guerra de los Mil Días, la exigencia se fue olvidando y los generales que asumieron la presidencia abrieron campo para que los políticos cada vez con muchos menos tiempo para leer y poseer cultura se apoderaran del gobierno y por ende de la política. Tal vez el último de esos intelectuales gobernantes fue don Marco Fidel Suárez, a quien destituyeron porque empeñó su sueldo a un banco inglés para poder comprar ropa con qué vestirse como primer mandatario.

De igual manera la vinculación de los intelectuales con los gobiernos, con la política y con el desarrollo del país se fue desvaneciendo. El hecho de que las curules dejaron de ser en representación de los partidos y se convirtieran en pymes, alejó primero de la arena pública a los que tenían más verbo que mando y después, definitivamente a los que por ejercer de lectores, de humanistas, estaban vetados para el oficio de administradores del negocio de hacerse elegir concejales, diputados, congresistas. Después el narcotráfico, y en especial la cultura mafiosa, les inyectó a los intelectuales y a los escritores la enfermedad nacional: el culillo, y la vida del país se fue por otros lados, muy lejanos del estadio en donde aparecían los escritores y los intelectuales.

Colombia entonces, dando bandazos, precipitándose en abismo insondable, chisgueteando de sangre las páginas de quienes actuando tan solo como periodistas se quedaron desempeñando el papel que le correspondía a los intelectuales se ha quedado sin la guía que en otros países asumen los escritores.

La revolución del narcotráfico, que destruyó los cimientos de este país y levantó catedrales efímeras pero nos modificó la estructura de valores, la propiedad de la tierra, la aplicación de la justicia. Toda esa única y gigantesca revolución que cada vez advertimos más que fue el narcotráfico, que lo sigue siendo, no se consolidó como las otras revoluciones de la historia universal porque no tuvo filosofía, porque no hubo un solo intelectual que fuera capaz de asimilar lo que se estaba viviendo, de orientarlo, de convertirse en el ideólogo.

Camilo TorresLlevamos 40 o más años en una guerra de guerrillas y aunque ella surgió de las canteras marxistas después de que el cura Camilo Torres se atrevió a pensar en voz alta a favor de esa clase de lucha armada, las simpatías de los intelectuales por alguno de los bandos de la batalla no se conoce. Llevamos 15 años de conformación, de presencia, de crecimiento de uno de los fenómenos paramilitares más sofisticados de América Latina y del mundo y al lado de Castaño y de Mancuso no hay intelectuales. Tampoco los ha habido al lado de Tirofijo o del Mono Jojoy, de Gabino o de Antonio García.

Los intelectuales hemos sido ajenos a la locura nacional y con nuestros distanciamiento del fenómeno conseguimos que las batallas bélicas no tengan asidero, que los procesos embrionarios de cambio se conviertan en empresas rentables no en oleadas transformadoras de la vida colombiana. Se les ha dado por cuenta de los intelectuales el mismo trato a los partidos políticos, a la guerra de guerrillas, al narcotráfico, al hambre que sufren miles y miles de compatriotas, al dolor de las viudas y los huérfanos de la guerra. Ha sido un trato miserable porque se refugia en el sacaculismo para aparentar distanciamiento del fenómeno, para no darle categoría y estigmatizarlo antes que enfrentarlo.

Ha habido, por supuesto, una eterna discusión sobre el llamado compromiso del escritor. La corriente de la literatura política y el intelectual comprometido tuvieron su apóstol en Jean Paul Sartre, pero ya antes del auge del existencialismo, tuvo importantes adherentes. La Guerra Civil Española dio lugar a una importante pléyade de intelectuales comprometidos que se reunieron en el famoso Congreso de Valencia en 1936. Pero el compromiso, como siempre, era de acuerdo al cristal que lo mirara. Mientras en España se luchaba por el porvenir de la humanidad, en Moscú se iban mitigando las esperanzas en la utopía y se abría paso la inversa de ese compromiso cuando la dictadura stalinista subyugaba a los escritores para que su compromiso fuera con el sistema del sátrapa georgiano.

El ser escritor comprometido, como entonces se llamaba, no garantiza la pureza de la actuación. Hay escritores que se han comprometido con causas pésimas y hay escritores que se han comprometido con causas mucho más limpias que las de ser turiferarios de dictaduras ominosas. Si por escritor comprometido entendemos a aquel que pone su obra al servicio de una causa determinada, los resultados suelen ser malos. Si por escritor comprometido entendemos una persona normal y corriente que escribe sus cosas y además defiende en su vida diaria determinadas ideas, el compromiso es otro. Un escritor es también un ciudadano, una persona normal y corriente como cualquiera. Pero cuando el compromiso contamina la literatura, el oficio de intelectual pasa a ser el de panfletario

Benito Pérez Galdós

El papel de intelectual y político, escritor y revolucionario, viene de muy atrás en la tradición de la vida pública de América Latina. Quizás no es propia de otras culturas, en donde los campos están definidos y resulta extraña la idea de un novelista metido en los vericuetos del poder, o de la lucha por el poder. Pero alguna vez fue también una tradición española. Don Benito Pérez Galdós, ocupó su asiento de diputado por un partido que nadie recuerda cómo llamaba. Don Manuel Azaña, intelectual irreductible, Presidente de la República Española, aún en el exilio. Rafael Alberti, diputado comunista ante las Cortes Españolas, para los tiempos de la transición hacia la democracia al final del franquismo; un símbolo político como Pablo Neruda, fue también senador por el Partido Comunista de Chile.

Y por supuesto, una tradición francesa, que arrastró a los intelectuales del lado de la República Española. André Malraux, fue el paradigma de eso que algunos llamaron el internacionalismo, un tanto en la tradición romántica de Stendhal, internacionalista, también bajo las banderas napoleónicas en Europa. Y muchos años después, sería también Malraux el paradigma del intelectual oficial, y pensante, en la Francia del General De Gaulle desde su silla de Ministro de Cultura; encarnando la tradición, y no la rebelión de sus personajes de La condición Humana.

Los escritores de Estados Unidos, tan lejos del poder, y tan ajenos a la política, si alguna vez se presentan de candidatos, son vistos como rarezas excéntricas: Upton Sinclair, que había escrito La Jungla, perdió las elecciones porque su adversario, poco honesto como tantas veces en las campañas políticas, hacía que se leyeran por la radio párrafos de sus novelas donde sus personajes hablaban mal de la iglesia, de los partidos, y hasta de los boy-scouts. O en Norman Mailer, derrotado como candidato a alcalde de Nueva York, o en Gore Vidal, varias veces candidato perdedor a senador. Cuando hay en Estados Unidos un presidente que no desprecia a los escritores, obviamente no estoy hablando de la vaca texana de Bush y no los considera peligrosos, los reúne en la Casa Blanca en alguna velada singular. Pero los escritores jamás han vivido en la Casa Blanca. Es un país que se ha dado ese lujo.

Pero no solamente ha sido en Colombia en donde a los escritores les ha dado culillo seguir asumiendo posiciones frente a la realidad apabullante. Fueron situaciones como la desilusión de Andre Gide,Andre Gide los casos de Koestler y Victor Serge abandonando el comunismo, las arremetidas teóricas de Raymond Aaron y Merleau Ponty, las que fueron erosionando las posiciones del escritor comprometido , tal como lo pretendía Sartre y las que condujeron a la literatura de aislamiento y vida interior.

Sin embargo en Colombia, en donde no ha existido nada de tales situaciones, en donde tan solo campea el terror de la muerte y de la persecución. En donde los brazos armados son los que garantizan el ejercicio de la justicia o la redención frente a ella, el aislamiento de los intelectuales resulta evidente, abrumador, yo diría que vergonzoso.

Es posible que ahora ya casi nadie nos lea. La lectura ha pasado a un plano ínfimo en la vida del ciudadano colombiano. Pero el que no tengamos casi lectores no puede eximir a los escritores de opinar sobre las continuas convulsiones que sufre la patria, de hundir el dedo en la llaga para buscar con las ideas los cambios que pueden suprimirlas.

Es posible también que la peste del neoliberalismo, que sometió a la humanidad a la dictadura del TIR, a tasa interna de retorno, y a subyugarnos para que lo que no dé rentabilidad no tenga validez en la economía de mercado, haya llevado a que los intelectuales y las obras y las ideas escritas ya no tengan ni valor ni importancia. Pero en una economía de esa magnitud como la norteamericana el ejemplo del gordo Moore enfrentándose con sus películas, con sus libros, a la vaca texana de Bush hace pensar que no es la peste neoliberal sino la falta de cojones, la excesiva comodidad del modernismo lo que ha llevado a que las posiciones enhiestas aparezcan como idealistas y a que sean catalogadas como no rentables.

Álvarez Gardeazábal Yo que puedo ser una excepción a la norma porque no he dejado de poner mi pluma en las situaciones límites para pensar en voz alta, para describir lo que a otros les ha dado pánico contar, soy también una excepción porque todavía estoy vivo, porque no he caído bajo las balas vengadoras no he dejado de actuar como creo que debe actuar un intelectual. Por supuesto ya pagué con cárcel mi osadía. Ya pagué con el derrocamiento y sigo pagando con la inhabilidad eterna mi atrevimiento. Pero el que yo sea casi una excepción no significa que tampoco deje de ser un ejemplo negativo y que muchos escritores crean que si yo no he aprendido ellos no van a caer en la misma equivocación que a mí me zarandeó y que seguramente me llevará a opciones peores.

Los pocos ejemplos que hoy tenemos en Colombia de quienes se atreven a pintar en sus escritos la realidad nacional resultan teniendo mayúscula aceptación así el producido estético no sea el más aceptable. Es el caso, por ejemplo, de Rosario Tijeras de Jorge Franco. Pero al lado de este ejemplar casi único florecen jardines enteros de textos que demuestran la habilidad narrativa y la capacidad gramatical de sus autores pero que sacan del contexto al lector. El mejor ejemplo de ellos, el escritor Enrique Serrano escribiendo sobre las guerras de Tamerlán en medio de un país que huele a mierda por todos los costados. Enrique Serrano.

No tenemos partidos políticos con intelectuales, no tenemos programas de televisión donde los intelectuales se puedan hacer sentir, no tenemos programas de radio de captación masiva donde esas ideas puedan ser discutidas, no tenemos suplementos dominicales o literarios en los periódicos en donde el escritor pueda plantear sus posiciones. Apenas sí quedan las limitantes y castrantes aulas de las universidades para que alguna vocecita tímida y sin ninguna trascendencia se haga sentir en el panorama.

No podremos nunca convocar a los ejércitos de escritores a librar la batalla con su pluma porque ninguno de nosotros se junta con el otro para combatir. Pero tampoco tenemos intelectuales que posen cual generales y mariscales para que al mando de las huestes inatajables de las palabras y las ideas asuman la conducción o al menos la guía de una nación desbaratada.

Menos que vamos a conseguir, desde nuestros escritos, con la lanza de nuestra ideas, desbaratar las trincheras que el miedo ha terminado por construír alrededor de la función del intelectual en la sociedad. No me cabe la menor duda. El culillo, la gran enfermedad nacional, ha vencido y los intelectuales colombianos han sido tanto o más contagiados que los habitantes de este país de asesinos en donde sin admitirlo jamás, la muerte es una herramienta de vida. Muchas gracias.

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Notas:

i. Conferencia dictada en el Festival Internacional de Arte de Cali.

ii. Escritor colombiano, ha sido columnista de revistas y de diarios, entre ellos de El Colombiano de Medellín desde comienzos del 70 cuando era profesor universitario, polemista reconocido, se ha ido convirtiendo con el paso de los años en una muy respetada opinión nacional a quien muchos dirigentes consultan. La publicación que lo hizo conocido fue la novela Cóndores no entierran todos los días (1971). En Buenos Aires edita La Tara del Papa. A partir de ese momento comienza una acelerada y vigorosa producción literaria, Dabeiba, La Boba y el Buda, El Bazar de los Idiotas, El Titiritero, Pepe Botellas, El Divino, El Último Gamonal o Los Sordos ya no Hablan; novelas de vastísima aceptación, varias de las cuales han sido llevadas al cine y la televisión.



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15 de noviembre de 2005

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