Con sólo dos libros -el de cuentos El llano en llamas (1953)y la novela Pedro Páramo (1955)- el escritor mexicano Juan Rulfo (1917-1986) se convirtió en uno de los escritores más representativos de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX.
A finales de la década de los cincuenta, especialmente de la mano de Pedro Páramo, comienza el lento pero firme ascenso del autor jalisciense hacia su consagración. Novela que, en un principio, despertó suspicacias y reparos incluso entre los amigos cercanos a Rulfo, inclinados a señalar más los defectos que las virtudes. Atacaron el lenguaje árido y la ausencia de una estructura sólida, y ciertos desajustes entre los niveles de realidad y ficción, aspectos que, más tarde, constituirían los signos distintivos del estilo rulfiano y colocarían esta obra en el escalón más alto de la novela contemporánea. Sin embargo, la negatividad del primero momento fue contrarrestada casi de inmediato por una crítica visionaria, que ponderó al autor y supo ver que pronto la novela sería considerada un clásico de las letras mexicanas.
Reporteros y escritores, por entonces jóvenes, como Elena Poniatowska y José Emilio Pacheco llamaron la atención sobre una novela que hasta Rulfo definió como difícil de calificar; aparentemente realista, presentaba la historia de un cacique y, en realidad, era "el relato de un pueblo: una aldea muerta, en donde todos están muertos, incluso el narrador, y sus calles y campos son recorridos únicamente por la ánimas y los ecos capaces de fluir sin límites en el tiempo y en el espacio".
Al reconocimiento de las nuevas generaciones se añadió el de otros autores mexicanos: Octavio Paz y Carlos Fuentes escribieron artículos fundados en una lectura mítica de Pedro Páramo. También los mayores, como Alfonso Reyes, alabaron la escritura de Rulfo y el empleo de ese lenguaje calcinado, propio de la poesía, que produce en él una prosa en la que se hacen oír los prodigios de una lírica campesina rica en modulaciones y matices. Poco después, Rosario Castellanos, Julieta Campos, Max Aub, Edmundo Valadés, Augusto Monterroso y un número incontable de personalidades que gravitaban en el México literario manifestaron su entusiasmo y la novela comenzó a ser traducida a diversas lenguas.
Para que el autor jalisciense escribiera Pedro Páramo, historia en la que venía pensando desde hacía una década, hubo de esperar una clave que le permitiera dar con el hilo conductor. La halló azarosamente, una vez que volvió al pueblo de su infancia y lo encontró deshabitado. Los viejos estaban muertos y los otros se habían marchado a Estados Unidos a trabajar de braceros. En ese lugar desierto y en ruinas (alguna vez dijo que era Tuxcacuesco), dio no sólo con la llave del relato sino con la atmósfera, que es de absoluta indefensión y soledad. Soledad que ya había germinado en su cuento "Luvina", antecedente indiscutible de Pedro Páramo, y que traslada a Comala, su Comala imaginaria, ese lugar sobre las brasas del infierno. Pueblo clausurado, que se ha dejado morir. Buscándole sentido al por qué de esa indulgencia, Rulfo llegó a la conclusión de que la respuesta estaba en "cierto delito del pasado". Allí habían sido "reaccionarios siempre". Prosélitos "de Calleja durante la Independencia, partidarios de los franceses durante la Reforma, antirrevolucionarios cuando la Revolución. Y durante la Cristiada, cristeros". Y pagaron su culpa. La culpa del abandono en el que se encontraban algunas zonas de Jalisco, convertidas en aldeas fantasmas, el autor se la adjudicó a Pedro Páramo, un hacendado típico de esos rumbos, erigido, como casi todos ellos, en cacique.
La idea de que en Comala todos estuvieran muertos le dio la libertad de poder jugar con los personajes, que aparecieran y se esfumaran. Eliminó al autor omnisciente, que estorba con sus intervenciones, y así surgió la estructura de la novela construida, como indicó Rulfo, "de silencios, de hilos colgantes, de escenas cortadas" y donde todo ocurre simultáneamente.Las formas que adquiere la destrucción del patrimonio y el desamparo en el que quedan los hijos constituyen un leitmotiv de la obra rulfiana que enlaza con algunos aspectos de la historia personal del autor y principalmente con la de su país, marcado por la inestabilidad y una violencia imparable. En sus dos libros, el telón de fondo lo constituye la Revolución mexicana, la revuelta de los cristeros y los desmanes que éstas causaron en los pueblos del Llano Grande, epicentro geográfico de su literatura. Entre las muchas interpretaciones que se han hecho de Pedro Páramo, el mayor punto de encuentro lo suscita su carácter de novela de la Revolución. La historia de aquellos que la Historia no refleja y de una nación que ha sucumbido al desencanto por el fracaso de la utopía y la pervivencia del caciquismo, y en la que persiste el amargo sabor de haber destruido todo para que todo permaneciera igual.
Pedro Páramo ilustra con la máxima sencillez y despojamiento de retórica las consecuencias directas o concomitantes de la Revolución. Crítica sutil de un período que generó un ambiente de total devastación, desencadenó pérdidas cuantiosas entre los campesinos e instauró la corrupción en la política.
Pero, además, con Pedro Páramo, Rulfo logró algo que fue un postulado para muchos narradores de su generación: revitalizar la palabra en función de un género que parecía sucumbir en aguas estancadas, apostar por una auténtica renovación estética. Y este fue, quizá, su mayor hallazgo: ajustar hasta el paroxismo el lenguaje particular con el que se expresan sus personajes. Operar con la condensación y el rigor del poeta. Se sabe que corrigió sus textos hasta la desesperación, persiguiendo siempre la forma más eficaz de expresar una idea o un sentimiento, de dar con una voz única. Esa voz, a veces trastocada en grito -"¡Ay vida, no me mereces!"-, que despierta a Juan Preciado de su sueño -el hijo que llega a Comala buscando a su padre- y ahonda el silencio del pueblo, como "si la tierra se hubiera vaciado de su aire".
De ahí que Pedro Páramo conserve tanta vigencia e interés. Lo demuestran sus constantes reediciones y la lectura fascinada que cada nueva camada de críticos realiza de ella. Sus más de cincuenta años no suman un día. Aguanta el tiempo, porque es una gran novela de todos los tiempos.