Si nos paramos de cuando en cuando a escuchar a los que hablan nuestra misma lengua, podremos darnos cuenta de que una parte de los hablantes pone buen empeño en pronunciar la x "como debe ser"; algunos de éstos hasta se atreven a corregir a la otra parte de hablantes, los que, según los primeros, la pronuncian mal, o a mostrarles con su perfecta y nítida pronunciación lo que deberían decir cada vez que se topen con una x si no quieren que se les tache de incultos o vulgares. Por esa falsa y aberrante creencia, tan extendida últimamente y más si cabe cuanto más universitario se sea, de que hablamos como escribimos, estamos asistiendo en las tres últimas décadas -que es hasta donde alcanza mi comprobación, aunque muy probablemente el asunto venga de más lejos- a la propagación de la especie de que x sirve para representar el grupo consonántico /ks/. Nada más lejos de la verdad. En todo caso, y como mucho, x representa /ks/ en palabras como sexo o examen, es decir cuando va entre vocales; en otros contextos, no.
Pero ahora quiero tratar aquí de un uso gráfico muy particular de x, que tampoco es lo que parece, la que aún usamos en la escritura de un número muy pequeño de palabras. Me refiero, entre otros casos más, a la x de México, Oaxaca, Xalapa, Texas o axolote.
Esta x, que tradicionalmente y como un signo de identidad han mantenido en las citadas palabras y en un puñado de ellas más los mexicanos, es un arcaísmo gráfico, del tipo que a veces todavía se ve en Ximénez por Jiménez o Xerez por Jerez. A un mexicano no se le ocurre escribir el nombre de su nación con j. Los españoles, con permiso de la Real Academia Española, podemos escribir Méjico o México; incluso tal institución aconseja el uso de la primera de las dos grafías. Dejando a un lado las regulaciones ortográficas académicas, en otros tiempos a todo español que tuviese ocasión de acceder a los estudios primarios se le enseñaba ya en la escuela que en determinadas palabras la x había que decirla como si uno estuviese viendo una j; y, como era tan pequeño el número de palabras que presentaban esa rareza, cualquier niño era capaz de aprendérselas y de recordarlas siempre. Ni que decir tiene que el maestro no daba ninguna explicación sobre el fenómeno, ni falta que hacía. Probablemente ni siquiera él la conocería (y, si la conocía, hacía muy bien en guardársela), pero al menos transmitía fielmente y sin error algo que a su vez a él le habían transmitido. Y los niños recibían aquello con el mismo beneplácito, la misma perplejidad o la misma indiferencia con los que aceptaban que una cosa que había que dibujar y que ocupaba sitio en el renglón, una letra llamada hache, fuese como los ceros a la izquierda cuando hacían cuentas. Pero eso era entonces, los tiempos en que en la escuela se aprendía a leer y a escribir, nada más y nada menos; hoy día, quién más quién menos, maestros y profesores andan entretenidos en enseñar modales y se esfuerzan por hacer entender a los niños y no tan niños que en clase no se debe estar medio acostado y con los pies encima de la mesa: ¡como para estar pasando un ratito contándoles lo de la x de México!
Hoy podemos encontrarnos con una situación de ignorancia de dos clases: la de los que no saben que en algunas palabras x equivale a j y, en consecuencia, México lo pronuncian [méksico]; y la de los que lo saben a medias, pero -en este como en otros casos- a toda costa y a la menor ocasión que se les presenta procuran hacer ostentación y alarde de sus conocimientos. Yo (y sin duda no seré la única) he tenido que oír y sufrir con resignación cómo un supuestamente docto profesor de historia, que gusta de impartir doctrina dentro y fuera del aula, refiriéndose a la formación de los Estados Unidos de América, se esmeraba en pronunciar [téksas] para Texas, inmediatamente después de haber explicado que tal estado había pertenecido a Méjico. El primer tipo de ignorancia tiene arreglo, pues basta con "enseñar al que no sabe" y, en todo caso, no suele perjudicar más que al propio ignorante. En cambio, la ignorancia del que cree saberlo todo, a poco que se descuide, le lleva a la hipercorrección, manifestación en su caso de su soberbia; esa ignorancia no tiene remedio y, además de poder llegar a ser dañina porque a veces contagia a otros, desde luego es muy molesta.
Hacía muy bien el maestro de aquella vieja escuela española en no explicar a sus alumnos el complejo problema que subyace en el mantenimiento de la grafía x en las palabras repetidamente citadas. Aun cuando la conociese, no se le ocurría apabullar al parvulario con tan profunda muestra de sabiduría. Es sólo más tarde, en algún curso del bachillerato, una vez que el alumno tiene asentados ciertos conocimientos básicos de historia, de gramática, de fonología, cuando se le debe explicar el asunto. Pero -como señalaba más arriba- no están los tiempos para tales lindezas y bagatelas, entre otras cosas porque un alumno del actual bachillerato comienza el estudio de historia por la Edad Contemporánea, sin haber apenas puesto los ojos en la de la Edad Media o Moderna.
La doble posibilidad de escritura Texas / Tejas, frente a una única de pronunciación, tiene su origen y fundamento en dos aspectos, entremezclados, con la lengua como protagonista, uno fónico y otro gráfico. Con el centro de irradiación en Castilla la Vieja, se inicia ya en la Edad Media, en la segunda mitad del siglo XIV, un cambio radical en el sistema consonántico del castellano y una reorganización completa del mismo. Esta transformación, generalizada entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera del XVII, supuso el tránsito del sistema fonológico medieval al moderno. Puede afirmarse que nuestro sistema consonántico actual es el mismo que el de fines del siglo XVII. Para hacernos una idea aproximada (sólo aproximada, porque no debemos olvidar que, además de la diferente pronunciación según regiones y estratos sociales, se añade el intrincado problema de la composición de la población de la Edad Media en nuestra península en cristianos, árabes y judíos) de cómo se pronunciaba el castellano de los siglos XIV o XV, contamos con la impagable y extraordinaria joya del sefardí. Aún hoy -ante nuestra fascinación y asombro- descendientes de antiguos judíos españoles, de aquellos que decidieron tomar el camino del exilio en lugar del de la conversión al promulgarse el decreto de los Reyes Católicos en 1492, conservan aquel castellano de sus antepasados y los nuestros.
Pero, volviendo a nuestro asunto principal, hay que decir que una de las consonantes afectadas en la imparable reorganización del sistema es la que en aquel período de transformación se escribía como x (baxo, exido, etc.) y que sonaba como la sh del inglés shade o la ch del francés chaise o del portugués chuva; tal consonante era lo que, según una de las denominaciones en uso, técnicamente se conoce como fricativa prepalatal sorda. Formaba pareja con ésta su correspondiente sonora, que se escribía como j o g (oreja, mugier) y que se pronunciaba como la j del portugués janela o del francés jour o la s del inglés television. Dentro de ese gran proceso de transformación, en lo que se refiere a estas dos consonantes, se produjo un primer cambio: desapareció la segunda en beneficio de la primera, con lo que oreja y mugier terminaron por pronunciarse igual que baxo; quedaban, pues, tres grafías para representar un solo fonema (y un solo sonido), lo que -como cabe esperar- acarreó errores y confusiones en la escritura de las palabras. Testimonios de lo que digo hay por todas partes, tanto en documentos de la época como en la obra de los escritores (en los escritos de Santa Teresa, por ejemplo, encontramos dijera, ejerçiçio o teoloxía, en lugar de dixera, exerçiçio o teología). A este primer cambio se añadió otro, consistente en el retraso del punto de articulación de la consonante, que de prepalatal pasó a velar, es decir al fonema que hoy escribimos con j o g, como en jamón o gitano. En gran parte de Castilla la Vieja este segundo cambio probablemente ya se había consumado a mediados del siglo XV; en otras zonas, no. Al mismo tiempo continuaba la confusión gráfica, de tal manera que pueden encontrarse en la misma época tres grafías distintas para la misma palabra: muxer, muger y mujer; esta confusión gráfica -a la que volveré a referirme más adelante- perdura hasta principios del siglo XIX, cuando la Real Academia Españolas decide poner orden en estas y otras grafías.
Es precisamente en esos momentos de transformación en el campo fónico y de confusión en el gráfico cuando Cristóbal Colón emprende su aventura viajera y comienza la conquista de América. Justamente el mismo año en que algunos judíos españoles, por no renegar de su fe, toman el camino del exilio y se asientan en comunidades de la costa africana u oriental del Mediterráneo, las naves de Colón "se encuentran" con América. De los españoles allí llegados unos mantendrían la vieja pronunciación de dixo y la también vieja pero distinta de consejo o muger; otros habrían equiparado ya la pronunciación de j y g a la de x de dixo; y otros habrían incorporado por completo la innovación fónica y pronunciarían en los tres casos lo mismo, y que hoy representamos con j; casos intermedios de fluctuaciones en la pronunciación, a buen seguro, no faltarían. Del mismo modo, nombres propios como México, Xalapa o Texas, así como los derivados de éstos, tendrían en boca de unos la vieja pronunciación y en la de otros la nueva, que fue la que terminó por imponerse. Pero, en lo que hace a la grafía, las cosas fueron por otros derroteros. La confusión gráfica, tanto en España como en América, se mantuvo largo tiempo, hasta que la Real Academia Española, que venía haciendo reformas ortográficas desde 1726, reservó, en la 8ª edición de la Ortografía (de 1815), la letra x para el grupo culto latino /ks/ (de éxito, examen, etc.), en tanto que para palabras escritas hasta ese momento con esa misma letra, que, sin embargo, llevaba unos dos siglos pronunciándose como lo actualmente representado con j, impuso la grafía j (caja o lejos, en lugar de caxa o lexos); desaparecía con ello el último resto gráfico de la que fuera representante de la fricativa prepalatal sorda y en cambio se utilizaba la grafía de la que en su día había sido su correspondiente sonora. Además de la letra j ante cualquier vocal, se respetaba la g ante e o i cuando así lo requería la etimología (gitano, gente ...) La grafía j quedaba, en consecuencia, también extendida a los topónimos americanos Méjico, Tejas, Oajaca, etc. y a otros nombres, aunque para estos casos se permitía la grafía x. Los mexicanos, rigurosamente, con tesón y orgullo, han mantenido en palabras propias de su tierra esa x que siglos atrás les llevaron los españoles; y se sienten ofendidos, o al menos incomodados, cuando ven escrito Méjico así, con j. Los españoles andamos divididos entre utilizar en casos como ése x o j, y, mientras con México no suele haber problemas, con Texas ya sí; por pura precaución y prevención, editoriales, periódicos o particulares españoles han extendido el uso de j: para evitar que alguien cometa el disparate de lanzarse a pronunciar [ks] donde no es ni nunca ha sido. En relación con esto y porque no todas las x, abundantemente usadas en topónimos y nombres de la flora y fauna autóctonos mexicanos, son siempre equivalentes de j, no estaría de más que se extendiese por los diccionarios españoles la costumbre de los de otras lenguas de hacer constar, al lado de la escritura de cada palabra, su transcripción fonológica.
Casos como el de nuestra x no son únicos: la utilización de arcaísmos gráficos se da en la ortografía de otras lenguas. Un ejemplo bastante conocido lo encontramos en el latín: me refiero a la C, habitualmente usada como abreviatura, del nombre propio Caius. Esta c se pronunciaba [g], de modo que Caius equivale a Gaius y el famoso Caius Iulius Caesar es Gayo Julio César. Se trata del uso, a lo largo de la vida del latín, de un arcaísmo gráfico, a cuya causa se llega por un camino mucho más directo que el del intrincado laberinto que llevó a nuestro mantenimiento de aquella vieja x medieval: en el primitivo alfabeto latino, que no tenía letra g, la c servía para representar los fonemas /k/ y /g/; con el paso del tiempo, se incorpora al alfabeto una nueva grafía, la g; una vez esto ocurre, c se especializa para representar el fonema /k/ y g para /g/. Al mantenimiento de este arcaísmo gráfico probablemente han contribuido dos factores: uno, que se trata de un nombre propio; y otro, de más peso, el hecho de que este nombre (y su correspondiente femenino) se utilizase en la fórmula ritual de uno de los tipos de matrimonio: Vbi tu Caius, ego Caia (Donde tú Gayo, yo Gaya) .
Para terminar, no quisiera dejar de tocar aquí, siquiera someramente, otra cuestión que tiene también como protagonistas a nuestras x y j. Se da el caso de pares como los de anexo / anejo, próximo / prójimo, en origen dobletes gráficos, que han aprovechado tal circunstancia para desdoblar y distinguir fonológicamente los miembros del par y, al hilo de la distinción fonológica, dotar a cada elemento de un significado distinto al del otro. Con ello lo que hace la lengua (lo que hacemos los hablantes, que somos quienes la poseemos, la sabemos y la utilizamos) es utilizar económicamente los recursos, reorganizar los elementos equivalentes que en algún momento puedan llegar a aparecer para no tenerlos repetidos y por tanto sobrantes. Ésa es la razón -la de la tendencia de la lengua a la economía-- por la que, en sentido estricto, no hay sinónimos, aunque nos sirvamos de tal término por comodidad y para entendernos rápida y fácilmente al hablar de palabras semánticamente muy próximas pero no iguales.
Tal vez la situación de la enseñanza en España, respecto a las cuestiones importantes y graves y también a las que, como en el caso expuesto, muchos consideran naderías, cambie -que, a lo que parece, seguirá por los errados derroteros por donde camina, y aun empeorará-. Entretanto, ¡que viva México!