Un día un niño escribe una excelente redacción sobre cómo y dónde ha pasado sus vacaciones, después la maestra lo felicita. Un día el niño ya muchacho se encuentra por la noche escribiendo historias, poemas de amor, fumando porros, creyéndose demasiado lo que inventa. La mosca maldita de la intención de publicación lo pica, y todo se va definitivamente al carajo. Confesaba Andrés Neuman "yo iba para centrocampista de Boca Juniors ... hubiera sido más fácil para mis padres, que nunca quisieron llevarme al club".
El escritor, quien claramente es por definición "el que escribe" y no "el que publica" -sino sería "el publicante", ¿no?-, desconoce con gracia los mecanismos de la publicación y a su mercantil mundo, pero hacia él va como la mariposa al fuego. Cuando llega a la puerta del editor siempre lo recibe una recepcionista que pregunta con la crueldad de la ignorancia, viendo a un joven con cara de susto y un sobre en la mano: ¿mensajero? Pues todo de allí en más inventa la otra historia, la de la relación del que escribe y la del que publica, la del que necesita escribir y la del que necesita facturar.
Dice César Aira: "mis editores me tienen prohibido decir lo que siento, lo que yo creo que es verdad: y esto es que no creo mucho en mis libros, yo recomendaría otras lecturas, por ejemplo a Balzac. Finalmente me da pena, ellos tienen que hacer su trabajo"
Los editores y los agentes literarios y los directores de Marketing de las editoriales, y tantos otros, son toda gente muy mala. Se esmeran en su trabajo con la perversidad que supone el dominio del lado superficial de la hondura literaria, y arruinan las ilusiones artísticas con inusual profesionalismo. Al lado de Jorge Edwards la jefa de prensa de la editorial marca el tiempo de las entrevistas de su escritor delante de los periodistas, con el ritmo exagerado de llevarse el reloj a los ojos constantemente, como si fuera a hipnotizar al aparato. Jorge Edwards es en ese momento más una foto que una palabra, la editorial necesita una foto en el periódico y un titular. Jorge Edwards se pone interesante justo cuando tiene que marcharse a una entrevista con Iñaki Gabilondo, que durará tres minutos con diecisiéis segundos. Medidos por un reloj de editorial.
La Economía tiene la culpa hoy, igual que en el siglo XVI. Los escritores, esos señores que tiene el curioso oficio de ganarse la vida pintando palabritas en papel ecológico o en resmas de oficinista, son y serán triturados o acompañados o determinados, cuando quieran ponerse a comunicar sus historias vía papel, por los dueños del papel. Pero esta máxima, que en cualquier otro circuito económico no sería más que un eslabón lógico, se transforma en la producción intelectual en un proceso de los más hiriente, ridículo, tragicómico. ¿Cómo hacer de las ideas más abstractas de una persona humana, un producto tan de compra-venta, como una maceta o una hoja de afeitar Gillete?. Pues, sólo será el principio de una novela que se empezó a escribir hace muchísimos años y que no tendrá final, mientras haya alguien que necesite mostrar su obra y haya otro que identifique esa obra como un producto tan de hule como un tupperware.
Los escritores, esos niños que empezaron a deslumbrar con sus redacciones de escuela, pronto se van adecuando a la foto, a su agente editorial, al premio amañado, o a la deserción o rebeldía, con forma de blogs o de talleres literarios o de tertulias con vino y aceitunas, o la desaparición a lo Sallinger.
Lo cierto es que en el fondo de todo, el que escribe porque no sabe hacer otra cosa o no quiere o no puede, conserva en lo recóndito de su alma el más puro de los sentimientos que no es ni más ni menos que la vocación: nadie escribe una novela buena sino la siente, aunque sea por encargo. No existe el escritor que haya nacido por motivos económicos, y cuando se dice escritor no se piensa en un "negro". La economía rige la distribución y el negocio editorial, pero nadie se mete a escribir como quien piensa en un buen negocio, y esto siempre marcará la diferencia entre los que trabajan en lo que les gusta y los que trabajan por la supervivencia o la producción de dinero. Esto siempre salvará a la idea romántica de los escritores. Porque antes de pensar que fue en edición de Alfaguara que leímos los primeros cuentos de Cortázar, nos gusta recordar la figura alta y barbada de un joven Julio que se rió durante muchas noches enteras frente a su máquina, esculpiendo su "Cartas a una señorita en París".
Buenos empresarios y tiradas masivas puede haber muchas, pero los Rulfo o los Unamuno no suelen generarse en Masters de universidades caras. No hay manera de encontrar a los Carpentier entre los más alto promedios de ningún campus. Los dueños de este circo siempre fueron y serán los escritores.
Finalmente, cuando termina el día y se acabaron las entrevistas y las fotos, la habitación y la escritura actúa, nadie ni nada puede detener la fuerza de la palabra.
Esto, que para muchos será una defensa ingenua de los que escriben, bien puede serlo y lo suscribo a mucha honra.