La pregunta de si el dinero lo compra todo, ¿también se refiere al uso del poder que el dinero lleva consigo? Es decir: ¿el poder lo compra todo? Una respuesta es sí, ha comprado históricamente bienes, personas, conciencias y últimamente quiere comprar aquellas cosas que son lo más esencial de nosotros, aquello que nos hace diferentes a los demás, aquello que nos da una identidad diferenciada del resto.
Las cosas cotidianas son las que nos hacen individuos diferentes, tan diferentes como pueden ser dos personas con idiomas distintos, gustos culinarios diversos y disímiles modos de vida. Por estas diferencias somos lo que somos, y luchar para que estas diferencias sigan existiendo no sólo significa protegernos a nosotros mismos sino proteger a los que son diferentes de nosotros, ya que gracias a la interacción con ellos somos lo que somos.
Las formas de hacer, de ser y de pensar son propias de cada cultura; las hacemos nuestras y son parte inseparable de nuestra idiosincrasia. A partir de ellas nos podemos relacionar con los demás y podemos integrarnos en un conglomerado mayor, como el caso de la Unión Europea, cuya máxima riqueza es su diversidad lingüística y cultural. Aceptar una moneda común y una legislación común hacen parte de la realidad a la cual estamos dispuestos a ceder en aras de un bien común, pero siempre respetando nuestra individualidad.
Por lo tanto sería absolutamente ridículo pensar en un europeo que quisiera sentirse como un norteamericano, o asiático o africano, ya que si bien podemos tomar las cosas que nos gustan de esas culturas, en general rápidamente le damos una impronta particular que la relaciona con la cultura originaria a la cual pertenecemos. Esta es la disputa entre la Unesco y la Organización Mundial del Comercio, la lucha por defender la diversidad o aceptar pasivamente una uniformidad que inicialmente nos es extraña.
Defender la cultura es defendernos a nosotros y fundamentalmente a aquellos que nos permiten serlo. Dejar la cultura en manos de industrias que tienden a la estandarización de los productos es otorgar un certificado de defunción a corto plazo -en términos temporales humanos- a la diversidad cultural, o en otras palabras, es simplemente matarnos culturalmente, cometer un suicidio colectivo.
¿Cuánta diversidad cultural hemos ya asesinado en aras del progreso de la civilización occidental? La respuesta es: mucha. Y como dice el viejo escrito de Bertold Brech: "ahora vienen por nosotros".
Los bienes culturales por más que podamos comprarlos o venderlos no son una mercancía, no son un bien como puede serlo un auto, una PC (ordenador) o cualquier otro artículo o servicio de esas características. Un bien cultural es parte nuestra, y no me imagino a un italiano siendo como es sin su historia cultural, sin sus platos típicos, sin aquello que lo hace ser italiano en la vida cotidiana.
En más de una ocasión he mencionado el concepto vida cotidiana, quizás porque quiero que se entienda que esta parte de nuestra vida es la que está en juego. La vida laboral e intelectual ya no es lo que eran, pues en el trabajo se impusieron formas de contratación y una degradación de los ambientes que se transformaron en estándares en buena parte de nuestro planeta. En el caso de la vida intelectual algo similar ha pasado, el concepto de mercancía se ha impuesto en buena medida en casi todos los ámbitos, desde la producción científica hasta las formas que ha adquirido la educación en los últimos treinta años, con nuevas maneras de medir la calidad de los trabajos que se parecen más a los viejos métodos fabriles que a los inherentes a un lugar cualitativamente distinto.
Aún nos queda -y espero que no sea por poco tiempo- la vida cotidiana, la forma que tenemos de relacionarnos con los demás. Dejar que la lógica del mercado inunde nuestra vida hasta en los lugares más íntimos es, en mi opinión, una locura que no deberíamos cometer. Por ejemplo, la extraordinaria película Mar adentro tiene una impronta que sólo el cine español puede realizar, con unos tiempos, una fotografía y unas actuaciones que únicamente podemos encontrar de manera habitual en el cine europeo o latinoamericano.
¿Debemos dejar en manos del comercio todo esto, simplemente porque el dinero lo puede comprar, o deberíamos unirnos en la defensa de la cultura específica de cada uno de nosotros? Sólo a aquellos que no les interesa la cultura y sí les importa el negocio pueden estar de acuerdo en que el ámbito de la misma es la Organización Mundial del Comercio y no la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, Unesco.
El peligro radica en que esta "cultura" del comercio, que pretende ser hegemónica, quiere modificar al hombre moderno y hacerlo uniforme a lo largo y ancho del planeta, para lograr un dominio aun mayor y que fundamentalmente no se note; que la gente viva esta estandarización como algo natural.
¿Quiénes son los que están a favor de la postura de la OMC? Sin duda las multinacionales de la comunicación y el entretenimiento, que por un lado se oponen a la protección de las producciones culturales autóctonas con reglamentaciones de mercado por parte de los Estados, y por otro apoyan las posturas de libre mercado que sólo favorecen a los que mejor posicionados se encuentran, que invariablemente son ellas mismas. Tomemos por ejemplo el caso del cine, donde la posición hegemónica en el mercado está determinada por los deseos de Hollywood, que es uno de los mayores productores de contenido del mundo occidental y que se opone a las cuotas de protección de cada uno de los países que hasta el momento se han atrevido a ponerlas en práctica. Hollywood aboga por el libre acceso recíproco, pero esta postura aparentemente igualitaria esconde las desigualdades reales donde la posible competencia de los demás países con la producción cinematográfica de Estados Unidos es por lo menos una quimera.
Si la postura de Hollywood hubiera ya triunfado es muy posible que no hubiésemos tenido la posibilidad de ver películas como Mar adentro o Los coristas (película francesa que nos habla de un más que maravilloso profesor de música), ya que estos films no pertenecen en su formato al estándar hollywoodense.
¿Deben los países cuidar y proteger las posesiones culturales que le son propias o deben dejar que el mercado designe a quién pertenecen? Aquí entra en juego la famosa mano invisible, la falsa "justicia" del mercado, que nadie ve pero en la cual los poderosos creen con un fanatismo casi religioso.
¿Serían las mismas personas que son hoy los españoles que no puedan apreciar en un futuro las formidables pinturas de Velázquez o de Goya? Ya conocemos el caso del pueblo egipcio que para poder contemplar buena parte de su acervo cultural debe viajar a Londres, París o Nueva York, y ni qué hablar de la devastación cultural que ha soportado el pueblo iraquí en los últimos años.
¿Desea Ud. que le suceda lo mismo? Quizás hoy lo perciba como algo lejano, pero piense por un minuto cómo ha variado su vida en los últimos veinte años. Piense en todo aquello que parecía inmutable y cambió, como la vida cotidiana de los años 60 y los 70. Piense cómo se fue modificando positivamente por un lado, pero negativamente por el otro, cómo su vida cambió, cómo sus miedos se fueron transfigurando, cómo los temas de charla se fueron transformando. Es verdad, quizás Ud. sea demasiado viejo como para preocuparse por los próximos veinte años, pero ... ¿y su hijos? ¿Piensa Ud. en ellos? Espero que la respuesta sea sí.
Hace unos cuantos años (más de veinte), uno de los mejores actores de la historia de España nos preguntaba en una maravillosa película llamada Solos en la madrugada si estábamos dispuestos a cambiar. ¿Cambiamos? ¿Hacia dónde? Cada uno de nosotros, en nuestra individualidad, sabrá la respuesta. El asunto es que si el cambio no fue en la dirección en que nos hubiera gustado, hoy nos piden que cambiemos aún más en esa dirección, en una dirección que no es la nuestra, que nos resulta hoy extraña. Pero si cedemos hoy, mañana nos resultará tan natural como aquellas cosas que hoy no las reconocemos como tal.
Hace más de quinientos años a los pueblos originarios de América no sólo le quitaron los bienes materiales, sino buena parte de su cultura, transformándolos a fuerza de espada en híbridos que hoy no se reconocen (en un buen porcentaje) como tales. Los tiempos son cada vez más rápidos y quizás no tengamos que esperar quinientos años para ver algo igual.
Quizás Ud. piense que estoy exagerando, pero si la cultura es una mercancía más (que es lo que desean las grandes industrias) sucederá lo inevitable: todo se restringirá a unas pocas culturas-mercancías que serán aquellas que poseen el respaldo de la fuerza del dinero.
Hoy tenemos dos posturas irreconciliables la de la UNESCO y la de la OMC. ¿Y Ud. de que lado está?
Proteger la cultura no sólo es cuidarla de la apetencia de las grandes compañías sino de los Estados que, en muchos casos, no han sabido o querido cuidar de nuestra vida laboral o social en los últimos años. La cultura debe estar en manos de la población en general y el erario debe devolver parte de lo recaudado para la inversión en la misma. Jamás deberíamos considerar que la cultura es un gasto. En realidad es una inversión en el mejoramiento de nuestra calidad de vida, en aquello que nos permite contemplarla de otra manera, es fundamentalmente goce. Los Estados son muy proclives a abandonar la cultura porque no la consideran primordial, pues no da votos a los partidos, y por ello no es recomendable dejar en manos de la clase política este aspecto tan fundamental de nuestra existencia.
Si bien la resistencia inicial a la postura de la OMC provino de países como Francia y Alemania, las ONG´s se han sumado al reclamo inicial a favor de la cultura. El Foro Mundial de Cineastas (Córcega, 1999), el Foro Mundial Audiovisual (Río de Janeiro, 2001), las Organizaciones Profesionales de las Américas (Cartagena de Indias, 2002), la Declaración de la Conferencia de Autoridades Cinematográficas Iberoamericanas, CACI (Porlamar, Estado Nueva Esparta, 2002), el Proyecto de Comunicación de la Federación Iberoamericana de Productores Cinematográficos y Audiovisuales, FIPCA (Isla Margarita, 2002) y la participación de cineastas iberoamericanos en el Foro de Cineastas Euro-latinoamericanos (Río de Janeiro, 1999), son algunas de las iniciativas que se han adherido a este proyecto de defensa.
La lista podría ser interminable, pero lo único que puedo agregar es que intelectuales y artistas de América, Europa, África, Asia, Oceanía y Oriente se han unido a las miles de voces que alrededor del mundo luchan porque la cultura siga siendo un bien de muchos y no un privilegio de pocos.
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