Estoy Muerto[1]
La cuestión de la muerte ha aparecido repetidas veces a lo largo de mi viaje[2]. El efecto general de mirar fotografías viejas y visitar los sitios históricos donde fueron realizadas hace años me aturde. La mayoría de las personas en ellas no están más: son fantasmas[3], recuperadas por un medio tecnológico. Sí. Las imágenes de mi álbum de familia, el archivo fotográfico del Señor Taifeld, son un panteón cuyos cuerpos se mantienen intactos para la eternidad. Los inmigrantes atletas, los niños de las circuncisiones, los arcos y los novios de las bodas de Justo Sierra, los marchantes y los buhoneros de la calle Jesús María están allí con el solo fin de representar un momento; su entera existencia está reducida a esta oportunidad cuando la cámara los observó sumidos en un acto social. Siempre la misma edad. Las mismas ropas. La misma expresión del rostro y postura del cuerpo. Simulacros de personas, maniquíes, hologramas, pero no gente misma. Las fotografías reducen la narrativa de una vida a una secuencia de instantáneas. ¿Acaso la vida es sólo eso? Las fotografías son como cementerios: desafían a la historia; se burlan de ella. La palabra hebrea para cementerio es Beit-Olam, que significa una casa para el mundo. O una casa en el mundo. Este significado es inquietante: los cementerios son nuestro verdadero hogar. Como las fotografías, los cementerios ejercen un poder magnético sobre mí. En ellos la historia se despliega espléndida. Cada vez que visito un cementerio, deambulo por sus callejuelas leyendo las inscripciones de las lápidas. En el año 2008 escribí Resurrecting Hebrew[4], una meditación acerca del renacimiento de la lengua sagrada de la Biblia en el siglo XIX con el movimiento sionista, orquestado en particular por Eliezer Ben-Yehuda, el pionero de Palestina nacido en Lituania. Un amigo mío de Tel-Aviv, nacido en la Argentina también llamado Eliezer –su apellido es Nowodworski– me acompañó a lo largo de la serie de viajes que realicé por Israel como parte de esta meditación. El libro está organizado en veintidós secciones, cada una titulada con una letra del alfabeto hebreo. La penúltima, que sirve como un retorno a los orígenes de la narración, comienza cuando le cuento a Nowodworski que necesito ver la tumba de Ben-Yehuda.Un par de días más tarde hago el camino hasta el Monte de los Olivos. Describo allí cómo en cada uno de mis viajes reservo un par de horas para deambular por el cementerio local. Es posible que tenga algún familiar allí. Pero lo hago aún cuando no sea así: mi intención no es buscarlos. Es algo más profundo: la necesidad de tener un encuentro con los muertos; de dialogar con ellos. Camino y leo las inscripciones en las piedras; a través de la información telegráfica que exhiben: un nombre, fechas de nacimiento y muerte, un emblema (una mano por ejemplo, o una Menorah, un león, los Diez Mandamientos), tal vez una fotografía, y un epitafio que los define; su entera Weltanschauung[5]. ¿Murieron jóvenes? ¿Habrán muerto por un accidente? ¿Será la tumba vecina de un familiar? Y en tal caso, ¿habrán muerto en la misma fecha? En Praga, como lo he contado en Resurrecting Hebrew, visité el Cementerio Viejo de Josefov, el bario judío. Contiene aproximadamente doce mil tumbas. Estuvo en un uso entre 1478 y 1786. Es allí donde el rabino Judah Loew[6] descansa para la eternidad. El sitio es hipnótico. En un predio pequeño lápidas cubiertas de musgo se amontonan una sobre la otra. El visitante debe caminar entre malezas tupidas para leer las inscripciones. Los caracteres hebreos grabados en las piedras están desapareciendo. ¿Cuánto tiempo más durarán? En Praga los nazis reunieron los tesoros que habían saqueado de los hogares judíos de toda Europa. La ciudad iba a ser un museo viviente, pero en el Cementerio Viejo las almas parecen danzar todavía armoniosamente, llorando los abusos de la historia. El cementerio judío de Varsovia, en la calle Okopowa, es todo lo contrario. Creado en 1806, ha sido objeto de repetidos actos de profanación. Las tumbas han sido destruidas, rotas a pedazos. Los profanadores no han sido nunca atrapados. Mis familiares de la rama Altschuler (de la madre de mi padre) descansan allí; aunque lo he recorrido andando –lo mismo han hecho mis padres, un tío mío, y tres de mis primos– pero el lugar exacto de sus tumbas sigue sin saberse. Hace años busqué la tumba de Edmund Wilson[7], el destacado crítico literario de The New Yorker[8]. Mi esposa y yo íbamos en busca de un sitio donde[9] vivir, próximo a Cape Cod[10]. Teníamos varias opciones, pero la localidad de Wellfleet, cerca de Provincetown, era la que más me atraía, entre otras razones, porque Wilson había vivido –y estaba sepultado– allí. En alguna parte había leído que sobre su lápida se leía una frase en hebreo. Quería verla por mis propios ojos. En el cementerio las tumbas más antiguas se remontan al siglo XVIII y en su mayoría pertenecen a pescadores. (Wellfleet es famosa por su abundancia de pesca y de ostras; también lo fue en cierta época por su industria). En comparación, la tumba de Wilson es relativamente nueva; pero la inscripción está en hebreo: Hazak, hazak venithazek. Es español, “Sed fuertes, sed fuertes, sed fortalecidos”. Regreso al Centro Histórico[11] es, pues, el segundo de mis libros que concluye con cementerios. ¿Por qué? Tal vez los cementerios judíos de fascinen por su propiedad centrípeta. ¿Cómo explicarlo? Siento como si la energía fuera absorbida por ellos. Nunca los encuentro siniestros. No me asustan. Simbolizan las raíces. Enterrar a un familiar es sacralizar el suelo. Israel ya es sagrado. Cementerios como el del Monte de los Olivos son una prolongación de lo sagrado. Pero en la Diáspora, lo sagrado es una anomalía. Sólo se lo encuentra en las sinagogas y en los cementerios. A los judíos les está permitido orar en cualquier sitio. El acto de la oración consagra el lugar. Pero una sinagoga no es “cualquier sitio”; es un locus[12] de la fe. Lo sagrado y la falibilidad, sin embargo, no son incompatibles. Explico todo esto en Resurrecting Hebrew. Digo que a lo largo del tiempo he encontrado errores en las lápidas: un mismo nombre escrito de manera distinta de un lado y otro de la piedra, con una lamed en lugar de una nun; una fecha judía citada erróneamente en el calendario gregoriano; una estrella de David mal tallada. Algunos de estos errores pueden tener sentido. El cementerio Beth El, en Paramus (Nueva Jersey), no es particularmente atractivo. Lo visité, sin embargo, porque Isaac Bashevis Singer está sepultado allí. Existen muchas anécdotas acerca de la inscripción en su tumba. El epitafio decía originalmente que era un premio “Noble”[13]. ¿Noble? Habiéndolo estudiado en profundidad, yo no elegiría preferentemente ese adjetivo preferido para describirlo. Era irritante, presumido y ególatra. En realidad, el marmolista quiso poner “Nobel”. Pasaron varios años antes de que el error tipográfico fuera corregido. Finalmente, yo digo siempre que mis raíces están en México. No en el Centro Histórico –no lo había visitado hasta este viaje– sino en el cementerio asquenazi de la calle Constituyentes.
La noche siguiente a mi visita a la filmación de Morirse está en hebreo[14] tuve un sueño en el que veía cómo lavaban mi cuerpo en el Beit-Olam de la avenida Constituyentes. Y partían un huevo sobre mi pecho, esparciendo su contenido sobre mí como si fuera mantequilla. Mis traductores inmediatos (mis cuatro abuelos, mi tío Abraham Slomianski) están enterrados allí. Mi tocayo Kalman Eisenberg, también. Mis padres ya han adquirido su parcela. Al comienzo del filme hay una escena donde lavan el cuerpo de Moishe Tartakowski de la misma forma, rompiendo un huevo sobre él. En sueño me veía a mí mismo en paz, conforme, un Odiseo pronto a embarcarse en su nuevo viaje. Muerto. En el sueño, otros celebraban con mi cuerpo el rito judío de purificación del muerto. Diligentes. Pacientes. No sucedía nada más. Yo permanecía inmóvil allí. En eso consiste la muerte: en el acto de no hacer nada. Al comienzo de la adaptación de Morirse está en hebreo hay una serie de escenas en el cementerio judío de avenida Constituyentes. Pero llegué demasiado tarde para presenciar la filmación. El Beit-Olam está densamente poblado. Por donde sea que me pierdo por los pasillos, pienso siempre en los cementerios de Praga y de Jerusalén: casas de mundo donde los judíos esperan. ¿Qué esperan? Nada. O, mejor dicho, el fin de la muerte. Es decir, la llegada del Mesías. Yo soy un escéptico. (Todos los judíos de mi clase[15] lo somos.) Yo no confío totalmente en la resurrección. La gente muere: eso es todo. Sin embargo me gusta abrazar la idea de los tiempos mesiánicos como un paliativo religioso. Porque la muerte, la idea de no hacer nada, de ser comido por gusanos, convertirse en polvo, es aterradora. ¿Qué hace entonces la gente? Se cuentan unos a otras historias acerca de alternativas mejores: acerca del cielo. ¿Qué es el cielo? Un parque. Un bar, con buena música que nunca se repite, y tragos gratis. Un océano. Un libro. Un aeropuerto. Una fotografía. El cementerio de avenida Constituyentes contiene la tumba de Marcos Reznik, mi compañero de colegio, quien murió de un aneurisma una mañana temprano poco después de su graduación, en su casa, de regreso de haber llevado a su novia al aeropuerto. Es también el lugar donde reposa finalmente Golde Cuckier, una columnista de prensa a quien yo amé. Murió en 1985, poco después del devastador terremoto que sacudió a la ciudad hasta sus cimientos. Golde escribía sobre Oriente Medio para el diario Excélsior, donde más tarde yo mismo colaboré. Volaba en un avión con sus hijos rumbo a unas vacaciones en la costa, cuando el aparato cayó. No hubo sobrevivientes. Algunos sospecharon que fue un atentado terrorista, aunque nunca se demostró. Cada vez que visito la tumba de Golde me pregunto por qué los judíos no tenemos una celebración como la del Día de los Muertos, donde los dolientes yacen sobre las tubas, junto a sus seres queridos. ¿Es acaso una costumbre demasiado lúgubre? ¿Acaso los judíos no nos comunicamos con los muertos para pedirles consejo? ¡Golde, mi consejera, mi confidente: a menudo he hablado contigo, después de tu partida!
Sobre la lápida, el esposo de Golde ha colocado una foto de ella con los niños. La imagen los ha detenido en el tiempo. A medida que la imagen se torna amarilla, la edad de los retratados permanece inmutable. Los demás envejecemos, pero la familia Cuckier permanece inmutable. En una de mis visitas comprobé que absurdamente la fotografía incluye un niño más, tal vez más pequeño que el menor de Goldie, a quien ella puso de nombre Ilan, como yo. No soy el único que lo ha notado. Mi madre, que fue también amiga de Goldie, también. Nadie sabe quién es este intruso o cómo se coló en la fotografía. Al principio, su presencia allí me perturbaba. Pero he aprendido a valorarla. Es un fantasma, un ángel celestial. Hace compañía a su familia. Y he llegado a creer que me protege: he visto el rostro de ese niño fantasma en mis sueños. Dije antes que me gusta vagabundear por los cementerios judíos porque me dan la sensación de estar leyendo un libro. Un viejo libro. Esto me obliga a detenerme. Sí, un viejo libro. Últimamente no me complace leer libros nuevos. Es curioso como a medida que envejezco, más y más releo los mismos libros. En su mayoría, los clásicos. ¿No resulta aburrido releer un libro, cuando uno ya conoce el argumento? No. Releer contiene otra clase de sorpresas: las sorpresas del redescubrimiento. Me deleita estudiar la estructura con que la está construida una narración, las intuiciones a las que se entrega el personaje. Sospecho que lo mismo sucede en la vida. ¿Por qué regresamos a los viejos amigos y no buscamos nuevos? Porque los viejos amigos nos proporcionan seguridad. Sí. En esta etapa de mi vida me siento menos interesado en descubrir novedades que verdades profundas. Verdades que no son sólo descifrables para nosotros. También estaban al alcance de nuestros antepasados. Y nuestros descendientes las tendrán a la mano. Releer los clásicos me hace sentir parte de una grata comunidad intemporal de lectores. Mis libros favoritos son la Biblia, el Quijote, los dramas de Shakespeare, Moby Dick, Cien años de soledad, los poemas de Pablo Neruda y Elizabeth Bishop, y el Oxford English Dictionary. También visito cementerios porque siento una fascinación por los idiomas. Soy especialmente sensible a su inestabilidad como códigos de comunicación. Me gusta preguntarme cómo es que las palabras aparecen y desaparecen, cómo cambian las formas sintácticas, cómo la jerga callejera pone a prueba el habla educada. Leo palabras en las lápidas (cuando son legibles) que contienen ortografías anticuadas. O son expresiones emotivas que nadie emplearía hoy. Los cementerios y los clásicos. Me gustan porque disfruto reflexionando acerca del arte de la traducción y, de hecho, creo que mi vida es una incompetente traducción hecha por alguien que no sólo prestó poca atención al original sino que en realidad lo ha perdido. Hace un tiempo pedí a mis padres que vinieran conmigo al cementerio de la avenida Constituyentes. Acceden gustosos porque podrán colocar pedregullos sobre las tumbas de sus propios padres. Ilanen, no sé por qué los judíos ponemos pedregullos sobre las tumbas, en lugar de flores. ¿Lo sabes tú? Las flores mueren pronto, Ma. Pero los pedregullos… Y le cuento una explicación que escuché cierta vez: de acuerdo con cierta tradición judía, así como una vida nunca está completa, aunque llegue la muerte, tampoco la tumba queda nunca terminada. En tiempos bíblicos, la gente era enterrada en pozos y luego cubierta de piedras. Dejar un pedregullo sobre la tumba significa que el entierro continúa. Pero también hay otra interpretación, le digo. He oído que una vez hubo un rabino que pecó en el Sabbath porque para salvar una vida no descansó. Aunque salvar una vida es una obligación y ningún ritual debiera interponérsele, el rabino se sentía un trasgresor. Cuando vio acercársele la muerte, pidió a los demás rabinos, sus colegas, que colocaran piedras sobre su tumba, puesto que las piedras eran las herramientas empleadas para castigar a los trasgresores en tiempos de la Biblia. Como ellos no querían que su tumba se distinguiera de las demás, cubrieron todas con piedras. Además, los pedregullos son igualadores: no son feas piedras. Todos los pedregullos son iguales… No hacen distinción entre pobres y ricos, los famosos y la gente común. Yo mismo no estoy interesado en la fama, que es una puta en un mal día. ¿Cuál es el objeto de la vida? Colocar pedregullos sobre las tumbas de nuestros seres queridos. Ni más ni menos. También, podría decir como escritor, que una vida bien vivida es una dedicada a empresas intelectuales. Pero siempre hay algo de deshonestidad en lo que produce el intelecto. Verdaderamente, estoy convencido de que no hay empresa intelectual que de alguna manera no sea una forma de robo. Todo lo que hacen los escritores –todo lo que hago yo, por cierto– es un plagio de otro. La conversación sobre los pedregullos devuelve mis pensamientos a la Piedra del Sol. En el Beit-Olam de la avenida Constituyentes hay unos grandes monolitos que parecen de basalto. Estas piedras, me dicen mis padres, son una suerte de libro de historia. O tal vez un calendario. Un calendario de días vividos y no vividos, posibles e imposibles. Tal vez todos estos pensamientos sean síntomas de la crisis del meridiano de la vida. Llegar a los cincuenta no es fácil, ¿verdad? Nos obliga a mirar hacia atrás tanto como adelante. En esta etapa de la vida, las cosas no parecen tan provisorias como antes. La muerte acecha siempre. Y si no acecha, ronda nuestros pensamientos. No hay manera de soslayarla. A medida que uno envejece va surgiendo con claridad qué es lo significativo. Y lo significativo permanece. Mis padres me dicen que la mitad de este cementerio está superpoblado, y que no recibe ya nuevas tumbas. Ellos, sin embargo, hace media década lograron adquirir las últimas dos parcelas. Allí descansarán, cerca de sus antepasados. Mi padre señala en dirección a las dos parcelas: Hacia allá, Ilancito. Pero yo no quiero verlas ahora. Me deprime. ¿Dónde seré sepultado? Lo ignoro. ¿Y qué dirá mi epitafio? Debiera ser una frase del tratado Berakhot 57b, del Talmud, escrita en caracteres hebreos:
El sueño es la sexagésima parte de la muerte Cada uno de los inmigrantes que alguna vez pisó el Centro Histórico está sepultado en este cementerio. Y yo los acompaño ahora. ¿Duermen aquí estos muertos? ¿Duermo yo, también? Pienso otra vez en la primera imagen que me envió mi padre, del Ángel de la Independencia. Pienso otra vez en los dos jasidim que imaginó el Baal Shem-Tov y que yo mismo he invocado en Morirse está en hebreo.
Sus rostros asombrosos, uno sobre cada uno de mis hombros, tabulan mi vida. Y pienso en el ángel celestial de la imagen colocada en la lápida de Golde. Sólo entonces me percato de que hay una fotografía a la que nunca presté mucha atención: mi clase del tercer grado de la escuela. En la fila central, soy el cuarto, de izquierda a derecha. Y muy probablemente, estoy enojado.
Lo digo, porque en la fotografía inclino la cabeza ligeramente a la derecha. Mis hijos Joshua e Isaiah dicen que sólo inclino así la cabeza cuando me enojo. Pero si en esta imagen estoy enojado, ¿por qué es?. En verdad parezco aburrido. O pongo cara de estarlo. En todo caso, por alguna razón hice a un lado esta fotografía, hace meses, cuando la recibí. Ahora que la recuerdo, sin embargo, es increíble lo vieja que parece. ¿Parezco yo mismo hoy igual de viejo que ella? Cuando era pequeño metía mis narices en unas cajas de sus propios abuelos que guardaba mi madre en su ropero. Recuerdo que las fotografías que había estaban amarillentas, borrosas, con lo que parecían oscuras manchas de aceite en diferentes sitios. En general, esas fotografías se caían a pedazos. El original que mi padre escaneó para obtener esta versión de correo digital debe encontrarse en el mismo estado. Yo mismo, pues, debo ser ya antiguo. ¿Todas las fotografías terminan así? ¿Toda la gente? La última fotografía llega tan inesperadamente como la primera. Un regalo, Ilan querido., me dice en el mensaje que contiene el adjunto mi amigo el fotógrafo argentino Marcelo Brodsky. Hace unos pocos días, quizá una semana, que he regresado de Ciudad de México. Este mismo año, mientras producíamos con Brodsky una fotonovela en Buenos Aires, me tomó una fotografía caracterizado como judío ortodoxo.
El guión de la fotonovela es mío[16]. Trata sobre el atentado terrorista de 1994 contra la AMIA, la sede de la comunidad judía (una especie de CDI de la Argentina, pero sin la piscina ni las canchas de tenis), donde murió un centenar de personas. Represento el papel de un rabino que predica el Final de los Tiempos. Visto un traje negro, visiblemente prestado, una camisa blanca, y un sombrero solemne. Y llevo una espesa barba postiza. El Final de los Tiempos me ha cogido en la capital de la Argentina, en una esquina de las calles Viamonte y Azcuénaga. ¿Qué estoy diciendo en esta fotografía? No estoy seguro. Tal vez lo que Moisés responde a D…s cuando D…s le habla desde la zarza ardiente: Hine-ni. En hebreo bíblico, “Heme aquí”. En esta foto, alzo las manos al cielo. Y grito –no: rujo– que el Apocalipsis está a la vuelta de la esquina. Gracias por la foto, Marcelo. Me has hecho parecer en ella lo que realmente soy: una falsificación.
[1] En Ilan Stavans (2012) Return to Centro Histórico (New Brunswick, NJ: Rutgers University Press) 135-151. (Nota del traductor, como todas las que siguen.) [2] Se refiere al viaje a la Ciudad de México en el que visita el Centro Histórico, narrado en el libro. Ver n. 1. [3] En español en el original, como todas las palabras en cursiva en este texto, como todas las que siguen, salvo indicación en contrario. [4] Ilan Stavans (2008) Resurrecting Hebrew (Nueva York: Nextbook Schocken). [5] “Cosmovisión”, en alemán en el original (N. del T., como todas las siguientes.). [6] El mismo Judá León, del poema de Jorge Luis Borges: El Golem (En OO.CC. (Buenos Aires: EMECÉ: 1996) 885-887. [7] Edmund Wilson (1895-1972), estudioso de la literatura eslava, conocido especialmente por su traducción de Pushkin, marcó un hito en la historia de la crítica estadounidense con sus ensayos Axel’s Castle (1931), The Wound and the Bow (1941) y The Triple Thinkers (1948). [8] The New Yorker, semanario estadounidense famoso entre otros motivos por sus críticos y por los escritores que publican o han publicado allí –entre ellos el narrador judío Isaac Bashevis Singer (Polonia, 1904-EE.UU., 1991), a quien Stavans menciona más adelante– fue fundado en Nueva York en 1925. [9] Ambas figuran entre las más antiguas poblaciones coloniales de los EE.UU. y conservan mucho de su paisaje urbano original. [10] Cape Cod es una península en el extremo oriental del estado de Massachussetts (EE.U.U.), famosa por su paisaje atlántico, y elegida por lugar de descanso y de residencia por conocidos escritores e intelectuales estadounidenses, como también por personalidades de la sociedad más tradicional de la Costa Este. [11] Ver nota inicial. [12] En latín en el original. [13] Singer recibió el Premio Nobel de Literatura en 1978. [14] Morirse está en hebreo (en español, en el original): filme realizado en 2007 sobre la base del relato del mismo título de Stavans, dirigido por Alejandro Springall y producido entre México y los EE.UU.. El texto original, en Ilan Stavans (2006) The Disappearance (Evanston, Il.: Triquarterly Books) 27-116. En un capítulo previo de Return to Centro Histórico (pp 53-55) Stavans narra la sorpresa que le causa su visita, en compañía de su familia. al escenario donde se rueda el filme, en cuya realización ha intervenido a hurtadillas el padre del autor, un conocido director teatral y productor mexicano quien colaboró, entre otros, con el director cinematográfico español Luis Buñuel. [15] Aquí Stavans hace en el original inglés un juego de palabras intraducible por su doble significado, que puede leerse como una trivialización de la vida, en la existencia secularizada que llevan en el Nuevo Mundo los hijos o nietos de judíos inmigrantes, desarraigados e integrados al mismo tiempo. Todo juego de palabras es aproximadamente una metáfora: ambiguo e intraducible, al menos sin que pierda su riqueza y, según los casos, su poesía o –como en este– su matiz irónico. [16] Ilan Stavans y Marcelo Brodsky (2011) Once @ 9:53 a.m. (Buenos Aires: La Marca Editora). |