Perú
El primer viaje al Perú
Por Eva Bautista Ruiz
Doctora en Antropología, UCM, España
Este texto fue escrito años después de mi primer viaje a Perú -en el 2001, a la edad de 21 años-.
Era la primera vez que iba a pisar tierra americana, y más aún, sería en el país con el que tanto había soñado: Perú.
¡Un viaje tan esperado!
Años y años intentando convencer con nulo éxito a mi familia para que me apoyara. Ya no sabía qué hacer (o decir). Cada vez que se acercaban las vacaciones de verano presentaba a mis padres una propuesta de viaje: bellos y meticulosos folletos de tours con muchas garantías de seguridad, que buscaban disminuir sus miedos, sus temores, sus dudas. Nada. Contaba con grandes amigos al otro lado del charco; peruanos me habían invitado a sus hogares y sugerido educadamente a mis progenitores la conveniencia de que me dejaran arribar a tierras incas. Ni con esas. América y el Perú significaban terreno vedado. Sentada en cualquier cafetería o bar madrileño, donde solía leer, a veces me detenía a pensar qué era lo que les asustaba. Llegué a creer que su temor era que me quedara a vivir ahí. Seguro me veían con tanta pasión que temían perderme definitivamente.
Pasaron los años y llegó la sorpresa: una llamada telefónica de mi madre desde Albacete. Me encontraba estudiando en Madrid, en la Universidad Complutense, especializándome en Historia y Antropología de América, y residía, en un Colegio Mayor Iberoamericano. Todo lo enfocaba para establecer lazos con América. En la llamada mi madre me informaba de que había encontrado una propuesta de su agrado. Se trataba de un viaje “turístico-misional” a Perú, y en concreto, a Cuzco, organizado por una ONG española perteneciente a una orden católica. Mi madre tomaba sus previsiones y consideraba que la Iglesia me brindaría seguridad. Como aprendería a decir después y apelando a una frase peruana “caballero nomás”.
No había otra.
Así que me amoldé, preparándome para ser la “hermana misionera y viajera” venida de la “República de España” como más tarde escucharía en boca de los campesinos que nos recibieron en los variopintos pueblos de Cuzco. Supuse que me disgustaría someterme a las normas de la orden; tenía muchísimas ganas de recorrer Perú sin ninguna restricción.
Los primeros recuerdos del viaje son momentos de emoción en el aeropuerto de Barajas-Madrid, conversando con los que serían mis compañeros de grupo (unas siete personas, a las que se añadirían dos más en Cuzco) y ya en el avión rumbo a América, acomodada en el asiento, inquieta, tremendamente ilusionada.
Llegada a Lima
Jamás olvidaré la llegada al aeropuerto Jorge Chávez. Había anochecido y justo a la salida, la visión de los peruanos que allí se encontraban esperando a los viajeros (rostros morenos, más bajitos, un ambiente mezcla de expectación, pobreza y picaresca) despertaba mi curiosidad aún más. ¿Y el clima? Se notaba humedad, frescura. Siempre me ha entusiasmado un clima húmedo, acostumbrada al secano semiárido de La Mancha.
Dormimos en una casa de la orden situada en una zona marginal, y a la mañana siguiente fuimos despertados tanto por las campanas que tocaban las hermanas como por los gallos de los vecinos. Rumbo de nuevo al aeropuerto para tomar el vuelo Lima-Cuzco, tuve la segunda oportunidad de observar la marginalidad del entorno: edificaciones modestísimas (de barrios pertenecientes a una clase media-baja, que en España correspondería a una muy baja). Atravesamos Los Cipreses; nos topamos con el distrito de Carmen de la Legua y con una impresionante imagen de la Virgen.
En el Ombligo del Mundo
Volamos rumbo al Cuzco. En un momento vamos por encima de las nubes, atravesando montañas peladas, picos cubiertos de nieve. A diferencia de Lima, el cielo aparece más que despejado y hace mucho sol. Lo más impactante: el aterrizaje… Ese viraje espectacular en unos cuantos metros, y adentro del ombligo del mundo.
La sensación en el aeropuerto fue la de un lugar mucho más tranquilo, yo diría que hasta inmóvil. El tiempo no corría, lo único que lo alteraba era la presencia de turistas gringos mochileros dispuestos a curiosear y el pequeño grupo de música folclórica andina que daba la bienvenida.
Nos alojamos en el pequeño hotel El Sol de la calle San Andrés, a solo tres cuadras de la Plaza de Armas. Mis emociones se desbordaban y no tomé demasiado en cuenta las advertencias para evitar el soroche. Nada de descanso. Recorrer alguna de las inolvidables calles empedradas y centrales del Cuzco, pensé, no iba a suponer daño alguno… ¡Error! Tras el ligero paseo, comencé a sentir un mareo extraño y pasé el resto del día tomando infusiones de coca que amablemente me ofrecían las hermanas.
El hotel se situaba frente al centro médico asistencial Casa Hogar del Campesino (de la ONG con la que viajábamos) dedicado a la acogida de campesinos enfermos de la Sierra principalmente. Fue nuestra primera visita y causó buena impresión; poseía una infraestructura muy aceptable.
Imágenes diarias
Durante los días que permanecimos en Cuzco capital pude observar cómo se formaban a diario, desde antes de las seis de la mañana, largas colas fuera de la Casa Hogar del Campesino. Dentro, recuerdo: la sala de espera con señoras cargando sus hijos a las espaldas, ancianos y algunos enfermos de uta (mal que contraen cuando van a trabajar a la selva) con el cuerpo desfigurado. En el centro vivía la mayoría de las hermanas y el régimen y estilo de la obra daban al mismo el parecido a un convento de clausura.
Mis primeras impresiones de la capital del Imperio Inca quedan reflejadas en un diario personal con estas palabras: “Todavía no he podido recorrer mucho la ciudad del Cuzco, pero lo poco que he transitado no me ha pasado inadvertido. La gente del lugar tiene ansia de que le compres, te persigue si es necesario, anuncia en voz alta, sin tapujos, que limpia zapatos, vende tarjetas de telefónica, artesanías y todo aquello que se le ocurra. Me he enterado de que muchos taxistas no pueden trabajar de noche pues no tienen luces en su coche”.
Ciudad despierta
Ante todo me sorprendieron las majestuosas calles, la arquitectura, unidas al sol y al frío intenso… El sol que me quemaba por mucha crema que me pusiera… El frío que se calaba hasta los huesos por mucho que me abrigara por las noches… Despertaba en el cuarto del hotel, de madrugada, en un silencio abrumador. Cubierta hasta con gorro, soportando un peso considerable por el número de mantas, sintiendo mi nariz auténticamente congelada. Entonces volvía a dormir. Recuerdo mi primer terremoto. Desperté a las cuatro y media de la madrugada, como un perro que intuye lo que va a pasar. Fue solo ir al baño y comenzar el balanceo. No tuve miedo pero sí me vino a la memoria el gran desastre que había tenido lugar en Arequipa y Moquegua un mes antes.
Me maravillaba ante las construcciones realizadas en época prehispánica en armonía con la naturaleza (como ejemplo, las edificaciones incaicas, resistentes a los sismos). De los guías aprendí más que durante mis años de licenciatura de historia: “Los incas eran los capaces y los españoles los inca-paces”.
Me seducían los mercadillos de artesanías, a pesar de que no soy precisamente alguien amante de ir de compras. Los pequeños bares o restaurantes para turistas y luego los otros con pinta más casera, para los lugareños. A esos sí que les tenía ganas, pero mi estómago europeo quizás se hubiera resentido ante nuevos y desconocidos gérmenes. De hecho no hizo falta aventurarse para caer en estado de descomposición más adelante. No pude resistirme a probar las humitas, dulces y saladas, de los puestos de las calles y a los enormes vasos de jugos variados, tan exóticos y económicos. Ahí me salí del menú turista. La Inca Kola se convirtió en mi bebida habitual.
La Universidad San Antonio Abad me dejó con la miel en los labios: ¡cómo me hubiera gustado estudiar la carrera de Antropología en ese lugar! Académicamente no sé cuántos beneficios podría reportar, pero desde luego, en salidas de trabajo de campo el asunto no tenía ni punto de comparación con lo que se vivía en la Complutense. Las posibilidades de acceso a las comunidades indígenas eran claramente mayores. Y eso se notaba en el ambiente, caminando por los pasillos, parándose ante los letreros y afiches sobre congresos y eventos.
Noches de bohemia
¡La noche cuzqueña!
Pura magia y nostalgia. Agencias que promocionan todo tipo de tours uniendo misticismo y aventura. Recuerdos de un pasado glorioso a través de artesanías, música andina y videos asequibles en las tiendas de souvenirs. Oficinas de cambio de moneda, cabinas de Internet, cafeterías. Algo más escondidas, las farmacias y los pequeños supermercados. En los bares, grupos de música andina que parece recién empiezan, siempre tocando las mismas canciones: El Cóndor Pasa, Malacum Wawapa... El centro de Cuzco es una mini-ciudad. Diversión hasta altas horas en la Plaza de Armas; discotecas llenas de gringas que se destapan mostrando su blanca piel en contraste con los bricheros atentos a una posible conquista. Grupos de peruanos amigos más tranquilos, disfrutando de ese Perú del que se sienten orgullosos y que todavía no terminan de conocer, o que ya conocen y están mostrando a turistas.
El Valle Sagrado de los Incas
Saliendo de Cuzco capital y adentrándome en los distintos pueblos, traeré a colación los muy famosos como Chinchero, Ollantaytambo, Písac, Yucay. Los que forman parte del conocido Valle Sagrado de los Incas y gozan de un clima y condiciones de vida más agradables según el sentir general. En ellos a mi parecer convive la majestuosidad del pasado con un presente agrícola y turístico.
¡Machu Picchu!
Un sueño inalcanzable, también lo recorrí en este primer viaje. Por más que lo visite creo que nunca quedaré satisfecha hasta que no duerma una noche en él, bajo el cielo estrellado (de todos es sabido que está terminantemente prohibido). Ollantaytambo, sin embargo, no tiene nada que envidiarle. Un paisaje de otro planeta, sobre todo al anochecer, otro ombligo del mundo diría yo. Más pequeño, lo que acentúa la sensación de aislamiento y recogimiento entre enormes cerros. Es la verdadera comunión del pasado con el presente, hecha realidad al tratarse de un pueblo viviente entre ruinas, no de un lugar que queda solitario cuando se van los turistas… En eso aventaja al gran Machu Picchu.
Llegamos a Chinchero un domingo, y vimos el famoso mercado donde se realiza trueque. En Chinchero: un sol de justicia, nubes blancas como la nieve, las ruinas y el museo de la plaza -recuerdo de la misión arqueológica de algunos profesores de la Complutense como Miguel Rivera Dorado, hoy prestigioso arqueólogo mayista. También la fabulosa iglesia en la que no se permite fotografiar. Escucho al cura de Lumen Dei sermonear en castellano. Un catequista ayudante traduce después su discurso al quechua. El cura señala “que no comulgue quien tenga pecados mortales”. Mientras, dos perros vagabundean y se dirigen impunemente camino al altar. El catolicismo que se pregona se basa en el temor al infierno y la lucha por conseguir el cielo, haciendo hincapié en la figura de la Virgen y resaltando al sacerdote como mediador entre Cristo y los hombres... Trajes de gala de las madres de la parroquia para recibirnos. Todas arregladas, con sus polleras, sombreros y trenzas, coquetas, regalándonos ramos de flores, pétalos de rosas y pulseras que ellas mismas realizan.
A Pisac también llegamos el domingo. Al igual que Chinchero, cuenta con un mercado importante ese día. Lo más impresionante es sin duda el conjunto de andenerías. Por último, Yucay aparece en mi imaginación verdaderamente como “la morada de descanso del Inca” por razones obvias; dan ganas de quedarse una temporadita bajo ese exquisito clima…
En nuestro camino, muchas viviendas mostraban en sus tejados, entre tímidas y orgullosas, sus pequeñas y enigmáticas cruces y toros.
Machu Picchu
Mercado de Chinchero
Acogida de mujeres de Chinchero
Andenerias de Pisac
El otro Cuzco
Más allá de los pueblos que integran el Valle Sagrado de los incas, recorrimos otros que parecían olvidados. Comunidades remotas perdidas en el tiempo y en las alturas.
Tengo presente la imagen de campesinos en yanques (especie de sandalias) y con los pies llenos de barro un día que nevó, hecho inusual para esa época. Viajábamos en dos autos, atravesando las comunidades desde Llaulliccasa y Occopata, hasta sobrepasar los 4.000 metros de altura. A nuestro alrededor, todo estaba completamente cubierto de nieve. Era la visión de infinidad de campos sembrados de trigo sin cosechar, echados a perder.
Optamos por visitar el anexo de Llaullicasa. Se trataba de un pequeño poblado consistente en tres viviendas aisladas en medio de la inmensidad blanca de los Andes y en completa soledad. El paisaje resultaba hermoso pero desolador. Sus habitantes sólo hablaban quechua. Gracias a una colaboradora de la orden que nos acompañaba y hacía de traductora, supimos que habíamos sido gentilmente invitados a entrar a una de las casas donde residían un total de diez personas, en un espacio reducidísimo. El frío en ese momento era terrible. En el interior de la casa, para contrarrestar aquella temperatura tan extrema, permanecía encendida la leña, y el humo salía por todas partes del techo-no es casual que los pobladores sufran problemas pulmonares-. El lugar estaba sumido en una gran oscuridad; se apreciaban amontonados infinidad de trastos útiles y algo parecido a una cama, debajo de la cual pululaban a sus anchas varios cuyes o conejillos de indias, animales que se utilizan como alimento y modo de calefacción.
Nuestros anfitriones no estaban acostumbrados a recibir visitas y se sentían muy tristes porque de haberlo sabido, nos habrían preparado cuy asado.
En general, a nuestra llegada a cada localidad, salían a recibirnos las mujeres y los niños. A los hombres, parecía que se los había tragado la tierra. Quizás por eso rememore la alegría de dos individuos “borrachitos” como ellos mismos se autodenominaban (“miren, discúlpennos, es que aquí somos un poco borrachitos”) que bailaban mientras tocaba la guitarra delante de la capilla de Ocra, una de las comunidades más humildes donde nos invitaron a huevos cocidos y papa guateada, cocinada en un horno construido en la tierra.
Los niños nos perseguían pidiéndonos misquis (caramelos), era un auténtico acoso. Por las noches llegaba lo mejor: juegos con ellos en las plazas, risas bajo ese cielo estrellado que parecía se nos iba a caer encima.
Los pobladores del anexo de Huancancalla nos dieron la bienvenida con su banda musical (foto 8) y comida típica: choclo, mote y torrejas. En Chinchaipujio, donde pasamos tres días, participamos en la fiesta de la Virgen del Carmen, desfilando en procesión con la imagen de la Virgen en andas por las principales calles, a altas horas. Me vi rodeada por un séquito de niñas, cuya curiosidad provocaba incidentes divertidos.
Queda mucho por contar de la abrumadora acogida y de las vivencias en comunidades como Pomacanchi, Acopía, Sangarará.
Los últimos días, ya de vuelta en Cuzco capital, supusieron apurar la magia hasta el temido momento de regreso. También, felizmente, el inicio de algo que, desde entonces, parece no tener fin.
Horno en la comunidad de Ocra
Niños de la comunidad de Ocra
Huancaya
Banda musical de Huancaya
Eva Bautista es licenciada en Historia y doctora en Antropología por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido docente en diversas universidades de Latinoamérica, como la Universidad Nacional Mayor San Marcos (UNMSM) del Perú o la Universidad Católica Sedes Sapientiae (UCSS) en Lima. Ha realizado dos intensos trabajos de campo en el distrito de Comas (Lima Norte), fruto de los cuales ha desarrollado investigaciones sobre el trabajo de las mujeres, las relaciones sentimentales o de pareja, el cortejo y el amor entre los jóvenes. Ha impartido conferencias y es autora de diversos artículos en revistas y prensa.