El espejo de la moda [1] Cecil Beaton
A los críticos ‘profundos’ que se atreven a descalificar a la moda sólo puede respondérseles con una paradoja. Parodiando la máxima taoísta de que sólo quienes conocen el valor de lo inútil pueden hablar de utilidad, Oscar Wilde observó que no podemos permitirnos el lujo de prescindir del lujo. Lo cierto es que sólo Francia, entre las naciones occidentales, parece haber aprendido la lección, al trabajar sin pausa para elevar a la moda y ‘les arts mineurs’ a un grado de perfección comparable con la excelencia de su literatura o su pintura.
Cuando hablamos de moda y de artes menores, en realidad abarcamos el concepto de todo el arte de vivir. Sus profesionales forman parte de una raza en extinción en nuestro mundo moderno. Quizás se deba a nuestro innato rechazo por el ocio despreocupado y hedonista que seamos tan mezquinos para nuestra calificación de este arte. En materia culinaria, ingleses y estadounidenses, educados sin darnos cuenta de ello en el aforismo de Benjamin Franklin de que “el tiempo es oro”, encontramos absurdo que un francés pueda desperdiciar horas preparando una sola salsa; pero los franceses, que han sido muchas veces calificados de mercenarios, no han escatimado nunca el tiempo dedicado a crear una obra, sólo porque el resultado sea efímero. A la luz de la Historia, un fantasma que se esgrime siempre como el definidor de los criterios, se puede señalar que la moda, lo efímero, es la última en sonreír, junto con el arte, lo eterno. Es una verdad indiscutible que el arte es la única manifestación del trabajo del hombre que sobrevive al tiempo. El arte, sin embargo, no puede dejar de reflejar la moda de su tiempo. Aunque los imperios hayan descollado para después caer, podemos reconstruir con precioso detalle las modas de una época por medio del simple estudio de su ornamentación y de sus artes. Cuando Marcel Proust trabajaba en A la recherche du temps perdu, se empeñó en averiguar el color exacto de las plumas que cierta dama había llevado diez años antes en su sombrero. Proust sabía muy bien hasta qué punto la efímera expresión de la moda o de la fantasía puede reflejar algo que va más allá del breve límite de su tiempo; algo que capta de un modo un tanto espectral los susurros de la nostalgia por lo efímero de la condición humana y que refleja lo trágico del destino del hombre. Un cierto número de críticos norteamericanos contemporáneos [2] ha consagrado volúmenes enteros a la pintura de Picasso o la música de Stravinsky, la arquitectura de Le Corbusier o la novela de James Joyce. Pero se ha dicho muy poco de todas aquellas personas que han influido en el arte de vivir durante el medio siglo de mi propia existencia. La
jerarquía de la moda puede dividirse en tres categorías: quienes que, por
decirlo así, siguen el curso de la moda y a quienes podemos considerar como
parte del rebaño; quienes hacen la moda y son sus conductores; y, finalmente,
los verdaderos pastores de la grey, quienes aún evitando o esquivando una
participación activa, no pueden dejar de brillar por su estilo, debido al
prestigio y la autoridad con que ponen de relieve sus gustos. Los más prudentes abandonan el juego a medida que envejecen, pues ¿qué viejo puede mantener la pureza de la elegancia? Tarde o temprano, todos los artistas de la moda, cualquiera sea su medio, aprenden que las probabilidades juegan en contra de su perpetuación. Cuando más, pueden se representativos de su época durante diez o veinte años; incluso los más célebres modistos no se mantiene por mucho más tiempo en su trono. De
esta consideración surge una curiosa paradoja: las modas son efímeras pero la
moda permanece. Aldous Huxley y otros pensadores occidentales influidos por la filosofía oriental han escrito mucho acerca del saber evadirse del fluir del tiempo. Esto, como es natural, resulta imposible para una persona entregada a las veleidades de la moda y constituye la razón principal por la cual la moda es, con frecuencia, enemiga del arte; del mismo modo en que un apasionamiento fugaz es, a menudo, la antítesis del amor perdurable. Sólo el verdadero artista se sabe desentender del tiempo, de la fama efímera y de su está á la mode o no. Apunta la mira de sus armas hacia valores que están fuera del tiempo. Se da el caso curioso que muchas de las mismas fuerzas creadoras entran en juego tanto en el campo de la moda como en el del arte. Las normas de la proporción, de la medida y de la sencillez son tan importantes para un modisto como para un pintor. Pero todos aquellos que trabajan dentro de la esfera de la moda quedan embrujados por el tiempo y el cambio; y, sobre todo, por la preocupación de la elegancia. Juegan a su propio juego y ese juego resulta, a menudo, trágico. Producir un efecto inmediato es para ellos más importante que cualquier otra cosa; crear algo que refleje el momento les resulta más esencial que lograr algo que logre evadirse de la corriente del tiempo. Cuanto más se absorbe el creador de la moda en ese juego artificial, más decadente se torna. Lo que no quiere decir que un artista no pueda crear en medio de los productos más brillantes. Puede hacerlo y tal vez llegue a ser un pintor como Giovanni Boldini o un modisto como Christian Dior. Pero
no hay nadie que pueda seguir ciegamente el juego de la moda y ser también a la
vez un artista en el todo. Quizás los verdaderos exponentes del arte de vivir no son aquellos que siguen a la moda, sino los que se imponen a ella. Estos siguen los consejos de Ralph Waldo Emerson cuando dice: “Aferraos a vuestra propia personalidad y no imitéis nunca. Son vuestros propios logros los que podréis presentar en todo momento con la fuerza acumulada del trabajo de toda una vida. Del talento ajeno sólo podréis tener una incompleta e improvisada posesión”. [1] En Cecil Beaton (2010) El espejo de la moda (Barcelona: Vergara) 7-11, ‘Introducción’ (Selecciones del editor). Traducción de Luis Solano Costa de Ídem (1954) The glass of fashion (Nueva York: Doubleday: 1954). [2] Beaton se refiere a la posguerra de 1945. Fotografías: Primera edición de The Glass of Fashion (1954) |