Música | Medardo Montero
Medardo Montero: Silencioso artesano del sonido cubano
Por Marcos Fabián Herrera
Escritor colombiano
marcosfabian72@gmail.com
La revolución sonora en el Caribe empezó antes que los barbudos ingresaran con su caravana triunfal a La Habana. El 15 de diciembre de 1929, mientras al otro lado del mar corredores de bolsa y empresarios arruinados se lanzaban desde los rascacielos agobiados por la depresión económica, Domingo Fernández, un radioaficionado fundaba una emisora con el nombre de su taller de reparaciones eléctricas: El Progreso Cubano. La estación radial de limitada potencia pronto recibiría el favor de músicos, productores y oyentes. La apuesta radial que enarbolaba la alegría en su lema, se vería obligada a crecer por el fervor popular que sus transmisiones despertaban en la incipiente audiencia de la isla. Sin proponérselo, la industria fonográfica crecía y se irradiaba desde los modestos estudios que luego serían el mayor laboratorio de creación musical del continente.
Dramatizados, solistas, radionovelas, duetos, sextetos, orquestas y emotivos conciertos, hicieron parte de la programación de la emisora que con el tiempo se llamaría Radio Progreso. Fueron a través de sus ondas hertzianas que pronto se comunicó al mundo la huida del derrocado Fulgencio Batista. Gracias a sus avances técnicos, llegaría a tener una sala de grabación con capacidad para 50 personas. También sería la meca del talento y el punto de encuentro de las mayores figuras de la música cubana. Lo que se había gestado como una afición pasajera, dos décadas después era la cúspide que consagraba artistas, convirtiéndose en la pila bautismal y el rito insoslayable para quienes buscaban trascender la coordenada insular.
Los años 50 significaron un punto de inflexión en la música cubana. La necesidad de insertarse en los circuitos de difusión musical a nivel internacional requería de un elemento complementario pero decisivo. Además del sonido original que se había forjado en una mezcla alquímica de talento silvestre, espontaneidad, lírica y puesta en escena, se requería del perfeccionamiento técnico y la sofisticación tecnológica. El florecimiento artístico sin par urgía de espacios y canales de divulgación. Un apogeo que se explicaba por la coincidencia temporal de un grupo de voces con matices diversos, unas ansias de proyección universal y una vocación a prueba de fuego en instrumentistas que enfrentaban con recursividad los rudimentos de las técnicas de grabación de aquel momento. De la copla campesina Guantanamera, popularizada en la voz de Joseíto Fernández en los años 20, a las grandes orquestas de los cabarets, en la primera mitad del siglo XX se registraban evoluciones notables en el arte y la industria sonora de Cuba.
Nacido el 23 de septiembre de 1933 en un pueblo de pescadores llamado Batabanó, en la antigua Provincia de la Habana, Medardo Montero, era un tímido muchacho que contemplaba los atardeceres y observaba los barcos camaroneros desde el puerto. Ensimismado y discreto, la pasión por el sonido asomaría temprano en su vida. En las veladas musicales que Radio Salas transmitía se destacaban los nombres de Ernesto Lecuona, Mario Romeu, Amadeo Roldán, Alejandro García Caturla y Gilberto Valdés como los grandes cultores del folclore nacional. Largas horas pasaba absorto frente al vetusto transmisor que sus padres cuidaban como una reliquia familiar. Aquel sonido, opacado por los estertores y jadeos de la precaria radiodifusión de la época, debió motivarlo a explorar en su imaginación fórmulas que lo mejoraran.
Creada por los hermanos Manuel y Guillermo, Radio Salas, a través de la banda corta, tuvo la osadía de proponer a los músicos que transmitieran en vivo sus conciertos. La idea, delirante en sus inicios, prefiguraría un formato audaz y entretenido que sería luego de obligada inclusión en las parrillas de programación de la radio en toda Latinoamérica. La música en vivo era el componente estelar de la radiodifusión, al tiempo que obraba como catalizador de los progresos técnicos, obligando a operadores y sonidistas a remediar las fallas e imprevistos que surgían durante los eventos. El imberbe radioescucha, hijo de un marinero y una costurera, en su ingenuidad pueril, creía que la intensidad de los vientos afectaba las ondas y que eso se reflejaba en los estropicios audibles en su transistor. Esto lo anima a desentrañar los mecanismos que generan el viaje sonoro, que de una cabina a una antena, producen por ensalmo la magia de la radio.
El ambiente familiar en el que creció era de devoción y cuidado. En su aldea natal se mezclaban los orígenes de vascos, andaluces y canarios que en el siglo XIX arribaron en busca de un porvenir en tierras americanas. También fue tierra fértil para viajeros de otras latitudes que ambicionaban riquezas bajo la égida de España. Su madre, María de los Ángeles Torres, confeccionaba vestidos para sus vecinas. Su padre, Manuel Montero González, cumplía extenuantes jornadas de trabajo como pescador de esponjas. En medio de las afugias domésticas, su naturaleza serena se afirmó como un refugio frente a las adversidades.
Cumplido su ciclo de formación formal en el colegio, ingresa como operario a Radio Progreso. De electricista a operador de audio, de asistente a director de grabaciones, en esta empresa conoce todos los oficios y roles mientras se adentra en la decodificación del lenguaje sonoro. Curtido en la apreciación musical y en el reconocimiento de los rasgos esenciales de los registros de voces e instrumentos apropiados por los géneros más escuchados en las Antillas, su prestigio ascendente lo convierte en un mago de la grabación y un Rey Midas de la producción discográfica. Bastaba con recibir sus orientaciones para lograr que un disco o transmisión alcanzara la impronta y la calidad que un cantante u orquesta pretendía. Su nombre se convirtió en sello de garantía y su presencia en una fuerza magnética que lograba masterizar los discos con una destreza inimitable.
En los 16 años que trabajó en Radio Progreso sus aportes fueron determinantes en la producción de discos para artistas como la cantante Esther Borja, el declamador Luis Carbonell – El acuarelista de la poesía Antillana – y el bolerista Lino Borges, a quien le escogió el seudónimo y le propuso la entonación indicada que le permitiera explotar su riqueza vocal. Fue por estos años que dirigió las grabaciones de un vocalista que impresionaba con su talento en los festejos populares y saraos que se celebraban en la isla. El enjuto cantante de piel morena que una noche Siro Rodríguez, integrante del Trío Matamoros, descubrió en el bar El Templete, ubicado en la Avenida Puerto, entró una tarde al estudio con la fuerza de un ciclón y el ímpetu de un cimarrón. Este ánimo desbordado era una señal premonitoria de su estilo y del que sería su apelativo musical: El Bárbaro del ritmo. Era Benny Moré.
La Sonora Matancera, que para 1956 ya gozaba de un unánime reconocimiento, hace su paso por Radio Progreso acompañando a Celia Cruz en un año en el que Medardo disfrutaba de sus máximas condiciones de creatividad. Fundada con ese nombre en 1935, en su historia se encontraban sucesivas disoluciones y reagrupamientos, desde que la semilla fuera sembrada por Valentín Cané. Con su pleno de integrantes, la decana de las orquestas debuta con una mujer que, sin sospechar sus futuras desavenencias políticas con el gobierno cubano, aprovecha la potencia de su voz para los escarceos con un febril amante que invoca lejos de las rudezas y muy cerca de las ovaciones de los circunstantes.
Estréchame en tus brazos
que quiero yo sentir
mi cuerpo entre tu cuerpo
y mi corazón latir
Este hondo reclamo amatorio se le escucha cantar a una guarachera que con naturalidad gravita en tonos agudos y provoca con altanería un contrapunteo con los vientos de la orquesta. El ingenio del grabador se aprecia en la ambientación sonora y la fidelidad de la atmósfera que capta la pieza atesorada en los archivos de la emisora.
Silvio Rodríguez, el gran exponente de la Nueva Trova Cubana, y quien en los inicios de los años 90 lo convocó a conformar el equipo fundacional de los estudios Abdala, lo evoca con un cariño que pocas veces profesa en público. “Lo conocí en 1974. Era un grabador mítico, no por lo falso, sino por la aureola legendaria. Benny Moré y su banda, le debe mucho a él. Era uno de los grabadores estrella de la década del 50”. Amparado por el ministerio de Cultura de Cuba, la celebridad internacional de Silvio permitió que este proyecto agrupara distintos sellos discográficos estatales, cohesionara iniciativas que operaban en la dispersión y se proyectara ante el mundo las nuevas músicas de la isla.
El autor e intérprete de Unicornio Azul no dudó en vincular a Medardo Montero a esta naciente propuesta que contaba con el beneplácito de Fidel Castro. “Me habían dicho que estaba jubilado y melancólico. Decido visitarlo y contarle la idea. Me alegró verlo emocionado y comprometido tan pronto le expuse el proyecto. Después de eso decidimos recorrer varios países para conocer las mejores productoras y traer la vanguardia en materia de grabación. En España lo vi ilusionado con la apuesta que traíamos en ciernes”. En el diseño final del estudio se incorporaron las propuestas técnicas y locativas que Medardo concibió.
El grabador autodidacta que influyó en la definición tímbrica de la Sonora Matancera, que concibió la sonorización del teatro Carlos Marx, que trabajó en Radio Habana Cuba y fue director y productor artístico de la empresa de grabaciones y ediciones musicales – EGREM-, murió el 13 de agosto de 1995 a los 62 años. No alcanzó a ver materializado el Estudio Abdala, al que le dedicó sus últimas energías y en el que creía como el punto culminante de su carrera. Ahora, Abdala es un emblema y recibe premios por sus producciones en Estados Unidos y Europa. Por eso se puede afirmar que Medardo Montero hizo realidad, aún después de muerto, su sueño más ambicioso. En su casa paterna en Batabanó se conservan sus viejos radios.
Benny Moré
Sonora Matancera con Celia Cruz
Inauguración de Radio Progreso
Silvio Rodríguez en 1969
Marcos Fabián Herrera Muñoz: Nació en El Pital (Huila), Colombia, en 1984. Ha ejercido el periodismo cultural y la crítica literaria en diversos periódicos y revistas de habla hispana. Es miembro del comité editorial de la Revista musical La Lira. Sus crónicas se publican en la Revista Diners. Autor de los libros El coloquio insolente: Conversaciones con escritores y artistas colombianos (Coedición deVisage-con-Fabulación, 2008); Silabario de magia – poesía (Trilce Editores, 2011); Palabra de Autor (Sílaba, 2017); Oficios del destierro (Programa Editorial Univalle, 2019); Un bemol en la guerra (Navío Libros, 2019).