Nicolas Lisardo 


Prólogo a Neoadramatismo. Aequinoctium pater noster

Descensus ad inferos.


[Consideraciones sobre el trágico autoconocimiento

de Nicolás Lisardo] 


Por Fernando Castro Flórez

Crítico de arte español

“Mi verdadera obsesión es la consumación de mi vida como obra, 

que es infinitamente mayor a los estímulos que recibo a cambio de mi esfuerzo” 

(Nicolás Lisardo: Neodramatismo).

 

Me gustaría pensar que, a pesar de la narcolepsia escópica que sufrimos, pueden suceder “otras cosas” diferentes de lo pre-cocinado. «El arte capaz de cargar con su destino ha de proponer un cortocircuito en la serie de lo “ya visto” pero que, al mismo tiempo, no redunde en otra oportunidad para esperar la visión tras la pantalla del Accidente. Salir de esta paranoia colectiva como sublime catastrófico sería la misión para una estética del fracaso digna de tenerse en cuenta. Frente a un arte epiléptico, enfrascado en las psicofonías porno de no tener nada que ver debido a un hiperexceso de visibilidad, contra un arte cuya sed de acontecimientos le lleva a comprender lo real como un tartamudeo balbuceante de lo obsceno e hiperbanal, solo cabe una estética de la elipsis, una estrategia de bombardeo terrorista, un arte del goce por ese Real que nos ningunea ante nuestros propios ojos»[1].  El club de snobs hipertecnológicos ha reivindicado e incluso convertido en marketing ese fracaso que ofrece el “camuflaje perfecto”[2]. Una legión de idiotas ofrece el espectáculo (para‑warholiano) del nothing special; bajo la apariencia de no enterarse de nada histerizan su vida, muestran en la pantalla total que no hay otro modo de ser contemporáneo que mostrándose estrictamente bipolar. Estamos, literalmente, curados de espanto y con la planetarización del tratamiento Ludovico podemos sonreír y declarar que “estamos curados” aunque un escupitajo marque nuestros rostros. Nos apasiona lo obsceno y compartimos “experiencias” en un reality show ultra-digital como (inconscientes) colaboracionistas del régimen global de vigilancia y control.

En 2021 escribí unas notas para acompañar la magnífica exposición de Nicolás Lisardo en la galería de Manuel Ojeda en Las Palmas de Gran Canaria, elogiando las imponentes piezas de Scrap City Art en las que este artista “modela” las ruinas de la ciudad industrial y, en el fondo, alegoriza la condición existencial metropolitana en un ciclo que le lleva desde la decadencia hasta un singular “testimonio”.

Lisardo, en sus consideraciones sobre Scrap City Art, habla de la experiencia de viajar en metro y salir del túnel como un “entrar en un no lugar”, en una combinación de desubicación y descubrimiento de otro tipo de paisaje. Sus minuciosas recreaciones a escala 1/10 de edificios abandonados/arruinados no es un mero ejercicio de nihilismo decorativo, sino que trata de encontrar energía crítica, invitando al espectador a una contemplación de los lugares en los que sobrevivimos sin dejarnos llevar por la banalización propia de la cultura del espectáculo[3].

Las obras de Nicolás Lisardo plantean una investigación sobre los límites de lo existencial, revisando la dialéctica de lo lleno y lo vacío en la ciudad[4], añadiendo a esas fachadas erosionadas por el paso del tiempo una tonalidad metafísica[5]. Esos escenarios anti-pintorescos son, en alguna medida, sublimes, una manifestación de un lugar silencioso y solitario que tiene algo de presencia negativa[6]. Nicolás Lisardo señala que las piezas de su exposición Scrap City Art tienen como elemento “detonante” la experiencia del desmantelamiento de Poblenou en la primera década del siglo XXI[7]. La vorágine especulativa acabó, literalmente, con aquella zona industrial de Barcelona, siendo, sin ningún género de dudas, un proceso extrapolable a cualquier ciudad del mundo. “La experiencia fue plena –apunta Lisardo-, conviví en estos ambientes suburbiales, entre ruinas de industrias obsoletas, talleres de mecánica y vías de trenes que marcaron irremisiblemente mi forma de pensamiento”. Este artista canario contempla la vida y muerte de espacios industriales, poniendo en relación ese ambiente desolador de la experiencia de la ruina industrial con la evocación de la ciudad de Nueva York.

La ciudad erosionada y abandonada que materializa Lisardo acaso tenga que ver con la consciencia de la pobreza de la experiencia que remite a un concepto positivo de barbarie[8]. Lo que tenemos ante los ojos es la ruina, el desgaste tremendo de las utopías modernas. Acaso el objeto del siglo, el referente moderno, sea, como propone Gérard Wajcman, un campo de ruinas, el lugar de la demolición, allí donde todo está roto en mil pedazos. “Todo en su lugar. Los restos de los objetos y de los cuerpos y el lugar de estos cuerpos y de estos objetos: es eso lo que importaba. La ruina y el lugar –sin lo cual nada tiene lugar. Nada tuvo lugar nunca sino el lugar. Allí donde se encontraba encerrada la totalidad de la memoria y de su arte. La memoria que marcha en el tiempo es, primeramente, asunto de lugar. Haber tenido lugar es tener un lugar. Rotura de cristales, fractura de vajillas, alimentos esparcidos. Desastrosa naturaleza muerta este nacimiento del ars memoriae –tal vez el género pictórico de la naturaleza muerta nació también, lejanamente, de eso”[9]. Habría que volver, sin angustia, al campo raso, a aquella visión del nihilismo que es, finalmente, desierto arquitectónico[10]. Necesitamos recordarlo: en el principio era el calvero, lo primero que hay que hacer es extirpar, destruir, quemar[11]. Todo acontecimiento está ya mostrando la caída, y la ruina y la ceniza son el destino cierto[12].

En los edificios ruinosos, en las estructuras corroídas, Nicolás Lisardo llega a encontrar un extraño destello de belleza precisamente allí donde su concepto tradicional declinaba[13]. Este artista es una especie de entropólogo que realiza unas obras minuciosas, con una perfección formal admirable[14], trabajando cada edificio con un detallismo pictórico alucinante[15]. Lisardo llega a decir que Poble Nou fue su “Bronx particular”, el lugar donde encontró el crudo ejemplo de la degradación urbana[16]. En esos edificios arruinados encontró el impulso para dedicarse a “materializar” el fracaso[17]. Nuestra imaginación está habituada, no cabe duda, a la distopía crítica, habitamos, anticipadamente, el desastre metropolitano[18]; estamos tan abotargados que ni siquiera tememos al diluvio[19]. Tenemos una suerte de lengua babélico‑mediática, cuyo precario archivo está tan destinado al fracaso como aquella Torre que desafió al cielo. “Si la torre de Babel se hubiera concluido, no existiría la arquitectura. Sólo la imposibilidad de terminarla hizo posible que la arquitectura, así como muchos lenguajes tengan una historia. Esta historia debe entenderse siempre con relación a un ser divino que es finito. Quizá una de las características de la corriente posmoderna sea tener en cuenta este fracaso”[20]. Todo cae por tierra. Nuestro destino está marcado en esas ventanas marcadas por el humo de algunos edificios de Scrap City Art, sometidos a una erosión sin fin, arrastrados por el vandalismo que no es otra cosa que el reverso de un mundo literalmente desanimado[21]. Frente al espacio basura, dominado por el más es más[22], Lisardo (un artista que reconoce tener una visión apocalíptica de la sociedad) quiere que meditemos, reflejándonos en las erosionadas fachadas de sus obras, para encontrar el alma que nos falta, tratando incluso de recuperar la esperanza[23]. Estamos acomodados en lo inhóspito, lo que no supone necesariamente que hayamos aceptado la angustia[24]. Lisardo trata, paradójicamente, de reanimarnos en la confrontación con edificios degradados. Reformula, de forma admirable, la escala de nuestros miedos y también alegoriza la capacidad que tenemos para volver a dotar de vida aquello que ha sido “abandonado”: ha edificado una suerte de heterotopía intempestiva que rinde testimonio de historias casi olvidadas. Su proyecto artístico no solo es admirable, sino que tiene un tono titánico. Insufla el aliento o el alma en espacios siniestros (lugares familiares, en el sentido freudiano, que se han vuelto extraños), edifica obras en las que nuestra mirada podría aprender a vivir de otra manera.

Si la impresión que causaron en mí las obras de Lisardo fue la de admiración ante la perfección de su ejecución y lo inquietante (en el sentido freudiano algo familiar que se ha tornado extraño por causa de una represión) de su “conceptualización” (una belleza que no es otra cosa que decadencia), el trato con el artista me hizo cobrar conciencia de que estaba, literalmente, agitado por una extraordinaria voluntad reflexiva. Lisardo es un artista que no vive de certezas, sino que está constantemente interrogándose o, para ser más preciso, está sometido a una abismal autocuestionamiento trágico. Cuando recibí este libro que titula Neodramatismo (Aequinoctium pater noster) pude, finalmente, comprender que Nicolás Lisardo es un creador urgido por las más profundas cuestiones filosóficas. No es (afortunadamente) un “artista conceptual”, es decir, no ha convertido la desecada retórica tautológica del “significado” del arte (a la manera de Kosuth) en su tema. Lo que le impulsa es una profunda pregunta por el sentido de la existencia que le lleva a terminar apuntando que, a la manera heideggeriana, no somos otra cosa que un ser para la muerte.

Lisardo confiesa que sus obras tratan de “testimoniar ese fracaso que debe asumir el hombre por no acceder a la inmortalidad”. Neodramatismo es un ensayo que está atravesado por una suerte de bildungsroman en la que podríamos jugar con la idea de que la novela de formación también implica cierta deformación. El artista afronta, con un coraje épico, sus fantasmas y frustraciones, sus miedos y pesadillas, dando cuenta de una lucha vital que termina por condensarse en la vanitas o en esa representación de la vela que se apaga[25]. Si Nicolás Lisardo invoca el silencio monacal como fuente inagotable de conocimiento, en realidad está deseando hablar y escribir, urgido a suplementar (valga esta sugerencia derridiana) las construcciones en las que fija un mundo erosionado.

He leído, no exagero, con emoción y preocupación las páginas cargadas de intensidad de este libro neodramático de Nicolás Lisardo; el viernes 7 de abril del 2023 me envió el último capítulo del libro añadiendo que “aunque breve, es revelador, ya que gracias a las experiencias que narro he dado sentido por fin al neodramatismo”. Tal vez no sea una mera casualidad que recibiera esas trágicas páginas el día en el que se celebra la pasión y muerte de Cristo, sobre todo cuando en ellas Lisardo quiero no solamente indagar en qué significa crear sino dar sentido a la muerte. El libro concluye como una lección de tinieblas, adentrándose en la noche oscura del alma, afrontando el dolor de la pérdida del Padre.

Lisardo comparte la idea de Jung de que “uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad”. Su profunda meditatio mortis hace que regrese al estadio de la sombra, estudiado admirablemente por Stoichita[26], a ese origen del arte del dibujo que traza sobre el muro la mortal sombra del amado. Este concienzudo artista, capaz de llevar su conciencia hasta límites abismáticos, no deja de pensar su destino, que se revela como absurdo: “soy la perpetuación de la concepción genealógica del caos”. El contorno sombrío que genera su cuerpo opaco ofrece una verdad que está teñida de fracasos. No tiene miedo de autodefinirse como “carne de cañón”, pero eso no supone que se entregue a la “zombificación” reticular o a la deriva inercial por un mundo que no es otra cosa que un supermercado, vale decir, una metástasis del espacio basura. Lisardo es, en todos los sentidos, un inconformista que ha sido capaz de atravesar la decadencia sin eludir lo aberrante. Este artista que, como escribe, desde temprana edad ha preferido habitar los parajes hostiles “abandonados a su suerte”, en una deriva que le lleva de los desolados barrancos del sur de Gran Canaria plagados de chatarra hasta la arquitectura abandonada de Poble Nou, es una suerte de nómada del imaginario escatológico y un sedentario en la desesperación existencial.

Lisardo remite, en un pasaje de este intenso libro, a los Caprichos de Goya para apuntar que solo puede “elucubrar fantasmas, demonios y poseídas existencias”. Podría parecer que toda lucha es en vano cuando se comprende que “el sueño de la razón produce monstruos”. Recordemos ese grabado de Goya en el que las propias alimañas urgen al durmiente para que las represente con orden y medida. Un búho (ya no un murciélago) se posa sobre las espaldas de Goya, como intentando despertarle, mientras que otro le ofrece los instrumentos de pintura y un tercero señala con su ala al lince, aparentemente instándole a que abandone su inactividad y colabore en la representación de una posible parada de los monstruos. Señales de urgencia irónicamente desmentidas por el grabado mismo, ya que éste muestra justo lo que las aves nocturnas parecen exigir al artista: que es el acto de soñar a los monstruos lo que en todo caso despierta y pone en marcha a la razón. Son los monstruos mismos los que urgen al artista a servirse de su entendimiento, los que quieren ser comprendidos, racionalizados, los que no toleran permanecer en el espacio confuso de lo onírico. Quieren saberse tal como ellos son según el “testimonio sólido de la verdad”, esto es, como verdaderos monstruos. Lejos, pues, de tratarse aquí de un destierro de lo monstruoso y disforme en nombre de la razón (o mejor, del entendimiento calculador y exacto), lo expuesto por Goya en dibujos y grabados supone más bien la reivindicación de una auténtica salida a escena de lo monstruoso en el hombre, de lo monstruoso que posee al hombre y que, por ello (y solo por ello), lo hace merecedor de exhibir esa denominación de origen: el ser-hombre. Podemos, por tanto, considerar que, tal vez, ese grabado de Goya funcione como una advertencia: el artista no debería soñar, ya que todo sueño emponzoña la mente. Pero también se trata de un exorcismo[27].

Nicolás Lisardo ensaya e incorpora, tanto en sus obras artísticas como en sus meditaciones filosófico-existenciales, el exorcismo, consciente de que hay que despertar al sueño, sin buscar la sublimación apolínea, entregándose a la turbulencia dionisíaca. En muchas páginas de Neodramatismo  y, especialmente, en su capítulo final, aparece un tono de inculpación y, al mismo tiempo, una concepción aberrante del mundo. “Es el eco –escribe Lisardo- de la necesaria renuncia la única salvación para el mundo como promulgó Zaratrusta y aunque parezca que intente dar sentido a la catástrofe desde una visión introspectiva es realmente la muerte y el fracaso mi única escapatoria para poderme mostrarme límpido ante el pecado”. Este creador intenta liberarse de ese “maldito yo” lo que le conduce a las cimas de la desesperación. No es, aunque en algunos momentos pueda parecerlo, un nihilista. Al contrario, rinde testimonio de cómo ha superado la demolición y ha dejado de lado el “carácter destructivo”. Cuando evoca la tremenda época que vivió en Barcelona y lo que llama “depravación” es evidente que está dando cuenta de un cambio metabólico que, como estableciera Aristóteles en la Poética, suscita los sentimientos del temor y la compasión y la purga de estos. Neodramatismo es un texto rizomático que contiene la descarga catártica.

Puede que tengamos que reedificar Detroit dado que no podemos complacernos con destino ruinoso de lo que Lisardo llama la “fenomenología residual”[28]. La tarea que se impone este artista es ciertamente heroica y, por ello mismo, trágica; sus obras no son maquetas arquitectónicas (esa sería algo peor que una lectura superficial) ni documentos de la época, sino que tienen el carácter existencialmente tenso de lo especular y de la insatisfacción de lo especulativo. Cada obra de Lisardo no es otra cosa que un fragmento de su identidad rota en el reflejo cuando no es posible ofrecer una imagen del mundo. Sigue, hasta límites dolorosos, el precepto délfico y socrático de “conócete a ti mismo”, para reconocer que en el fondo es como “ese paisaje apocalíptico en esencia”. Dramático y alegórico autorretrato en el que no hay ni maquillaje ni complacencia.

Lisardo sugiere que sus obras pueden entenderse también como “naturalezas muertas”, sedimentos de su vida que revelan, una y otra vez, la trágica finitud. En las páginas finales de Neodramatismo  el pulso de la escritura, literalmente, se precipita con la muerte del padre. Amor filial, caricia final y anhelo de renacer surgen en esos pasajes postreros junto a la evocación del sacrificio y del chivo expiatorio. Una lectura para un viernes de Pasión. Una luz crepuscular domina la estancia en la que escribo sobre este libro neodramático de un artista obsesionado por edificios abandonados, pero, especialmente, consciente de que la muerte es el “único y verdadero legado”. En un momento de energía casi febril, elaborando el luto, Lisardo llega a sentir que su tarea (desmesurada) es la de salvar el mundo, aunque lo que finalmente haga sea producir escenas espectrales, motivos hauntológicos, visiones inquietantes, ruinas escenificadas: las “flores del mal” germinan en las fábricas que ya no producen nada.

En uno de los grabados de Los desastres de guerra de Goya aparece un cadáver o un hombre sufriente, en atroz agonía, torpemente reclinado; sostiene un papel en el que podemos leer “Nada”. Se cuenta que el obispo de Granada en una visita al estudio de Goya reparó en un cuadro de temática similar y airado señaló: “¡Nada!, ¡nada! Qué concepción tan sublime: vanidad de vanidades y toda vanidad”. A lo que Goya respondió: “Ah, pobre señor obispo, ¡qué mal me interpreta! Lo que en realidad quiere decir mi fantasma es que ha ido hasta la eternidad y allí no ha encontrado nada”. Los monstruos han impuesto su ley anonadante. “Y no podemos creer en un mundo de la verdad situado más allá de este mundo del devenir, y sin embargo no podemos soportar este mundo del devenir”[29]. Acaso tengamos que releer el impresionante texto de Jean Paul Richter titulado “Discurso de Cristo muerto, el cual, desde lo alto del edificio el mundo, proclama que Dios no existe” en el que Jesucristo admite, tras resucitar, que Dios no existe, que al otro lado no hay nada: un mensaje vacío que también supone la certeza trágica de que todos somos huérfanos. Carecemos de padre[30] y la oscuridad se adueña de todo. Aunque, tal vez, la tarea del arte sea, precisamente, profundizar en lo que falta, adentrarse en un viaje que carece de destino, representar ese rinoceronte (extraño regalo) que, afortunadamente, Durero nunca llegó a ver[31]. Tal vez ese “monstruo” imaginario sea el fósil a partir del cual tengamos que desplegar esfuerzos visionarios para conseguir escapar de taxonomías[32] que no consiguen otra cosa que aburrirnos de forma mortal.

Nicolás Lisardo, trenzando con enorme tesón el hilo de su vida, sostiene, en sus meditaciones trufadas de estoicismo, aunque contrapesadas por un oscuro fondo nietzscheano, que “en la tragedia siempre hay atisbo de esperanza”. El enorme drama de este libro incluye un canto de amor, una hermosa elegía al padre muerto y una sutil evocación de la cordialidad materna (latido del corazón originario), lamentos y reflexiones, intentos de llegar al conocimiento de sí desde el bunker[33]. Lisardo expone, en este intenso libro que tiene algo de “sedimentario”, la “sensibilidad vital”, por recurrir como él mismo hace a una noción orteguiana; revisa, a lo largo de casi cuatrocientas páginas, los aciertos y los errores que se han producido a lo largo de su experiencia personal, sin miedo a volver a lo traumático. Meditación honesta de carácter escatológico en la que revela momentos críticos y también muestra cómo ha superado “esos constantes delirios en los que se ha sumido de forma continuada”. Escritura de la angustia vital y, al mismo tiempo, de la catarsis meditativa. En este flujo de palabras late un afán filosófico, un socrático amor a la sabiduría, que se edifica artísticamente en una poética del espacio que, tal y como Bachelard indicara, nos lleva inevitablemente al dominio de la ensoñación. Si, como Lisardo insiste, el fin justifica los medios, este libro neodramático tiene hondura de esa antigüedad que busco la vida beata y la urgencia propia de un tiempo desquiciado. Adentrarse en los pensamientos de Nicolás Lisardo supone afrontar un riesgo, comprender la tragedia vital y, acaso, intuir que algo bello y bueno esté a punto de producirse. El anhelo de resurrección surge como un recuerdo y una liturgia en estos días oscuros. Esperando el mañana.

8 de abril del 2023.


 



[1] Javier González Panizo: Escenografías del secreto. Ideología y estética en la escena contemporánea, Ed. Manuscritos, Madrid, 2016, p. 234.

[2] Cfr. Andrew Keen: “Fracaso épico” en Internet no es la respuesta, Ed. Catedral, Barcelona, 2016, pp. 259-291.

[3] “El eterno diálogo que pretende una sociedad que basa su avance en una constante renovación del espectáculo, que ve lo nuevo cuando realmente estamos enfrentando a una constante reedición de algún concepto extraído del pasado, lo que nos alejaría aún más de aquella propia esencia humanística y nos convierte en meros autómatas de la virtualidad” (Nicolás Lisardo: sobre Scrap City Art, 2020).

[4] “Los límites antiguos de las calles, una vez destruida la muralla y el perímetro, representan ahora términos apenas definitivos, que no imponen el retorno, sino sobre todo el reenvío; no una clausura sino siempre una nueva apertura. Cada vez es más frecuente que, en lugar de una identidad incompleta, se señala una ulterior diferencia. Una diferencia que multiplica las calles, los puntos, los cruces en los que ya no ocurren relaciones estables, sino apenas posibles, donde todo está condicionado por el único principio general del reenvío, signo de lo interminable. Entes, cosas, experiencia, proyectos, devienen imponderables al margen del horizonte bien preciso de la polis, y son en sí mismos infinitos y a pesar de ellos siempre presentes, simultáneos. Aquí, la fundamental nulidad del número subyugó ya la antigua espacialidad del sentido, entendido como estabilidad de las relaciones que lo estructuran. La originaria precariedad de esta estructura se ha hecho real, su carácter infundado es ahora verdadero a través de la evidente imposibilidad de simetría entre lo vacío y lo pleno, lo abierto y lo cerrado de la ciudad” (Giuseppe Zarone: Metafísica de la ciudad. Encanto utópico y desencanto metropolitano, Ed. Pre-textos, Valencia, 1993, p. 51).

[5] “A mi modo de ver la sociedad es cada vez menos consciente de la relación metafísica que le envuelve, que todo en este mundo de sensaciones parece estar al margen y carecer de importancia. Estos espacios parecen recrear el vacío existencial que envuelve a la sociedad del siglo XXI y a mi modo de ver es el fiel reflejo del estado en el que se encuentra en este momento histórico providencial la psique humana después de una década de continuas decepciones, de derrotas morales, de sueños rotos, de hastío por no poder encontrar las fórmulas adecuadas para redireccionar el rumbo” (Nicolás Lisardo: Scrap City Art, 2020).

[6] “Lo sublime es que del seno de esta inminencia de la nada, sin embargo, suceda tenga “lugar” algo que anuncie que no todo está terminado. Un simple aquí está, la ocurrencia más mínima, es ese “lugar“(Jean-Francois Lyotard: “El instante, Newman” en Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1998, Ed. p. 91).

[7] Con respecto a la conceptualización de Scrap City Art, apunta Nicolás Lisardo: “Hay que destacar que el concepto y su desarrollo formal no responde a ninguna afinidad estética, sino que es fruto de mi propia experiencia, dado que fue partícipe del desmantelamiento del barrio industrial de Poble Nou en la ciudad de Barcelona entre los años 2004 y 2009, cuando cursaba mis estudios superiores en la Escuela de Arte y Diseño Eina”.

[8] “Sí, confesémoslo: la pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata de una especie de nueva barbarie. ¿Barbarie? Así es de hecho. Lo decimos para introducir un concepto nuevo, positivo, de barbarie. ¿Adónde le lleva al bárbaro la pobreza de la experiencia? Le lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra ni a siniestra” (Walter Benjamin: “Experiencia y pobreza” en Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, p. 169).

[9] Gérard Wajcman: El objeto del siglo, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2001, p. 16.

[10] “La inseguridad, incluso de las zonas animadas, sume por completo al habitante de la ciudad en esa situación opaca y absolutamente aterradora en la que, bajo las inclemencias de la llanura desierta, se ve obligado a enfrentarse a los engendros de la arquitectura urbana” (Walter Benjamin: Dirección única, Ed. Alfaguara, Madrid, 1987, p. 34).

[11] “Antes del nacimiento de toda cultura, no es trataba, seguramente, de fecundar la tierra mediante el laboreo, puesto que antes de un invento su invención misma no puede aparecer, sino de extirpar, suprimir, prohibir, destruir, matar totalmente las plantas para tratar de dejar un lugar limpio y excluir todo lo que brota allí; no solamente lo que llamamos ahora malas hierbas, todo; inventar un calvero; limpieza por el vacío, esta inanidad que, en la lengua griega, significa el origen: purificación o blanqueo en el curso del sacrificio” (Michel Serres: Los orígenes de la geometría, Ed. Siglo XXI, México, 1996, p. 42).

[12] “La dificultad de esta cuestión [la ruina del acontecimiento] puede resumirse en la afinidad que crea el latín entre el acontecimiento (el caso, casus), proveniente de cadere (caer) y la ruina, que viene de ruere (caer, desmoronarse). Aquí se abre un campo, definido por preguntas como las siguientes: ¿qué es lo que arruina un acontecimiento que cae sobre una superficie de inscripción singular o colectiva, ¿una experiencia, un testimonio? ¿Qué experiencia se puede tener de lo que ya llega arruinado? ¿Qué otra huella puede quedar que no sea más que cenizas?” (Jean-Louis Déotte: “Renan: la nación como olvido común” en Catástrofe y olvido. Las ruinas, Europa, el Museo, Ed. Cuarto Propio, Santiago de Chile, 1998, p. 25).

[13] “Todo el metal corroído, los ladrillos, toda esa masa corpórea había desaparecido en pos de una arquitectura técnica, acabando a modo de holocausto ritual con mi ideal supuesto de belleza” (Nicolás Lisardo: sobre Scrap City Art, 2020).

[14] Lisardo ha explicado con claridad su método de trabajo: selecciona una imagen de barrios o extrarradios de Nueva York, elabora a partir de esa imagen los planos (plantas, alzados y secciones) a escala 1/10, confecciona los despieces de cada una de las piezas y mecaniza las piezas que se cortan con Fresadora CnC o pantógrafo laser.

[15] “Después de ensamblar todo el despiece, se elaboran las técnicas pictóricas y las pátinas para dar un aspecto más real a cada pieza por medio de una serie de mejunjes que considero una forma de alquimia que me da muy buenos resultados” (Nicolás Lisardo: Scrap City Art, 2020).

[16] “Poble Nou, de donde partió mi experiencia hay que decirlo emocionalmente fue mi Bronx particular, el lugar que esencialmente me ha enriquecido en todos los aspectos, el terreno donde fundamenté una sensibilidad por la degradación y la muerte del entorno proletario que, en este momento de crisis existencial, la estética relacional con el fenómeno del situacionismo y el posmodernismo se le asociaría con esa imagen decadente de subcultura y bohemia” (Nicolás Lisardo: sobre Scrap City Art, 2020).

[17] “Parece premeditadamente haber fracasado [apunta Lisardo en relación al desmantelamiento de los espacios industriales de Poble Nou], la función que se los asignó en inicio y por tanto se les niega su capacidad y el desarrollo que albergaron y a todo el capital humano que absorbieron, porque al igual que la existencia a todo le llega su fin” (Nicolás Lisardo: sobre Scrap City Art).

[18] “Parece que la alternativa reza así: o “somos incapaces de imaginar el futuro” (Jameson) o lo único que hay es “la imaginación del desastre” (Sontag). En realidad, puede sintetizarse en lo que Bruce Franklin acertadamente resumió: “El único futuro que parece imaginable en Hollywood es un futuro mejor”. Hasta el extremo de que las ciudades del futuro en las distopías no reflejan ya el futuro de la humanidad sino sus últimos días. Son ciudades del “día después” de aquellos holocaustos nucleares que han hecho la Tierra inhabitable. Por ello se aconseja a los supervivientes que emigren al espacio exterior. Porque la Tierra entera es una ciudad sin futuro y el hombre está al final de su historia. De las metrópolis de los comienzos a finales del siglo XX hay un abismo. No se trata sólo de subrayar las semejanzas arquitectónicas y hasta cierto punto ver las segundas como el proceso de la ruina de las primeras. El enfoque es distinto: más que el camino de la perfección a la ruina de la perfección se trata ahora de las “ruinas en inversión” de que hablaba Smithson, es decir, que las ciudades que se levantan de la ruina misma. De ahí esa “estética del reciclaje” que presentan, están hechas con remiendos de todos los estilos, materiales y humanos” (José Luis Molinuevo: “La orientación estética” en Simón Marchán Fiz (comp..): Real/Virtual en la estética y la teoría de las artes, Ed. Paidós, Barcelona, 2006, p. 96)

[19] “Una sociedad solo le teme a una cosa: al diluvio. No le teme al vacío. No le teme a la penuria ni a la escasez. Sobre ella, sobre su cuerpo social, algo chorrea y no sabe qué es, no está codificado y aparece como no codificable en relación con esa sociedad. Algo que chorrea y arrastra esa sociedad a una especie de desterritorialización, algo que derrite la tierra sobre la que se instala. Este es el drama. Encontramos algo que se derrumba y no sabemos qué es. No responde a ningún código, sino que huye por debajo de ellos” (Gilles Deleuze: Derrames. Entre el capitalismo y la esquizofrenia, Ed. Cactus, Buenos Aires, 2005, p. 20).

[20] Jacques Derrida: “La metáfora arquitectónica” en No escribo sin luz artificial, Ed. Cuatro, Valladolid, 1999, p. 139.

[21] En los textos de Lisardo hay una manifestación constante de preocupación espiritual, así como un deseo de plantar cara al desánimo: “Pretendo evidentemente ir del exterior y destruir paulatinamente toda la concepción de un mundo materia a uno inmaterial, donde ir encontrando mi íntima espiritualidad” (Nicolás Lisardo: Scrap City Art, 2020).

[22] “El espacio basura es como estar condenado a un jacuzzi perpetuo con millones de tus mejores amigos… Es un enmarañado imperio de confusión que funde lo elevado y lo mezquino, lo público y lo privado, lo derecho y lo torcido, lo atiborrado y lo famélico, para ofrecer un mosaico ininterrumpido de lo permanentemente inconexo” (Rem Koolhaas: Espacio basura, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2007, p. 11).

[23] Comentando una de sus extraordinarias obras, realizada a partir del Brooklyn Navy Yard, Lisardo dirá que pretende emular la complejidad del edificio, pero también aludir a la esperanza que está sedimentada en él. A través de su estado ruinoso se transmite “el grado de bajeza espiritual que reside en el hombre del siglo XXI, su indiferencia y su carácter es casi más alienante que los ambientes suburbiales y fabriles del siglo XX. No hay mayor alienación en la subyugación física, sino que se acrecienta si el individuo experimenta un estado de distracción constante de su mente por culpa de un medio difusor de mensajes contradictorios, que sólo proporciona una imagen difusa del mundo real, y eso me hace reflexionar que en cierta manera vivimos el periodo más oscuro de la humanidad lo que algunos han llamado la segunda edad media. Nadie quiere darse cuenta de las consecuencias de lo que esto acarreará a las generaciones venideras” (Nicolás Lisardo: Scrap City Art, 2020).

[24] “Si no aceptamos el abandono, la angustia, la pasión y la noche de la agonía, no somos más que imágenes infieles, piedras de desecho mal talladas que no encajan en el edificio y que ya no sirven para nada” (Pascal Quignard: Las sombras errantes, Ed. Elipsis, Barcelona, 2007, p. 19).

[25] Sobre esta poética y pictórica cuestión ha escrito un hermoso libro Andrés Sánchez Robayna: Borrador de la vela y la llama, Ed. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2022.

[26] Cfr. Víctor I. Stoichita: Breve historia de la sombra, Ed. Siruela, Madrid, 2006.

[27] Cfr. Félix Duque: Las figuras del miedo. Derivas de la carne, el demonio y el mundo, Ed. Abada, Madrid, 2020, p. 110.

[28] Ortega y Gasset, rememorando el Coloquio de Darmstadt (1951) en el que pudo escuchar la conferencia de Martin Heidegger “Construir, habitar, pensar”, apunta que las ruinas de las ciudades alemanas bombardeadas terminaron por convertirse en una “inyección de hormonas” para los arquitectos, algo que le incitó a proyectar un ensayo sobre “La ruina como afrodisíaco”. Cfr. José Ortega y Gasset: “En torno al coloquio de Darmstadt” en Meditación sobre la técnica y otros ensayos sobre ciencia y filosofía, Ed. Alianza, Madrid, 2008, p. 110.

[29] Simon Critchley: Muy poco… casi nada. Sobre el nihilismo contemporáneo, Ed. Marbor, Barcelona, 2007, p. 43.

[30] “Y todos los muertos gritaron: “¡Cristo!, ¿no hay un dios?”. Él contestó: “No hay ninguno”. La sombra de cada difunto tembló por entero […]. Cristo prosiguió: “He atravesado los mundos, subido hasta los soles y volado con las galaxias a través de los yermos del cielo; pero no hay ningún Dios. He bajado hasta donde el ser proyecta sus sombras, me he asomado al abismo y gritado: “¿Dónde estás, Padre?”. Pero no he oído más que la eterna tormenta que nadie gobierna, mientras el centelleante arco iris de los seres, sin que sol alguno lo creara, se alzaba sobre el abismo y goteaba. Y cuando alcé la mirada hacia el inmenso mundo, buscando el ojo divino, el mundo me miró fijamente, vacía órbita sin fondo; y la eternidad era el caos y lo roía y se rumiaba a sí misma. ¡Seguid resonando, notas discordantes, despedazad las sombras; porque Él no existe!”. […] “¡Jesús! ¿No tenemos padre?” Y él, desecho en llanto, contestó: “Todos nosotros, vosotros y yo, somos huérfanos: todos carecemos de padre” “(Jean Paul Richter: Alba del nihilismo, Ed. Itsmo, Madrid, 2005, pp. 51-53).

[31] Sobre el rinoceronte de Durero ha escrito, de forma muy hermosa, Philip Hoare en Alberto y la ballena. Durero y cómo el arte imagina nuestro mundo, Ed. Ático de los libros, Barcelona, 2021, pp. 43-50.

[32] “Porque el monstruo y el fósil no son otra cosa que la proyección hacia atrás de estas diferencias y de estas identidades que definen, para la taxonomía, la estructura y después el carácter” (Michel Foucault: “Monstruos y fósiles” en Las palabras y las cosas, Ed. Planeta-Agostini, Barcelona, 1984, p. 157).

[33] En este libro Nicolás Lisardo recoge las meditaciones de Paul Virilio sobre el bunker y las huellas del miedo. Escribe que “Al igual que el bunker, el cuerpo y el hábitat (el miedo), son los que han pervertido nuestra propia esencia, desposeyéndonos de esa fuerza vital que habita en nuestro interior, generación tras generación”.


DATOS LIBRO PROLOGADO

Título: Neodramatismo

Subtítulo: Aequinoctium pater noster

Autor: Nicolás Lisardo

Editorial: Mirada Malva, 2023

ISBN: 978-84-124343-3-0

Medidas: 233 x 153

Ancho lomo: 17 mm

Colección Mirada Ensayo 09

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria en 1978, Nicolás Lisardo comienza a escribir en 2008 cuando realizaba su PFC “Nuevos pretextos para una vida en constante movimiento”  en la Escola Eina, centro adscrito a la  Universidad Autónoma de Barcelona. En este material teórico crítico el autor formulaba nuevas propuestas en el campo de la arquitectura, que a su modo de ver es un modelo en receso, y con esta iniciativa pretendía desvincularse de su concepción y formalismo para  buscar alternativas en el nomadismo como forma de utopía de regeneración para la sociedad. En 2015 comienza una investigación que aún no ha concluido. El autor definió dicho estudio multidisciplinar como “Umiaya, en busca del espacio intersticial”. Este lo llevó a sondear los límites del conocimiento en lo más profundo de su Gran Canaria natal. En su faceta como artista en 2019 conoce a Manuel Ojeda, una de las personas más carismáticas dentro del mundo de las galerías de arte en España y gracias a su visión empieza a desarrollar exposiciones que en poco tiempo lo llevan al reconocimiento nacional e internacional.  En la actualidad compatibiliza su labor como escritor, investigador y artista plástico con la docencia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Gran Canaria.


Fernando Castro Flórez (Plasencia, 1964) es Doctor en Estética por la Universidad Autónoma de Madrid, donde es profesor titular. Ha escrito en suplementos culturales de periódicos como El País, Diario 16, El Independiente, El Sol o El Mundo. Desde hace más de diez años desempeña su labor de crítico de arte en el ABC Cultural. Colabora habitualmente en Revista de Occidente, Dardo, Exit Book o Descubrir el Arte. Dirige la revista Cuadernos del IVAM. Forma parte de Patronato del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y ha comisariado más de un centenar de exposiciones. Entre sus publicaciones destacan: Escaramuzas. El arte en el tiempo de la demolición, Fasten seat belt. Cuadernos de campo de un crítico de arte, Sainetes y otros desafueros del arte contemporáneo y Una “verdad” pública. Consideraciones críticas sobre el arte contemporáneo.