Poemas de Eleonora Finkelstein
Vidas paralelas
Él había vivido en una iglesia, pero ya no. Ella trabajaba en un bar y nada qué hacer. Llegaron al hotel y alquilaron la misma habitación para pasar los meses fríos. Pero fue en inviernos diferentes (a cual peor).
Él buscaba una mujer (ahora que su madre había muerto casarse ya no le parecía tan mal).
Ella juraba conocer a los hombres: todos diferentes, ninguno bueno. Mejor sacárselos de la cabeza.
Él ya no estaba seguro de que Dios se ocupara de sus cosas como cuando era un niño. Pensaba: la providencia es un asunto inestable.
Ella vivía dispuesta a creer en cualquier cosa menos en Dios. Adoraba las pirámides, los cuarzos y leía el Tarot. La suerte está echada, le gustaba decir.
Cuando llegó cada respectivo verano (a cual peor) los dos siguieron su camino con la promesa de volver en el otoño, pero nunca más los volvimos a ver.
Si hubieran aparecido alguna vez al mismo tiempo (con esa esperanza increíble que sostiene a los derrotados) si hubieran pasado juntos el invierno de un mismo año, en esa misma habitación, se habrían dado cuenta de que estaban equivocados en todo. En todo, excepto en aquello de que ni Dios ni la suerte intervienen en los asuntos sencillos. Las cosas solo pasan: a veces sí, a veces no.
Platónico suicida (o melodramático de la cosa misma)
He estado trabajando mucho. Trabajando mucho para conseguir que esto coincida con algo que entiendo bien. Pero los bordes no calzan O se ven demasiado las juntas. Por un lado, la forma Por el otro, su espectro. Un ectoplasma que desborda por los cuatro costados. Y no gano nada con intentar cubrirlo o contrastarlo. Ni siquiera con aceptarle que se quede. “Soy otra cosa, otra cosa” declara con su sola presencia.
Dado este problema, a veces pienso que el límite es la única medida humana. La belleza, en cambio, sigue ahí con su belleza. La verdad con su verdad, etcétera.
Ahora bien, permítanme dudar de la justicia.
Pero insisto y soy tan torpe, está a la vista: se escuchan soplidos cuando trato de acomodar la boca. Casi se puede ver la transpiración y el cansancio de los músculos. Estas palabras quieren decir algo, brillar Pero siempre llegan sobrecargadas o huecas.
Porque el asunto ese del ritmo es un veneno. Y apenas lo pienso vuelve a escucharse la respiración entrecortada, el esfuerzo de artista callejero. Pero el asunto ese del sentido es un veneno peor. Es que, como dice el poeta: ¿Por qué digo calabaza cuando quiero decir adiós? Siempre la luz y la materia Siempre esa idea de la luna.
Miro por la ventana: El cielo, arriba, con su simulacro de cielo El suelo, un sólido perfecto, siete pisos más abajo:
Es una suerte que siempre tengamos a mano la salida. Una alegría que podamos (en última instancia) hacer aún calzar perfectamente el cuerpo con su sombra (o con lo poco que nos queda de cierto) y sacarnos este peso de encima.
Los viejos, buenos tiempos (Berkeley, 1968 -1998)
Vuelvo a ese lugar y sin embargo no es el mismo lugar en absoluto. Sobre el suelo: la memoria es una niebla dura y ácida que nos llega hasta las rodillas. Tan dura y tan ácida que terminamos por arrastrar los pies. Muy cambiado y tan igual, digo a mi anfitrión que señala a las ardillas de su jardín de un modo tan conmovedor: -Here! There! Here! There! ¿Qué habrá sido de las mejores mentes de tu generación?
II El viejo poeta declara: cuando los versos se escribían solos mis amigos los firmaban, nada más. Pero esta misma nube que ahora nos hace arrastrar los pies por entonces se subía a la cabeza. Con solo chasquear los dedos, directo a la cabeza. To the top –grita señalándose la sien.
III Lo que dijo un personaje italiano en el libro de un autor alemán fue lo que hace mucho tiempo transcribí en un poema (no en este, que es casi en inglés): "Cultiva un pequeño jardín -según el consejo de Virgilio- y todo lo que digas que sea bello y bueno". “Bello y bueno”, subrayé. Es que entonces era una niña y ahora también, ya ves, aunque haya envejecido tanto.
Los monstruos de la resistencia pacífica (un poema feminista, a su manera)
a mi bisabuela Graciana, tal como la imagino
Así como me ven soy una mujer modesta. Consciente de la soledad, de la vejez y de la muerte. Y no es que ande por la vida martirizándome, creyéndome más buena o recordándole sus propias miserias a mis semejantes. No. También me ocupo del trabajo, del almuerzo, de los niños. Miro mi reloj y ajusto la hora con la torre de la iglesia. Y no es que la fe me interese demasiado. Ni siquiera los templos, el amor el mal o los cielos abiertos. Porque sé bien que todos seremos humillados, así que, ¿para qué tanta grandeza? Soy una mujer modesta y eso es todo. Lo que hago, prefiero que sea pequeño, aunque se note poco pequeño y regular: el ejercicio que agujerea las piedras. Mi convicción: la piedad del día a día. Por eso, nada se resiste, por eso sigo adelante. Por eso: por favor, no me cierres el paso. Ni siquiera te cruces en mi camino. Nunca termina bien.
La hermana
¿Alguien quiere que le cuente de mí, que le diga mi secreto de sangre y hematomas? Quiero mostrarles cómo me buscaba el hueso. Cómo no podía flexionar los codos sin gritar. Y los colores eran tan reales: rojo señal, azul y verde silvestre como un monte de naranjas siciliano.
Era como Electra: llevaba mi saco de basura con dignidad. Un cortejo de moscas me seguía. Benditas sean. No iba a buscar el fuego como los perros. Iba a arrojar cenizas a la cara del dios.
Al fin, es cierto, lo que somos se lo debemos a la muerte. No es menos verdadero que la deuda se paga con creces, pero aprendí a no cultivar tanto mi propia tragedia.
Hermano mío, ahora estoy tan fresca, tengo los brazos suaves y ondulados, incluso verdes, artificiales, como un campo de golf.
Colla
Más de una vez estuve sentada sobre estas cajas de cartón con los libros de siempre. Ahora, sin embargo, tengo otras cosas también aquí dentro. Más o menos útiles. Quién sabe.
Estoy en el medio (creo que en el centro mismo) de una ciudad cordillerana. Seguro me equivoco.
Quiero un lugar donde dormir, un lugar donde bañarme y comer. Voy a salir con las manos en los bolsillos para conseguirme algún alivio.
Pero se está bien sobre estas cajas. Se está bien (un lugar donde dormir, donde bañarse y comer).
Mejor voy a esperar un poco. Voy a bajar la cabeza y voy a mirarme los pies. Menos que nunca parecen mis pies, tan sucios bajo este sol fanático.
Voy a esperar otro poco. Ahora que soy de piedra y tengo polvo entre los dientes, estoy segura de que me veo bien (demasiado vieja o demasiado joven) sentada aquí, sobre las cajas de siempre.
No quiero escapar ni quiero quedarme, Si al menos pudiera mostrar / que se me viera el estómago vacío / el cansancio el estómago vacío / el sudor el estómago vacío / la tierra ardiendo. Esa es la vida, creo. Si se prolonga en cualquier momento me crecerá una pollera y me pondré a vender estos limones.
El barco que recuerdo
El barco que recuerdo es el primer objeto en mi memoria. Luego no hay nada o casi nada por un buen trecho largo y plano como el tiempo es.
Transatlántico era, por entonces, una palabra portentosa. Ni siquiera hoy me deja indiferente.
En esa nave, a fin de cuentas, nadie partía en verdad. Casi todos regresaban y regresar no es un viaje, pensándolo bien y en el completo sentido de la palabra.
Como una fotografía (los abuelos jóvenes aún), todo un poco vago y desenfocado. Habían sido unos viajeros. Insisto. Ahora era la vuelta: el viaje de los arrepentidos (nadie querría envejecer así). Algunos pensaban que al final de la excursión serían bellos otra vez. Que los dientes serían firmes y de nuevo fuertes y las caras transparentes y felices y todo lo demás. Y que nosotros de algún modo desapareceríamos. Ellos iban a vivir la misma vida una vez más.
Alguien, que quizá era mi padre, me sostenía sobre sus hombros. Si miraba para abajo veía su cabeza, si miraba para arriba, el cielo y ese río raro que vos sabés.
Sacó un pañuelo del bolsillo y me lo dio para la despedida. (Sí, ahora lo veo bien, era mi padre. Definitivamente. Adoraba los gestos teatrales). Mucho después leí algo cierto y cursi: “cada instante es una despedida”. Como anillo al dedo, pensé, como anillo al dedo.
Parecido a saber y todo implicando el gesto: Muelle, más Barco, más Pañuelo. Lo levanté, lo agité un poco.
Para que te vean —me dijo. No quiero que me vean —pensé. Y lo tiré al agua. Recuerden (a modo de disculpa) que esta es mi memoria más antigua, que por entonces yo era muy pequeña y no tenía adónde regresar.
Delitos menores
Los recuerdo perfectamente bien. Con nombres y apellidos. Robaban y venían a mí como a una diosa con las mochilas llenas de cosas inútiles:
felpudos que decían Welcome pero se ataban a los muros con cadena. Faroles como animales eléctricos a la intemperie. Enanos de yeso y toda esa porquería de “somos una familia feliz”.
“No pasarán”, rayábamos en la entrada de nuestras casas y reíamos encantados, convencidos de algo. No sé bien de qué.
Dicen que la verdad limita con la mentira. Dicen que igual hace lo suyo mientras puede.
Por mi parte, miraba al cielo y languidecía, pensaba en la inteligencia que —aunque no se notara a simple vista— contenía en sí mismo todo aquello. | Eleonora Finkelstein es poeta y editora. Nació en Mar del Plata, Argentina, en 1960. Publicó Hamlet y otros poemas (1997), parcialmente traducido al inglés (Hamlet and other poems, Fairfield University, Estados Unidos, 1999), Las naves (2000) y Delitos menores (2004 y 2016), además de artículos y traducciones. Desde 1991 reside en Santiago de Chile, donde se desempeña como directora de RIL editores. Es co-fundadora y directora de Ærea. Revista Hispanoamericana de Poesía, y de sus colecciones de poesía y traducción. |
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