Un bemol en la guerra Por Marcos Fabián Herrera Cuando lo vieron llegar en el último tren de la tarde, todos en la estación creyeron que se trataba del nuevo boticario de la ciudad. La llovizna que había persistido durante la última semana bañaba de bruma los patios y embozaba a las gentes en paraguas y mantas de plástico. La estación ferroviaria que había conservado el ritmo de trabajo sólo acusaba como síntoma de anormalidad el catarro de varios de sus empleados. Aunque los anuncios de una guerra en la frontera había alertado a los habitantes, tan sólo los memoriosos e historiadores habían hecho del tema el epicentro de sus paliques como pretexto para recordar anécdotas, datos y ser aplaudidos por sus contertulios por la erudición en historiografía bélica. Después de descender, todos imaginaron que en la maleta negra alargada guardaba brebajes, jarabes, pócimas y bebedizos. Por su caminar y gestualidad mayestática, tan similar al del boticario que había muerto el año anterior, lo creyeron experto en el vademécum de los recetarios medicinales que ciertos privilegiados estudiaban en las academias europeas. El fervor patriótico que la provincia no había conocido floreció cuando los periódicos que traía con retraso el tren enteraban a los lectores del conato invasor de peruanos que varias semanas atrás había izado una bandera de ese país en Leticia. Ahora secundados por el presidente Luis Miguel Sánchez Cerro desde Lima, quien de la reticencia mutaba al pleno apoyo, la soberanía colombiana se veía amenazada por algo que a juicio de los incrédulos no era más que una escaramuza. Para ese momento todos desconocían la fecha de apertura de la farmacia pues el hombre no salía de su encierro monástico en una de las habitaciones del hotel. Cuando muchos se preguntaban por la suerte del que a su llegada creyeron boticario, sorprendió al alquilar la casona abandonada del centro de la ciudad y anunciar con un letrero el horario de clases de la primera academia musical en toda la región. El anuncio despejó las dudas y aclaró los enigmas. El advenedizo que en sus primeros días había blandido amargura y mutismo, era el más locuaz, divertido y amigable profesor de música. El delirio de la guerra se acrecentaba con los discursos del presidente Enrique Olaya Herrera que la radio transmitía en las noches. El gobernante ya no se mostraba sereno y precavido; ahora era un tribuno que invocaba de manera incesante entidades vagas como “patria” y “nación”. Como si se tratara de una epidemia propagada por la lábil palabrería todos los adolescentes se figuraban epopeyas de heroísmo en el buque que cuidaba el río Amazonas. Por los parlantes del único cine de la ciudad se empezaron a escuchar ritmos marciales que se entonaban con una emoción que rayaba en el desvarío. Las gentes del sur, siempre propensas al marasmo y la desavenencia, ahora aupaban al unísono la gloria de un país que respondía a la agresión. Uno tras otro, los voluntarios persuadidos por la necesidad de ingresar al piquete defensor del país partían en el tren al lugar de reclutamiento. Las calles, antes populosas y caminadas por los jóvenes, ahora lucían desoladas. Una fuerza atraía a la guerra porque, lo decían en las esquinas, de este lado de la frontera resistirían para no ver diezmar lo que había costado recuperar de otra guerra local motivada por la estupidez. El sonido terso de una flauta traversa sirvió para que las tardes ahítas de tedio se liberaran. Un sol rojizo e intemperante desafiaba la ruindad silenciosa de la ciudad. Las lluvias, con el creciente entusiasmo de la guerra, se alejaron de manera inadvertida, como si temieran una refriega que las redujera a chubascos. En la estación del tren nadie pronunciaba una palabra que no estuviera relacionada con el tema que invadía la cotidianidad. Todos estaban apresados en un sentimiento mezquino. Las notas delicadas que emitía el instrumento de viento anunciaron el inicio en la formación musical. Eran un respiro en una ciudad con hordas que avivaban un patriotismo pueril. La casona de ventanales desvaídos y paredes húmedas no prometía ser el mejor refugio para una academia musical. Las tejas de barro corridas por los vendavales y los aguaceros creaban focos de luz provocando un efecto tornasolado en los salones. Un vestigio de la incuria que advertía del riesgo de las goteras al regreso de las lluvias. Los adoquines del piso eran tapices de líquenes y hierbas. Un plan ambicioso para reparar la casa debía ser concebido antes que el deterioro avanzara y sólo dejara las ruinas de las paredes de bahareque. Los libros de teoría, los solfeos, los atriles; varios saxofones y clarinetes; un par de trompetas y un oboe, se acomodaron en un anaquel de cedro que sobrevivía a los embates de las polillas. No fueron tantos como los que se enfilaron en los frentes de guerra, pero la aldaba herrumbrosa de la puerta sonó como preludio al ingreso de cada nuevo estudiante. Mientras las consignas se gritaban en la calle a cualquier hora del día para conservar el entusiasmo por una causa que las mujeres y los niños no comprendían, en cuadernos de pentagramas el profesor enseñaba el lenguaje musical a sus aprendices. En la calle y en los cafetines los hombres adultos aventuraban hipótesis sobre los posibles finales a la situación que vivía el país. Las tareas propias de la imaginación eran el divertimento predilecto por los diletantes que conjuraban el conflicto, distraían a los incautos y reorganizaban el mapa en juegos especulativos interminables. Con tanto más poder que los presidentes en disputa, desde sus taburetes de cafetín, cada tarde proponían una nueva salida al conflicto. Los periódicos insistían en promover un nacionalismo pueril. Aunque no publicaban fotografías de los combatientes ni informaban de las bajas de alguno de los bandos. Con frases grandilocuentes relataban las gestiones diplomáticas lideradas por hombres de apellidos de lustre que todos leían desde niños en los manuales de historia escolar. La capital, aquella entidad irreconocible y mentada con frecuencia cuando se reclamaba la solución de cualquiera de los problemas, había sido siempre la depositaria de las querellas de las multitudes resignadas a la supervivencia. Ahora, con vítores y titulares de prensa de empalagosa rimbombancia, desde la ciudad de la que pendían los hilos con los que estaba tejida la historia política de un país de yerros y traspiés, se pedía respaldo a la cruzada nacionalista. Como uno más de los muchachos deseosos en descifrar los arabescos que dormían en las líneas paralelas y equidistantes del pentagrama, apareció frente a la puerta de la casona con la mirada extraviada. Con gotas de fango en su pantalón y un morral de cuero que colgaba en su espalda, alguien lo creyó un desertor que no había resistido la rudeza del combate. Las inclemencias de la selva y la ambición desaforada de los capataces que expoliaban sin mesura la riqueza de la manigua se habían conocido por el relato de los cronistas que osaban en explorar las tierras limítrofes. Ahí se escondía un infierno que para muchos era fruto de la alucinación y, para quienes lo conocían, la constatación del lado oscuro de la naturaleza humana. El aspecto sombrío y sus pasos desganados permitían intuir que provenía de aquél paraje dantesco. Cuando la puerta se abrió, en el suelo tostado las hormigas se abrían caminos en ramificaciones que surcaban la calle. Los sonidos disonantes de los instrumentos se perdían con los últimos rayos del sol. Cuando sacó la flauta del morral, todos estaban absortos en sus cuadernos de estudio. El profesor que cuidaba del jardín dio media vuelta y observó el instrumento en manos del desconocido. Era igual a la suya; sólo que lucía descascarada y opaca. Con seguridad la humedad y el trasiego accidentado de su dueño la habían afectado. El aire, en el preciso momento en el que el día y la noche se confunden, era denso. - ¿Qué lo trae por aquí? Preguntó el profesor sin soltar las tijeras de podar. - Soy Peruano. No quiero hacer parte de la carnicería. También quiero enseñar música. - ¿Se salvará si se guarda en esta casa vieja? - No lo sé. Sea ahora o después, no conoceré la salvación. - Con la flauta puede enseñar la música y curar su destierro-. Se le escuchó decir al profesor con un tono de incredulidad en sus palabras. Esa noche los flautistas, a la luz de lámparas de queroseno, ensayaron hasta el límite del nuevo día. Los aprendices regresaron a sus casas con el fondo de un atardecer que confundía la débil llama del arrebol con la masa informe de la selva en su lejanía. Unos cuantos borrachos y prostitutas caminaban por los andenes desafiando a la misma noche. |
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