AUGURIO
Jerónima
entra en el salón de su casa. Recorre desde la puerta cada rincón. Espacioso,
de techos altos. Muebles antiguos esconden historias remotas, la huida de su
madre, la ira del padre, el silencio de las hermanas. Ella era pequeña. Se
aferra al pasado tratando de reconstruirlo, el tiempo se le escapa. Se sienta
en un sillón.
Amelia y Sara
aparecen, la saludan y luego cada una busca su butaca, sacan los tejidos.
Esperan junto a ella la ineludible evolución del mal, el que de un momento a
otro comenzará a manifestarse con alteraciones en el rostro y pérdida de la
inteligencia. Ese fue el augurio de la bruja, es el día.
Cada hora, anunciada por el reloj de
pared, Jerónima va hacia el espejo grande, que está en la entrada de la casa.
Esta vez al mirarse, descubre los primeros signos, el ojo derecho se diluye en
la opacidad. Regresa al sillón y espera. Cierra
los ojos. Escucha la música de un piano, parece Chopin, recorre la imagen del
vuelo de las manos del novio por el teclado, luego su muerte y el luto eterno. Las
hermanas la observan tras los lentes redondos, abandonando un instante los
tejidos interminables.
Su mente se aliviana, la lucidez se evapora
lentamente. Dirige su mirada hacia el ventanal y sabe que mañana, nada le dirá
el aromo que hoy florece en su jardín. Se levanta, camina, vislumbra la puerta
que la conduce al espejo. Por el ojo izquierdo, semioculto por el párpado
que cae, divisa las comisuras de la boca que dejan correr un hilillo de saliva.
Se devuelve al salón, balbuceando, dice a las hermanas: pronto no seré. Ellas
mantienen silencio.Jerónima se acurruca entre los
cojines del sofá. Una imagen oscura la envuelve, la envuelve la mirada
inquisidora del padre en su adolescencia. Ríe, la casa hace eco de la risa.
Asustada calla, no hay nadie, sólo las mujeres que bajan la vista. Ella las
recuerda desde siempre allí, en el mismo lugar, como prolongaciones enjutas de
las butacas de felpa.
Abandona el
sofá, da unos pasos, con el puño de la blusa, seca la baba que le
humedece la barbilla. Tropezando por el salón alcanza las paredes. Sus manos
palpan cuadros que inmovilizan a hombres y mujeres de mirar severo que la
siguen. Abre la puerta, siente su peso. Logra acercarse al espejo.
El reloj da tres campanadas, la
estridencia de una voz inarticulada sobresalta a las hermanas que se miran. Los
tejidos inconclusos resbalan por sus largas faldas. Apoyadas una en la otra
avanzan lento, se asoman al vestíbulo. Turbadas, ven a la hermana menor, que
con la pollera arremangada, muestra su sexo al extraño ser reflejado en
el espejo.
Amelia y Sara asienten. Toman a
Jerónima por debajo de los brazos, cubren sus piernas con la falda, la
arrastran hacia la escalera. Suben. Sólo se escucha el taconeo que hacen sus
zapatos de escalón en escalón. Sus ojos aguados vuelan sin control por los
techos cada vez más oscuros, más cercanos.
Las hermanas echan llave a la puerta
del desván. Hacen la señal de la cruz y bajan tapando sus oídos a los gritos
secos de Jerónima. En el salón, Amelia y Sara van a las butacas, se sientan,
recogen los tejidos y los deshacen con dedos hábiles.
Y NO LLORÉ NI UN POCO
Mi hermano puede andar todo cochino y despeinado y
nadie le dice nada, en cambio a mí no me dejan ni silbar, con todo lo que me
costó aprender, porque mi abuelita, por ejemplo, dice que eso no es de señorita,
y que para qué entonces voy a un colegio de monjas. Esto de ser niña, me está
cargando.
Cuando me aburro de jugar con las muñecas corro al
patio y me subo a la higuera o me encaramo arriba de la pared de ladrillos para
mirar al niño del lado, que tiene anteojos, y siempre está leyendo, como
no puedo estarme quieta me muevo y el niño mira a donde estoy yo y para
que no me vea me tiro bien rápido al suelo y entonces mi delantal blanco se
ensucia entero, las trenzas se me deshacen. Entro a la casa por la cocina y
cierro los ojos bien cerrados pero igual me ven, la Audolía, la empleada más
importante de la casa, me dice, esta niñita no es la Isabelita porque ella es
ordenadita, limpiecita, y a esa quiero yo, entonces para que me siga
queriendo, voy corriendo al baño, me lavo bien lavada la cara, me mojo el pelo
y me empino para mirarme en el espejo, pero me veo la pura frente; igual vuelvo
a la cocina y la Audolía me dice, ahora sí que llegó la Isabelita y me
sienta en su falda, a mí me da como un gusto en la guata pero se me pasa casi
altiro, porque, tantas cosas que me piden a mí y al Paulo no, parece que a él
lo quieren de todas maneras, entonces me dan ganas de haber nacido hombre
mejor, ellos pueden jugar a muchas más cosas que una y hasta salir a la calle a
chutear la pelota con sus amigos.
Por eso el otro día tomé a escondidas las tijeras de
la mamá y me corté bien cortadas las trenzas, me puse la ropa del Paulo y le
saqué el emboque. Mi mamá andaba en una cosa que se llama Gota de Leche,
entonces como estaba lloviendo fui a jugar a la galería y estaba silbando bien
fuerte cuando entró mi abuelita que venía a regar sus plantas, me vio y se le
cayó la regadera con toda el agua, y me llevó de un brazo, volando al
dormitorio y me iba diciendo hartas cosas con la boca así, bien apretada, que
ni entendí y cuando cerró la puerta me dijo, aquí te quedarás hasta que llegue
tu madre.
Cuando ella llegó y entró a la pieza, ya sabía todo,
porque venía con una cara rara y bien callada, se sacó el sombrero y los
guantes y después se paró delante mío y me dijo que quedaba castigada sin salir
de mi pieza, solamente para ir al baño, hasta que le crezca el pelo y
aprenda a ser una señorita, dijo. Yo la miré para arriba, y no lloré ni un
poco, porque mi papá siempre dice que los hombres no deben llorar.
MATINAL
Yo no me perdía tú matinal, tía
Adela. Me ponían temprano el delantal blanco y, peinada con dos trencitas bien
estiradas, corría hasta el fondo de la galería. Abría con cuidado la puerta y
luego me escondía tras las cortinas gruesas de tu dormitorio. Lograba estarme
quieta para poder asistir a tu acto.
Comenzaba con tu
último ronquido en el que parecías entregar el alma, despertándote, abriendo
esos ojos de ratoncillo asustado. Te sentabas en la cama. Soltando el pañuelo
que anudabas en la noche, para sostener el mentón descarrilado, ahora, este
caía por el cuello. Luego te ponías los dientes que sacabas de un vaso con
agua, dejados la noche anterior, sobre el velador. Con tu mano
derecha, sujetabas la barbilla, dando un saltito para alcanzar el suelo.
Enseguida te parabas frente al retrato de tus padres, los saludabas con
una venia y te ibas al peinador.
Tomando el jarro de
porcelana blanca, vertías un poco de agua en el bidé manual y te sentabas
ahorcajadas sujetando el mentón con la mano izquierda. Con la derecha,
lavabas tus partes secretas. En el lavatorio blanco con flores azules,
limpiabas tu cara. Vestida y empolvada procedías al peinado, era el momento que
yo esperaba con ansiedad. Usabas tus dos manos, entonces,
podía ver una y otra vez tu lengua larga y puntiaguda, bailar con la barbilla,
a cada movimiento tuyo.
Deshacías una
escuálida trenza que enrollabas en un moño apretado. De una mesita,
cogías unos rizos de color castaño, colocándolos en la frente y sienes.
Los pegabas con goma a tu piel. No podía apartar mis ojos de tu imagen.
Finalmente, cerrabas
tus labios desdibujados y con una de tus manos, ponías el pulgar bajo el mentón
y el índice, bajo el labio inferior. Volvías al retrato de tus padres
despidiéndote de ellos, con una reverencia.
No tenías espejos en
tu pieza, todas las mañanas armabas tu persona de memoria.
VACÍO
Ese lunes, inauguraba agradecida la ausencia
familiar. Unas largas vacaciones de soledad en esta casa, mi casa
de tres pisos; como eran la de los abuelos, altas. Eran las doce y, en la
cama, organicé sonriente y con un cosquilleo íntimo, todo lo que no haría. Para
mayor gozo, busqué el cuaderno donde anotaba entradas y gastos del mes y
escribí. “No haré camas, no haré aseo, no cocinaré”…En eso escuché un crujido.
Miré hacia las vigas del techo tratando de oír, pero no, estaban mudas. Más
entusiasmada, continué con mi listado. “Me vestiré, sólo cuando tenga ganas y
tal vez me duche, no atenderé el teléfono, esconderé el reloj. En la noche,
nadie acudirá a mí para contar cómo estuvo su día”.
Un nuevo crujido. Decidí salir al pasillo y bajar.
Alguien no cerró bien la puerta, pensé, alguien pudo entrar. Al
poner el pie sobre el primer peldaño de la escalera, este se replegó dejando un
vacío con el siguiente escalón. Traté de saltar y alcanzar el tercero, pero
también se recogió. Apoyándome en la baranda frente a la puerta de mi
dormitorio y cerrando los ojos, esperé el silencio deseado. Luego los abrí. La
escalera estaba impecable, sus peldaños y descansos donde debían estar. Con
vergüenza, me alegré de estar sola.
Volví a la pieza, y otra vez el ruido, ahora
quejumbroso y agudo. Puse atención tratando de controlar el temblor de mis
piernas. Bajaré, resolví con firmeza. Cuando iba a poner el pie en el primer
peldaño, estos se fueron plegando uno tras otro, hasta quedar en un montón de
tablas apiladas en el fondo oscuro. Asomándome al vacío, presentí con espanto
que quedaría recluida en el tercer piso de mi casa, hasta que alguien
llegara a poner orden en la escalera de madera.
GRAFITI
Fue un hallazgo el de aquel día. Caminando por una
calle olvidada, me dejé llevar por la inercia. Los colores desteñidos de
un muro se aferraban a intensidades pasadas.
Reconocí los rostros, con sus bocas abiertas
lanzaban gritos de esperanza. Oscurecía, la calle se llenó de una
muchedumbre agitando pañuelos, banderas y la vida vivió. Luego fue apagada
por el ulular de las sirenas, los golpes, los insultos, el miedo.
Una lágrima se deslizó por mi cara, luego otra,
otras, cayendo como los mares derramados sin rocas que los detengan.
Desperté sentada en la acera con un pájaro muerto
entre las manos, si saber qué hacer con él.
ESA CHAQUETA
A CUADROS
Sólo tres días al año me doy por muerto y quedo tranquilo
en la tumba, el resto del tiempo vivo su vida.
Después de aquel sábado en que le hice la
broma de irme, lo que nunca me ha podido perdonar, se cambió de casa tratando
de borrar el recuerdo. Lo cierto es que no fue un chiste el morirme, sino una
distracción que resultó fatal.
Cualquier persona en mi lugar,
esperaría reposo en el silencio eterno, pero no es mi caso. Me sueña en
casi todos sus sueños. Siempre es el mismo, sólo cambia el entorno, a veces la
calle o una plaza, de pronto un pasillo. Anoche fue el metro. Yo estaba de
espaldas a ella, al final del vagón, sin embargo como siempre, de lejos y entre
cientos me descubre. Pienso que es a causa de la chaqueta, nunca me recuerda
con otra. Entonces corre entre medio de la gente, llega hasta mí y me
increpa por el tiempo que le he hecho creer que estoy muerto. Jamás respondo,
tan sólo la miro, dejándola perdida en el abrazo vacío para que despierte.
Por las mañanas me llama su nostalgia, voy
con ella en las idas y venidas por la ciudad. Una música triste acompaña las
lágrimas que no la dejan conducir, yo, sentado atrás, la observo por el espejo
y me invade una suerte de culpa.
Y no hay tregua, porque luego, me urge con
pedidos en rezos atropellados e insistentes, por el hijo que dejé, por aquellos
que no alcancé a conocer. Es su encargo permanente. Debí llevarme esa chaqueta
a cuadros; cada noche la saca a escondidas desde el fondo del baúl verde y de
puntillas entra al baño, donde se mira largo en el espejo abrigada con ella. No
tuve tiempo, mi viaje imprevisible no me dejó otra que irme con lo puesto.
Hoy la espero, seis de
octubre, uno de los tres días que vuelvo a la muerte. Ella vendrá al atardecer,
abrazada a un ramo de flores amarillas que arreglará, buscando mi nombre
semioculto por la reja gris. Luego, sentada en una piedra bajo el árbol que me
da sombra, fumará lento un cigarrillo.
Mañana prepara un nuevo cambio de casa,
huyendo hacia la soledad total para perderse de miradas que interrogan. A un
lugar donde pueda alargar el momento ante el espejo y luego dormirse arropada
en la vieja chaqueta. Necesito anticiparme, llegar hasta el baúl y hurgar en el
fondo hasta encontrarla. Mi cómplice será el silencio de la siesta en la que
ella sueña otros sueños; entonces desapareceré vestido con la que no debí
olvidar. Imaginará que es otra broma mía, pero el tiempo que pierda en
buscarla, la liberará sin saberlo del rito, y yo, muerto por fin, le haré un
guiño desde la tumba.
CLÍTORIS
En algún momento de mi vida, sentí
eso que los mortales llaman, complejo de inferioridad. Tal vez fue aquel día en
el jardín. En la laguna del Loto, Venus hacía remolinos con su pie.
Yo me detuve a su lado.
Reflejada en ese espejo, su silueta cruzaba hasta
la otra orilla, mientras que la mía apenas se insinuaba en el borde. O
quizás fue aquella noche, que desvelada de amor derramé tantas lágrimas,
que tuve que huir para no ahogarme en ellas. No lo sé.
Lo que recuerdo con precisión, es
el último encuentro con Júpiter, el culpable de mi insomnio. Tomaba sol tendida
en una amapola, cuando de pronto, me sentí alzada por los aires, me aferré
a un pétalo para no caer. Al momento en que iba aspirar el
aroma de la flor, sus ojos descubrieron mi belleza diminuta y hubo de
hacerse pequeño para poder seducirme, convirtiéndome así, en la diosa del
placer.
DE UN DÍA PARA OTRO
Era primavera, ¿o aún no? septiembre, si, eso
es y de un día para otro, la ciudad quedó a oscuras. Estuve ausente, ¿un mes?
¿un año? Alguien me trajo de vuelta a casa, en un auto blanco, me dejó tirado
en la acera. Cuando pude levantarme la recordé, estaba allí, empujé su puerta,
estaba vacía de gente pero llena de cucarachas, el piso se ondulaba. Sentí miedo,
a saltos llegué a la cama para no pisarlas. Me acosté. Tenía hambre. En algún
momento golpearon a la puerta, debo haberla dejado abierta porque entró un
hombre. Pasó por encima de los bichos sin verlos y se sentó en el borde del
colchón. Hola, me dijo, entonces lo reconocí, más por la voz que otra cosa, mi
oído es agudo ahora. ¿Cómo estás? preguntó. Parece que bien, le respondí, pero
me molesta esta oscuridad y los bichos. Comprendí que no veía lo que yo.
Entonces no quise contarle de las voces, me sentí distinto, aislado. Tomó mis
manos con apuro, nervioso, como queriendo largarse luego. En la cocina te dejé
algo de comida; pronto pasará todo, ya verás. Yo asentí, quizás por pudor, o
por lo cansado de insomnio que estaba. Entonces se fue, me dijo que en cuanto
pudiera volvería. No lo hizo.
Hoy, con las manos dormidas y los ojos
abiertos mi mente escucha. Las voces violentan mis oídos, los tengo hartos de
informaciones contradictorias. Yo sé que alguna vez fui, debo creerles, no
puede existir una mentira tan larga. Incluso, tengo síntomas de ser, aunque
permanezca suspendido en un do interminable en el pentagrama. El síntoma más
fuerte es que sigo esperando la primavera. Pero no salgo, si lo hago vuelven
los insectos.
A veces, me abruma no ser lo que
dicen que fui, me gustaría serlo. Pero ¿y si desde entonces ya estaban todos
ciegos? Me lleno de dudas. Tal vez esté perdido, o escondido en un secreto no
revelado. Muevo las manos para despertarlas, cierro los ojos, me levanto,
camino hacia el baño. Abro los ojos, me paro frente al espejo, pestañeo, pero
este me devuelve una y otra vez el reflejo de la cortina azul, cerrada.
UNA NIÑA
EN LA FUENTE
Estábamos ahí sentados desde hacía rato, cada uno contemplando
el paisaje en sentido contrario, evitando cualquier cruce de miradas en ese
querer y no querer comunicarse, en ese temor a lo desconocido, encubierto por
excusas mentirosas. Porque yo venía paseando por el parque, cuando lo vi
de lejos. Algo hizo que me sentara en el mismo banco de él, algo en
mí, quizás el silencio largo que arrastraba por la soledad, o fueron esos ojos,
cuando me miró y que luego desviándolos, se posaron en la niña de la
fuente.
Pensaba que si él no se iba de allí, permaneciendo
simplemente al igual que yo, sentía lo mismo, un desear, un tal vez, una
soledad que compartir, sin atreverse a tomar la iniciativa. “Qué
idea”, me dije enseguida. Debe estar enredado en algún recuerdo amoroso, ni
siquiera sabe que hay alguien cerca, en el mismo escaño. Por un momento
me atrapó la nostalgia de otros tiempos, en los que me sentía segura de un
encanto especial.
La gente pasaba frente a nosotros, apurados,
atareados, nos miraban de reojo, creyendo ver, de seguro, un matrimonio sumido
en el aburrimiento. Sonreí. Sentí el impulso de hablarle, hacer una broma con
lo que pensaba y reírnos, pero ahí supe que la espontaneidad se me había ido.
Observé la fuente, la escultura de la niña que parecía querer bailar, como yo,
entonces escuché su voz. “¿Usted fuma?” preguntó él.
UNA VEZ, EL HOMBRE
¿Cuándo comenzó? se preguntó en voz alta el Visitante,
que estuvo ausente apenas un siglo. ¿En el paso de la pluma de ave a la pluma
metálica? ¿Cuándo se entubó la tinta? El eco devolvía las preguntas desde
el fondo del gran hoyo formado en la tierra, al que llegó atraído por las rumas
de lápices en desuso, que más bien imaginó en el polvo con olor a mina y
nostalgia de papel.
En medio de la soledad, recordó tiempos
donde los hombres construían la historia, cuando el pensamiento fluía en
lenguaje, en la palabra, en la escritura, un placer antiguo recorrió la yema de
sus dedos. ¡La Magia! Sobresaltado fue en su busca.
Poco tiempo tardó en descubrir lo irreparable:
la vida se había almacenado, habitaba en disquete. Cementerios de deshechos
iban poblando la ciudad a un ritmo colosal.
¿Dónde está el Hombre? clamó el Visitante
antes de desaparecer. Miles de manos digitando, se tensaron un segundo, al
estruendo de la voz que atravesó el espacio.
Su vibración quedó suspendida por apenas un siglo.