Fabio Amaya, pintor materialista 

University of Paris III Sorbonne Nouvelle, France

  Empecé a creer en el tallado directo de la piedra,

 a permanecer fiel al material (...). Tomé este principio

de escultores como Brancusi y Modigliani. 

Henry Moore

 

 

            Decir de un pintor que es materialista significa incurrir en el vasto ámbito de las redundancias. Porque la pintura, como la escultura, es esencialmente material. Cada cuadro, para referirnos más precisamente al motivo que nos ha convocado a la presente tarea, es un nuevo objeto que viene a incluir su realidad material entre los múltiples objetos que pueblan el mundo. Tan objeto en su condición primera como esta mesa, este libro o la puerta que abre y cierra una galería. Pero su presencia no es anodina. Por su condición de obra de arte, se constituye en un espacio privilegiado dentro un campo de percepción. Insistir en su realidad material es, por lo tanto, consideración ineludible, puesto que es esa misma condición quien le otorga un lugar propio, singularísimo, en el espacio que nos rodea. Pero no basta con reconocerlo en su materialidad. Trátase de un objeto específico, distinto de cuantos lo rodean por su condición de obra de arte, orientada, pues, hacia la emoción estética. Como es harto conocido, durante siglos se le atribuyó una función puramente representativa, que lo colocaba en una relación ancilar, ya sea con el mundo exterior, del que debería darnos una reproducción, de fidelidad irreprochable, ya sea con el ámbito íntimo del pintor, es decir, con las propias emociones del artista. La obra de arte, bajo esta mirada particular, sería, al mismo tiempo, depósito de una parte de lo real y de los fenómenos emocionales experimentados por el pintor. Eventualmente, de una sumatoria de ambos. El impresionismo, con sus altos y sus bajos, parece marcar la culminación de esta concepción ancilar de la obra de arte. Tal vez esto explique su condición de estereotipo, capaz de producir una doxa aún dominante en ciertos sectores de la crítica y, particularmente, en el masificado turismo de nuestros días. Si logramos sustraernos a esta doxa y reconocer la materialidad de la obra de arte, podremos aceptar, también, su autonomía. Trátase, como se ve, de una consecuencia mayor. Por eso me resulta indispensable decir que Fabio Amaya es un pintor materialista. Sé muy bien, sin embargo, que no basta con decirlo. Lejos de agotarse en sí misma, esta frase abre un campo de múltiples consideraciones que nos llevan a interrogarnos sobre el trabajo del artista, la naturaleza y la función de la mirada y plantea, con singular agudeza, la estrecha relación entre materialismo y espiritualidad, sin la cual la emoción estética no existiría.

                Cuando miramos un cuadro, solemos olvidar que todo empezó con un lienzo, generalmente rectangular, dispuesto en un bastidor. Nada más que una superficie plana, que adquiere sentido y presencia en su forma primera. Es necesario imaginar esta etapa inicial. Y compararla inmediatamente con lo que ahora tenemos ante nuestros ojos. Esta metamorfosis espectacular es obra del artista y da testimonio del trabajo singularísimo que éste ha cumplido. El aporte material del pintor ha transformado una materia neutra en obra de arte. Así, cuando miro los cuadros de Fabio Amaya, no puedo dejar de pensar en las primeras teorías cosmogónicas materialistas, que lo eran porque en vez de atribuir los orígenes del universo a la acción de un demiurgo, es decir a una intervención divina, lograron proponer una explicación basada en un fenómeno físico, material. Pienso, pues, en Demócrito y en las primeras teorías atomistas. Los toques cromáticos que van componiendo las telas de Fabio se convierten así en el equivalente estético de la floculación de los átomos que, de acuerdo a las  teorías de referencia, engendró el mundo en que vivimos. Estamos lejos aquí, es obvio, de la abstracción metafísica. Nada más concreto (ya llegará el momento de hablar de la figura y de la abstracción pictórica) que este universo artístico. Nos devuelve el tiempo y la memoria, porque nos enfrenta con la realidad material en la que están insertas nuestras vidas. Porque nosotros también somos materia. No lo olvidemos. Claro que quien dice materia humana dice también sensualidad y quien dice obra de arte dice sensibilidad.

                 Nuestra larga historia de seres humanos conoció diversas etapas en las que estos dos fenómenos fueron considerados de manera contradictoria. La sensualidad era vista como la expresión de nuestra animalidad, mientras que la sensibilidad surgía como testimonio de nuestra condición humana. Básteme referirme a Segismundo, mísero e infelice, para ilustrar esta situación histórica. No escapará a nadie que, para relacionarse con un cuadro, la sensualidad es indispensable. Me detendré, pues, momentáneamente en ella. Pero ruego que se me autorice a detenerme, también, en dos circunstancias especiales y especialmente significativas. Imaginemos a Amaya ante la tela cruda. Su mirada de artista le lleva a cumplir un gesto que puede parecer mínimo, pero que transforma por completo el punto de partida. Allí donde pone el ojo pone el toque de pintura. Crea entonces un espacio-tiempo singular. Porque ese toque de pintura atrapará, minutos, horas, años más tarde (y ninguno de estos cuadros ha sido pintado en el momento mismo de la exposición) otra mirada, la del espectador, y excitará entonces su sensualidad. Ésta, a su vez, despertará la humana sensibilidad y contribuirá a desarrollarla. Me atrevo a decir que en este espacio-tiempo tan particular reside la raíz del arte y de la emoción estética. Que esos toques de pintura se organicen, además, en una paleta es fenómeno plástico determinante. Invito, pues, al espectador a considerar la paleta de cada cuadro aquí expuesto. No perderá su tiempo. Reconocerá una economía cromática admirable. Lo que no impide, claro está, la producción de matices que, por lo demás, en nada desdicen la constitución de la paleta propia de cada cuadro, de cada situación particular. Al contrario, contribuyen a afirmarla. Esta material acción de la materia no se opone, pues, de ninguna manera, a la espiritualidad, sino que le procura base y sustento.   

              Bastante hemos trajinado los seres humanos con la materia como para creer saber, en el estado actual de nuestros conocimientos, que ella es también energía. De esta combinación singular emerge, pues, la vida. O sea, en los cuadros que nos ocupan, la figura humana. Basta detectarla para que nuestra percepción de la tela pegue un vuelco. Hay aquí, una audaz combinación de pintura abstracta y de lo que la crítica llama, con palabra que no me gusta, neo-figurativismo. Propongo, pues, al lector de estas líneas, que es, también, espectador de estos cuadros, que oriente su mirada, primero, hacia la superficie general de las obras aquí expuestas. Basta una módica familiaridad con la pintura contemporánea para reconocer un fondo mayor de abstracción, construido por el pintor con toques de fuerza y superficie variables, dentro de una paleta cambiante de un cuadro a otro, pero rigurosamente contenida en cada uno de ellos. Allí está la materia, allí están los átomos que han floculado. Pero en ese espacio se introduce el tiempo. Surge, así, la vida. La pintura de Amaya es, sí, materialista, pero es también y tal vez sobre todo genésica. Sensualidad y sensibilidad se combinan para permitir al cuerpo humano emerger de la materia, en un esfuerzo permanente por liberarse de ella o, mejor, por afirmar su especificidad humana dentro del entorno material en el que ha sido engendrado. Lejos estamos, pues, de una pura representación de la figura humana o del paisaje que le sirve de marco. Asistimos, gracias al talento del pintor, a la constitución de la materia y a la emergencia, en ella, de la vida. Lo que no excluye la muerte. Vida y muerte se combinan con el tiempo y proponen un concepto que las engloba : la existencia. Muy habituados estamos a la noción de novela o, más generalmente, de literatura existencial. Lo que aquí tenemos, en la originalidad de sus combinaciones estéticas, es una pintura existencial. La ilustran, abundantemente, cuadros como « Grito del silencio », « Soledad siempre », «Despertar » o el muy sensual, pero no por ello menos espiritual, « Pensando en Gabriella ». Y tantos otros. Va de suyo que, por su condición genésica, fundacional, existencial la pintura de Fabio Rodríguez Amaya no podía esquivar el mito, en particular, en sus versiones más directamente ligadas con la personalidad
humana. Narciso, Ícaro o el oximórico « Paraíso del Infierno » lo prueban con abundancia.
                 

Hay, pues, aquí, una riqueza pictórica que exige de parte del espectador un auténtico trabajo de la mirada. Quien haya venido aquí a distraerse habrá equivocado su camino. Pero lejos estará de salir perdedor. Al contrario, habrá enriquecido su capacidad sensorial al ejercer su mirada sobre un campo perceptivo hecho de interrogaciones y de cuestionamientos. En esta combinación permanente de sensualidad y sensibilidad juegan plenamente su papel la materia, la energía, la humana existencia y el tiempo. Pero la pintura es, como la escultura o la danza, un arte espacial. En la lucha permanente de esos cuerpos por acceder a su propio espacio, es decir a una libertad corporal, la mirada hace que el espectador se interrogue sobre su propia situación en el espacio. El ejemplo de Ícaro me parece particularmente revelador. Trátase, como lo quiere el mito, de una caída. Lo que no deja de tener su dimensión existencial. Invito, ahora, a practicar con esta obra una suerte de quadro riportato que transforme en horizontal lo que Fabio nos propone en vertical. Asistimos a una metamorfosis de los fluidos. Lo que era aire en la dimensión vertical se convierte en agua una vez que el cuadro ha sido visto en su posible horizontalidad. El volador fracasado se ha convertido en nadador, que ahora cumple, en el mar donde ha caído, los mismos gestos que desarrolló en las zonas de la atmósfera que le habían sido prohibidas. El trabajo de la imaginación y la mirada sobre el espacio nos permite, pues, reunir en un nuevo espacio-tiempo dos momentos capitales en la fracasada aventura de Ícaro : la quiebra del vuelo y la caída en el mar. El espectador logra así producir el laberinto y su salida. Lo que no es en nada ajeno al mito. ¿Puede alguien sugerir mejor manera de mirar al hijo de Dédalo que transformar el espacio ?

                Contemporáneo de «Ícaro» es otro cuadro que también connota el laberinto : «A la búsqueda del umbral». Lo que este cuadro nos ofrece, una vez más, es un espacio-tiempo singular con dos tratamientos diferentes de la figura humana. Pero, cuando se le mira, lo que la sensibilidad despierta en nuestro espíritu no es ya la teoría atomista, sino una frase que, según se cuenta, André Lhote había hecho inscribir en « La Grande Chaumière » : « Nul qui ne soit géomètre n’entre ici ! ». Porque lo que nuestra mirada reconoce en el cuadro que ahora nos ocupa es la geometría. También se cuenta que un contemporáneo de Lhote y gran maestro del constructivismo hispanoamericano, Joaquín Torres García, exhibía en su taller tres formas geométricas : una pirámide, un cubo y una esfera. Trátase, como se puede ver, de formas tridimensionales. Lo que no deja de sorprender, pues el constructivismo favoreció siempre la bidimensionalidad. Pero la presencia de las formas geométricas debía tener una clara función pedagógica : recordar que, antes de representar una realidad que le es exterior, la obra pictórica resulta, inexorablemente, de una combinación de formas y de colores (aunque ambos puedan limitarse a la unidad). Decir de una pintura que es geométrica significa, por lo tanto, incurrir en el vasto ámbito de las redundancias. Con el agravante, esta vez, de la reincidencia. Tal vez sea posible incluir aquí un matiz semántico. Toda pintura es, por definición, combinación de formas y de colores. Es interesante observar, sin embargo, que hemos asistido, durante siglos, a un trabajo de ocultación del carácter intrínsicamente geométrico de la pintura. Será necesario llegar hasta Cézanne para poder observar el fenómeno inverso, es decir, la puesta en evidencia de las formas geométricas en las que se apoya el pintor. Y el cubismo, que tanto debe precisamente a Cézanne, completará esta tarea. Si el espectador no rehuye, todavía, el trabajo de la mirada, podrá comprobar una evolución estética –que no es ni ruptura ni fractura, como ha de verse- en la serie pictórica que hoy nos ofrece Amaya. En todo un conjunto de cuadros, los más recientes, la puesta en evidencia de las formas geométricas, más aún, su franca utilización en la producción de la obra, adquiere una importancia mayor.  

            No asistimos, pues, aquí a una fractura en el trabajo del artista. Sí a una reelaboración de sus presupuestos estéticos. La experiencia singular que nos ofrece Amaya en esta serie consiste, precisamente, en combinar su permanente estética materialista, genésica, existencial con formas geométricas cuya evidencia atrapa la mirada del espectador. «Nocturno en fuego » es ejemplo particularmente significativo de esta nueva ruta pictórica. El rigor en el uso de los colores coincide con el rigor de las formas geométricas. El cuerpo humano surge una vez más de la materia, explaya su situación existencial y su singular situación en el espacio. « Ella,vibrando y forcejeando », « Confianza en la ventana » constituyen una audaz reelaboración de « A la búsqueda del umbral ». Los diversos trípticos « Del vacío », « Del absurdo », « Del exilio » escapan a toda categorización tradicional de la pintura. « Miradas divergentes » y « Secreto del espejo » introducen la ciencia física -la óptica, para ser más exactos- en la pintura y abren un espacio nada despreciable al humor, en su variante, tan apreciada por los surrealistas, de humor negro. Pero hay más. Me he permitido, al comienzo de este estudio, llamar la atención de mis eventuales lectores sobre el trabajo del artista que transforma una materia neutra, el lienzo tendido en un bastidor, en obra pictórica. Por esta razón, querría hacer notar, ahora, que el lienzo ha sido respetado en toda esta serie como componente de la pintura. Diríase que el pintor ha querido rendir un merecido homenaje al soporte original de su tarea. Una arraigada costumbre académica me lleva a buscar un referente para este tipo de pintura. Pienso inmediatamente en Francis Bacon, nombre mayor, no lo ignoro, del arte contemporáneo. No es referencia exagerada. Tampoco es signo de imitación, ejercicio artístico tan saludable como necesario, por lo demás. Es, sí, una justa referencia. ¿Acaso Bacon no recordó, en sus telas, a todos sus referentes, desde Velázquez hasta los surrealistas y los cubistas ? Sí, Bacon es un referente mayor, pero la pintura de Fabio Amaya sigue siendo la suya propia, con sus paletas estrictas, su toque pictórico personalísimo, su permanente preocupación existencial. Otro gran artista del cuerpo humano, Henry Moore, declaró alguna vez su voluntad de conservar la fuerza primitiva con su contenido humano. Esta potencia original se explaya en la energía genésica de la pintura de Amaya, contenido humano por excelencia. Podemos fácilmente reconocerla, pues domina una tela tan marcada por las formas geométricas como « Detenida en la penumbra ». En esta obra, el lienzo emerge con su fuerza original y otorga una nueva libertad al gesto del pintor y a nuestra mirada. El cuadro se transforma así en máquina pictórica. Producto, claro está, de la imaginación del artista. ¿Cómo no pensar, entonces, en otro gran imaginativo, pintor y maravilloso inventor de máquinas maravillosas ?  Será él, pues, mi último referente. La pintura de Amaya es, como se ha podido ver a lo largo de las distintas etapas de este estudio, materialista, genésica, existencial y geométrica. Todos sus cuadros lo prueban, por su tratamiento original de la materia pictórica, por el lugar que otorgan al cuerpo humano, por las situaciones en las que éste se encuentra, por la función en ellos de la física y de la geometría. Se impone, pues, decir ahora, en una sola palabra, que la pintura que hoy tenemos la oportunidad de contemplar es eminentemente vinciana.

 


 Cuadros Copyright © Fabio Amaya

 Fotografías Copyright © Andrea Livio-Milán