Canto Rodado de Samuel Serrano
Un
poemario profundo y despojado (Primera parte: “Canto rodado”)
Por
Ángel López Ortega
Madrid, España
Modesto
y aparentemente sencillo como un canto rodado, este segundo libro de Samuel
Serrano escrito entre 1995-96 que mereció el premio ciudad de Bogotá, remite inevitablemente a la humildad de las
piedras del camino cantadas por León Felipe,
a su ausencia de adorno, a su
aridez.
Por
medio de una alegoría que compara a las piedras con los domesticados seres
humanos de nuestro tiempo, desprovistos de dioses y leyendas que son despeñados
inevitablemente hacia la fosa, Serrano intenta explicar en la serie de poemas
iniciales el título del libro y el significado de sus versos.
Las piedras de la calle
son el lecho de un río
que ha olvidado sus aguas
Esta
hipótesis cobra fuerza en el segundo poema del mismo nombre.
Como piedras pulidas
en el lecho de un río
al invocar el sueño
frotamos nuestros pies.
Somos
guijarros desolados, pobres seres
insomnes a los que les cuesta dormir. El insomnio, como alegoría y metáfora
fundamental de la obra, condición no deseable del autor que a pesar de su fatiga
no puede dormir y descansar, aparece por primera vez en estos versos como una
densa penumbra amenazante que se hará más evidente en la tercera parte del
libro.
En
esta primera parte se hurga en la herencia generacional de la gente de la
montaña, a la que pertenece la familia del poeta. Y en el retrato no salen
favorecidos. En el excelente poema “Serranos”, los hombres de la tierra son
monolíticos, fríos, rencorosos, vengativos:
Un bloque de granito
como un hacha de piedra.
Unos dientes azules,
verticales y fríos.
Así
termina ese poema, el cual anticipa de algún modo el próximo libro de Serrano,
El
hacha de piedra, imagen que en estos versos alude a la violencia primitiva,
a la dureza del relieve y del carácter, a unos hombres descritos como la misma
dentada sierra de la cordillera.
A
continuación, el poema dedicado a la abuela, pese a que ella es también
habitante de las montañas, dulcifica un tanto el tono. Aquí prima el grato recuerdo
de lo cotidiano, la antigua casa de paredes blancas, embaldosada de ladrillos
rojos, con los muebles oscuros y el huerto luminoso. La abuela, con su
presencia, hace humanas esas cosas. Y la emoción y el cariño están presentes,
inseparables de la infancia. La abuela ha desaparecido, pero su presencia protectora aún puede sentirse en la
estancia “como un hondo latido / donde
hoy fluyen tus pasos”. El poema jardín retoma de nuevo esta nostálgica evocación
de la infancia, aunque asechada por garras y colmillos que amenazan frenar la
verde enredadera del sueño.
Las
montañas parecen ir creciendo a medida que nos adentramos en la lectura del
libro y en el siguiente poema albergan en su altura una poderosa metáfora del
alma:
Las montañas se empinan
al despuntar el día
y el alma es un insecto
con los élitros rotos.
Las
montañas, pues, bajo un nuevo aspecto: la pequeñez del hombre, con sus
tribulaciones, frente a la grandiosidad pasmosa de la naturaleza. Una
grandiosidad que en el poema siguiente, “A flor de piedra” se alza tremebunda, como
hija de dioses implacables, creando un espacio de desmesura lítica en el que el
silencio parece pesar como una lápida.
Segunda parte: “Ventana”
Antes
de ser presa del insomnio, el poeta se asoma a una ventana. Las ventanas están
pensadas para ver a través de ellas. Un ojo dorado, como se dice en el poema
inicial de la sección que da título a la misma, se asoma a sus cristales atisbando
el nuevo día. Tras la asfixia y la tensión de la parte anterior, este apartado
supone un respiro, ya que en él entra para el poeta y el lector la libertad,
una libertad que se transmuda en pájaro y en vuelo, como se titulan precisamente
el segundo y el tercer poema de la sección. Aunque esta libertad es mucho más
compleja de lo que podría parecer a primera vista. En el premonitorio poema
“Vuelo”, el pájaro sabe cuándo debe abandonar la desvencijada casa de madera en
la que siempre ha vivido, el tronco del árbol hueco, Sabe cuándo ha llegado el tiempo
justo, cuándo es necesario partir, y al despegar el vuelo regala al mundo su
luz y su color.
Anillo de sus ojos asomado a la luz
y la tierra despliega su brisa de colores.
La
presencia de la naturaleza es constante, pero se trata de una naturaleza más
íntima, más cotidiana: la lluvia, por ejemplo, presente en un tríptico llamado
“Cantos de Vörstjärv”, asume la forma de un cadencioso manto protector que
disipa el temor del mundo, y bajo el cual, las imágenes amorosas se confunden
con suaves movimientos naturales (olas, lluvia, aleteo…).
El
tríptico está subtitulado en estonio, en homenaje a la mujer que lo inspiró,
idioma de agricultores boreales en el que la lluvia es denominada en más de 60
nombres distintos.
Pero,
hacia el final del apartado, junto a la presencia consoladora de la mujer, la
naturaleza más agreste torna a aparecer con su ponzoña maligna, como en el
excelente poema titulado “Antifaz”, en el que la selva natural deja paso a la
selva urbana, aún más insidiosa y voraz, y donde la vida sólo es tolerable gracias
a la palabra, al arte. En este poema menudean las imágenes poderosas que aluden
al riesgo y al peligro, figuras tan logradas como los siguientes símiles y
metáforas cargados de ritmo y de color:
Caimanes taciturnos como troncos podridos
serpientes revestidas de maderas preciosas
medusas casi fruto
ponzoñas casi hoja
colmillos que vigilan en la fronda de un árbol
metales que se aguzan en el fondo de un pozo.
Tercera parte: “Canción de
insomnio”
El
insomnio se abre paso como un mal sueño. Una imagen doble: la falta de sueño y
la progresiva falta de visión. Se abre paso, dolorosa, en la penumbra (así se
llama uno de los primeros poemas de esta tercera parte), se empoza en las pupilas, exige lámparas. El sueño extravió sus pasos.
El
poema “El insomne” es impresionante. El insomnio se hace más doloroso que
nunca. La sombra (la ceguera) va ganando terreno de manera imparable en una
noche eterna en la que hasta el río del tiempo parece haberse detenido y la luna con su brillo de plata ha
congelado la ciudad. Es la victoria de la sombra sobre unos ojos que no
descansan, que no pueden dormir, sombra
que da paso al tema de la ceguera, el cual prosigue en “Palos de ciego”, “Saint
Ovide 1771”
(sobre el que escribió también Buero Vallejo, El concierto de San Ovidio) y “Luis Braille”, homenaje al pedagogo
Haüy y al lingüista que hicieron la vida más digna a los ciegos. El sonoro poema
“El viajero ciego” cierra esta serie. En sus versos se presenta al poeta como
un errante a la deriva en medio de la naturaleza, un peregrino que disfruta apreciando como sus otros
sentidos se desperezan, se agudizan y lo
ayudan a orientarse por el mundo (el olfato que le trae el aroma embriagante de
la caña y de las uvas cortadas en tiempo de cosecha, el gusto que le deja en la
boca la dulzura de la miel y de las frutas, el oído que le trae el rumor del
río, refrescante como sus aguas.
Perfumes,
sensaciones, sonidos y sabores que permiten a la voz poética recuperar la
esperanza y el optimismo: abro la ventana
/ y descubro caminos / sin pisar una hierba. Una nueva y prometedora forma de
estar y vivir en el mundo.
Cuarta
parte: “Héspero”
Héspero,
según Grimal, es el genio de la estrella vespertina. Da nombre al elegante
poema inicial de esta última sección, en el que la muerte es un
blanco lucero. En la sombra oculta por
su luz, late la palabra. “Palabra” es el nombre del segundo poema, de la
realidad redentora que rescata del naufragio al poeta, lo único que puede remediar la falta de visión:
con un fulgor antiguo
que humillaba los ojos.
Extrañará
sin duda la elección del verbo “humillar”, como si la luz, la vista enturbiara
y mancillara, algo que no hace la palabra. La palabra ilumina, por otra parte,
toda una poética, porque un universo nuevo es creado y fundado por ella, es la
fuerza demiúrgica de la poesía. Entidades nuevas y misteriosas, basadas en el
lenguaje, que tratan descifrar o reproducir los más diversos signos del mundo,
como el nombre / que el vuelo de las aves
/ ha dejado en el cielo o la espléndida sinestesia espejo
de otras manos abiertas en el agua / como tu propia voz / de sombras y reflejos,
en el poema “Paisaje”.
El
amor regresa en el poema “Ewigkeit” y
el insomnio también (el pájaro / taladra
nuestro sueño / con su pico de vidrio), un poema sobrecogedor, de imágenes
magníficas y punzantes, en el que la niebla, la sombra amenaza a todos. Aun
así, la presencia de la amada es una especie de bálsamo para conjurar el
peligro.
Aunque
la desesperanza insiste como las olas al final del poemario, como en “Pro morte”, y “El mar”, que de nuevo aparece
como metáfora de la muerte, para cerrar este magnífico y lírico libro, donde se
entreveran el sueño, la realidad terrible de la existencia, el entorno hostil
y, sin embargo, la esperanza cifrada en la poesía y el amor. Donde se escucha
siempre la voz personal del poeta, no un yo ficcionalizado, sino el yo más
sincero y descarnado. Un poemario elegante y hermoso, aparentemente sencillo,
modesto como un canto rodado, pero que encierra en sus versos esencias e
imágenes poéticas de primer orden.