Ángela Adriana Rengifo Correa 

Nace en Cali, Colombia, el 4 de junio de 1984. Licenciada en Literatura y Magíster en Literaturas Colombiana y Latinoamericana de la Universidad del Valle. Primer lugar II Concurso Latinoamericano y XVI Universitario Nacional de Cuento Corto 2003 Universidad Externado de Colombia, con el minicuento "Casualidad".

En el 2005 obtiene su segundo premio: Jorge Isaacs Colección de Autores Vallecaucanos categoría cuento, con su libro Jitanjáfora publicado por la Gobernación del Valle del Cauca. En el 2008 ocupó el segundo lugar en el Concurso Nacional de Cuento "Leopoldo Berdella", organizado por la Asociación Cultural "El Túnel", de Montería, con el cuento "Metamorfosis". Actualmente se desempeña como docente en la Universidad del Valle.
Los relatos “El retrato” y “Silencio”, aparecen publicados en el libro Silencio y otros cuentos que pertenece la Colección El Solar de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle.  

  

   
EL RETRATO

Ricardo se siente fastidiado por esa imagen. Es el afiche de una mujer sentada sobre una mecedora en primer plano; detrás están la playa y el mar, alcanzan a observarse alcatraces junto a unas canoas encalladas. El conjunto da la impresión de vetustez pero al tiempo exalta lo tradicional. La mujer negra y pelo canoso lleva puesto un vestido rojo de pepas blancas, con un cuello tipo marinero, sujetado por una gruesa correa negra.  La indumentaria o el paisaje no son precisamente lo que inquieta a Ricardo. Es esa sonrisa que no puede descifrar. Ella parece mirarlo a él con un dejo de sarcasmo o burla. Entonces quisiera alejarse rápido de su vista, huir de ese cuadro –ya se dijo que es un afiche, pero lo han enmarcado–, pero necesita permanecer ahí disimulando su nerviosismo. La recepcionista ha anunciado su llegada y espera que la llamen de nuevo para darle una respuesta.

Así se la pasa desde hace varios meses. Visita instituciones educativas, incluyendo colegios pequeños hasta universidades, para ofrecer los libros. La empresa donde trabaja es muy reconocida. El problema es la competencia entre los vendedores pues les pagan por comisión. A cada uno le asignan un sector, pero no falta quien quiera transgredir el territorio del otro. Hay que sumar el fastidio producido por los visitadores que siempre llegan a la hora más inoportuna. Ricardo ha aprendido a armarse de paciencia para vencer todos los obstáculos empezando por la puerta y terminando por las actitudes hostiles de sus posibles clientes.

Mientras espera, la recepcionista le sonríe detrás de las rejas. Eso no implica necesariamente simpatía sino un gesto aprendido de falsa cordialidad. Bajo el muro, sin que ella ni nadie se de cuenta, se quita uno de los zapatos para hacerse un masaje. Puede verse la plantilla tan gastada como la suela, pronto van a encontrarse creando un orificio que toque el suelo. Cuando devuelven la llamada a la recepcionista, Ricardo guarda entusiasmado su pie dentro del zapato. Ella pronto opaca su alegría pues le dice que hay una reunión muy importante y que en ese momento no pueden atenderlo. Luego de darle las gracias, él se dispone a marcharse. La recepcionista lo detiene un momento para regalarle un poco de café caliente en un vaso desechable. Nuevamente le agradece y emprende su camino. Como va tan entretenido enfriando el tinto no se fija por donde pasa y tropieza con algo. Es un gato color blanco con una mancha marrón sobre su frente, la única que tiene. El gato ha saltado a tiempo antes que lo pisara y se ha quedado sentado mirándolo en espera de una especie de disculpas. Pero Ricardo sigue concentrado en su café.

No ha sido de su escogencia este trabajo. Terminó haciéndolo en parte por la necesidad y en parte por el azar. Ocho meses atrás estaba en un banco como cajero. Pese a que el sueldo no era el de un profesional –Ricardo se había graduado como administrador– al menos estaba sentado todo el tiempo bajo el aire acondicionado; si antes se quejaba, ahora nota la diferencia. El asunto es que un buen día lo despacharon para las vacaciones con la promesa de volverlo a llamar. En vista de que ese teléfono no sonaba pero sí aumentaban las deudas del arriendo y de los servicios públicos, empezó a enviar hojas de vida. Primero fue muy exigente con los clasificados, luego las enviaba a cualquier parte donde pudieran aceptar a un profesional sin experiencia en su disciplina con aproximadamente treinta y cinco años. Entonces un amigo le contó que podía ganar jugosas comisiones vendiendo libros y lo ayudó con una recomendación.  En realidad las comisiones no eran tan jugosas, apenas alcanzaba para cancelar sus deudas y comprar comida. Se culpaba a sí mismo por su inexperiencia, guardaba la esperanza de que más adelante le fuera mejor.

Una de las cosas que más lo motiva es su novia Lina, de un poco más de veinte años. Mientras trabajó en el banco ella parecía muy enamorada porque aceptaba con agrado sus invitaciones para ir a bailar o a comer. Fue difícil el cambio cuando se quedó sin empleo y los domingos por la tarde se convirtieron en aburridas visitas en la casa de ella que empezaban con el almuerzo y terminaban con la comida. La situación empeoró al reconocer los mal disimulados esfuerzos de Lina para excusar que no pudiera atenderlo: estaba enferma o tenía mucho por estudiar. Eso hizo imperativo conseguir un nuevo trabajo y aunque no le alcanzaba el dinero hacía lo imposible por llevarla a pasear. Hasta que una tarde ella le dijo que no iría a ninguna parte con él si no compraba primero un nuevo par de zapatos. Ese sería su primer propósito apenas lograra una comisión, sin imaginar que Lina ya recibía llamadas de hombres mucho más jóvenes que él y con capacidad de satisfacer sus gustos.

Otra vez se encuentra frente a una ventanilla con rejas. Detrás está sentada la recepcionista, una mujer de unos cuarenta años que lleva puestas unas gafas casi en la nariz y quien en lugar de sonreírle como la otra, lo mira de reojo. Mientras espera ser anunciado, Ricardo se detiene a observar la decoración del lugar. También está allí. Parece que todos se han puesto de acuerdo en colgar esa imagen que tanto le desagrada: la mujer burlándose de él como anticipándole un nuevo rechazo. Para evitar esa sensación, Ricardo vuelve a mirar la recepcionista pero ella le devuelve su gesto reclamando con sus ojos la privacidad. Suena el teléfono, cree escuchar regaños por la línea. Ricardo comprueba sus sospechas al escuchar también de su boca una respuesta agria. Después disimula dando las gracias y entonces tropieza con algo. Ese instante le parece repetido. Es un gato color blanco con una mancha marrón sobre su frente, la única que tiene. El gato ha saltado a tiempo antes que lo pisara y se ha quedado sentado mirándolo en espera de una especie de disculpas. Ricardo se agacha para acariciarle la cabeza.

 Soledad suspira apenas cruza la puerta que da hacia la playa. Su vestido rojo de pepas blancas hace un hermoso contraste con el azul del mar. A cierta distancia pueden verse unos turistas aficionados con la cámara fotográfica. Ella ha terminado de hacer el almuerzo y la casa despide un olor a comida como invitando a los convidados. Se sienta en la mecedora del antejardín para observar la gente que pasa. En ese momento va el cacharrero con su mula cargada de cosas que pueden gustarle tanto a niños como a viejos. A Soledad le llama la atención el cuadro de un hombre acariciado un gato. Por el vestuario se ve que es de ciudad, únicamente lo hace ver mal un par de zapatos muy viejos. Soledad sonríe al terminar de pronunciar estas palabras: “Qué pesar, es un muchacho hasta bien parecido”.

  

            SILENCIO

 
Ella duerme siempre hasta muy tarde. Mientras no se despierte debo permanecer aquí escondido. Muchas veces eso sucede cuando es hora del almuerzo, que espero ansioso pues manda a pedir pollo asado del que me toca una buena parte. Me gustan esos momentos porque es uno de los pocos en el día donde la veo sonriendo, o al menos sonriendo de manera sincera y no para engañar a sus clientes. Deja que me suba a su cama cubierta con cobijas de seda para darme mi parte con sus propias manos después que ha comido la suya. Al terminar, se recuesta por largo rato a acariciarme. Eso la tranquiliza.

Hoy es distinto porque se ha levantado mucho antes que los demás en la casa. Me doy cuenta por el silencio. Salgo a su encuentro vergonzoso, casi a ras del piso. Recibo un beso en la frente, luego ella sale de la habitación. Pienso dos veces antes de seguirla. La otra vez quise hacerlo y lo único que me gané fue una sarta de escobazos propiciados por una vieja gorda, además de la gritería y el escándalo formado por las otras mujeres. Así que mejor la espero cerca de la puerta. Eso no quiere decir que me tenga encerrado. Por la ventana puedo salir y entrar de la calle cuantas veces quiera. Mientras ella no está, atravieso el barrio. En caso de que no haya comida para mí puedo robarla fácilmente de las tiendas, aunque eso casi nunca sucede. Siempre me da un bocado, así sea la mitad del único pan que pudo conseguir.

Al principio no sabía de mi presencia. Como vi la ventana abierta y era un día lluvioso, entré. La habitación estaba sola, de todas maneras preferí esconderme detrás de las cortinas. Así pasaron varios días hasta que una vez mientras ella dormía entró sin hacer ruido un hombre a la habitación. Empezó a esculcar los cajones y yo me puse furioso. Ella despertó lanzando improperios contra el intruso quien no había alcanzado a encontrar nada. Por primera vez sentí una caricia y probé un plato de sopa caliente.

Aprendí a cuidar sus cosas cuando la puerta quedaba sin llave, es decir, mientras dormía sola. También, que no debía confundir con un ladrón a algún cliente. Cuando espanté a uno me gané un par de zapatazos y no tuvimos nada para comer. Al principio fue difícil comprender la diferencia, luego pude sentir esa sensación cuando gemían haciendo chirrear la cama y llenando la habitación de olores que permanecían bastante rato. Ahora me concentro en que esos hombres dejen todo como lo encontraron. Pero anoche sucedió algo extraño. El hombre de esta vez, mientras le brincaba encima, la llenó de golpes con una hebilla sin que ella hiciera nada por impedirlo. Se veía muy satisfecho por lo que estaba haciendo. Estuve indeciso entre salir a matarlo o permanecer escondido; esperaba sólo una señal para atacar y ésta no llegó nunca. Antes de irse, el hombre dejó una buena suma de dinero sobre el cajón.

Ella ha regresado con una bolsa de hielo y un tazón lleno de pedacitos de pan remojado en leche que me ofrece antes de recostarse de nuevo. Como rápido pues tengo mucha hambre, aunque me detengo al escuchar unos gemidos. No son como los de siempre, sino más suaves como para que nadie se dé cuenta. Subo despacio a la cama y veo que está llorando. Después de lamer las gotas que le bajan por la cara, me recuesto a su lado.