Ricardo se siente fastidiado por esa imagen. Es el afiche de una
mujer sentada sobre una mecedora en primer plano; detrás están la playa y el
mar, alcanzan a observarse alcatraces junto a unas canoas encalladas. El
conjunto da la impresión de vetustez pero al tiempo exalta lo tradicional. La
mujer negra y pelo canoso lleva puesto un vestido rojo de pepas blancas, con un
cuello tipo marinero, sujetado por una gruesa correa negra. La
indumentaria o el paisaje no son precisamente lo que inquieta a Ricardo. Es esa
sonrisa que no puede descifrar. Ella parece mirarlo a él con un dejo de
sarcasmo o burla. Entonces quisiera alejarse rápido de su vista, huir de ese
cuadro –ya se dijo que es un afiche, pero lo han enmarcado–, pero necesita
permanecer ahí disimulando su nerviosismo. La recepcionista ha anunciado su
llegada y espera que la llamen de nuevo para darle una respuesta.
Así se la
pasa desde hace varios meses. Visita instituciones educativas, incluyendo
colegios pequeños hasta universidades, para ofrecer los libros. La empresa
donde trabaja es muy reconocida. El problema es la competencia entre los
vendedores pues les pagan por comisión. A cada uno le asignan un sector, pero
no falta quien quiera transgredir el territorio del otro. Hay que sumar el
fastidio producido por los visitadores que siempre llegan a la hora más
inoportuna. Ricardo ha aprendido a armarse de paciencia para vencer todos los
obstáculos empezando por la puerta y terminando por las actitudes hostiles de
sus posibles clientes.
Mientras
espera, la recepcionista le sonríe detrás de las rejas. Eso no implica
necesariamente simpatía sino un gesto aprendido de falsa cordialidad. Bajo el
muro, sin que ella ni nadie se de cuenta, se quita uno de los zapatos para
hacerse un masaje. Puede verse la plantilla tan gastada como la suela, pronto
van a encontrarse creando un orificio que toque el suelo. Cuando devuelven la
llamada a la recepcionista, Ricardo guarda entusiasmado su pie dentro del
zapato. Ella pronto opaca su alegría pues le dice que hay una reunión muy
importante y que en ese momento no pueden atenderlo. Luego de darle las
gracias, él se dispone a marcharse. La recepcionista lo detiene un momento para
regalarle un poco de café caliente en un vaso desechable. Nuevamente le
agradece y emprende su camino. Como va tan entretenido enfriando el tinto no se
fija por donde pasa y tropieza con algo. Es un gato color blanco con una mancha
marrón sobre su frente, la única que tiene. El gato ha saltado a tiempo antes
que lo pisara y se ha quedado sentado mirándolo en espera de una especie de
disculpas. Pero Ricardo sigue concentrado en su café.
No ha sido
de su escogencia este trabajo. Terminó haciéndolo en parte por la necesidad y
en parte por el azar. Ocho meses atrás estaba en un banco como cajero. Pese a
que el sueldo no era el de un profesional –Ricardo se había graduado como
administrador– al menos estaba sentado todo el tiempo bajo el aire
acondicionado; si antes se quejaba, ahora nota la diferencia. El asunto es que
un buen día lo despacharon para las vacaciones con la promesa de volverlo a
llamar. En vista de que ese teléfono no sonaba pero sí aumentaban las deudas
del arriendo y de los servicios públicos, empezó a enviar hojas de vida.
Primero fue muy exigente con los clasificados, luego las enviaba a cualquier
parte donde pudieran aceptar a un profesional sin experiencia en su disciplina
con aproximadamente treinta y cinco años. Entonces un amigo le contó que podía
ganar jugosas comisiones vendiendo libros y lo ayudó con una recomendación.
En realidad las comisiones no eran tan jugosas, apenas alcanzaba para
cancelar sus deudas y comprar comida. Se culpaba a sí mismo por su
inexperiencia, guardaba la esperanza de que más adelante le fuera mejor.
Una de las
cosas que más lo motiva es su novia Lina, de un poco más de veinte años.
Mientras trabajó en el banco ella parecía muy enamorada porque aceptaba con
agrado sus invitaciones para ir a bailar o a comer. Fue difícil el cambio
cuando se quedó sin empleo y los domingos por la tarde se convirtieron en
aburridas visitas en la casa de ella que empezaban con el almuerzo y terminaban
con la comida. La situación empeoró al reconocer los mal disimulados esfuerzos
de Lina para excusar que no pudiera atenderlo: estaba enferma o tenía mucho por
estudiar. Eso hizo imperativo conseguir un nuevo trabajo y aunque no le
alcanzaba el dinero hacía lo imposible por llevarla a pasear. Hasta que una
tarde ella le dijo que no iría a ninguna parte con él si no compraba primero un
nuevo par de zapatos. Ese sería su primer propósito apenas lograra una
comisión, sin imaginar que Lina ya recibía llamadas de hombres mucho más
jóvenes que él y con capacidad de satisfacer sus gustos.
Otra vez
se encuentra frente a una ventanilla con rejas. Detrás está sentada la
recepcionista, una mujer de unos cuarenta años que lleva puestas unas gafas
casi en la nariz y quien en lugar de sonreírle como la otra, lo mira de reojo.
Mientras espera ser anunciado, Ricardo se detiene a observar la decoración del
lugar. También está allí. Parece que todos se han puesto de acuerdo en colgar
esa imagen que tanto le desagrada: la mujer burlándose de él como anticipándole
un nuevo rechazo. Para evitar esa sensación, Ricardo vuelve a mirar la
recepcionista pero ella le devuelve su gesto reclamando con sus ojos la
privacidad. Suena el teléfono, cree escuchar regaños por la línea. Ricardo
comprueba sus sospechas al escuchar también de su boca una respuesta agria.
Después disimula dando las gracias y entonces tropieza con algo. Ese instante
le parece repetido. Es un gato color blanco con una mancha marrón sobre su
frente, la única que tiene. El gato ha saltado a tiempo antes que lo pisara y
se ha quedado sentado mirándolo en espera de una especie de disculpas. Ricardo
se agacha para acariciarle la cabeza.
Soledad suspira apenas cruza la puerta que da hacia la playa. Su
vestido rojo de pepas blancas hace un hermoso contraste con el azul del mar. A
cierta distancia pueden verse unos turistas aficionados con la cámara
fotográfica. Ella ha terminado de hacer el almuerzo y la casa despide un olor a
comida como invitando a los convidados. Se sienta en la mecedora del antejardín
para observar la gente que pasa. En ese momento va el cacharrero con su mula
cargada de cosas que pueden gustarle tanto a niños como a viejos. A Soledad le
llama la atención el cuadro de un hombre acariciado un gato. Por el vestuario
se ve que es de ciudad, únicamente lo hace ver mal un par de zapatos muy
viejos. Soledad sonríe al terminar de pronunciar estas palabras: “Qué pesar, es
un muchacho hasta bien parecido”.
SILENCIO
Ella duerme siempre hasta muy tarde. Mientras no se despierte debo
permanecer aquí escondido. Muchas veces eso sucede cuando es hora del almuerzo,
que espero ansioso pues manda a pedir pollo asado del que me toca una buena
parte. Me gustan esos momentos porque es uno de los pocos en el día donde la
veo sonriendo, o al menos sonriendo de manera sincera y no para engañar a sus
clientes. Deja que me suba a su cama cubierta con cobijas de seda para darme mi
parte con sus propias manos después que ha comido la suya. Al terminar, se
recuesta por largo rato a acariciarme. Eso la tranquiliza.
Hoy es distinto porque se ha levantado mucho antes que los demás en la
casa. Me doy cuenta por el silencio. Salgo a su encuentro vergonzoso, casi a
ras del piso. Recibo un beso en la frente, luego ella sale de la habitación.
Pienso dos veces antes de seguirla. La otra vez quise hacerlo y lo único que me
gané fue una sarta de escobazos propiciados por una vieja gorda, además de la
gritería y el escándalo formado por las otras mujeres. Así que mejor la espero
cerca de la puerta. Eso no quiere decir que me tenga encerrado. Por la ventana
puedo salir y entrar de la calle cuantas veces quiera. Mientras ella no está,
atravieso el barrio. En caso de que no haya comida para mí puedo robarla
fácilmente de las tiendas, aunque eso casi nunca sucede. Siempre me da un
bocado, así sea la mitad del único pan que pudo conseguir.
Al principio no
sabía de mi presencia. Como vi la ventana abierta y era un día lluvioso, entré.
La habitación estaba sola, de todas maneras preferí esconderme detrás de las
cortinas. Así pasaron varios días hasta que una vez mientras ella dormía entró
sin hacer ruido un hombre a la habitación. Empezó a esculcar los cajones y yo
me puse furioso. Ella despertó lanzando improperios contra el intruso quien no
había alcanzado a encontrar nada. Por primera vez sentí una caricia y probé un
plato de sopa caliente.
Aprendí a cuidar
sus cosas cuando la puerta quedaba sin llave, es decir, mientras dormía sola.
También, que no debía confundir con un ladrón a algún cliente. Cuando espanté a
uno me gané un par de zapatazos y no tuvimos nada para comer. Al principio fue
difícil comprender la diferencia, luego pude sentir esa sensación cuando gemían
haciendo chirrear la cama y llenando la habitación de olores que permanecían
bastante rato. Ahora me concentro en que esos hombres dejen todo como lo
encontraron. Pero anoche sucedió algo extraño. El hombre de esta vez, mientras
le brincaba encima, la llenó de golpes con una hebilla sin que ella hiciera
nada por impedirlo. Se veía muy satisfecho por lo que estaba haciendo. Estuve
indeciso entre salir a matarlo o permanecer escondido; esperaba sólo una señal
para atacar y ésta no llegó nunca. Antes de irse, el hombre dejó una buena suma
de dinero sobre el cajón.
Ella ha
regresado con una bolsa de hielo y un tazón lleno de pedacitos de pan remojado
en leche que me ofrece antes de recostarse de nuevo. Como rápido pues tengo
mucha hambre, aunque me detengo al escuchar unos gemidos. No son como los de
siempre, sino más suaves como para que nadie se dé cuenta. Subo despacio a la
cama y veo que está llorando. Después de lamer las gotas que le bajan por la
cara, me recuesto a su lado.