Claudia Ivonne Giraldo
Nació y vive en
Medellín. Aunque estudió Filosofía y Letras y una especialización en
Literatura, no piensa bien y casi no recuerda nada. De tanto dictar clase se le
sorbió el seso. Participa en la dirección de la Revista Odradek con las funciones de mensajería y paño de
lágrimas. Ha publicado el libro de cuentos, El hijo del dragón y la novela El
cuarto secreto, con la que obtuvo la beca de creación Ciudad
de Medellín en 2007.
LOS LLAMADOS DEL BOSQUE
El
hombre ya está viejo; ha entrado en el estado en que se insiste en la
existencia; nada le gusta o le disgusta en demasía; creo que ha entrado en el
Nirvana. El hombre talla madera, hace literalmente cualquier cosa con la madera,
desde aquí se escuchan bien los sonidos pausados de su taller, no muy moderno,
no con muchas herramientas rápidas y estruendosas sino con buriles y serruchos,
puntillas, pinturas y un cepillo para lijar que va dejando roscas doradas,
delgados ripios de madera. El olor lo complace y reconoce cada especie por el
olfato, por el tacto sabe de dónde viene
cada leño, cada estaca, cada listón largo y pesado. Por la mañana corta,
insiste, lucha con las formas en un pequeño torno que posee; en la tarde lija,
pule, sopla agotado sobre los pequeños caballos, soldados, muñecas, aviones,
carros. En la noche pinta de vivos colores sus juguetes. No sabe para quién
serán, a quién alegrarán con esa misma contentura siempre estable y pareja que
él siente cada vez que termina cada una de las figuras.
Están
en la vitrina, perfectamente ordenados: ejércitos de caballos, de figuras de
madera; allí esperan mientras que el viejo duerme esa noche, tranquilo,
inusualmente tranquilo para ser un viejo. En la mañana un grito ahogado, porque
en medio de su soledad nadie escuchará, él lo sabe, con nadie podrá compartir
el asombro: al último de los juguetes, a un soldado de uniforme rojo y azul le
han salido hojas, es decir, retoños, -¡Cómo retoños? ¡Cómo hojas! Dios santo,
¿qué son éstas cosas?-. El hombre perplejo, no se explica, no atina. Va hacia
el madero de donde ha salido el soldado, lo examina bien, lo toca y siente que
definitivamente es madera seca, buena, de buen cedro, madera curada. Huele y
toca, vuelve a tocar y a oler, pero nada, no hay explicación posible a un
portento que en sus muchos años de trabajar en el taller jamás había pasado ni
conocía historias parecidas, nada de noticias lejanas de artículos hechos y
retoñados de la noche a la mañana. Acaricia al soldado al que le salen hojas, y
como inspirado, lo lleva al solar rodeado de tapia que hay al fondo de su vieja
casa. Deposita al muñeco en la manga cerca de un naranjo -Algo habrá que hacer
con el proveedor de la madera-, dice o le dice al soldado expuesto a la intemperie.
Para su
desconcierto a otras figuras de ese día y de los siguientes también les han
salido hojas y también ha ido a depositarlos en el patio, sobre la tierra
húmeda y abonada. Y ha seguido trabajando, fabricando sus juguetes sacados de
distintos trozos de madera buena. No ha hablado con nadie del asunto y ha
estado entregando los pedidos cumplidamente de los juguetes de antes, de los
que tenía guardados y que no retoñan. Los otros están en el patio como ya dije,
demasiado en el patio diría yo, pues no sólo les han salido retoños, sino
raíces, rizomas y han dado en crecer de manera que el patio grande del hombre
se ha vuelto un pequeño bosque que crece de día en día, y a eso habría que
aunarle el hecho de que huelen fuerte los cedros y los cominos, los pinitos y
los guayacanes, que a veces parecen más bien soldados y caballos que estiraran
sus brazos y patas hacia el cielo.
El
hombre viejo que es callado y tranquilo puede percibir de cerca los sonidos y
los aromas del bosque y puede dormir en las noches, como de hecho ya lo ha
hace, tirado sobre su cama de madera nueva, recién hecha, en un sueño pesado en
donde ya no distingue, ni le interesan, los retoños pequeños de su cama, ni los
que le han salido a la mesa hecha de roble tosco y sin pulir; tampoco le
estorban algunas hojitas que van saliendo del piso de madera y que ahora parecen un tapete verde en
el que refulgen pequeñísimas flores blancas. Ya no le molesta regar con la
regadera pacientemente todos los días
sus muebles ni sus juguetes nuevos que parecen que se adentran en la
tierra por las ranuras del suelo como largas patas como alas de sueños como si
se lo estuvieran llevando halándolo con fogosidad de amantes queriéndolo para
sí la tierra y eso debe ser porque hace rato, digo tiempos, que no se escucha
el ajetreo en el taller del hombre viejo, pura paz, puro sonido del
bosque.
La
profesora de Literatura
Para
Mario Escobar Velásquez
No sé
coquetear, nunca aprendí. De joven, si me gustaba alguien, trataba de hacer las
cosas de manera que el muchacho a quien dirigía mi atención jamás se llegara a
dar cuenta de que me moría por él, o de que simplemente, sin saber la razón, me
gustaba. Así ha sido siempre, no creo poder cambiar a estas alturas.
Las amigas dicen que a ellos les gustan las mujeres
con iniciativa... A mí tomar la iniciativa me parece vergonzoso, penoso, no sé,
como exponerse al otro sin necesidad, quedar indefensa. No, no sé coquetear, ni
jugar con las miradas, miradas como de película, de mujer fatal. Ridículo. La
gente que lo mira a uno insistentemente me produce incomodidad y estoy segura
de que jamás llegará a interesarme esa insistencia. No sé coquetear: si me
meneo y contoneo es porque así camino, y si ese desesperante tic de echarme el
mechón obstinado para atrás, aparece, es por nerviosismo, porque no me puedo
quedar quieta; y si cruzo una pierna sobre la otra a cada rato, es por temor a
las várices, consejo profesional de belleza.
Por
otro lado, con este rostro que no se está quieto de una mañana a una tarde, que
amanece siendo otro siempre, cómo tener seguridad para coquetear: es un
laberinto esta cara que se me esfuma y difumina cuando menos lo espero; a veces
estoy bien, hasta bonita, pero a la hora siguiente todo se desploma, la piel
parece tragarse todo rastro de color en las mejillas y en los labios y soy
pálida hasta la muerte. No
hay caso, así no se puede. No sé con cuál de mis muchas caras iré a
despertarme.
Pero
hoy tengo ganas de ensayar contigo. En algo has sido capaz de cambiar mi
tranquilo mundo de profesora... Me gustas, me encantas, no hay remedio; me da
temor encontrarte, esa especie de emoción contenida que hoy se me hace tan
difícil y que en la adolescencia era cosa de todos los días, con casi todos los
muchachos. Pero me decía, o te decía, que hoy sí voy intentarlo. No voy a
esperar como siempre; voy a ser directa y clara, voy a empezar por mirarte, voy
a levantar la cabeza un poco del texto
que estamos leyendo porque yo diré: -Bueno, abramos en la página 33 que vamos a
leer el cuento de Cortázar que les prometí.
Te
observaré a ver si estás leyendo concentrado y juicioso como eres; a lo mejor
estarás mirando mis piernas o de pronto se encontrarán las miradas y yo no
sabré qué hacer porque a lo mejor a vos tampoco te gusta que te pillen cuando
le estás mirando las piernas a tu profesora de literatura... Levanto pues los
ojos lentamente, alguien lee en voz alta y como yo me sé este cuento de los
conejitos de memoria, qué importa que me distraiga un momento. Llevo mis ojos
hasta tus zapatos; tienes puestos unos cafés de esos de amarrar, siquiera
tienen cordones porque los otros son feos hasta el horror. Subo por las
piernas, mejor dicho, por el bluyín, porque siempre estás de bluyín para venir
a mi curso, qué tal vos de pantalón y corbata... Sos grande, rodillas grandes y
fuertes y los muslos... y subo por el vértice y me devuelvo apenada como una
niña, con miedo de que alguien me sorprenda mirándote así como te miro... Ya el hombre ha vomitado su cuarto conejito y
a vos el cuento te va atrapando, estás más relajado y hasta el momento no has
vuelto a mirarme las piernas. Porque te pillé hace un momento haciéndolo y te
asustaste, qué tal eso de estarle mirando las piernas a la profesora, y qué tal
vos, tímido y grande, con una vida
hecha y tímido como un muchacho ...
entonces el hombre del cuento, ese otro tímido, ya ha confesado su temor de que
puedan ser once y también doce los conejos y yo, por una vez indiferente a su
tragedia, elevada pensando en cómo son de hermosos tus brazos y cómo los tenés
bronceados, y en que a veces con una mano te acariciás, no sé por qué, largamente, los vellos de tus antebrazos,
dejándome con esa imagen clavada en los ojos toda la noche, toda la santa
noche, qué manos tan largas y bellas y me digo que sí, que si me gustan tanto
tus brazos, los hombros definitivamente anchos, entonces debería levantar la
mirada hasta tus ojos que leen el lento y hermoso enloquecer del hombre de los
conejitos, exhausto en la noche -día de sus conejos ... Están tus ojos a los
que aún no logro descifrarles el color, pues la noche y los bombillas amarillas
no son buenas reveladoras de formas y colores y trazos. Haces la pregunta y me
miras, respondo mirándote, la mirada inquieta, con ganas de irse de allí y no
irse... como si por un instante el instante
fuera más dulce y uno pudiera vivir sólo de cosas tan simples y pequeñas como
ésta de estarnos mirando instantes en un curso que dicto yo de noche y que
tomas tú de noche para que el tiempo de tu negocio sea ese otro tiempo en donde
yo no sé quién eres.
La
carta que el hombre le dirige a Andreé, una lejana Andreé, ya está por
terminar, ya termina con el hombre muerto al
lado de once conejitos esparcidos en la acera y en la calle y vos
levantás la cara del papel y me decís -Hermoso, hermoso- ... y no decís nada
más, pero veo lo hermoso que eres porque te ha gustado tanto mi cuento, es
decir el de Cortázar y entonces te cuento, les cuento cómo quiero al viejo
Cortázar, cómo escribe de hermoso Cortázar, hermoso así como vos ...
Mi
amiga me dice que a un hombre hay que decirle que a uno le gusta él, es decir,
él entre todos los hombres; y que eso se puede decir invitándolo a un café,
pero no con un tímido, más valiera que fueras como los de la mirada insistente,
pero vos no y ésta que soy, menos, porque nunca he invitado a un hombre a
tomarse un café conmigo, esas cosas no son para mí; hoy en cambio digo que voy
estar dispuesta a que me invites a un café, no voy salir corriendo después de
clase para subir al carro, apretar el acelerador e irme; mejor no llevo carro,
voy a hacerme la huerfanita para que me tengás que decir -¿Tenés en qué irte?
¿Alguien te va a recoger? ¿Te gustaría tomarte un café?-. Y yo te diré que
bueno, que vamos, … A veces creo que el tiempo para esas cosas pasó, pero no,
no ha pasado, aquí estoy en la puerta de esta digna institución, después de
haberte mirado largamente los hombros, los brazos, y el fondo de los ojos...
Aquí estoy pidiendo que al salir me digas que si quiero un café, que si tengo
en qué irme ... Siento tanto miedo que
me da risa, una mujer grande, profesora de Literatura por más señas, esperando
como una gata, esperando sentada, una pierna sobre la otra, con un tacón alto
dando golpecitos sobre el suelo...
-¿Tenés
quién te lleve?-. No, voy a pedir un taxi. -Si querés te llevo ... -No, yo pido
un taxi, ... -No de verdad yo te llevo, ¿quieres un café? - ... Nos bajamos en
ese sitio que conozco, con fuentes y con música, y que es relativamente
oscuro, nos sentamos y me preguntás que
por qué sonrío y yo te digo que estoy contenta, y también porque me di cuenta
de lo bajita que te quedo, eso no lo digo ... pero lo pienso ... y te interrogo
un poco, interesada en esos negocios que te ocupan todo el día, en la empresa
que tenés, un mundo tan distinto al que de verdad te gusta, y me contás un
montón de cosas. Y a veces nos quedamos; bajo la mirada porque sé que me estás
mirando insistente; levanto mi pocillo de café y no bebo y te miro y me miras
para ingresar a este espacio cerrado en que todo se va a trastocar, lo sé, sé del
miedo y del deseo combinados, sé ahora que en tu boca sabe mejor el café, y que
me voy a perder en el vértice de tu vida, que la cosa pinta seria y que ya no
voy a luchar más para que no te des cuenta.
Ay, San Julito Cortázar, pido que la pelusa del llanto no suba por mi
garganta, pido que por ahora no ayudes a esta profesora de Literatura que se
encuentra definitivamente perdida entre sus brazos.
HOMBRE SOLO
Nada mal, se
dijo; nada mal. La imagen que el espejo le devolvía no lograba desplazar del
todo a la de hace unos veinte años; sólo que ahora era, a todas luces, una
mujer distinta: de la muchacha de pelo ensortijado y siempre en desorden, que
usaba bluyines y sandalias tres puntadas para ir a la universidad, le quedaban el
rostro, el cuerpo que no había perdido ni ganado peso de más y un aire de
eterna inocencia que se negaba a abandonarla, a pesar de todo.
Parada ante el espejo observaba, no sin asombro, que lentamente se había
convertido en esa señora compuesta que la miraba igual de sorprendida, como si
fueran dos mujeres que, a veces, se encontraran en su cuarto de baño. Ahora
tenía cada cabello en su lugar, las uñas correctas y perfiladas, los zapatos
perfectos, la falda que le llegaba apenas un poco más abajo de la rodilla y que
hacía juego con la blusa impecable, costosa. Con todo, no llamaba la atención
especialmente; lograba pasar como un suave olor a limpio, sin molestar a nadie,
sin incomodar; agradable hasta el punto de no hacerse recordar. Mezclada con la
masa de señoras bien, confundida entre sus mil caras iguales, sus peinados
iguales, sus vestidos iguales, pasaba inadvertida…
Las pequeñas obligaciones de ama de casa desocupada y provista de una buena
cuenta bancaria, le permitían llevar una vida tan apacible y en su opinión,
perfecta, como lo delataba su apariencia mansa e imperturbable. Pese a todo, a
esa vida tibia, siempre había pensado que podría encargarse de misiones
ocultas, secretas, y que podría llevarlas a cabo sin ser descubierta.
No sabe bien por qué, pero en el recorrido final a su imagen en el espejo,
antes de salir a cumplir uno de esos encargos de sus hijos —vueltas para
entretener el tiempo, que además la dejaban cansada y adormilada al final del
día—, se le pasa por la cabeza la idea de que sería a ella a quien contrataría
si tuviera que buscar a la persona indicada para dejar una bomba en un centro
comercial. Alguien como ella, seguro, no llamaría la atención de vigilantes o
celadores; y saldría del parqueadero en su limpísimo carro gris, perfecto, sin
sudar siquiera, oliendo a lavanda fresca.
Lo único que la saca de su compostura es manejar, conducir en esa ciudad
endiabladamente congestionada, llena de taxis, de buses, de camiones que, sin
son ni ton, se le abalanzan como si se tratara de asesinos. A ellos odia, a
esos que manejan así, imperfectamente, que se salen del carril con cualquier
pretexto, que no respetan reglas ni señales, los que atropellan e insultan, a
ésos odia con toda su alma. Odia que digan que las mujeres no saben manejar. A
ella le parece todo lo contrario: imprudentes, temerarios y agresivos, los
hombres son la causa de todos los accidentes de tránsito graves; lo leyó en la
prensa alguna vez y le reconfortó saber que las empresas de seguros otorgan un
descuento especial cuando se trata de mujeres; los accidentes protagonizados
por ellas casi siempre suceden al reversar lentamente en el parqueadero o al
intentar parquear en la calle. Simples abolladuras, torpezas.
No sabe, hasta que se sube a su carro, de qué dimensión del odio se trata.
Ellos son sus enemigos, pertenecen a una categoría diferente de seres humanos,
están definitivamente, con su mala música, sus olores y sus palabrotas, del
otro lado de su mundo.
Esa tarde estaba serena, tranquila como un vaso de agua en una mesa; quieta por
dentro, como muerta. Todo iba bien hasta que se topó con el taxista, es decir,
el hombre se topó con ella, con su carro y quiso adelantarla sin miramientos,
sin ninguna señal o direccional, así como así. A ella se le despiertan entonces
esos instintos que casi siempre trae escondidos en el fondo del vaso calmo y
que se desperezan y agitan rápido como su rabia. Trata entonces de impedirle el
paso al hombre. Lo cierra, piensa que él no tiene derecho a aprovechar así el
poco espacio de la vía de doble calzada, y de someterla a ella a un choque
inevitable. Es hábil para manejar, ella lo sabe. En eso sigue siendo igualita a
la mujer de antes; no ha cambiado. Es hasta agresiva cuando se lo propone y esa
tarde lo es tanto como el taxista. “A ver quién puede más”, se dice, y aprieta
los dientes y vuelve a impedirle al hombre avanzar. Eso lo enfurece: no le
gusta que ninguna mujer se le interponga en el camino, especialmente una vieja
rica. No, ni por el diablo, y se va a la vencida. Forcejea pero ella no cede,
no lo va a dejar pasar.
Los demás carros del lado derecho se aprietan y le impiden al hombre llevar la
delantera. De pronto, por un azar bienaventurado, uno de los de la fila de la
derecha le hace espacio, así que el taxista avanza con aire triunfal, no sin
antes lanzarle a la cara el madrazo infame.
Ofendida, siente encendida la cara como si le hubiera lanzado pringamosa con el
insulto. Planea darle alcance; con paciencia y pericia no lo deja a lo largo de
la fatigosa avenida; se le pega al bomper, las gafas oscuras le tapan los ojos,
el hombre resopla y resopla, mientras el sol se mete en las montañas
abandonando a la ciudad que se retuerce en avenidas y calles estrechas, todos
corriendo, apresurados para llegar a casa e instalarse al frente del televisor
—piensa—, pero no lo deja ir, lo persigue. Y entonces el trancón afloja, se
hace más rápida la marcha, sin que ella abandone su cometido: le dará alcance y
le lanzará a la cara un insulto, tendrá que pensarlo bien, tendrá tiempo antes
de intentar pasarlo.
El hombre conduce como si se hubiera olvidado de la pequeña pugna con la señora
del carro gris. Respira aliviado aunque aún no le resulte carrera. Entonces la
ve por el retrovisor: ya sin gafas oscuras es una señora bien, seguro toda una
dama. Pero de pronto, ella lo adelanta y le grita el improperio obsceno. —Ahora
sí se la ganó esta vieja malnacida—, trata de alcanzarla cuando apenas empieza
a anochecer y a encenderse las luces de neón de la autopista. Sin darse cuenta,
han tomado por una vía alterna a la gran troncal, por la que no hay posibilidad
de devolverse hasta llegar a los linderos de los últimos y desolados barrios de
la ciudad.
Ahora ella va detrás de él; se persiguen en una carrera loca. Por un momento él
parece querer abandonar esta absurda contienda, ya no tiene ganas de pelear con
la señora… quiere irse a dormir, pero ella no ceja, no se detiene, a pesar de
que él le hace señas de ignorarla, un como que no me importa con la cara,
friéguese vieja loca, yo me quiero ir. Pero es tarde; sin querer han llegado a
una calle sin salida y algo tendrá él que hacer para terminar con el tonto
juego. Detiene su carro. Entonces ella apaga las luces y espera. El hombre sale
del carro, va hacia ella a pedirle que se vaya ya para su casa, que es tarde y
que no joda más. Se le acerca lo suficiente para que ella le vea la cara, igual
a la de mil taxistas y le reconozca el olor a cansancio de todo el día sin
baño, sin aire acondicionado.
Como quien no quiere la cosa, un poco temblando porque ella sabe que es
peligroso enfrentarse sola a un tipo que puede golpearla o darle un empujón,
incluso hasta matarla, se baja. Por eso camina hacia él sin soltar el bolso.
Cuando lo tiene al frente eleva el bolso y lo hace girar rumbo a la cabeza del
hombre quien se desploma por el golpe que suena como un plum-tras, y luego el
sonido de costal pesado al dar con el suelo. Está tan oscuro, no hay nadie, el
viento le hace ondear la falda correcta, los zapatos beige están tan cerca del
rostro del hombre… No fue intencional, lo sabe, todos lo saben, el hombre puede
ser muy peligroso, ya vieron cómo atropella el tráfico.
Ya en la carretera descubre la glorieta improvisada por la que puede
devolverse. Cuando llega a casa, se quita con cuidado la ropa, las medias de
seda que deposita sobre la cómoda del baño. Hace calor. Rebluja en el bolso,
tan pesado; no recordaba haber guardado el “hombresolo”, esa maravilla de
herramienta que sirve para todo. Se sienta sobre la tapa del inodoro y observa
lo plateada que es esa llave, y cómo fácilmente se pueden aflojar los pernos
con ella, sin dañarse las uñas… Se vuelve a mirar en el gran espejo instalado
en el respaldo de la puerta del baño. Por un momento, ahora despeinada, la
muchacha de otros tiempos vuelve a interrogarla, a pedirle una explicación.
Pero nada; se compone un mechón del pelo desordenado, cierra los ojos, apaga la
luz del baño y se dice que es probable que para las vueltas de mañana no salga
en su carro y pida mejor un taxi.