Letra
herida (De 22 cuentos colombianos, Odradek, el cuento y Sílaba editores, 2012)
Estaba en el momento más tenso de
la narración, había resistido hasta ya no poder más y se disponía a declarar,
tras el agotador interrogatorio. Quizás a causa del dolor físico, la mente se
le nublaba. El testimonio salía a trozos y tenía que volver a empezar. Los
verdugos, que sabían más que ella, no
buscaban la verdad, sólo representaban una escena. Su poder de convicción se
apoyaba en la fuerza bruta o en algo peor, la perversidad y sevicia para
lesionar moralmente a la persona. Estaba detenida por haber presenciado una
matanza, aunque pretendieran hacerle creer otra cosa. Era la única
sobreviviente y no podían dejar que los pusiera en evidencia.
Aún tenía consciencia de dónde se
encontraba cuando pasó de la celda a ese lugar gélido, mezcla de sala de
operaciones y de morgue. Los encapuchados pretendían doblegarla socavando hasta
el último resquicio de su mente, de modo que no quedara nada en su interior. Le
exigían que diera nombres para justificar otras redadas, pero ni siquiera
buscaban eso... Sólo querían hacerle sentir en el cuerpo la furia del Estado
amenazado por unos rebeldes que saltaban por encima de las leyes.
Los rebeldes debían ser aniquilados,
pero antes iban a arrancarles la verdad con sufrimientos, murmuraban entre sí,
como si ella no estuviera presente. Aquellos marginales cuestionaban las
políticas del jefe supremo, interferían en los planes de los señores en lugares
donde se jugaban sus intereses económicos. Justamente era allí donde estorban
con sus reivindicaciones retrospectivas. En un estado moderno nadie iba a hacer
apología del atraso, ¿a quién se le ocurría defender la vida primitiva?, ¿acaso
iban ellos a vestirse con guayucos para preservar las tradiciones ancestrales?
Habían tratado de convencerlos, por las buenas, para que abandonaran la zona,
incluso se les había ofrecido dinero por las tierras. Pero ellos, aconsejados
por la subversión, se empeñaban en resistir y aún se atrevían a adelantar un
juicio contra el Estado, asesorados por los llamados “expertos” que los
engatusaban con el cuento de los derechos humanos. Imbéciles, como si hubieran
nacido ayer, los seguidores creían en profecías en las que los pobres, por fin,
llegaban al poder y empezaban a quitarle a los ricos lo que éstos habían
conseguido con esfuerzo. Se creían que las riquezas caían del cielo, como el
maná divino. Ignoraban que las cosas había que pelearlas y no era fácil
levantar un imperio, con tantos enemigos, a los que se sumaban los resentidos.
Más peligrosos eran los que
estaban dispuestos a eliminar a un poderoso por un centavo. Había que
escudriñar entre la miseria los brotes de rebeldía y no dejarse ablandar por la
condición de víctimas de que hacían gala, siempre esperando la ayuda de los
demás, cuando la solución empezaba por disciplinarse, trabajar sin parar,
ahorrar y aguantar, como ellos, que amasaron una fortuna a fuerza de
sacrificios y por eso tenían derecho a los lujos que disfrutaban, para eso
habían trabajado. ¿Acaso les parecía mucho una recompensa por tantas noches sin
dormir, siempre atentos a las subidas y bajadas de la bolsa, como fieras
olisqueando a los competidores, adelantándose a la hora de invertir, no fueran
a engañarlos? Ellos sí que se podían quedar en la calle con sólo darle a una
tecla por error. La tensión a la que se veían sometidos era el alto precio por
sostener un imperio.
No sólo los empujaba el amor a la
familia y el deseo de trascender con el poder y la grandeza, sino también la
supervivencia de un sistema, una cadena que conectaba los lugares apartados del
planeta hasta donde llegaba el capital y de donde venían las ganancias para
nuevos y ambiciosos proyectos. Conseguir eso era un riesgo, no sólo por los
competidores, sino por la amenaza constante de los de abajo, pagados por los
enemigos del progreso, los que querían el poder y fingían ayudar a los pobres
para conseguir su apoyo. Entre las masas de paupérrimos estaban los enemigos
pagados por la competencia. Las medidas de seguridad contra los atentados eran
pocas, intentos de secuestro que se evitaban con los guardaespaldas. ¿Qué
castigo peor que no poder salir a la calle a disfrutar de un paseo aire libre,
no poder ir más allá de las alambradas?
Pero estaban orgullosos de sus
logros y mucha gente en silencio aplaudía sus políticas de limpieza. Ahora sí
resplandecían las verdes praderas de las que se había desterrado toda muestra
de miseria y el abandono. Aquellas casuchas derruidas y las cercas a las que se
enganchaban los plásticos que el viento arrastraba. Semejante abandono era una
ofensa al paisaje en aquella tierra hermosa. Hoy paseaban en sus autos último
modelo por carreteras que ceñían los sinuosos cerros y la mirada se complacía
en la verde extensión con casas cuidadas y cercas bien trazadas. Nadie
reconocía la inversión que se había hecho para despejar aquellos campos, para
abrir carreteras y transitar por ellas sin el miedo a los delincuentes comunes
que fungían de líderes y salvadores, ocultando que se habían enriquecido de la
manera más despiadada, pero la gente ignorante les creía. Había que sacarles
las cucarachas de la cabeza a esas gentes, así fuera a punta de bala.
Sabía cómo pensaban los
encapuchados y se resistía a sabiendas de que la sentencia estaba escrita e iba
a ser ejecutada, tanto si hablaba como si callaba. En todo caso, siempre podía
decir mentiras para despistar. Pensaba en un relato coherente, pero la mente se
le nublaba cuando intentaba organizar los hechos. Ni el qué, ni el cómo, ni el
dónde le salían, porque divagaba sin tiempo, perdía el hilo de los
acontecimientos, como si se encontrara en un limbo. De repente, ella misma se
borraba, se apagaba, si intentaba colocarse ante los hechos que esperaban ser
narrados. Las palabras no le salían, estaban aprisionadas en una celda, atadas
con una camisa de fuerza. Palabras asfixiadas como criaturas vivas, esquivas,
doloridas, pese a todo, mudas ante el impacto de lo inevitable.
En alguna parte, fuera de ella,
escuchaba el gemido de un moribundo tendido en una mesa camilla en el que los
cirujanos ensayaban formas de alargar la vida para que el sufrimiento fuera
mayor. Abajo estaba ella y arriba alguien observaba la escena intentando
describir la estancia, los personajes, sus gestos, sus palabras, la cara de
dolor, expresionismo puro, carne viva, lacerada, vísceras exhibiéndose
impúdicas, olor a sangre, tibia textura del dolor, desgarro de la carne, la
mano temblorosa aferrada a la estilográfica de tinta roja goteando sobre la
página blanca, desafiando al olvido.
—Nombres, quiero los nombres, le
decían después de una sarta de insultos —zorra, puta, sabemos dónde vives, la
hija que tuviste con ese delincuente.
—Les juro que no sé nada.
—Tu madre se hizo cargo de ella,
pero la tenemos vigilada, no te puedes imaginar lo que dicen tus vecinos, que
está para comérsela, y nosotros con hambre.
—No tienen derecho, cerdos.
—Cante de una vez, zorra, queremos
un par de nombres, alias, apodos, motes, claves, direcciones, números de
teléfono y te dejamos descansar; si no, vas a saber hasta dónde llega esta
botella.
Atada a la camilla con las piernas
abiertas y la botella de Coca-cola hurgándole la entraña, la misma con que el
verdugo acababa de embucharse un trago. Intenta mantener la consciencia,
recordar quién es y por qué está en ese lugar. Pero pierde el sentido cuando el
encapuchado tira de la cuerda para arrancarle la confesión. Luego vuelve otra
vez con el chorro de agua que la hace tiritar. Son instantes de agonía y
resurrección entre el dolor de la entraña, la cuña en el centro, allí donde la
vida se retuerce y al mismo tiempo se rebela contra las sombras, ese corazón
destrozado que pese a todo se agita desafiando a los emisarios del mal,
aferrado a una ilusión moribunda que busca la luz de la rendija por donde
quisiera escapar. Esa rendija de su interior.
—No sé de qué me acusan, no
entiendo por qué me detienen, —ya se lo dije, no vi nada, pero les daré los
nombres que me dicten. Por favor, paren. ¡Paren! ¡Paren!
—¿Cómo se atreve a faltarle el
respecto a la autoridad?, ¿no estará insinuando que esto es una farsa? Hay una
manera de hacer que comprenda que no es un juego, dice el encapuchado,
empujando la botella, provocándole vómitos.
—Que traigan una manguera para
lavar a esta cerda, grita otro.
Una sombra se tapa la conciencia,
oculta las rendijas, confinándola a una cueva que es la propia tumba cavada por
las ratas. La estancia queda en silencio, los fantasmas desaparecen en la
niebla helada. Lo que queda es un mal recuerdo, la pesadilla en la que el
enemigo adopta una cara, un tono de voz y una estatura. El presentimiento de
que algo malo iba a ocurrirle se cumple y parece que la paz, o la muerte incluso,
cierran ese episodio con la palabra olvido. Por un momento nadie grita, nadie
hurga, nadie enciende la luz, nadie derrama un chorro de agua helada.
De un postigo entreabierto le
llega el anuncio de un nuevo día, pero no escucha ningún ruido del patio donde
los presos dan vueltas como autómatas, antes de pasar a las sesiones de
trabajo, que llaman ellos. Contra la pared una mesa de madera y una silla.
Sobre la mesa una hoja de papel y la estilográfica chorreando tinta roja, la
lámpara apagada apuntando a la página. La hoja en blanco la llama, pero no
tiene fuerzas para moverse, ni voluntad para llevar a cabo otra acción que no
sea dejarse morir. Está en ese lugar hasta que recobre la memoria de lo que
era, antes de entrar en el infierno.
Las páginas se resienten con el
grito, los vómitos, las súplicas de la detenida. Entre las letras brota la
sangre, una mancha de sangre que cobra forma, como si el papel revelara, poco a
poco, una imagen, la de un rostro ensangrentado, los ojos reventados, los
labios rotos. La gota de sangre diluida en la extensión de la hoja abarca la
imagen y no deja espacio para las letras. Esa mancha le impide concentrarse en
el relato.
Trabajaba en una organización
humanitaria enseñando a leer a los niños de una apartada comunidad que no tenía
ni para comer. Se les ofrecía un vaso de leche, pan, un lápiz y un cuaderno.
Sólo iba a enseñarles a leer. No pretendíamos hacer ninguna revolución con
aquellos miserables. Enseñarles a leer, eso era todo, lo juro. Luego vino el
ejército a sacarnos con ametralladoras porque estábamos envenenando a la
comunidad para que se levantara contra los propietarios de los cultivos. No sé
qué puedo contarles de lo que era mi vida allá, trabajando con una ONG que nos
facilitaba los auxilios para la comunidad y viáticos para sostenernos. Teníamos
que presentar informes sobre sus miembros, hombres, mujeres, niños, medios de
vida, entorno, costumbres, etc. ¿Es eso un delito, señores?
—No nos venga con el cuento de
Blanca Nieves y los siete enanitos. Si se sigue portando mal, traicionando
nuestra bandera, si se empeña en burlarse del himno nacional, va a saber lo que
es bueno.
—Ni siquiera sé de qué me hablan.
—Acuérdese de aquella izada de
bandera en la que usted se negó a entonar la letra del himno; sabemos que
pisoteó el pabellón delante de sus compañeros y que ofendió a un representante
del orden.
—Eso es falso.
—¿Cómo se atreve a contradecirnos?
Si todo está grabado en este video, mírelo bien, para que compruebe que no
mentimos. ¿Tiene algo que alegar en su defensa?
—No me acuerdo de ninguna izada de
bandera, les juro que me están confundiendo con otra persona.
—Qué descaro, y pretende salir de
aquí sin cargos.
—Ya se lo dije, no me interesa la
política, no tengo relación con grupos armados, no estoy metida en líos.
—Pues debería comprometerse ahora
que la patria necesita la colaboración de los ciudadanos de bien —le
reprochaban—. En este momento no puede mantenerse indiferente. Es como si se
pusiera en contra del gobierno.
—¿Por qué no sale en defensa de la
autoridad cuando la subversión critica
al gobierno, es que no cree en nuestro presidente?
Mientras habla, el encapuchado tensa
la cuerda...
—Los cerdos que se dicen apolíticos
son la escoria de la sociedad. Necesitamos vigilantes de la ley y el orden,
ciudadanos respetuosos de los símbolos, mujeres más fieles al pabellón nacional
que al macho que se las tira. Primero la patria, después lo demás.
La víctima descansa cuando el
encapuchado suelta su discurso y parece que se distrae escuchándose a sí mismo.
Se deleita con cada palabra, como si le encantara saber que otros lo escuchan.
Entonces, se relaja y suelta la cuerda. Eso le da tiempo a recuperar la moral
para resistir y negarse a dar nombres, aunque piensa que debe sobrevivir por su
hija a la que no ve desde que tenía diez años, estará desarrollándose, piensa.
Si sale con vida de esa experiencia la encontrará convertida en una mujercita.
Después de un año de cárcel
recibió la primera visita familiar. Le llevaban de regalo un vídeo donde aparecía
la niña celebrando el cumpleaños con sus amigas del colegio. No la veía triste
y eso la ayudaba a soportar las noches en blanco. El documento familiar viene
acompañado de una grabación donde la hija cuenta cómo va en sus estudios. En la
celda tiene un radio con lector de dvd que le permiten escuchar. No se cansa de
poner el cd de su hija contándole lo mismo todas las noches. Para complacerla,
le habla de sus estudios, probablemente la abuela se lo habrá insinuado. Pero
ella también quisiera que la echara de menos, que le dijera que sólo piensa en
el momento en que podrá abrazarla.
Busca la forma de salir de la
tristeza; de sacar algo positivo de esa experiencia y enseñarle a su hija a
apreciar la libertad, que no se valora cuando se disfruta. No era consciente de
eso cuando se metió con el equipo en zonas de alto riesgo. Quiere que su hija
aprenda a disfrutar cada instante, a dar gracias por el sol, por la lluvia, por
las flores, por el agua de los ríos que va a las casas, por el agua corriente
desconocida para el setenta por ciento de la población del planeta, por un
mango recién cogido, por los pájaros y hasta por las palomas callejeras que
tanto odiaba.
—Dejémoslo así por un rato, luego retomaremos
las sesiones. Lo malo de esta escoria es que no tiene ningún aprecio por la
vida; si no, cantarían a la primera, dice el encapuchado.
Se despierta empapada, tiritando
de frío, ahogándose en sus propios vómitos, la mente en blanco, no es persona,
ni animal, ni cosa, no es nada ni nadie. Apenas se puede mover, pero se
incorpora para mirarse las piernas. Se pone de medio lado y se apoya en las
manos. Un dolor de huesos rotos le impide sostenerse. Entonces se apoya en los
codos y baja de la camilla. Logra mantenerse en pie contra la orilla. No puede
caminar, pero gatea hasta el baño y abre la ducha de agua fría que la
reconforta. Encuentra un trapo colgando detrás de la puerta. Se seca las
heridas. La ropa está empapada de sangre y no tiene fuerzas para lavarla, así
que la deja bajo el agua.
Cuanto más conozco a las mujeres,
más quiero a mi perra —decía aquel hombre, muerto de la risa, como un idiota. Uno
noventa de estatura, o más, manos alargadas y estilizadas, como de pianista,
uñas impecables, y olor a colonia de Armani. Así era el cerdo encargado de
sacarle la verdad. Seguramente le hará el amor a su mujer pensando en otras o
quizás en otro, después de haber hurgado en su entraña con la brutalidad de una
fiera enloquecida.
Fue detenida una noche mientras
hacía la maleta. Planeaba salir al día siguiente al amanecer, esconderse en la
finca de un amigo. Tenía instrucciones de ir al terminal de autobuses. Acababa
de darle un beso a su hija y hablaba con la madre, más preocupada por lo que
iba a preparar de comida que por su futuro, porque no entendía que ese trabajo
la pusiera en peligro, si no hacía nada contra las personas, antes bien, dejaba
de pensar en sí misma por ayudar a los demás. Entraron unos hombres armados en
su casa y echaron por tierra la biblioteca, rompieron las cerámicas y la
vajilla. No tenían necesidad de hacerlo, porque no buscaron papeles, tan sólo
querían asustar a la familia.
Llevaba dos años encerrada y aún
no establecían la conexión entre ella y los subversivos de la zona, sólo la
condenaba su relación con el padre de la niña. No se sabe nada de él, dicen que
lo mataron, pero nadie lo puede asegurar. Otros comentan que se oculta bajo un
alias y creen que ella puede conducirlos hasta el campamento. Nunca estuvo en
ninguna organización clandestina, pero tampoco se puso de lado de los
fanáticos, de los que limpiaban las calles y aterrorizaban a los campesinos.
En la mesa siguen el papel y la
estilográfica. Ella empieza a redactar la historia, como si la hubiera vivido,
trata de darle realismo al diálogo. Se sumerge en la atmósfera de la violencia
para entender la mente de los torturadores, asume el papel de la víctima,
siente su dolor. Las gotas de sangre caen sobre el papel manchando las
palabras, como si no hiciera falta su testimonio. El papel aguanta, aunque las
palabras son esquivas. La historia es tópica si se salva gracias a un indulto,
como de hecho dicen que sucederá. Han llegado hasta ese punto, no para
ejecutarla, sino para que sepa lo que le pasa a la gente que colabora con la
oposición, es decir, con la subversión.
El papel se reblandece con el
sudor que cae de la frente. Ahora hace mucho calor y no hay manera de
concentrarse, la mancha crece hasta abarcar la totalidad de la página, debajo
de las letras está la herida de las palabras que el cronista recopila. La
historia dicha por boca de la víctima que presenció la masacre oculta en un
armario, y que huyó entre los atajos del monte hasta llegar a la carretera
donde fue recogida por uno de los suyos que la llevó hasta su casa y luego la
delató. ¿Qué hacía una mujer sola en una carretera? Podría decirse que fue
liberada y que alcanzó a contar su historia, pero luego desapareció sin dejar
rastro, tan sólo el testimonio de aquel interrogatorio.
Sobre la página alcanzó a
escribir: “No vi nada, no escuché nada, no sentí nada, estaba drogada, acabo de
volver de ese otro lado, como de un mal sueño. No se sabe si las masacres
ocurrieron, porque no quedan testigos, sólo se ven los fantasmas que vagan por
las carreteras y suplican a los transeúntes que los devuelvan a sus casas”.