De Sombra de rosa y vino
Editorial Magisterio, 1999
A dos metros de distancia la vi más inerme, más desposeída de
todo, tal como, pensamos, podría verse a una anciana en una situación parecida.
Calculé que tendría unos setenta y cinco años, una anciana de ojos verdes y
pelo blanco, abundante, que sostenía en sus manos una pequeña cartera. ¿Tendría
que decir que, carente de gestos? Pues estaba inmóvil como si estuviera en
medio de una tarde fría en una carretera de montaña y llevara ahí cinco o seis
horas esperando un bus, o esperando, en todo caso, algo que durante años había
querido, anhelantemente, recibir o volver a encontrar.
En la ciudad estas circunstancias suelen presentarse con más
frecuencia de la que se piensa, se detienen ante un paradero de buses que no es
el correcto y ahí las pilla finalmente la noche. Después desaparecen para
siempre mientras en la casa la familia empieza a comprender lo que es vivir a
un ser amado no en la muerte sino en el vacío de la ausencia. Seres como éste
irradian un halo que circunda su figura concediéndoles un aspecto de inusitada
beatitud.
Recordé inmediatamente a mi mamá: al igual que esta anciana,
siempre tuvo la misma antigüedad o sea ese estado de beatitud que no puede
contarse por los años de un calendario sino por obras de caridad, por
misteriosas recetas de cocina, por fármacos milagrosos que curan todos los
dolores, por la capacidad de leer por adelantado lo que un rostro va a
anunciar.
Por supuesto que ya de cerca, su aspecto no es igual. No es que
pierda el aire de bondad sino que aparece un sorprendente vigor en su cuerpo
–flaco pero no enjuto–, en las manos de dedos acostumbrados a cortar la carne,
los vegetales, a remendar la ropa diestramente, tejer paño e incluso levantar
un pesado fardo. Dedos a través de los cuales el niño llega a tener una visión
de las cosas de la casa, a reconocer y diferenciar las texturas de sábanas y
cortinas, el ambiente del comedor, aquello que se esconde en los armarios o sea
las imágenes que llegarán a definir su vida.
Pero también la capacidad, para los días del futuro, de
acostumbrarse a la idea de la muerte sacando de ésta, lo terrible, lo doloroso,
para, sin resignación, llegar a entender que el mundo en que se vive, entre
dificultades, incomprensiones, tanto en lo uno como en lo otro es igual y
también quien ríe, lleva en el centro de su corazón, la lágrima de la muerte.
Un ángel donde el mutismo es la guía, simplemente un ángel de barrio que a
pesar de ser testigo de todo el horror que la rodea, no desfallece nunca en su
amor al prójimo.
Ahora he aprendido de memoria cada gesto suyo. ¿Hasta cuando
llegué yo a vivirme en mamá? Como si de repente fueran las cinco de la mañana y
el olor del chocolate hirviendo, de las arepas dorándose en la parrilla llegara
hasta mí en esas largas y silenciosas conversaciones con mi madre. Aquella
tarde, mi primer tarde en Nueva York paseando por una avenida en Queens me
abría, sobresaltado, a la extrañeza de lo que me rodeaba. Primera salida de
reconocimiento del terreno, para no cometer errores fatales, para irme
familiarizando con el idioma, con las costumbres. Como en una serie de T.V.
veía el caleidoscopio de anuncios de los bares, de los oscuros callejones, los
negros pobres, los borrachos pero también mujeres, niños colombianos fácilmente
reconocibles por su acento.
Una manera de hablar, un acento que se resistía a ser avasallado
por el idioma inglés, que, trataba de preservarse en medio de aquella absurda
parafernalia urbana. Y este descubrimiento me hizo comprender la soledad que
desde niños está presente en nuestra raza, en esta raza agobiada por
encrucijadas que nunca sabrá resolver adecuadamente. Era lo que sentía al
escuchar una conversación en el metro entre muchachas empleadas en tareas
humildes, al observar a la distancia a las parejas de enamorados en bailes de
fin de semana en vetustos hoteles, en sótanos convertidos en salones de baile.
El verlos sin poder acercarme a ellos me llevaba inevitablemente a la congoja
porque sentía su desamparo, su desarraigo, la falta de patria, aquí y allá.
De pronto el lenguaje oprimido te arropaba por completo, te hacía
más nítidas las imágenes de los recuerdos donde trataba de vivir de nuevo la
esquina de barrio, los patios del colegio, la historia de las barras de
muchachos y muchachas a quienes la vida había ido situando en lugares
diferentes, sobre todo en los últimos tiempos de la ciudad donde la vida había
entrado en una intensidad desconocida y frenética. Pero esta necesidad de las
palabras familiares podía conducir, fácilmente, a una terrible trampa en que
muchos ingenuos habían caído pues agentes de la D.E.A habían logrado de manera
inaudita, apropiarse de nuestro acento, incluso de recuerdos familiares, de
acontecimientos comunes de la ciudad, del recuerdo de los amigos muertos, hasta
lograr la total confianza y de este modo adentrarse sin tropiezos en lo que
estaban indagando, en las conexiones que estaban persiguiendo. Al ser detenido
en un bar, en un apartamento, incluso en una iglesia el engañado en medio de su
estupor sentía dolorosamente la traición de aquel que durante meses, incluso
años había sido su confidente, su amigo de francachelas y celebraciones
familiares. A partir de esto hasta los familiares más cercanos quedaban en
entredicho.
¿Cuántos bisoños en medio de una borrachera habían confesado lo
que era y debía ser un secreto de muerte? Hacerse eficiente consistía pues en
agudizar los sentidos o sea en tener la capacidad de suspicacia necesaria para
eludir esas trampas mortales tendidas mediante aquellos refinados métodos
policíacos. Consistía por lo tanto, a partir de ahí, en conocer los contactos,
alejándose rápidamente de ellos para no crear intimidad y sobre todo el más
mínimo afecto. Sería fatal, completamente fatal, pensar en una de esas
blandengues películas sobre la bondad de las ancianas pues hay, como se llega a
comprobar rápidamente, ancianas repulsivas capaces de ordenar los peores
crímenes, las peores represalias. Yo las he conocido en este negocio, ancianas
implacables que hacen con su fiereza y meticulosidad olvidar su misma
fragilidad física.
Máquinas desalmadas que quieren abandonar la vida poniendo de
presente su odio al mundo. Al comienzo, como en las películas uno pierde el
sueño, los programas de T.V. se hacen insoportablemente tediosos, al bajar en
el ascensor te sientes partícipe de alguna película sobre los bajos fondos de
Nueva York. ¿El portero será realmente el Director de la D.E.A? El señor de la
venta de comestibles ¿es realmente un señor bogotano que está en esta ciudad
desde hace diez años, porque ya en su ciudad es imposible conseguir trabajo?
¿Sobre este pequeño restaurante colombiano caerán de improviso las balas de los
matones sicilianos?
¿Cómo vivir para siempre en este estado de desconfianza? Porque
hay de todos modos que hacer una fiesta y bailar y emborracharse, y hay que
inaugurar una finca y hay que volver al fútbol porque vivir sin confiar en
alguien te lleva irremediablemente a lo peor, casos he visto de matar al mejor
amigo, de matar a una tierna muchacha, de hacer desaparecer a un simple
vendedor de perros calientes. Todo por la desconfianza.
Ella estaba de espaldas en una tienda escogiendo unos tomates y al
verla mi corazón se sobresaltó hasta lo indecible. Era alguien que se salía de
la indiferencia de los rostros extranjeros, de la suspicacia de cada momento.
La misma figura, los mismos ademanes. Sabiendo yo sin embargo que era
imposible, que fuera ella. Me acerqué sobresaltado. ¿Quién la había trasladado
hasta Nueva York y cómo se había adaptado tan rápidamente al idioma, a las
costumbres? ¿Quién la había traído? ¿Cómo aceptaba el hiriente viento de la
primavera? Era ella al mirarla, al observar sus manos, su manera de moverse,
era ella misma la anciana que a esa hora estaba en Medellín preparando la
comida ¿Por qué de pronto esta asociación perturbadora? La anciana me miró con
la indiferencia con que una señora norteamericana puede observar a un
colombiano de mi facha.
Ya a solas en el cuarto me
hice el reproche por haber olvidado a mi papá, por haber olvidado aquella
figura de profesor de Liceo que murió de pobre.
Fue en Miami donde vi morir a una abuela abrazada a su nieto, tratando
de salvarlo de la ráfaga de metralleta. Ley inexorable, catecismo que desde el
primer día de trabajo había que aprenderse de memoria, no olvidar, para no caer
en la muerte. Por eso golpeaban siempre a los familiares más cercanos, más
inocentes. ¿Me hubiera tenido piedad esa viejita en una liquidación de cuentas?
Dos horas y la señora no se han movido de su asiento. Ni siquiera
ha insinuado ir al baño. Ningún sorbo le ha dado al vaso de gaseosa. Sabían que
en aquella casona estaban ella y una sirvienta que no apareció por parte
alguna. Su intuición de madre le había dicho ya que algún día estaría
enfrentando lo que ahora enfrentaba, ¿quién más que ella conocía la conducta de
su hijo y sobre todo el pozo ciego de sus torpezas, de sus ambiciones negadas
por la vida? ¿Quién más que ella conocía lo que significaban los códigos de la
Organización que había condenado a su
hijo?
En la situación en que estamos metidos en esta ciudad y sobre todo
en la situación en que se vive en este oficio no sólo es el miedo a morir lo
que nos determina a cada segundo, a cada movimiento que hacemos sino la
dolorida perplejidad de estar contemplando algo que abruptamente y no por
casualidad dejamos atrás y que ya nunca volveremos a ver. De ahí entonces el
desprecio a nuestra propia vida que no es desprecio sino realmente aceptación
de lo precaria que se ha hecho la vida sin ilusión alguna. Que el porvenir
entonces quede para quienes más amamos y que, sin embargo, a la vuelta de los
años ni siquiera se acordarán de nosotros.
El sentirnos sacados a la fuerza de nuestro barrio, nos lleva a
perder el sueño o a que éste se reduzca a un sobresaltado cerrar de párpados,
para imaginar que, al abrir los ojos algo bueno ha pasado pues seguimos con
vida. ¿A qué puede aspirar ella sin su hijo? Ella debió imaginar que iría a
seguir viva en los días futuros de su hijo, pues en esa dirección había
encaminado sus esfuerzos. Con su mirada orgullosa, señala que el espacio de
tiempo que puede restar para que la muerte los reúna a ambos, es lo único que
le preocupa.
Ya esta actitud, me arroja
luces sobre aquello que no debo hacer. La anciana ya conoce al final de esta
situación. ¿Aquella señora del supermercado de Queens, mi mamá neoyorquina,
dónde abrirá ahora una puerta? Cuando una madre mira ya conoce hacia donde se
dirigen los pasos de su hijo. Cuando una madre mira ya sabe de antemano la
soledad y tristeza que la ha transmitido a sus hijos como herencia de sus propios
padres.
Por eso salió a la calle sin decir una palabra, sin insinuar un
gesto de pánico. Por eso continúa impertérrita mientras ya me he fumado cinco
cigarrillos y empieza a conmoverme su paciencia, ese halo de invencible bondad
ante el cual pienso que yo tampoco debo sucumbir. No debo olvidar su lección.
Sin decir palabra entra en el automóvil cuando uno de los
muchachos se lo insinúa. El automóvil, dos jeeps se pierden en la distancia de
la calle y no la vuelvo a ver.
—¿Llegaste bien papito, no tuviste ningún contratiempo?
—Sí señor, llegue muy bien. No tuve problema alguno ni al salir ni
al llegar ni tampoco en la estadía allá. Ya no tengo temor en las aduanas ni me
cabrean los guardias ni los detectives. Ya le cogí el pulso al trabajo. Sí
señor.
—Y Nueva York; ¿cómo estaba?
—Pleno invierno señor, lluvia, mucho frío. Y eso como usted lo
sabe aburre hasta el cansancio, lo agarra a uno la nostalgia del clima de
Medellín y no ve uno la hora de venirse. Pero el trabajo hay que hacerlo,
señor.
—Claro, hombrecito, la falta del chicharrón y los fríjoles. ¿Quién
puede contra eso? Al principio eso mismo me llegó a pasar; pero se acostumbra
uno, ¿no crees? Y tampoco es que Nueva York sea tan feo y allá además tenemos
una colonia nuestra muy grande, esas fiestas que hacen son muy buenas.
—Sí, todo eso es cierto. Pero se cansa uno de ser extranjero y
sueña en la casa, en la barra de amigos. Se cansa uno de no saber hablar
inglés.
—Sí, ser extranjero, que lo miren a uno mal por eso. Y la falta de
los amigos, sí todo eso lo comprendo muchachón pero decime; ¿qué fue realmente
lo que te sucedió? ¿por qué hiciste lo que hiciste, de quién te dejaste echar
el cuento tan bobamente?
—Pero en todo, señor, fui muy cuidadoso. Ya le dije que en las
aduanas no me pusieron ningún problema. Y usted sabe cómo es esa gente gringa.
Además le cuento que nada de fiestecitas, nada de trago. Mucho me cuidé de no
darle tiro a nadie, de no ser sospechoso de nada tal como usted lo exige en
éstos casos.
—No me refería a eso, papito.
—No, tampoco me reuní con los cubanos. Yo a esos les tengo mucho
miedo. Son muy ventajosos porque conocen más el ambiente. Uno no debe dejarse
embaucar por ellos.
—Vea papá, no se me haga el bobo. Ya sabe de lo que estoy hablando
¡carajo! Ya sabe, conteste, carajo!
—Inexperiencia, pendeja bisoñada se lo digo. Creí, en mi
ingenuidad, que nadie iba a notar esos pocos dólares que sustraje. Creí, que
mientras tanto, podría sacarles provecho invirtiéndolos en un negocio. Pero se
lo juro señor que jamás pasó por mi mente tumbarlo a usted, quedarle mal y
mucho menos robarle a quién ha sido un benefactor para mí. Aquí le tengo la
plata, falta un poco que es la que esa gente me está debiendo. Pero le voy a
devolver el doble para que vea mi agradecimiento. Usted lo sabe señor.
—Eso a mí me interesa un culo, papito. Aquí lo que cuenta es que
le faltaste a la palabra que habías dado cuanto te metiste en este negocio. Y
te lo repitieron mil veces, toda falta se castiga con rigor ¿Dónde pensabas
esconderte que no te hubiéramos descubierto? ¿Dónde?
—Por eso recurro a su comprensión, a su bondad, señor. Yo sé de
todas las obras de caridad que usted hace en la ciudad y por lo tanto creo que
tengo el derecho a otra oportunidad. Se lo juro que no volverá a suceder. Si
quiere déjeme como uno de sus guardaespaldas, cuidando de sus hijos. Yo para
estos viajes no sirvo.
—¿Qué tal que todo pendejo que hace lo que vos has hecho tuviera
el derecho a otra oportunidad? ¿Por dónde andaría esta empresa? Papito esta no
es una agencia de empleos temporales ni una oficina de caridad pública. Somos
lo que somos por una estricta organización. Sin esto estaríamos pidiendo
limosna.
—Pero como buen católico usted es un hombre piadoso, yo lo sé. Un
hombre comprensivo y bondadoso. Y me va a entender me va a entender.
—Yo aquí no soy yo. En esto no hay personas sino la Organización
que funciona como una empresa comercial ¿Qué vas a hacer entonces hombrecito?
¿Qué querés que hagamos con tu mamá?
—¿Cómo así señor que a mi mamá ?. No me digan que ustedes la tienen,
no me lo digan ¿cómo puede ser esto? ¡Con razón en esta casa no había nadie
cuando llegué!
—La ley es así papito y vos lo sabías de antemano. ¿Pero entonces,
qué? ¿Qué vamos a hacer con esta viejita, ah? ¿Vas a venir a respondernos o
vamos viendo a ver qué hacemos con ella?
—¡Cómo así que a mi mamá la tienen ustedes! Cualquier cosa me
imaginé menos esto. Con razón aquí no hay nadie. ¿Qué van a hacer con ella
señor?, es una pobre e indefensa viejita.
—Te lo repito y por última vez, esta es la ley porque sin ella
todo se viene abajo. Aquí no hay abogados ni monjas de la caridad para
interceder por vos. ¿Vas a venir o querés que procedamos ya con este costal de
arrugas?
—…
—Se me está acabando la paciencia. Si te asomás a la ventana verás
a la gente esperando que salgás como todo un hombre. Esperando que les
demostrés que sos un buen hijo.
—…
—Claro que si consideras que ella ya esta muy viejita y que no va
a durar mucho y en cambio vos lo tenés todo por delante, pues pensálo y colgá.
De todos modos la ley es la ley y entonces nosotros consideraremos que nos has
declarado la guerra. Una guerra papito entre El llanero solitario y nuestra Organización. Ya estoy temblando de
miedo Robocop, ya están temblando los muchachos.
—No, espere, se lo digo, espere un minuto.
—Cuánto voy a esperar si los muchachos ya están allá afuera. Éstos
no son unos ejercicios espirituales de colegio. Tenés que quedar bien delante
de los vecinos, delante de tus amigos.
—Sí señor. Ya abro la puerta. Ya me entrego.
Un vecino se le acerca, le coloca el brazo sobre los hombros con
gesto protector. Y luego unas señoras se acercan y dirigen la mirada hacia
donde ella dirige su mirada: el automóvil acaba de cruzar la esquina y ha
desaparecido, los dos jeeps que lo siguen lo hacen ahora. La anciana bajó del
automóvil con gesto rígido pero seguro. Cuando se cruzó con el hombre rubio,
alto, que dos muchachos fornidos llevaban discretamente del brazo no dirigió su
mirada hacia éste, que en cambio sí fijó su mirada en ella, trémulamente, con un
gesto amoroso, un gesto fugaz, ya que enseguida, fue introducido al auto. ¿Fue
el atribulado ademán de aquel ser acorralado lo que llamó la atención de los
niños que jugaban en las aceras, de la barra de muchachos que conversaba en la
esquina? ¿Por qué se había descompuesto de tal manera quien horas antes había
llegado con gesto arrogante, y con ademanes displicentes ni siquiera había
reparado en ellos? Su figura parecía sacada de una carátula de discos. David
Bowie y Rod Stewart, pelo hirsuto, pantalones, chaqueta de cuero brillante,
pulseras de oro. Dejó abiertas las puertas del automóvil y miró con evidente
alborozo la casa ostentosa que rompía desagradablemente con la fachada de las
modestas casas del barrio. Fueron, claro, los niños quienes se le acercaron.
Les repartió billetes y permitió que detallaran su figura, sabiendo que, desde las casas lo observaban
con la estupefacción propia de quien se siente incapaz de calificar una
situación como la que estaba sucediendo,
por carecer del más mínimo elemento de referencia para ello.
Los muchachos adoptaron al principio una actitud distante, pero
luego sus miradas, su actitud se hicieron entre despectivas e irónicas. Dejó el
equipo de sonido a un alto volumen, Men
at work, el estallido de la música rebotó contra las paredes de las casas,
sacudió las hojas de los árboles, escandalizó a los perros y se expandió entre
las calles del vecindario. De pronto dejó de ser música y letra, y se convirtió en una serie de sonidos sincopados,
fragmentados los unos de los otros, cada sonido a la búsqueda de su propio
extravío, de su propia atonalidad, hasta lograr, momentáneamente, que cada
color, cada textura se aislara, se fuera atomizando, el rostro rubicundo de un niño, la tonalidad
cerúlea de una señora, el color desusado de un muchacho, de un perro callejero.
Momentáneamente como la teatral aparición de un profeta rodeado de destellos
cibernéticos, de rayos apocalípticos chisporroteando sobre el andén aterrado,
antes de , con gesto olímpico, cerrar la puerta de su automóvil electrónico.
Y fue a las cinco en punto cuando apareció de nuevo en la puerta
pero ahora con un gesto descompuesto, pálido como si Drácula le hubiera
succionado la sangre. Y fue entonces cuando las señoras casadas, las viudas,
los adolescentes comprendieron lo que de doloroso se escondía bajo aquellos
gestos patéticos, en el desencajado rostro de aquel ángel caído. En aquella
escandalosa verdad que ya desde su llegada habían presentido. Niños y muchachos
se fueron arremolinando en la acera hasta que apareció el automóvil escoltado
por los dos jeeps. Al verlos, aquel rostro de rockero compungido se sumió en
las más frías y desoladas latitudes, pero no temblaba, sólo su mirada quería
traspasar las cosas, acercar las lejanías, leer lo que se escribía en aquel
larguísimo tiempo de espera, quizás con la confianza de que al conocer qué era
lo que se aproximaba en aquella caravana de vehículos, podría cambiar el orden
de los acontecimientos.
La anciana se quedó observando el resplandor último de la tarde
sobre las montañas. Después giró y se quedó contemplando la casa, el
antejardín, las flores. El volumen de dos pisos enchapados en mármol gris
perla. El interior de la casa aparecía iluminado, de manera que era fácil
calcular el desorbitado espacio de la sala, el alocado número de habitaciones
vacías, el comedor solitario, la cocina vacía, los baños solitarios que nunca
serían utilizados, los automóviles mudos en el garaje. Y era obvio ante aquella
mudez que ninguna voz, ninguna algarabía de niños vendría jamás a darle sentido
a aquella caprichosa construcción. La anciana emitió un débil quejido y cerró
con dolor los párpados. Cuando se pensó que iba a entrar a la casa desanduvo
los tres pasos que había dado y pareció, confusa, buscar un banco para
sentarse. Al no hallarlo; titubeante, siguió en dirección a la esquina, hacia
las casas de aspecto modesto como si quisiera en el centro mismo de la
oscuridad desaparecer en ésta. Fue entonces cuando una de las vecinas la
alcanzó, la tomó del brazo y luego con calma la condujo hacia una de las viejas
casas del barrio donde la luz de un hogar la estaba esperando.