He
preferido desahogar el nudo que ahorca mi garganta y dejar al libre albedrío mi
crapulosa historia personal. La senilidad me obligado a vivir de recuerdos que
afloran en las horas negras, para endulzar el café amargo de mis últimos días.
Impotente caballo de Troya, sería la expresión exacta, pero aquí, la metáfora
no tiene espacio. Sólo lo hay para un descompuesto anciano, que ha perdido su
atributo y, lo peor, sin valor para aceptarlo.
¡Ah!, pero ahí veo la gloriosa casona con
alero de teja, poblada de secretas
alcobas, simétricamente bordeando los traspatios de pasillos y zaguanes
temerarios que hicieron parte de todo un rito familiar, de mi vida entera. En
las horas más tranquilas del día o de la noche se ponderaba las virtudes de la
arrechera, por parte de mis hermanos. Pero me correspondió a mí, el más joven y
silencioso de todos, mirar y ser testigo por los ojos de las cerraduras, por
los calados en las paredes de adobe, o mejor aún, contemplar desde el soberado
a través de la duela de madera machimbrada, toda una batalla perruna, entre una
virgen sirvienta llegada del campo y de
mí pervertido hermano mayor, de quien su
única virtud era su descomunal penca, rebosante de orgullo. Entonces yo tenía
once años y este descubrimiento loco, me impresionó. Yo pensé que el sádico
estaba asesinando a la infeliz criatura quien sólo emitía unos gritos voraces:
¡Hay Dios, no, no!. ¡Por dios más, más!, gritaba la criatura inmolada en sangre
virgen, con las piernas sobre los hombros del hombre, mientras que él, con su
esplendor dentro de ella, sólo sacaba su lengua larga y gemía como diablo.
Después puso en cuatro a la criatura y la perforó de un tiro. Entonces fui
consciente de lo que significaba esa dureza entre las piernas y me la sobé,
sintiendo una sensación agradable, y supe que había un diablo generoso en el
cuerpo.
Esa desorbitante lección, me dejó alicaído,
vergonzoso de mi humanidad y realmente me sentí desgraciado; a no ser por mi
padre, que un día al notar mi curiosidad al verlo desnudo en el baño, me dijo
que el problema de estos animales no era su tamaño sinó su astucia en su labor.
Gracias a este sabio dictamen, el temor adquirió un nuevo matiz. Me la sobaba y
al hacerlo se agrandaba un poco, se ponía fuerte, arrogante, fue entonces que me
creí un macho.
Una tarde, mientras mi hermana que era tres
años mayor, jugueteaba con su costurera, yo como un perro pequinés, me
introduje entre sus piernas y haciéndome el perrito le lambí los tobillos.
Tenía un vestido largo de tafetán y estaba sentada; yo, como un animal loco
estiré la mano y mi hermana entreabrió sus piernas dejando que la mano subiera
hasta sus muslos que estaban sudando y después abrió las piernas y la mano,
independiente de que yo la mandara, avanzó hasta una hornilla caliente, y
encontró un hueco que mis dedos tocaron, y por ese hueco entró el dedo una y
otra vez y sentí un líquido viscoso, mientras que con la otra mano me la sobaba
y no recuerdo si me quedé dormido, pero si sé que me gustó mucho. A mi hermana
también le gustó. Después fue ella la que me zambulló dentro de su vestido y lo
volvimos a hacer.
Un cabrón amigo, medio marica, a quien le
conté lo sucedido, me dijo, que tuviera cuidado porque eso era malo, era como
tirarse a la mamá. Y, ocurrió, sentí una extraña impotencia en el cuerpo y por
mucho tiempo no pude dormir y mi animal estaba como muerto. Por más que me la
sobaba, colocando fotos de mujeres desnudas, no se me paraba. Yo estaba
aterrorizado, mi preocupación no tenía respuesta. Por un tiempo pensé que me iba
a volver marica, pero por fortuna hubo un rayo de luz en mi infierno. Era como una segunda oportunidad.
Una tarde, mientras buscaba un balón de fútbol en un olvidado cuarto al
trasfondo de la casa, donde dormían algunas empleadas, ví con la luz de la
fortuna, a una joven durmiendo, cubierta con una delgada cobija que marcaba su
frágil silueta. Flor, Flor, llamé y como no atendió a mi llamado, me senté al
borde de su cama y palpé su cuerpo; ella no respondió, por lo tanto mi
laboriosa mano se deslizó debajo de la
cobija y después de acariciar sus pantorrillas, muy lentamente empecé a
ascender hacia sus muslos y más arriba mi sorpresa fue grande, estaba desnuda.
Entonces el animal se enderezó mientras
mi mano atrapó su moño y, con delicadeza, le acaricié una cresta junto a su
hueco por donde introduje el dedo. La muchacha no se movía, dejaba que su patrón
hiciera en silencio lo que más le gustara y yo, ni corto ni perezoso, le quité
la delgada cobija que la cubría. Era una mujer de piel bronceada, suave como la
de un bebé. Una india de ojos rasgados y labios voluptuosos. Delgada,
extremadamente delgada, su culo era bien formado y sus tetas, aunque pequeñas,
duras y preciosas. Tenía los ojos cerrados; por supuesto que no los quería
abrir. Esa actitud me emocionó. La mano le acarició el rostro, los labios y le
metí el dedo en la boca como si fuera su hueco. Yo estaba extasiado, feliz en
la contemplación del inerte cuerpo y, no se por qué pensé que el placer era un principio de la muerte.
Así, en esas circunstancias, como si fuera la muchacha una muerta, la mano masturbó
su coño y mi verga, por primera vez, se hundió en el acantilado del placer. Oh,
como disfruté en esa vulva, en donde apenas emergía el bello pubis. Desde ese
momento mi predilección fueron las
flacas. La mujer flaca se me volvió una obsesión. Entendí, que el placer del
sexo, no sólo estaba en hundirlo. La contemplación, la articulación de la mano
en el cuerpo, junto con una recíproca perversidad imaginativa, eran claves para
llegar a la gloria del universo infinito, al esplendor, a la exaltación y a
algo parecido a la nada: el indefinible clímax. Desde aquel momento, a la misma
hora, la muchacha me esperaba, como en el primer día, desnuda y dormida como
una muerta, para que yo hiciera con su cuerpo, su culo, sus tetas, su coño, lo
que quisiera. Ahí saqué punta a mi verga, en ese coño dí rienda suelta a mi
placentera imaginación. De ahí salí
hecho todo un valiente a los putiaderos. Por esa época, las novias no se lo
daban a uno. Había que crear una formula de seducción.
Esto no fue más que una gloriosa época de
chiquillos en el aprendizaje del amor. ¿Que puede haber más allá del principio
del placer? : La muerte. Sí, eso es lo que estoy esperando en esta undívaga tarde, mientras sueño como un joven.
Alias Caparroja
Caldwell, con sus gafas oscuras
pulverizadas,
yacía contra la pared opuesta,
en el centro,
con la parte posterior del
cráneo hundida y
una mano alzada como para
atravesar
el frustrante espesor del muro.
Ray Bradbury
Impredecible
¿Cómo
puede ser que haya
en
estos desgraciados
tan
funestos deseos
de
luz?
Virgilio
El azar me
llevó a conocer, en el barrio La casona, del distrito de Aguablanca, a Francisco Moreira, alias el Zarco, quien
murió en su ley una tarde de febrero, en una celada tendida por su compadre, y
de quienes escribí alguna página. Con el tiempo supe, no sin asombro, que su
foto era velada en la sombra y que su nombre corría entre-voces en otros
barrios pendencieros como El Matadero, en las colinas de Siloé o La Floresta, ampliándose su prontuario delictivo; y
que otros jefes de gallada bautizaban a sus hijos con el nombre
de Moreira. Pues la gente de barrio es propensa
a la idolatría religiosa y necesita de un héroe de sus contornos, de un
jefe con agallas, por eso no es raro que
el personaje sea un futbolista, un santo o un bandido.
Una tarde de esas en
que el sol parecía empantanado en el charco de la calle y el sopor me
arrastraba al entresueño o a una pesadilla,
un Volvo clásico, color azul oscuro, se detuvo frente a mi oficina
dedicada a la arquitectura de interiores,
y un hombre circunspecto, lánguido como machete afilado, entró a mi
despacho y sin ningún preámbulo dijo que el señor Mefisto Caravallo precisaba
de mis servicios. Que si podía hacer el favor de acompañarlo. Vi, no sin cierta
sospecha, que un campero con dos hombres lo acompañaban. Dije que estaba
cargado de trabajo hasta finales de año; que no me podía comprometer con nadie.
Y era cierto. Estaba terminando la mansión de un ilustre personaje de la
sociedad emergente. Muy solícito y respetuoso el hombre me pidió el favor de
escuchar al señor antes de insistir en una negativa.
Escondiendo el miedo
y la cobardía que se instala como serpiente venenosa en el cuello, acepté, a
sabiendas del riesgo que corría al
atreverme a asistir a una cita
sospechosa.
En el camino asocié
el nombre de Mefisto Carvallo a otros clichés de la zona negra del centro de
Cali, de la calle Diecisiete y la Doce: Piquiña y Gatillo Loco, personajes de los cuales había
hurgado sus historias y con quienes en alguna ocasión me había reunido a través
de un contacto que nos había permitido el encuentro. Pero cuando el vehiculo
tomó rumbo por la calle quinta, al
barrio residencial del Oeste, rechacé cualquier
vínculo con Carvallao y opté por
especular la idea que en las hordas de estos personajes, a pesar de que
existen diferencias sociales y
económicas, su fuerza estaba ligada al
territorio que es sinónimo de poder. La conquista del territorio es demencial,
implica el barrio, la ciudad, el departamento, el país, el continente.
De esta manera, Piquiña, jefe temido y
respetado en la
Zona Negra, era tan inclemente y poderoso
como el finado Francisco Moreira, a quien
relacioné, por viejos recuerdos de crónica, con Mefisto Caravallo, alias
Caparroja, mano negra de los tres jefes
del Valle, personajes a los que el
Bloque de Búsqueda había puesto en prisión.
Encuentro
Mefisto Caravallo se
encontraba sentado en un ostentoso
sillón estilo inglés, en su oficina, en
una actitud como de éxtasis. Contemplaba un cuadro de Obregón: Una fiera devoraba un violento. Era una
masacre plástica, saturada con el rojo ardiente de la ira; la indiferencia,
cómplice del lienzo, enmarcaba la infamia dentro de una zozobra de la cual no
sabemos si vamos a salir ilesos.
El fulgor de la sangre, en contraste del color, era lo que explicaba el
atractivo que el hombre saboreaba en la belleza de la obra.
Mefisto Caravallo
giró su cabeza de paquidermo y en un segundo dejó ver en sus ojos de águila la parte siniestra que saboreaba en el cuadro. Un guiño bastó
para encubrir sus ansias y su pasión, y los hombres apasionados como él
conquistan el poder a cualquier precio bajo la velocidad de sus acciones. En
segundos, con sólo oprimir una tecla de su computador, podía dar una orden
implacable. Pero él también conocía, sabía de
sus limitaciones.
Puso los codos sobre
el escritorio, las manos se abrazaron, y en una actitud de rezo, cerró los
ojos, respiró quedo, volvió a abrir los ojos y miró al lado izquierdo donde había
un fresco de Darío Morales. Era un cuadro de una mujer desnuda acostada en una
actitud de laxitud plena. Volvió a respirar aliviado y en seguida me miró.
¿Qué quería?
Una menuda
extravagancia. Que le diseñara y le construyera una capilla con un mausoleo en
una de sus haciendas en Jamundí y, de una vez para siempre, le escribiera su
epitafio.
Extrajo de su cava
una botella de Partager 1910 y me ofreció
una copa, y él brindó simbólicamente por la oración póstuma, pues estaba tomando medicamentos. Y, por otra
parte, entendí, que no quería saber nada de su contenido. Como diciendo que los hombres la lean en la
lápida, llegada la hora, prodigando de esta manera su talante.
¿Predecía su
destino final? No sé, o como sea, no me concernía su asunto de sangre, aunque,
no voy a negarlo, me interesaba conocer la situación de este famoso personaje,
ahora, puesto de espalda contra la
pared.
Acepté.
Únicamente me pidió
el favor que lo visitara para precisar algunos detalles, bosquejos de la obra,
etc., etc.
No se dijo más sobre el tema. Pero había
más.
Lo empecé a ver para
mostrarle el diseño del trabajo y en una de esas ocasiones empezó a hablar, a
desvariar y se refirió a Francisco Moreira. Pensé que al hacerlo hablaba
implícitamente de sí mismo –ya que toda orden siempre viene de más alto–. Sus
palabras navegaban como un submarino cansado, él mismo era un submarino
destruido en el laberinto del mar negro, era un gusano de acero podrido
retorciéndose en una extraña convulsión, como si su cuerpo, perforado por la
enfermedad, se hubiera llenado de
hormigas nerviosas.
Había llegado al
límite y, en ese día casual, pude verlo en una singular postración. Es terrible
y triste ver un león enfermo arrastrado por el huracán de la muerte; igual inspira
compasión ver a un verdugo en similar
desesperanza.
Se acostó en una
poltrona tendida con tablas de madera
sin cojines a restregarse el cuerpo y a vomitar las alimañas que lo recorrían
por dentro, como carcomido por un cáncer, perdido en un laberinto tenebroso.
Supe que llevaba más de seis meses postrado bajo el síncope de la “tembladitis”,
una de esas extrañas enfermedades que a veces
se originan bajo el enigmático clima de la presión enemiga, de los
cazadores, creando un estrés implacable –¿él mismo no había cumplido iguales
encargos a costa de todo? ¿Era su turno?–. Es que el miedo forzado al límite, trastorna los nervios. Un hombre bien
puede volverse un depredador sanguinario o una inútil bestia; también se puede transfigurar en un vegetal. Él, en
el fondo, sabía que estaba atrapado en
su propia trampa construida de traición y carnicería. Siendo un fanático
católico, ¿por qué no pedía clemencia a
Dios? ¿Algún diablo tenía en el cuerpo que se lo impedía?
Su vida, su pasado era
demasiado clandestina y misteriosa. ¿De dónde había salido este formidable
carnicero, que no tenía palabras para la clemencia?
Escuchen bien, escuchen bien
Él,
Bencito, fue adonde Fróim Grach,
que
ya miraba el mundo con un solo
ojo y ya era lo que es. Dijo a
Fróim:
-Cógeme. Quiero arrimarme a tu
orilla.
La orilla
a la que me arrime saldrá
beneficiada.
Issac Babel
No sé decir si era
una lacra o un alma de Dios.
Con una mano
repartía comida a la barriada y con la otra despachaba al otro mundo los
recomendados. Vamos a fumigar una rata, decía Caparroja. Por eso el mote puesto
por don Francisco. Caparroja era un fungicida popular.
Llegó del Norte del
Valle una tarde calurosa. Traía el sol a
la espalda y una recomendación mugrosa escrita a mano por un gamonal del pueblo
de Cartago. Su camisa de chalis floreada, por fuera del pantalón le flotaba en el cuerpo, dejando
entrever un fierro pavonado de lo último
entre la correa de taches de acero brillante. Don Francisco lo vio y fue
suficiente. Tenía ojo para distinguir un funguicida bravo, y Caparroja, ya le
digo, era una lacra.
“¿Querés un chance?”,
le insinuó don Francisco con frescura, después de leer la recomendación.
Escribió en un papel un nombre, una
dirección, una suma de dinero y se la puso a los ojos del hombre; treinta o
cuarenta segundos, luego rompió el papel, los pedazos los puso en un cenicero y
les prendió fuego. “Ahí la tenés, te doy
diez días”, le dijo don Francisco
mirándolo con curiosidad, como si se tratara de un bicho raro o una fiera dispuesta a saltar.
Caparroja miró la
tierra, más por precaución que por respeto. No le gustaba que le
visajearan por dentro sus ansias de
apache, sus reflejos de indio culebrero.
No fueron nueve once o doce días. El décimo día justo,
Caparroja apareció con una flota de
carros de varias marcas último modelo, un maletín cargado de dinero y algunas
escrituras firmadas. La deuda del ya difunto sobrepasaba el doble. Esa noche,
don Francisco festejaba el cumpleaños de su amada, tenía una fiesta a todo dar en el Hotel Intercontinental.
No halagó ni felicitó a Caparroja por su crudeza pero lo invitó a la rumba. Que
trajera su querida, le dijo, entregándole un grueso fajo de billetes y las llaves
de dos carros, pues ya Caparroja había armado un combo áspero.
A la fiesta
apareció a las once de la noche vestido con un traje fino y corbata como todo
un patrón, acompañado con una india del
sur, de pelo negro y cuerpo deslumbrante que pisaba sabroso como muy pocas ahí
presentes. Don Francisco los llamó y los sentó a su lado. En el escenario una
orquesta puertorriqueña hacía sonar las trompetas. Esa noche para Caparroja fue un ¡bingazo! A esa hora ya su nombre había saltado en la
ruleta entre los dados de los duros, como una ficha clave.
Lo de su hembra era un gesto más de su
berraquera. “Pa`que vean que no soy una roña”, les dijo a sus parceros. El resto de la noche fue vacana.
Las tres familias
empezaron a repartirse sus servicios. A los tres les bajaba la mirada, a los tres les exprimía lo
que podía; a don Francisco era al que primero escuchaba. Era el que lo había
ligado.
Un día, bajo la
aprobación de los señores, armó su
propia funeraria y empezó a trabajar a contrato. Caparroja trepó como
enredadera. Dos o tres años fueron suficientes para armar una bandola de
cincuenta hombres, de los más porfiados. Se hizo rico en un abrir y cerrar de ojos.
Todo había ido bien y muy rápido hasta el día que
cayeron los jefes. Los señores tenían que negociar penas, entregar gente y sacar a otros del
camino. La cuota pedía sacrificios. Y frente a eso, tres metros bajo tierra,
era la mejor cura. No hay dinero que valga, no hay nada que valga, pelao. Si
los señores ordenan, la orden se respeta.
Quién no se pone
grave si las almas de los difuntos empiezan
a joder. También las almas de los vivos.
Con las tres familias
en la cárcel, ahora Caparroja tiene un poder de respeto. No una ciudad... Ojalá
le dejen disfrutar su ilusión... Porque ¿sabe?, es también un espejismo...
Rectifico, aclaro:
con dos familias en la cárcel. Ese es el
problema: una tuerca suelta, ¿entiende?
Una tuerca suelta es un problema pa`todo
mundo y eso era el hombre.
Epitafio
Un sueño atroz
arropa la piedra fría
donde habita el siniestro
Arcano
de la noche oscura
Emisario Rodas
La última vez
que vi a Caparroja se encontraba
mal; empezó a hablar antes de que entrara a la oficina la
india de cabello negro, su mujer. Dijo que ellos lo habían timado desde
la cárcel. Planificaron la huida de don Francisco y los hijueputas dieron la
orden de sacarme del juego. Ya en la calle, dijo, entregaron a don Francisco con la condición
de que le dieran candela. Negociaron. Después me echaron encima el agua sucia.
Todo lo arreglaron con el gobierno y estos con los gringos. Me faltonearon. Me
utilizaron desde siempre como les dio la gana, dijo, en medio de la convulsión
y la fiebre.
Entró la mujer. Está
delirando, dijo ella, muy azarada. Me canceló en efectivo la obra que ya estaba
concluida y me despidió con agradecimiento.
El hombre había
empezado a retorcerse como un
gusano envenenado. Se quitó la camisa y
se tiró a restregarse la espalda en la poltrona de tablas, lo visitaba la “tembladitis”.
En la espalda tenía
un tatuaje que no le había visto antes. Parecía la sonrisa de la muerte.