Fabio Martínez
Cali, Colombia, 1955. Algunos libros publicados: Un habitante del séptimo cielo, La
búsqueda del paraíso. Biografía de Jorge Isaacs, Fantasio, El viajero y la memoria, Balboa, el polizón del Pacífico, Cuentos sin
cuenta. Antología de escritores de la Generación del 50 y El tumbao de Beethoven.
Es Primer Premio Latinoamericano de Ensayo ‘René Uribe Ferrer’ y Primer Premio de
cuento ‘Jorge Isaacs’. En la actualidad es Director del Programa de Literatura
de la Universidad
del Valle. Los cuentos aquí seleccionados fueron tomados del libro El escritor y la bailarina (2012).
El Espectador
A don Guillermo Cano
In
Memoriam
Nos conocimos en el
Magazín Dominical de
El
Espectador. Exactamente, en las páginas finales de este semanario cultural
donde el director acostumbraba a publicar a los jóvenes escritores que
comenzaban a descollar en el cerrado mundillo de las letras hispanoamericanas.
Las primeras páginas, como era costumbre, estaban dedicadas a los escritores
consagrados y a alguno que otro lagarto literario que era amigo del director o
de los dueños del periódico. La portada, por supuesto, era exclusividad de un
pavo real que en ese momento estaba de paso por Bogotá y había acabado de ganar
el Premio “Cervantes”.
El placer más grato que teníamos los lectores
era abrir cada domingo las páginas del suplemento y sentir el olor a tinta
fresca que brotaban de sus hojas; el fuerte olor a tinta tipográfica que se
confundía con la textura suave y delicada del papel.
Si por una decisión terca del director
descubríamos, de pronto, un artículo nuestro, así fuera publicado en las
últimas páginas, el placer era tan grande, que nos pasábamos todo el domingo en
pijama releyendo el Magazín.
Fue, justamente, en aquellos años que lo
conocí. Al principio, como un lector que
se acerca desprevenidamente a un texto, comencé a leerlo sin hacerme demasiadas
ilusiones. Debo decir que en ese momento de la lectura, el hombre era todavía
un ser anónimo que carecía de cuerpo, y si se quiere, de espíritu. Pero a
medida que fui penetrando entre sus líneas, el hombre fue cobrando una
dimensión inusitada, tenía un cuerpo, poseía una voz y una presencia arrasadora
innegable, que cada domingo me obligaba a buscarlo afanosamente en las últimas
páginas de la revista dominical.
Como el joven escritor no hacía parte del
Santo Oficio de las Letras hispanoamericanas, debo confesar que en más de una
ocasión lo colgaron en el
periódico, dejándolo en el silencio más
absurdo.
Debo advertir que cuando hablo de hombre es sólo una veleidad machista de
mi parte, pues a pesar de que sus textos venían firmados con un nombre
masculino, en sus escritos, que eran rigurosos en su forma y precisos en su
contenido, no era fácil identificar el sexo del autor. Con él se producía algo
parecido al caso de George Sand, la escritora francesa que firmaba con un
apelativo masculino para ser publicada y así burlarse de la censura de la
época. La escritora de marras se llamaba en realidad, Aurore Dupin, la baronesa
Dudevant, autora de El pantano del diablo.
Cuando te acercabas a los pliegues del texto,
no importaba quien estaba detrás de esas formas y de esas líneas. No tenía
sentido preguntarse si allí se refugiaba un hombre, una mujer o un ambidextro.
Lo cierto es que apenas el voceador de periódicos llegaba a la puerta de tu
casa con El Espectador y te lo
entregaba a cambio de unas monedas, tú, enseguida, buscabas con ansiedad las
últimas páginas del Magazín.
Así fue surgiendo una amistad cómplice y
profunda entre tú y él; o entre tú y ella (para que le hagamos justicia a las
mujeres). Fue creándose una hermandad incondicional con ese hombre o esa mujer
invisibles que cada cierto tiempo, cuando al director le daba la gana
publicarlo, aparecía en cuerpo y alma, así fuera en las páginas rezagadas del
suplemento.
En alguna ocasión, con el ánimo voyerista de
querer saber más sobre él o sobre ella, escribí una carta a la Sección del lector,
sugiriéndole que por qué razón no hacía que metieran sus excelentes artículos
en las primeras páginas, a lo que él me contestó que no era necesario porque
él, algún día, iba a desaparecer.
Hasta que una mañana los bárbaros le pusieron
una bomba a El Espectador dejando en ruinas el viejo edificio de la avenida 68.
Cuando vi las primeras imágenes por la
televisión, lo primero que pensé fue en mi viejo amigo que había conocido en el
Magazín. En el camarada cómplice que
cada domingo -cuando no lo colgaba el
director- me mostraba los pliegues de sus formas alimentándome mi espíritu. Mi
gran amigo o amiga, que conversaba conmigo cada domingo en casa, al calor de un
café. Lo busqué entre las imágenes siniestras que pasaban sin cesar por la
televisión, y en medio de los escombros, felizmente, no lo hallé.
El carro bomba con 135 kilos de dinamita fue
un golpe bajo al país y a la libertad de expresión.
Pasaron varios años y no volví a tener
noticias de mi amigo.
Hasta anoche que aburrido de estar sentado
frente a la pantalla de la televisión, abrí la otra pantalla, la de mi laptop, y me encontré de nuevo con
aquella sonrisa fresca y burlona que había perdido hacía algún tiempo. Allí
estaba mi amigo invitándome al placer sublime de la lectura, al delicioso juego
intelectual que produce la memoria.
Era extraño, y hasta cierto punto, demencial:
el hombre o la mujer que había conocido en el Magazín Dominical de El
Espectador hacía algunos años, ahora estaba allí, pero no era real, ya no
olía a tinta fresca ni tenía la suave y delicada textura del papel.
El rey de los bares cutre
A Carlos Bernal y Fabián Ramírez
Había llegado a Madrid cuando murió el
Generalísimo Franco. Exactamente, el 24 de febrero de 1981, al día siguiente
que el teniente coronel de la guardia civil Antonio Tejero, pistola en mano,
amenazó al Congreso de Diputados, en un intento frustrado por resucitar el
cadáver de la dictadura, que había dejado miles de muertos en la llanura
castellana.
Venía en una furgoneta volkswagen con una
tropa de teatro donde se destacaban algunos actores y actrices de Francia y
Alemania, y unos pocos suramericanos, mejor conocidos en la península como
“sudacas”, que al sentir los nuevos vientos que se respiraban en España,
decidieron levantar carpa y abandonar los países fríos para ir a hacer teatro
en la tierra de don Lope de Vega y Calderón de la Barca.
(España, nuestra madre patria; que en
castellano antiguo significa: “Nuestra puta madre”).
El hombre alquiló una casa de dos niveles en
el sector de Sol y desde allí comenzó a ofrecer su espectáculo en la ciudad de
Madrid y en las casas de la cultura de la región donde se respiraba un ambiente
de libertad.
Eran los tiempos de Juan Manuel Serrat y Luis
Eduardo Aute; del Rayo vallecano y Camarón de la isla; eran los alucinantes
días del bocata, el porro y la rumba
flamenca, que duraban noches enteras.
El vecindario de la casa de Sol lo componían
un puñado de viudas de la posguerra, vestidas de negro, que en el día se la
pasaban echando hostias y cagándose
en Dios y en los muertos, y en las tardes rezaban el rosario. Debajo de la casa de Sol, donde se acomodó la
tropa multicultural, que de ahora en adelante la llamaremos la “tropa multiculti”, había un bar que nunca
cerraba, el bar de Paco, y que desde tempranas horas de la mañana se llenaba de
parados y pringados; aparte de
artistas, carteristas, magrebíes, gitanos, yonquis
y punkies que siempre desembarcaban a
las tres de la mañana.
Después de sus presentaciones en Chueca,
Lavapiés y Vallecas, el hombre y su tropa multiculti,
anclaba en el bar, y festejaba sus triunfos teatrales hasta el día siguiente.
Allí conoció a muchos artistas y escritores
del mundo, que ávidos de vivir la “movida madrileña”, después de cuarenta años
de recesión y muerte, habían viajado hasta la capital española
(“Madriz
me mata”, decía un anuncio publicitario que hizo furor entre artistas, yonquies y punkies de la época).
Allí, en el bar de Paco, se hizo amigo y
formó a varios artistas pichones que hoy son famosos en las teleseries y en las
películas de la TVE;
allí recibió a más de una artista colombiana que terminó cuidando gatos y
ancianos y trabajando de camarera en los bares de alterne de la ciudad; allí
acogió a sus amigos que tuvieron que abandonar el país por amenazas de muerte
(a los jóvenes mafiosos que querían hacer empresa en la madre patria los
despreciaba); allí le dio la mano a más de un sudaca que quería ser filósofo o torero y triunfar en la Complutense o en Las
Ventas (“un filósofo español es como un torero alemán”, decía una canción de la
época); allí fue el “cicerone de la marcha” de esbeltas indias sudacas, que espantadas por las
dictaduras de América del Sur, terminaban en el bar de Paco hasta la hora de la
siesta.
(La eterna siesta española que es la hora del
sueño y de la muerte).
Fue así como el dramaturgo y director de
teatro, Carlos Porras Calderón del Folleo terminó sus días en la capital
española interpretando, en la obra “La marcha madrileña”, el papel del rey de
los bares cutre.
Un gato ha entrado en mi sueño
Fue algo maravilloso. Anoche, mientras
dormía, entró un gato en mi sueño. Mi mujer estaba a mi lado y dormía. El gato
era grande, negro y de ojos verdes. En ese instante, yo soñaba que iba por un
camino polvoriento intentando seguir a una mujer llamada Utopía, pero cada vez
que avanzaba, la mujer se alejaba más de mi. El gato dio un salto y se instaló
en mi memoria. Venía agitado, como si hubiera recorrido cientos de kilómetros
atravesando ríos, valles y montañas. Apenas se sentó en la zona del lóbulo occipital,
me di cuenta que venía huyendo de un peligro inminente y lo único que pudo
hacer fue refugiarse en mi mente. Era un gato hermoso de un pelaje
negro-brillante y unos ojos verdes que te miraban fijamente a tus ojos, como
diciéndote: Señor, vengo huyendo de la muerte. “¿Será que usted puede darme
refugio?”
Lo contemplé de nuevo, y vi que había sido
maltratado por algún humano; en su loca carrera por salvar su vida, su cuerpo
había sido lacerado por las hojas verdes de la selva. Como tenía hambre y sed,
le serví un poco de arroz con carne y agua. Cuando terminó de comer, me miró a
los ojos; en señal de agradecimiento, comenzó a jugar al escondite. El felino,
ágil y malicioso, se escondía entre mis dendritas y gozaba deslizándose en
ellas, como si fueran un tobogán. A mi sus pilatunas me causaban risa y al
mismo tiempo temor; pensaba que con su peso, se iba a malograr alguna célula
nerviosa o se iba a romper una dendrita, dejándome maltrechas las posibilidades
de hacer sinapsis entre mis neuronas. Aquel rico y múltiple juego que tiene el
cerebro y que nos permite estar vivos y ser creativos. “Juega, le ordené, juega
pero sin tanta brusquedad”.
Cuando el felino detuvo el juego, sintió el
miedo que yo había sentido, y como consuelo, pasó su cola con delicadeza por la
superficie de mis células nerviosas, y sonrió. El gato con que sueño volvió a
mirarme fijamente a los ojos, y me dijo: Señor, usted sintió miedo sólo porque
yo lo invité a columpiarme en sus dendritas; pero no se imagina el miedo que yo
he padecido durante siglos con sus congéneres., con la raza humana. Esa es la
razón de mi fuga, esa es la causa de mi desplazamiento.
Como lo vi relajado, quise saber de sus
orígenes, cómo se llamaba, de dónde venía, cuál era su habitat y por qué razón venía huyendo. Recostado en mi masa
encefálica, como todo un pachá, el gato continuó: “Me llamo Bubastis y soy tan
antiguo como el hombre. Lo que sucede es que ustedes me han perseguido durante
siglos; me han quemado vivo; me han envenenado; me han dejado en casas y
apartamentos sin comida; me han abandonado en las carreteras; me han tirado de
los edificios, de los aviones y los barcos. Y esto, porque ustedes creen que
nosotros somos el diablo, sin saber que el demonio está en cada uno de ustedes.
Como ya no me quedaba ningún refugio sobre el planeta, decidí refugiarme en su
memoria”.
Al amanecer, cuando desperté, oí el ronroneo
del gato que venía de mi mente; era un sonido grave y antiguo como la voz de un
saxofón. Y me sentí feliz. Mi mujer, que estaba a mi lado, sólo se atrevió a
comentar: “Cariño, no sé, pero hoy te siento más extraño que nunca”.
La joven
A : J
R
Él y ella no sabían
que eran la vida.
La joven era bella.
Por esto, y quizás, por su inteligencia precoz, había tenido varias relaciones
afectivas con algunos hombres y mujeres.
Pero, ahora, después de tantas experiencias estaba hastiada de todo el
mundo. Los jóvenes le parecían débiles y femeninos; las mujeres, marimachas y
varoniles.
Entonces, lo conoció.
En un parque de la ciudad. El viejo estaba leyendo un libro. Ella estaba al
frente descansando en un banco del parque. « ¿Que lees? » -le
preguntó la joven-. « Ensayo sobe la
ceguera de Saramago» -le contestó el viejo-. « ¿Te gustan las
novelas? » « Sí, me
encantan ».
Aquella tarde, la
joven y el viejo se presentaron y quedaron de verse en el parque el viernes de
la semana siguiente.
La joven era bella y
sensual. En el día, estudiaba Economía; en la noche, trabajaba de mesera en una
taberna. El viejo había sido corrector de pruebas de una editorial y se estaba
quedando ciego de tanto leer.
Los días de la semana
pasaron lentos. La joven iba a la universidad, tomaba sus clases, y luego, en
la noche, se metía en la taberna a atender a hombres solitarios, que siempre le
estaban haciendo propuestas obcenas. El viejo, imperturbable, leía, esperando
que un día la luz de sus ojos se apagaran. Entonces sería el final. Como no
podría leer, buscaría a una secretaria para que le leyera o si no se pegaría un
tiro.
La joven llegó a la
cita. Cuando lo vio, se acercó, lo besó en la mejilla, y se sentó a su lado.
Al principio hablaron
de cosas cotidanas. Luego comenzaron a contarse sus vidas. La joven le contó
que un día había tenido grandes sueños. El viejo le manifestó que él cuando
tenía su edad había tenido muchos sueños. La joven le preguntó que a dónde iban
los sueños. El viejo respondió que los sueños, si de verdad, son sueños, no van
a ninguna parte.
La joven reía y con
su risa hacía espantar las palomas que picoteaban en el parque. El viejo oyó su
risa, y pensó: « Qué bella es la vida. Ahora estoy sentado con la señorita de
la eterna sonrisa ».
La joven le contó el
último affaire que había tenido con
una mujer. El viejo la escuchó atentamente. La joven, entonces, le preguntó si
él había tenido sexo con alguien de su mismo sexo. Sí, le contestó; cuando era
joven. « ¿Es malo tener sexo con alguien del mismo sexo? » La joven,
inquieta, preguntó; y el viejo, contestó : « No, mientras esté bien
hecho ».
Los viernes
siguientes se siguieron viendo en el banco del parque. Ahora la joven escuchaba
atenta la vida del viejo cuando fue estudiante de Derecho; luego, cuando
exiliado de su pais, vivió vagando por el mundo como cocinero de un barco; más
tarde, cuando encalló como corrector de pruebas en una editorial.
Ahora era la joven quien
preguntaba y el viejo respondía a sus preguntas :
—¿Qué es un corrector
de pruebas?
—Es el que vive
corrigiendo la vida que está en los libros.
—¿Que es un lector?
—Es un hombre que le
da vida a un libro.
—¿Tuviste muchos
problemas como corrector de pruebas?
—Sí, pero más los
tuve con los escritores que a toda costa querían que les publicaran. La vida es
una continua fe de erratas.
—¿Sigues leyendo?
—Sí, y sé que un día
me quedaré ciego. Señorita, ¿usted podría servirme de lectora?
—Por supuesto.
El último viernes, el
viejo le contó la historia, cuando estando en el exilio, fue cocinero de un
barco. Las horas pasaron rápido. La joven miró el reloj, y dijo que tenía que
ir a la taberna. « ¿Vamos? En la taberna podemos divertirnos ».
El viejo le explicó
que él ya no estaba para esos trotes. « Vamos », la joven insistió, y
tomándolo de la mano, cogieron un taxi y se dirigeron a la taberna.
El lugar era un hueco
horrible lleno de hombres y mujeres que danzaban frenéticamente. Se sentaron en
unos taburetes sucios de madera. La joven habló con una de las muchachas y le
pidió que la reemplazara por esa noche. Pidieron vodka y comenzaron a beber.
Luego, ella lo sacó a bailar. Danzaron toda la noche.
Al amanecer, cuando
los cuerpos sudorosos quedaron unidos, el viejo
preguntó :
—Señorita de la
eterna sonrisa; dígame, ¿qué sueño tiene ahora?
—Sueño vivir con
usted -contestó la joven-.
—¿Cómo así? Si ya
estoy viejo.
—Eso no importa.
—Dentro de poco voy a
morir. Me voy a pegar un tiro.
—Sí, pero antes
quiero vivir con usted.
—¿Por qué?
—Porque usted es la
vida.
—No, señorita; usted
es la vida.
La joven y el viejo
se miraron por un instante, y levantando los vasos, brindaron y se fundieron en
un sólo abrazo.