José Cardona López
Enseña
español, creación literaria y literatura hispanoamericana en Texas A&M
International University, ha sido profesor en la Escuela Española de Middlebury
College. Ha publicado la novela Sueños
para una siesta (1986) y los libros de cuentos La puerta del espejo (1983), Todo
es adrede (1993, 2009), Siete y tres nueve (2003) y Al otro lado del acaso (2012). Su libro Teoría y práctica de la nouvelle (2003) destaca en la bibliografía de la crítica literaria hispanoamericana
porque es el único que habla y discute en extenso lo más esencial de lo que a
nivel teórico se ha escrito acerca de la forma narrativa llamada nouvelle (novela corta). Cuentos, micro-ficciones, poemas, ensayos y
artículos suyos han aparecido en
diversas antologías publicadas en Colombia, Canadá, España, Estados Unidos,
México y Perú, como también en revistas impresas y electrónicas de su país y
del exterior. Ha dado recitales de su obra en diversas universidades y congresos
de literatura de los Estados Unidos. El director de cine independiente Luis
Gerardo Otero ha filmado en español y
francés cuatro mediometrajes basados en cuentos y una nouvelle de Cardona-López.
Conejo y mago
Su número estrella era
sacar un conejo de la chistera. Ya se sabe que éste es un truco de los más
comunes en todo mago, pero en Antonio era un número muy especial, era su número
estrella. ¿Por qué? Bueno, porque sacaba conejos de colores y algunos salían
blancos pero vestidos de hombre de
negocios, de policía, de futbolista, otros de detective, de doctor, de obrero.
En fin, ya sabemos que un conejo llega a vestirse de lo que se le antoje. Un
conejo sale con todo.
Aquella noche la gente ovacionó
a Antonio como nunca, durante mucho rato lo aplaudieron en forma delirante.
¿Por qué? Bueno, esta vez el truco resultó en que no sacó ningún conejo del
sombrero, así de sencillo. Como era costumbre, Sofía, la esposa y ayudante de
Antonio, una mujer bella de piernas muy largas y medias de malla, puso el
sombrero en una mesita y se hizo a un lado entre pasos y requiebros como de
danza. Antonio tomó el sombrero, metió la mano y dijo nada por aquí, y mientras
lo volteaba en el aire repetía nada por aquí, nada por acá. Volvió a poner el
sombrero en la mesita y con la vara mágica lo golpeó tres veces, diciendo unas
palabras todas raras y que hicieron reír al público. Para él era muy importante
el humor, la buena risa, mientras hacía su trabajo.
Antonio dijo tarán tarán y
metió la mano en el sombrero. De la mano traía un par de orejas blancas, muy
largas. El conejo llevaba como unas gafas oscuras, dijeron después unas
personas. Alguien dijo que el conejo sí llevaba algo, pero no estaba bien
seguro qué era. En fin, el conejo no salió, y más bien la mano del mago entró y entró mucho en
el sombrero.
―Este es un conejo muy
tímido, no quiere darle la cara al público―. Dijo Antonio y con sonrisas miró a
Sofía. Ella seguía en sus pasos de danza y el público se partía de la risa―.
Vamos, vamos. ¡Conejito, conejito!―. Ahora las dos manos del mago bregaban
dentro del sombrero. Luego las manos ya no se veían, y pronto dejaron de verse
los brazos y por fin Antonio desapareció dentro del sombrero.
Los aplausos fueron mayores,
entre muchas risas ya de delirio. Todos estaban felices por la variante que el
mago había introducido en su número de sacar un conejo de la chistera. Sofía
seguía como danzando, echando sus brazos a los lados, como si fueran dos ramas
de una planta submarina, pero en su
mirada se notaba que su desconcierto no era fingido, no era el desconcierto que
hacen las ayudantes de los magos para añadir dramatismo en las funciones. Era
un desconcierto sincero, pues Antonio no le había dicho a ella de aquel truco.
El público se puso de pie
en la ovación y el mago seguía sin aparecer. Como ocurre en toda función de tal naturaleza, la gente
esperaba que Antonio surgiera en el aire, todo campante junto a Sofía,
moviendo su vara mágica como si voleara un llavero, o que apareciera donde le
diera la gana, pero que apareciera. Sin dejar de danzar y de echar con suavidad
sus brazos a los lados, Sofía se acercó al sombrero. No vio nada en él y con la
voz un poco trémula llamó a Antonio. El mago no salía ni del sombrero ni de
ninguna parte. Un hombre subió al
escenario y fue hasta el sombrero. Lo tomó y volteándolo en el aire dijo
nada por aquí, nada por acá y todos renovaron con mucho vigor las risas y los
aplausos.
Bueno, Antonio nunca apareció. Ahora, en el pueblo y otros
pueblos vecinos la gente añora los días en que un mago los visitaba. Alguien me
dijo que no pierden la esperanza de que de pronto los visite un conejo vestido
de lo que sea y que saque a Antonio de una chistera. Ya se sabe lo que la gente
llega a imaginar luego de horas y días de aburrimiento.
Hormigas en Udaipur
Hace
unos veinte años fui agente vendedor de la International Sweet Corporation,
principal productora de dulces en el mundo. Viajando por La India con el fin de
promover los productos estuve en Udaipur. Mi itinerario no comprendía tal ciudad,
pero debía pernoctar en ella porque el tren en que viajaba sufrió un
desperfecto y sólo podía continuar su ruta al día siguiente. En la estación,
antes de descender del vagón miré unos segundos al techo y traté de bosquejar
en mi cabeza un itinerario por aquella ciudad. Hablé con un pasajero vecino y
lo que me dijo fue para convencerme de lo inútil que era planear algo por hacer
a las zancadas en Udaipur. Las dos vueltas de reloj yo las podría llenar con
palacios, templos y jardines, todos a la mano y de los que había por
docenas. Más bien Brijesh, así se
llamaba el pasajero, se ofreció a acompañarme en esa ciudad. Tener compañía en
una parada inesperada en mi ruta de viaje por La India ya era una robusta
bendición.
Al
bajarnos vimos una horda de monos pardos de Bengala sentada en el andén. Cuando
estuve en tierra todos se me acercaron y confieso que sentí miedo. Mis ganas de
salir corriendo fueron suspendidas por las palabras de Brijesh. En su inglés de
suavidad metálica me dijo que allá consideran sagrados a esos animales, los
que, conociendo el respeto que se les tiene, se
acercan a la gente a pedir dulces y frutas. También me advirtió que se enfurecen cuando
no se les da algo. Mientras él me daba su explicación, los simios parecían leer
International Sweet Corporation en mi maleta porque la miraban con
detenimiento, algunos con la cabeza ladeada. Todos tenían sus manos estiradas
hacia mí, por lo que en cada mano dejé un bombón. El mono más grande fue el
último en recibir el obsequio. Al entregárselo me agarró la mano con fuerza,
invitándome a seguirlo a no sé dónde. Tembloroso miré a Brijesh y él hundió su
cabeza en los hombros. Comprendí. Me dejé guiar por el mono. Bueno, más bien él me arrastraba.
Fuimos
a dar a una esquina donde ya estaban
acomodados los otros simios de la estación. En sus sitios como de palco todos
chupaban con deleite sus golosinas. Con las nalgas entre los talones y el
suelo, sentado a lo Pielroja, había un hombre adosado a la pared. Tenía una
barba larga y canosa, y llevaba trenzas de pelo caprino, enrolladas a manera de
turbante. En una mano sostenía una flauta delgada. Era extraño, los
encantadores de serpientes ejecutan su labor con una especie de flauta ventruda
en la mitad del cuerpo. En el suelo estaba una canastilla de mimbre y mis
piernas ya se descoyuntaban al imaginarme la naja cimbrando en el aire. Quise
huir, pero la mano lisa y torpe del mono en la mía, y el codazo de Brijesh, me
detuvieron. Noté que no había ninguna mangosta por ahí, lo que también me
pareció extraño. Sin embargo cualquier extrañeza empezó a disiparse con una
música que era hermosa, como de agua en bosque, casi religiosa. A veces la
música era atravesada por el ruido de los lengüetazos de los monos en sus
bombones, y aún así la sensación de estar en vísperas del Paraíso continuaba.
Pasó un tiempo largo de bello concierto, mis ojos seguían fundidos en la
canastilla, y la serpiente no aparecía.
Por
fin una cosa oscura empezó a estremecerse desde el fondo del cestillo. Después,
poco a poco ya ascendía por el aire un cuerpo negro, elástico, cilíndrico y sin
cabeza. En la boca superior de aquel tubo negro había unas hormigas inmensas y
aladas. A sus abdómenes estaban aferradas otras más pequeñas, también aladas y
formando un círculo. De los abdómenes de las de este círculo se desprendía otro
círculo igual, y seguía otro, y otro. De esa manera se tejía la superficie
tubular que cimbraba en el aire. Sonreí al darme cuenta que mis temores no
habían tenido sentido. Brijesh reía como con sorna. Mugiendo, con las bocas
ocupadas por los bombones, los monos aplaudían. El que me tenía de la mano
brincaba y batía su cola incesantemente. Cuando ya todas las hormigas estaban
fuera de la canastilla, formaron una espiral en el aire. Los simios hicieron
más fuerte los aplausos y mostraron desafiantes sus dulces a las hormigas.
Mientras el sonido de la flauta crecía, la espiral se estremecía. Como si se
hubieran puesto de acuerdo, a un mismo tiempo los antropoides empezaron a
señalarme chillando. Un rubor de muchos centígrados arrolló mi humanidad.
Imaginé el flash de una cámara fotográfica y sonreí complacido. Sin desarmar
aquella sonrisa me ajusté el nudo de la corbata y removí los hombros debajo del
saco. Puse al frente el maletín, enseñando con orgullo las letras celestes de
International Sweet Corporation y pensé en mi jefe inmediato. Me sentía impreso
en una descomunal valla, protagonizando un hit propagandístico a un lado de
alguna autopista..
Creo
que las hormigas leyeron las palabras en mi maleta porque el cilindro aéreo se
enroscó y se orientó hacia mí. Los monos
chillaban con desespero. La música seguía hermosa pero el volumen ya era
gigante y quería reventarme los oídos. Yo seguía orondo, con la barbilla muy
levantada. De repente las hormigas desbarataron su formación y con violencia se
abalanzaron sobre mi mano derecha y la maleta. Primero sentí en mi mano un
calorcito, luego un cosquilleo que muy pronto se tornó en dolor de agujas.
Abatido miré a Brijesh. El volvió a hundir su cabeza.
Antes
que los bichos me dejaran sin mano solté la maleta. Al caer se abrió y papeles y muestras de
dulces se regaron en el piso. Como una enorme gota de brea, las hormigas
cayeron encima de los dulces. El simio que me había conducido hasta esa esquina
de Udaipur me ayudó a sacudirme las hormigas que aún seguían royendo mi pobre
mano. Los otros saltaban y no dejaban de aplaudir y chillar con histeria. No sé
decir si la música seguía con sus notas de Paraíso porque ya no la escuchaba.
Corrí enloquecido, a veces me detenía a mirarme la mano, que sangraba como un caño abierto. No atendí
la voz de Brijesh que me llamaba pidiéndome calma.
Contarle
esta historia a mi jefe inmediato hubiera sido una labor muy sencilla, pero él
jamás me la habría creído. En New Orleans no me dejé ver de él, y con una voz
que fingí trémula le dije por teléfono que me encontraba muy enfermo, de cama.
Un médico certificó una incapacidad por seis semanas, el tiempo suficiente para
volver a educar con rapidez mi mano izquierda en todas las faenas que le
correspondieron a la derecha. Menos mal que cuando niño fui ambidextro. Ahora
siempre llevo enguantada mi diestra. La piel es casi roja. El dorso, la palma y
los dedos están todos llenos de unas protuberancias como espuelas carnudas. Mi
pobre mano parece un capricho botánico, como los que suelen presentarse entre las plantas llamadas suculentas. Sería
de muy mal gusto dejarla desnuda, y de pronto hasta pavoroso para quien me la
reciba al saludarlo.
Estrella
con beso
Don
Arturo salió a la noche a tomar una
estrella porque la necesitaba en el cuarto de costura de su esposa. Algo había
pasado con la bombilla de aquel cuarto.
Esa
noche las estrellas estaban más altas que de costumbre y él tuvo que empinarse.
Metió la mano en el cielo, puso los dedos como una pinza, los giró hacia la
izquierda y bajó una estrella. De entre sus dedos salía un humo muy blanco,
como de nitrógeno líquido, y Carmen Lucía, la hija de la vecina, que se besaba
con el novio en la puerta de su casa, en medio de los besos le hizo señas con
la mano a don Arturo.
Don
Arturo no reparó en interpretar lo que Carmen Lucía quería decirle moviendo la
mano, pero sí le llamó mucho la atención
la mirada que ella le daba con ese ojo tan abierto. Meció la cabeza y se
hizo el que no la había visto. Antes de entrar en la casa con la estrella se
puso en los zapatos del novio de la hija de la vecina y se llenó de tristeza.
Cuando
el novio de Carmen Lucía se fue en su carro, ella timbró en la casa de don
Arturo. Le explicó que la estrella que él había bajado del cielo era la misma
que su novio le había regalado a ella esa noche, antes de besarse los dos. Y
estoy segura, agregó haciendo un puchero, que porque la estrella no estaba en
el cielo fue que mi novio se fue todo raro, muy callado. Don Arturo le dijo que
qué pena y le prometió regresar la estrella a su sitio tan pronto su esposa
acabara de planchar unas camisas de los niños.
Cuidándose
de no dejar pasar mucha luz por debajo de la puerta de la alcoba de los niños, pues ellos se despertaban con nada,
Don Arturo salió a la calle con la estrella. Carmen Lucía estaba afuera,
cruzada de brazos, como si tuviera frío pero no hacía frío porque por ahí
sonaba un grillo. Don Arturo terminó de
enroscar la estrella en el cielo y antes de decirle a la hija de la vecina hasta
mañana le dijo que estaba seguro que su novio se había ido todo raro, muy
callado, porque estaba triste, y triste
no por lo de la estrella sino porque ella había abierto los ojos en la
mitad de un beso, pues aunque usted no lo crea eso se nota en el beso.
―Pero . . . ―. Alcanzó a decir Carmen Lucía,
encapullando una mano, y él no la dejó seguir.
Don
Arturo le dijo que así le había pasado a él con una novia que a veces lo dejaba
triste después de las visitas, pues no faltaba la noche en que ella abriera los ojos cuando se besaban en
las despedidas, y una cosa de esas no se le hace a ningún novio. Hasta mañana.
Viuda
que va a comprar un hombre
Claudia
lleva once meses de viuda y ha decidido hacer otro tipo de inversión con el
poco dinero que le queda de la herencia de su finado. Son tiempos de crisis. Ya
está a punto de enloquecer por el costo de la vida y por los flacos dígitos de sus papeles en la
bolsa.
Va
a una cacharrería. Después de saludar en forma muy cordial a la dependiente, le
dice que quiere comprar un hombre. Uno de esos que están colgados en el borde
del penúltimo entrepaño de los estantes de la izquierda, hacia una de las
esquinas del fondo de la cacharrería.
―¿Éste?―.
Pregunta y señala la dependiente.
―
No, ése no―. Responde Claudia.
―¡Ah,
éste!.
―Tampoco.
―Entonces, éste.
―No, no es ése.
―¿Éste?
―No.
―¿Éste?―
Con la punta de la pértiga en un pie del hombre.
―Sí,
ése.
La
dependiente baja al hombre y lo extiende con cuidado en el mostrador. Mientras
Claudia lo voltea examinándolo, el hombre le dice que él planea hacer un viaje
por el Caribe en un crucero, lo hará con
todo el dinero que den por él. Claudia
extiende una mano en el aire para decirle al hombre que ella pagará, billete
sobre billete, el precio completo que aparece en ese marbete que cuelga de su
tobillo. El hombre pone la mirada a un
lado para concentrarse unos segundos en su felicidad, y luego, entre sonrisas,
estira los brazos y los deja bien pegados al cuerpo, alistándose para que lo
envuelvan.
Claudia
mira al hombre como con piedad y llama aparte a la dependiente. Mientras
el hombre sigue todo feliz sobre el
mostrador, esperando que lo envuelvan y soñando que entra a un lujoso hotel de
una isla del Caribe, Claudia comienza a
regatear con la dependiente.