En la
banca del parque, Marta ofrece, a modo de consuelo, un animalito de chocolate;
el niño lo rechaza con enfado. Suspiros como atascos del alma salen del fondo
de su niñez. La mañana sigue su ascenso por el cielo despejado, en los juegos
del parque el niño olvida por momentos al perrito. Dan un paseo en un coche
tirado por caballos.
El olor
de los caballos mitiga la congoja del niño. Marta y Adolfito suben a la
carreta; Adolfo —el padre— los despide con un movimiento de la mano. El ruido
de los cascos sobre el asfalto borra la tristeza, el movimiento de la carreta
es una danza que sigue la música de los cuatro cascos. Calmada la amargura por
el perrito, el día caluroso parece culminar su ascenso. La carreta se detiene a
un lado del jardín de los cachorros. Antes de descender, Adolfito ve entre el
tumulto de alegría de los perritos, al de color té claro.
No dice
nada. Sólo un suspiro resignado, y silencio. Al descender el cochero le entrega
al padre, que recibe al niño, una boleta para la rifa de una mascota. La boleta
no tiene costo, es una cortesía. El padre pregunta:
—¿Cómo
juega?
—Hay un
numerito al respaldo, 023.
La madre
se aproxima para escuchar.
—¿Qué
ocurre?
—Nada,
que nos han obsequiado una boleta para una rifa.
El
cochero pregunta el nombre del niño.
—Adolfo
Bioy Casares.
El
cochero lo apunta en la contraseña. La familia se aleja hacia los puestos de
comida. Un helado de chocolate con chispas de menta, una cerveza helada con
maní, un zumo de naranja y panecillos. El día se inclina hacia la tarde, tendidos
sobre la grama, una leve siesta cruza el sosiego del domingo.
El ruido
de un megáfono disipa la ensoñación vespertina. Es la hora de la rifa.
—Los
niños que posean boleta para la rifa, por favor acercarse: en unos momentos se
hará el sorteo.
El padre
se incorpora, y sin mirar a la madre, toma al niño de la mano y se dirige hacia
el origen del bullicio, del llamado. La madre protesta.
—Pero,
Adolfo, ¿qué hacés?
Sin
contestar, sin mirar atrás, el Adolfo se mete entre la gente que está
agolpándose frente a una tarima. El niño pide que lo carguen para poder ver.
Desde la altura de los hombros de su padre y sobre la grama dorada por el sol
azafrán de la tarde, ve los cachorros que juegan, que simulan ataques, se
tumban, y ríen; tocados por la luz enrojecida parecen más hermosos... casi como
recuerdos. Los ojos del niño buscan al perrito. Lo encuentran distraído del
amor, del impulso, de la hermandad de las criaturas que los une. Otro atasco
del alma florece en la altura del padre. Viene el sorteo.
Marta, la
madre trata de apartar a sus hombres del lugar, pero nada consigue. El hombre
de las mascotas llama a una niña para que saque de una bolsa de paño verde el
número ganador. La niña pasa de brazo en brazo, volando por la tarde. La luz
vibra. Sobre la tarima, la mano pequeña busca en el fondo un papelito, saca
varios, le piden que lo vuelva a hacer. Vuelve la mano a la bolsa y sale de
ella con un papelito pegado en los dedos. El hombre de las mascotas lo toma y
lee.
—023...
el niño Adolfo Bioy Casares ha ganado un cachorro. Felicitaciones, puede
acercarse a escogerlo.
Los
padres se miran un instante y en esa mirada hay un diálogo tenso. El hombre de
las mascotas vuelve a llamar.
—Si se
encuentra presente el niño Adolfo Bioy Casares, por favor, acercarse con uno de
sus padres.
El niño
pregunta:
—¿Qué
pasa, por qué me llaman?
—Hijo, te
has ganado un cachorro.
El padre
se abre paso con el niño izado en la altura de sus brazos y lo aterriza en el
prado de los cachorros, el perrito color té claro viene corriendo hacia el
niño. El padre entrega la contraseña al hombre de las mascotas, Marta observa
entre complacida y confusa. Las dos infancias se entregan una a la otra; son
felices en la sagrada verdad de su causa, la de festejar la vida, la de
celebrar florecer. El niño siente el dulce aliento del cachorro, el perrito
siente los aromas del niño. La suave fragancia de la infancia sella el vínculo
y el ánima de los juegos los posee. Los padres, que querían gozar viendo gozar
a su hijo, miran, se confunden. El día llega hasta el frente de la noche y se
enciende antes de extinguirse.
Es hora
de volver a casa.
Abrazados,
padre, niño y cachorro abandonan el parque, la madre los sigue. En casa un poco
de leche tibia para el nuevo habitante de la casa y una papilla para Adolfito.
En la habitación, sobre las mantas sin tender de la mañana, fundidos en el
placer de su hermandad, las dos criaturas son vencidas por el sueño. Los padres
cenan en la cocina, una amarga discusión borra de un golpe el hermoso día;
Adolfo el padre dice:
—Si hacés
eso, el niño va a creer que todo es absurdo.
Marta,
sin responder, se retira con determinación hacia su alcoba. Al despertar en la
mañana, el niño mira a su alrededor buscando su cachorro. No lo ve en la
habitación, se levanta y va a buscarlo por la casa. Nada. Entra en la cocina,
el padre lee los diarios. Pregunta por su perrito.
—Habla
con tu madre.
Adolfito
busca a su madre y la encuentra frente al tocador de tres espejos peinándose.
El niño la mira a través de una de las lunas del espejo, le pregunta si ha
visto a su cachorro. Desde otra luna, su madre lo mira y le dice que debe
contarle algo: que no hay ningún cachorro.
—Has dormido mucho y mientras dormías soñabas. Soñabas que
íbamos al parque, que era domingo, que había un festival, que comías un helado
de chocolate con chispas de menta, que había un señor con muchos cachorros.
Soñaste que dabas un paseo en la carreta de los caballos, que por la tarde
rifaban un perrito y soñaste que te habías ganado uno color té claro.
El niño
se apartó de la luna en que hablaba la madre. Y buscó al padre en la cocina,
mirando el salpicado de la leche dejado por el cachorro en el suelo. Dijo:
—Hola,
papá, anoche soñé que íbamos al parque y que me dormía sobre el prado, y soñé
que ese sueño era verdad…