Lina María Pérez Gaviria

           Los cuentos me persiguen. Están en todas partes, llegan como hojas impulsadas por el viento, y pueden llegar a cubrirme de pies a cabeza. Vivo con el temor de que si no los escribo alguien lo va a hacer. No tengo fórmulas, pero sí los concibo desde el humor negro donde puedo mirar con ironía a mis personajes atrapados en situaciones extremas dentro de rutinas cotidianas.  
            Mis títulos publicados: Cuentos sin antifaz, Cuentos punzantes, El cazador de ruidos, Mortajas cruzadas, Nabokov a la sombra de una nínfula, Cuentos colgados al sol, Cuentos a las finas hierbas Silencio de neón  recibió el Premio Internacional de Cuentos Juan Rulfo, en la modalidad de género negro, convocado por Radio Francia Internacional en 1999; Sonata en mí el Premio Nacional de Cuento Pedro Gómez Valderrama en 2000, y Bolero para una noche de tango el Premio Internacional Ignacio Aldecoa, 2003, convocado en España.  De origen antioqueño nací en Bogotá, estudié filosofía y letras, actualmente soy profesora en la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Bogotá.  


   

                                             La cama de hierro forjado


De  CUENTOS COLGADOS AL SOL, Ediciones Pluma de Mompox, 2011, y 

CUENTOS A LAS FINAS HIERBAS, Colección El Solar, Universidad del Valle, 2012.

 

... el teléfono estaba allí, quieto, negro, como siempre, pero ahora había

dejado de ser un animal amenazador, un insecto acorazado de espinos

y aguijones, podía ser incluso comparado con un gato dormido, enroscado

en su propio calor, que despierto no amenazará con uñas de pequeña y

cuantas veces mortal fiera, sino que, más bien, se quedará a la espera

de la mano que se aproxima para rozarse con ella, voluptuoso y cómplice.

 

                                                Historia del cerco de Lisboa. José Saramago     


 

 Decidí desentenderme del teléfono. Estaba  atosigada de contestar durante quince días lo mismo: “No insista, es una  equivocación”.  Y el timbre perverso  atacaba de nuevo  sin  pudor. Me pasa por mi suerte, porque cargo un bulto de desgracias. El directorio telefónico había cambiado mi número por el de un servicio sexual  de una tal Viridiana. El denuncio no sirvió de nada.  Los editores intentaron conciliar el atentado a mi tranquilidad: un sobre  con una sonrisa triunfal a lo que llamaron un “lamentable error”. ¿Y qué podía hacer una secretaria de segunda, con una vida de tercera, ante un atropello que se podía comprar con cinco millones de pesos? Qué vergüenza, por esa cifra debía retractarme de la queja que obligaba a la telefónica a recoger la edición de directorios recién repartidos en la ciudad. Me regalaron, además,  un celular sin restricciones. Torcer mi indignación por cinco millones de  motivos ¡qué rabia!  

  El empleado de la telefónica leyó el motivo de la solicitud para cambio de número.  Plantó los tres sellos en las tres copias,  y alzó la cara.  Detesto que me mire así.  Me da vergüenza y rabia, debe ser por mis complejos. Imbécil.

   - Tomará dos semanas, tal vez tres.  Por estos días la gestión debe esperar un turno que sobrepasa nuestra capacidad operativa.

   - Por favor, haga lo posible...

   - Mire, señora...

   - Señorita.

   - Mire, señorita: hay solicitudes más urgentes que la suya. No damos   a basto con  los abonados del directorio a los que les pasó lo mismo.  Algún diablillo hizo maromas en los listados de varias letras  y se armó la gorda. Además...  – y en un maloso tono confidencial -  ¿qué piensa de los  boleteados?  Por más empeño que ponemos, las extorsiones son primero.  Y con los amenazados, las órdenes vienen de arriba; para ellos el asunto es de vida o muerte. El suyo no lo es. ¿Qué me dice de los empresarios y  de los políticos? La cosa es de jerarquías. Y usted… no es por ofenderla, señorita Débora pero... definitivamente, digamos, tres semanas. Mientras tanto, - y con su maldita sonrisa cínica - desconecte  el teléfono.

  El cheque  dentro de mi  cartera ordinaria  frenó  la rabia y los complejos. Quería golpear al empleaducho ese,  y gritar como una loca  que de mí nadie se burlaba.  Consigné  los cinco millones de pesos en mi cuenta de ahorros, casi vacía; por ellos vendí  mi derecho a la intimidad. El comprobante dio un alivio a   mi vida miserable y marginada. Ahora solo pensaba en que ese dinero  aliviaría algunas deudas; debía cuidar el resto  para  compensar, casi durante un año,  mi salario infeliz. A la eme se fueron las ilusiones, o ¿no tenía derecho a la mentira de  la felicidad? Claro que sí, en un vestido nuevo  con zapatos compañeros y candongas   bañadas en oro.  Por ahora, no.

    Esperar las tres semanas, qué más podía hacer.  A veces el aparato timbra hasta el cansancio. Pero la campanilla destemplada sigue machacando en mi cerebro aún después de dejar de sonar.   Entonces freno la cólera y espero el silencio.  Es cierto, podía desconectarlo y valerme del celular. Pero no lo quiero tocar, es ajeno a mis miserias, y además, a quien voy a llamar.  Anular el teléfono no me anima. Antes de que mi caso fuera publicado como noticia curiosa en los periódicos,  casi nunca recibía llamadas.  Aparte de las notificaciones tramposas con las que se  gana un lote en algún cementerio o unas soñadas vacaciones a plazos,   solo  tía Clementina  hacía crujir el timbre dos o tres veces al año.

   Hasta quince días atrás, al regresar  a mi cuarto, hastiada de contestar el conmutador de la empresa,  el contestador automático  dejaba oír el roce gastado de la cinta. De vez en cuando, antes de la maldita novedad, Sofía, compinche de la oficina, dejaba mensajes  sobre  historias de sus amantes. “A ver si te despabilas de una vez, si te dejas de recatos pendejos y te decides a vivir la vida”. Claro, y yo toda ofuscada sin saber qué hacer con mi cuerpo. Las necedades de mi amiga  hacen que me piquen los recuerdos, que mi ser entero  se alborote de la cintura para arriba  y de la cintura para abajo, allá donde sabemos.

    Sofía dice que soy gris, mis actitudes insípidas, mi carácter, opaco.   Allá ella.  Sabe que me ofuscan sus comentarios. Según ella, los compañeros de oficina apuestan por las curvas y medidas que se esconden bajo mi gabardina. Me ve insegura en el modo de moverme, de hablar con voz de niebla. Pero soy una mujer del montón, corriente, con una vida ordinaria.  Con carencias y malos recuerdos, pobrezas y pasiones fracasadas. No puedo olvidar  las manos ansiosas y el cuerpo del Camilo Romero en sus veinte años. Y el horror de la noticia de un  embarazo,  y el desamparo al verme abandonada a mi mala suerte, a esa puñalada que me vació las entrañas. Y luego Horacio, y después Manuel Jota, y el peor, el tontazo de Fabián que se quedó con mis ahorros.  Sofía no sabe mis historias.  O si no dejaría de molestar. ¿Por qué me iba a volver invisible para los hombres y para mí misma? Nada de pensar en lo que piensan todas: ser feliz, casarse de vestido blanco, criar un marido y unos hijos. Tanto amor y traga maluca, y uno como loco viendo a ver cuando se puede bajar los calzones. Claro, se me secó el corazón por tanto suspiro pendejo.   No más sexo, no más sufrimiento. Así lo decidí. No tengo suerte con los hombres y eso se tiene que notar.  Sofía  aprovecha para molestarme:

   - Apuesto a que no orinas chorros tibios como todo el  mundo sino bloques de hielo...

  Diez años han pasado de tanta pesadilla; huí a Bogotá.  Aquí me siento una balota de bingo metida entre una cápsula que rebota sin voluntad por cuenta de mecanismos despiadados.  Me instalé con mi vergüenza y amargura  en una pensión abominable.  ¿Y qué más quiere Sofía? Mi  escasa educación  no dio para más que un  trabajo tedioso de operadora de teléfono. Luego, me  mudé con mi carga de desgracias a una pieza ruidosa en ese barrio turbio,  con bares malucos y  mujeres  de vida alegre. ¿Qué es eso de la vida alegre?

   - Vives como monja de clausura en  medio de fulanas y maricas. Es la máxima contradicción -  dice Sofía burlándose  de mi ropa barata y de la falta de maquillaje.  - Por dentro, a la altura de tu bajo vientre  debes cargar una bomba de tiempo,-  y se reía  con vulgaridad- cuando explote, ¡ay dios!    

   Mi vida monótona entre las cuatro paredes se rompió dos semanas atrás, con las llamadas. La contrariedad no tardó en aclararse: la página 892 del directorio  telefónico reveló el aviso equivocado:   “Viridiana satisface tu fantasía erótica.  Soy ardiente, atrevida, complaciente.  24 horas. Dúos y tríos.  Estilo francés. 3764087”.   Incrédula, repetí el número.  Era el mío. 

   La ira  recorre mi cuerpo  cada vez que el teléfono timbra. Primero, lo miro: el viejo aparato negro con su disco maltrecho y los números casi borrados parece  inocente. Pero me sacan de quicio las pervertidas pulsaciones de sus entrañas. Entonces pierdo  la paciencia, y levanto lentamente el auricular  para oír, una y otra vez, distintas versiones de lo mismo:

    “ Aló...¿Viridiana? llamo por el aviso ...”  

    Voces  atrevidas,  insinuantes  preguntan por mis supuestos servicios, y mi negativa rotunda incita las expectativas de  mis interlocutores invisibles. Me defiendo  con firmeza, no se piense que flaqueo: “Soy una mujer decente   con la frente en alto,   una señorita respetable... no vuelva a llamar... es una equivocación del directorio...”  Y me indigno, claro que sí, esas voces indecentes insisten con sus porquerías.  Cuelgo el  teléfono con el juramento de no volver a levantarlo. Y las voces pervertidas se quedan golpeando un rato en las paredes de mi cuarto. Me volveré loca; si esas provocaciones son un castigo del cielo por haber sido en otro tiempo una  desvergonzada, bien lo merezco.  Pero tampoco soy de palo. También me dan ganas,  y a veces, a media noche.  Entonces, Camilo Romero, Horacio, Manuel Jota, Fabián  regresan de la neblina para torturarme, y claro, se me alborota el miedo a las tentaciones. Al día siguiente, me pasan. No desactivo el contestador. ¿Acaso voy a perder la respetabilidad por una burda equivocación?

   Al volver del trabajo subo los tres pisos, y antes de meter la llave en  la puerta, espanto la curiosidad de oír los mensajes del contestador. Igual que todos los días de las últimas dos semanas,  tomo café, pan tostado, y vigilo el teléfono. Destartalado y silencioso, ¡parece tan inofensivo!  Lo odio: no pasa de ser una máquina elemental unida por un cordón a una pared desteñida... y sin embargo, se convierte en objeto atrevido cuando da señales de vida. Me espía, claro, no hay manera de esquivarlo: su timbre desafinado me chuza con su  provocación. Y la trampa se completa: activo el contestador: mensajes con  inmundicias tremendas. Hasta la más osada de las mujeres se avergonzaría. Y pienso en Sofía. Por la noche, me sorprenden  pesadillas, y  descubro mis manos morbositas buscando recovecos perdidos en la memoria de mi cuerpo. 

    Me da mareo. De un tirón jalo el cable, y el teléfono queda desconectado. Está muerto, es un objeto sin alma, incapaz de alterar mis rutinas.  No más fantasías indecentes ni propuestas sucias para la tal Viridiana, la muy obscena, la muy descarada de estilo francés, ese fantasma desvergonzado que no tiene nada qué ver conmigo.  No más  tentaciones lujuriosas que pertenecen a  esa mujer.   Mañana    volveré a mis tedios; doy gracias al  trabajo  aburrido fuera de mi cuarto,  y  lejos del monstruo negro, ahora silenciado.

   No existe el teléfono, pero ella sí. Por primera vez me da curiosidad la apariencia de la  mujer  del aviso. ¿Cama de hierro forjado? Siempre quise una. Pienso en los motivos y placeres secretos de su oficio, su osadía  para dejarse llevar  sin miedos ni  embarazos indeseados. Imagino a la tal Viridiana como una fulana cara que se da el lujo de decidir con quién sí, con quién no, y de desbocar su  pasión cuando se le dé la santa gana. Una embaucadora que inicia su juego a través del primer contacto telefónico.  A estas alturas, la Viridiana real debe extrañar la ausencia de llamadas, y tendrá que recurrir a otra táctica para promocionar sus servicios. ¿Cuánto cobra? ¿Cómo maneja sus escrúpulos, sus remordimientos si es que los tiene? Y el placer,  ¿en dónde queda el goce del sexo convertido en mercancía de transacción? Y claro, tanta curiosidad me lleva a pensar, sin querer,  en mi sensualidad anulada. Sofía tiene razón: apagué mis deseos y me convertí en una mujer agria y seca, y solo tengo  treinta y dos años.   Y esos tipos imbéciles de mi pasado  nunca me devolverán lo que perdí.

 Al otro lado de  la ventana,  otros cuartos miserables como el mío encienden y apagan las luces a intervalos variables. Algunas veces  espío  durante  horas el movimiento de la calle: del bar de la esquina salen espectros de hombres y mujeres que  entran a los edificios; otras veces, hombres solos  deambulan en busca de pareja. Recuerdo lo bonito que era sentirme deseada y con el alboroto a mil. Mi piel tiene recuerdos, de verdad, era suave y libidinosa, y me hacía estremecer.  ¿Será posible rescatar  a la mujer de carne y hueso que debe existir en mí? 

  Me duermo muchas noches soñando con el cuerpo de alguno de esos tipos, y despierto  muy excitada. ¿Será posible? Eso que  se extiende por mi piel y se instala entre mis piernas es lo más desatinado que puede ocurrirme.  Maldito el  teléfono y maldita Viridiana que vienen a entrometerse  en la comodidad de mi amargura.

   Tanta preguntadera y pensamientos imprudentes me llevan a donde no quería. Estoy con el mico al hombro, me siento viva, con nuevos bríos que no tienen que ver con la frágil y lúgubre Débora de todos los días. El espejo me hace caso: sombras  en los párpados, pintalabios rojos, color en las mejillas. Buenos días, Débora, gusto en conocerte.  La gabardina se queda castigada. Sentada frente a mi escritorio ante el panel de botones y luces  me siento segura con mi apariencia.  Claro, me incomodan las bromas de Sofía: “que si por fin  la bomba de tiempo dio señales,  que si levantó un novio que le hiciera  cosquillas, que si el disparate del directorio le picó el gusanillo...” 

   Por la noche, prendo la televisión para sentir compañía.  Es inútil. No miro la pantalla sino  la mesita del rincón.  Desde allí,  el teléfono  con su cable al garete parece pedirme auxilio.  Me rindo. Lo conecto,  me muerdo los labios  y espero.  A los pocos minutos, el timbre.  No me atrevo a  contestar; suena una, dos, tres veces, hasta que el mecanismo del contestador  graba el mensaje. La voz masculina, teatral, repite:  “Viridiana, soy como tú: complaciente y atrevido...” Un sartal de morbosidades con bocas, dedos, piernas, pliegues, sudores, y aullidos me dejan sin  respiración. Un látigo de excitación arremete en mi carne dormida.  Preparo  café.  El timbre obsesivo vuelve a embestir. ¿Contesto?  ¿Y por qué no?

    - Busco una cita con Viridiana. Llamo por el aviso. Pago lo que vales.

   Tiemblo  de pies a  cabeza ante las  propuestas  con las que el Señor X  pide   seducirme. ¿Y si le hago el juego?

   - Déjame tu número,  te llamo  más tarde. 

 Y ahora qué; han pasado diez años de recato nada fácil. ¡Qué lucha por no pensar en lo rico que es entrepiernarse con un tipo! Y me llega este antojo. Mi cuarto es el retrato de la vida miserable que llevo. Y claro, otros diez años en las mismas, y seré una vieja  amarga y apagada. Sofía dijo una vez que uno no es dueño de su  destino. Frase pendeja.  Pues yo decido cambiar mi destino.  

  Desperté livianita, con buen ánimo.  El teléfono es ahora mi aliado para colgar los hábitos. Quién me dice que no puedo  ganarme la vida  como Viridiana.  La   equivocación del directorio es una señal concreta para ponerme en movimiento. Las llamadas, que al comienzo llegaron como una amenaza, se pueden convertir en una compensación. Me gusta pensar así. Se enciende un botoncito: es el que activa la bomba atómica de mi vientre.

El teléfono es mi cómplice. Al diablo mi trabajo desabrido y la mujer  del montón que llevo entre pecho y espalda. Mi  ropero da la razón a Sofía: faldas grises, blusones  negros, zapatos planos, la cartera de vieja, la  gabardina gastada que llega a media pierna. Metí todo entre una caja y la llevé a los desplazados. Me envalentoné para retirar una suma de mi cuenta de ahorros. El salón de belleza  cambió mi peinado y maquillaje. Me divertí comprando panties muy atrevidos, qué tal yo usando hilo dental, el colmo del descaro, y ya untado el dedo, me lancé a las minifaldas de colores con blusas ajustadas, y me enloquecí con las medias arrebatadas  y tacones altos, ¡ay! los rojos de charol, qué lujo tan macho. Compré una cama de hierro forjado “ésta”, dije, señalando un catálogo y también tendidos de raso, sábanas  y almohadones.  Remozaré   el cuarto, ya verán, con  un color sugestivo y  cortinas nuevas. 

Me tomó unos días acostumbrarme al papel de Viridiana. Respondo con  monosílabos morbosos, sonrisas coquetas y guiños en la voz.  Parece un juego, y los hombres lo saben. Los  dejo hablar;  me llenan de promesas eróticas, y yo, cada vez les pido más,  juego a seducirlos,  los reto  a  duelos de cuerpos y los dejo colgados de las ganas de poseerme.    “Hoy estoy ocupada, quizás mañana”.   

 Una semana después, llamó  Sofía para reclamar por mi ausencia en el trabajo. Y yo, muy fresca, la mandé al diablo.

  - No voy  a volver a la oficina. Me gano la vida de otra  manera.  

Lo mejor fue en la telefónica. El mismo  empleado  recibió el papel arrugado.   Me divertí con sus  ojos clavados en mí.

      - ¡Ah sí!  Casi no la reconozco...  Usted es una de las víctimas del diablillo del directorio.... Le dije que su  solicitud se demoraría...

      - Quiero  retirarla.

      - ¿Ya no pide que  cambie el número de teléfono?     

      -  Así es.... no quiero.

Sentí las miradas de tres tipos en la fila de los trámites. Me fijé en su ropa, en sus manos, en la insignificancia de sus gestos. Ninguno de ellos sería candidato a los brazos de Viridiana. Y me largué montada sobre mis tacones rojos.