Flavia Cosma


Los cuatro hermanos


De Cuentos de hadas a la luz de la luna (Granada: Editorial Mirada Malva, 2018)


 

Hace mucho pero mucho tiempo, vivían cuatro hermanos. Y estos hermanos eran muy pobres, vivían en un estado deplorable. De tan pobres, —porque nadie era más pobre que ellos—, decidieron una buena madrugada salir por el mundo para encontrar su razón de ser. Marchando así, a buscar su suerte, llegaron a un  bosque con el follaje centelleando, cargado de rocío, debajo del sol.


 

José, el menor de los hermanos, se quedó atrás y paró un momento en el camino para atarse los cordones de los zapatos.


 

—¿Qué pasa José? ¿Por qué te quedas atrás? Le dijo gritando su hermano mayor.


 

—¡Déjalo hermano, si nosotros no marchamos rápido —dijeron los otros dos hermanos, continuando su camino por el sendero— él va a alcanzarnos!


 

—Voy a alcanzarlos, no se preocupen, rezongó José, esforzándose para atar sus cordones como mejor podía.


 

Súbitamente, desde un matorral cercano, se oyó un alboroto de hojas; José aguzó las orejas y miró atentamente alrededor. No poca fue su sorpresa cuando vio como dentro de las ramas apareció un tejón, quien en lugar de huir, fue directamente hacia él y comenzó a decirle:


 

—No te asustes joven valiente. Soy el Tejón de la tierra y conozco todo sobre este mundo.


 

José no podía creer que algo así fuera posible:


 

—¡Hey, aquí! ¡Un animal salvaje que habla!


 

Pero el Tejón, que tenía necesidad de ayuda, no se paró aquí y dijo:


 

—Mi poder es inmenso en el imperio subterráneo, pero acá la luz del sol me produce ceguera y he perdido el camino hasta mi madriguera. Por favor ayúdame y muéstrame la carretera. Mi madriguera está abajo del barranco del río, cerca del pequeño puente.


 

José tenía un alma muy buena y ayudaba a quien necesitara ayuda. Así pues que le propuso al Tejón a que caminara tras él, porque ¡mira que coincidencia! Exactamente ese era el camino hacia donde iba él mismo.


 

Ellos caminaron y llegaron a la entrada de la madriguera. El Tejón le agradeció mucho a José y, como deseaba recompensarlo por su acción, le dijo:


 

—Dime ¿Cuál es tu más ardiente deseo? Yo voy a cumplirlo.


 

José se asustó de verdad y dijo así:


 

—¿Quieres recompensarme? ¿Pero qué van a decir mis hermanos mayores? Porque somos cuatro hermanos y todos sumamente pobres.


 

—Está bien, así será, como tú quieres, acepto, dijo el Tejón. Cumpliré el deseo más ardiente de cada uno de ustedes. Pero fíjate bien que es lo que me pediste y no se te olvide que es más fácil tomar que dar. 


 

Y hablando así, el Tejón desapareció por debajo de la tierra. José se puso en marcha para alcanzar a sus hermanos y contarles acerca del hecho extraordinario que le había pasado. Los encontró al mediodía, estaban sentados en un banco dispuestos a comer, porque estaban muertos de hambre. Viendo a José ellos lo atrajeron para que comiera los manjares.


 

—Hola, siéntate también a la mesa, porque no tenemos grandes cosas, pero un poco de polenta con cebolla es mejor que nada.


 

Después terminaron de comer, y el mayor de los hermanos se acostó a lo largo, sobre una piedra, para tomar sol, porque estaba cansado de tanto caminar, y mandó al más pequeño de los hermanos a buscar un poco de agua.


 

—Ve José y tráenos un poco de agua para beber. Fíjate que se oiga el susurro del agua y que sea un manantial cercano.


 

José fue a buscar el agua pero encontró no uno sino dos manantiales. Empezó a gritar desde lejos a su hermano:


 

—Hermano, ¿de cuál manantial debo llenar la olla? Porque hay dos manantiales por aquí.


 

—De donde quieras, pero date prisa, contestaron los hermanos, porque no vamos a detenernos  todo el día por acá.


 

José volvió a traer la olla, llena de agua fresca de manantial. Sus hermanos se precipitaron a beber porque hacía mucho calor y tenían mucha sed.


 

—¡Oye! Dijo el hermano mayor, luego de tomar con gula. —¡Está muy buena y fresca esta agua! Si pudiera transformarse en vino, yo me quedaría aquí y edificaría un albergue muy bello. Con tantas riquezas podría vivir bien y daría de comer y beber a todos los viajeros que pasan por aquí.


 

En el momento en que él pronunció estas palabras, desde lejos se oyó una voz que parecía brotar desde los bajos fondos de la tierra.


 

—Así será, como tú deseas, dijo el Tejón, quien era el que hablaba. Y ve a cumplir con tu promesa.


 

—¡Mira, hermano! ¡Milagro! Habló el segundo hermano. ¡El agua del manantial se ha transformado en vino!


 

Los cuatro hermanos se precipitaron hasta allí y no podían creer lo que veían sus ojos. Un arroyo se había trasformado en vino blanco y el otro se había transformado en vino tinto ¡Un milagro grandioso!


 

El hermano mayor no cabía en sí de la alegría.


 

—Me hice hombre, hermanos, dijo él y comenzó  a saltar de un pie a otro.


 

Viendo esto, los otros tres hermanos rogaron al cielo y a la tierra para poder quedarse ellos también ahí, prometiendo que iban a ayudarlo para edificar el albergue y a cuidar a los caminantes que pudiesen parar en ese paraje.


 

Pero el hermano mayor no quiso enterarse de algo así y habló:


 

—¡No, de ninguna manera hermanos! Vayan detrás de su camino. Yo haré las cosas solo. Sigan adelante y quizás, hagan fortuna también.


 

Así fue que los tres hermanos se pusieron en marcha y partieron. Comenzaron a caminar y al atardecer llegaron a un gran valle. A lo lejos vieron unas cuantas piedras grandes y blancas, que brillaban debajo de los rayos de la luna. Hicieron un fuego y se anidaron alrededor del lugar, ya que estaban muy cansados, casi hecho pedazos.


 

José puso su cabeza sobre una piedra y se adormeció como un tronco. Pero los otros dos hermanos no tuvieron paz. Comenzaron a cuchichear en la obscuridad:


 

—¿Qué dices de la suerte que tuvo nuestro hermano? Preguntó el segundo hermano.


 

—Mucha suerte de verdad, contestó el otro. Qué lástima que no nos dio permiso para quedarnos con él.


 

—¡Oye! Si estas piedras fueron bovinos y los lomos de los topos fueran de pajas de heno, me llovería encima también la buena suerte, suspiró el segundo hermano. Todo el valle araría. Me quedaría por aquí y construiría una gran hacienda, de tanta riqueza que podría dar de comer a todas las gentes y a todos los pobres que van a pasar por acá.


 

No bien empezó él a pronunciar estas palabras, otro milagro se produjo. Las piedras comenzaron a moverse de sus lugares y a berrear como ganado. Todo el valle se llenó de soberbias manadas de vacas, topos y terneros. Las espigas de trigo, grandes y amarillas estaban listas para ser recogidas, ellas se movían al influjo del viento, y recibían cándidamente los tenues rayos de la luna.


 

—¡Mira aquí! Tú también tienes lo que quisiste, dijo el Tejón desde los fondos de la tierra. Y fíjate de  no olvidar tu promesa.


 

José se despertó de su sueño por los ruidos y berridos de los animales y por la alegría reinante. Porque el segundo hermano daba vueltas acá y allá, saltando y gritando.


 

—¡Mi deseo se cumplió también hermanos!



El tercer hermano y José le rogaron a él para poder quedarse cerca de la hacienda, le dijeron que iban a ayudarlo en los trabajos que él necesitara.


 

Pero el segundo hermano les habló bruscamente:


 

—No necesito ninguna ayuda. Voy a arreglarme muy bien solo. ¡Y ustedes, vayan detrás de su camino!


 

Entonces, hasta luego hermano, dijo José con pesadumbre. Vamos hermano mío, sigamos adelante.


 

Caminaron mucho y en la madrugada llegaron a unos parajes montañosos, con rocas desnudas elevándose sobre el sendero. Una bandada de cornejas hambrientas giraban en el cielo, dando fuertes graznidos en el vacío.


 

Vamos a descansar un poquito, hermano, porque me duelen los pies de tanto andar, le pidió José a su hermano. Pero su hermano no tenía ganas de pararse y le dijo:


 

—Anda, José, date prisa, porque quiero hacerme rico de uno u otro modo. ¿Qué vamos a hacer acá en este desierto? Si hubiera aquí en lugar de cornejas unas ovejas, je, je. Las llevaría al pasto de hierba verde, edificaría un redil y no me faltaría nada. Incluso sería generoso con otros dándoles de comer y beber a su antojo.


 

En un instante, como en un abrir y cerrar de manos, las cornejas se transformaron en ovejitasque protestaban de hambre y estaban a punto de ensordecer a unos y otros. Sobre el pico montañoso se alzaba una belleza de redil con todo lo necesario adentro, tanto para los hombres como para los animales.


 

-Pues tu deseo se ha cumplido, se oyó la voz del Tejón desde los bajos fondos de la tierra. Fíjate de no olvidar tu promesa.


 

José le preguntó a su hermano si no quería que él se quedara allí y le prometió que lo ayudaría con el cuidado de las ovejas, así de este modo podría ganarse su pan. Porque José tenía miedo de partir él solo a través del mundo. Pero su hermano no se dejó convencer. Envió a José a caminar diciéndole que no necesitaba la ayuda de nadie.


 

Entonces José se despidió y se fue por el camino con el corazón partido. Al atardecer, llegó a las faldas de la sierra. Viendo a una población a lo lejos, se dio prisa pensando que podría aposentarse allí por la noche. Y mientras caminaba, pensativo, se preguntó cuál podría ser la cosa más preciada que él podría pedirle al Tejón. Cuando llegó al pueblo, vio como los campesinos se preparaban para una boda, pero por una costumbre del lugar, la novia debía casarse con quien fuera capaz de contestar dos preguntas de ingenio.


 

José se detuvo a tiempo, mudo de admiración: esta novia era indescriptiblemente bella. Incluso le pareció que ella le sonreía justo a él y eso lo incentivó a probar su suerte también. José no podía creer lo que veían sus ojos. Ella le hablaba precisamente a él. Si el sol del cielo descendiera, nuestro joven no podría ser más feliz.


 

Recordando al Tejón, José murmuró:


 

—Mi más grande deseo en el mundo sería poder casarme con esta chica.


 

—Muy bien José, que la chica sea tuya, contestó el Tejón desde lejos. Vivid en paz y buena armonía. Entiéndanse bien.


 

Sintiendo su corazón en los dientes, José se acercó al gentío y pidió permiso para contestar él también a las preguntas.


 

Al comienzo, el padre de la joven no quería saber nada de esto, de ninguna manera decía, debido a que José no era de ese lugar, pero la joven muchacha le rogó a su papá para que le diera una posibilidad también a José, así que al fin, el viejo, viendo a José que era joven y guapo, acabó por darle su permiso.


 

—Contéstame si tú puedes, ¿cuántos peces se encuentran en este estanque?, le preguntó a José.


 

—Nada más fácil, contestó José. Hay 3.282 peces grandes y 11.301 pequeños. Pero si no me creen pueden contarlos ustedes.


 

—Hmmm, debe ser como tú dices, respondió el padre de la chica. Pero dime por favor quién es el mejor maestro para el hombre.


 

—Pues, yo pienso que es la vida, porque ella nos enseña mucho. El hombre cuanto más vive más aprende, dijo José.


 

—Me gusta tu pensamiento, joven, continuó el viejo. Te daré a mi hija como esposa y espero que vivan en paz y prosperidad, y que puedan entenderse bien entre ustedes.


 

Todos los participantes a la boda se dieron prisa para felicitar a José por su victoria, y comenzó una fiesta con una gran boda, mucha alegría y danzas, tal como se merecía una honrosa ceremonia como esta.


 

Pasaron unos años. José vivía feliz junto a su señora y los dos niños pequeños de ellos. Trabajaba duro de verdad, pero no se lamentaba porque aunque vivían modestamente, no les faltaba nada. Hasta que de un día para otro se abatió sobre ellos una gran calamidad.


 

Su casa se quemó junto a todos sus bienes y fueron obligados a irse a una pequeña choza al margen del pueblo. El invierno llamaba a la puerta y la pobreza empezó a mostrar sus dientes. No teniendo otra solución, José pensó que quizás podría encontrar ayuda de sus hermanos. Así que se encaminó con los  rayos del alba para el albergue de su hermano mayor. Marchó al cabo de dos días y dos noches hasta que una tarde, cansado y hambriento, llegó al albergue.


 

Entró a la casa y dejándose caer sobre un banco, dijo:


 

—Buenas noches mi hermano. ¡Uf! Con este viento y con este frío, pensaba que no podía  llegar hasta acá.


 

Su hermano mayor fingió no darse cuenta de su presencia, ocupado como estaba con unos clientes. Pero José no se detuvo:


 

—Soy yo, tu hermano José. Pero ¿Qué te pasa? ¿No te acuerdas más de mí? ¿Puede ser que haya cambiado mi aspecto a tal punto de no conocerme?


 

Su hermano mayor comenzó a gritar y lo dijo que se apartara de su camino, que él no sabía quién era y que si había venido para mendigar, no era ese el lugar adecuado.


 

Con su corazón quebrado José le confesó que en verdad había venido para pedir ayuda, porque su casa se había quemado y sus hijos necesitaban muchas cosas ahora, en vísperas del invierno.


 

Pero el hermano mayor se enfadó de verdad y comenzó a gritar:


 

—¿Qué me importa de tu casa y de tus niños? Puedes quedarte en mi albergue por esta noche, si tú tienes con que pagar. Si no vete de aquí, o le digo a mis sirvientes que te pongan los pies afuera. 


 

José partió, murmurando en el umbral:


 

—Me voy ahora hermano, porque no tengo dinero para pagar tu alojamiento.


 

Cuando José cerró la puerta, todo el albergue y todos los accesorios se derribaron, los muros se disolvieron como golpeados por un gran calor, y se transformaron en un río que se echó a correr hacia el valle.


 

Los sirvientes y los parroquianos que estaban parados allí echaron a correr hacia la calle huyendo del raudal, asustados y gritando, pidiendo ayuda. El hermano de José lloraba y se lamentaba.


 

—¡Ay! ¡Y ay de mi vida! ¡Qué desastre! ¡José! ¿Dónde estás José? ¡Espérame hermano José!


Pero José estaba lejos de allí y no podía oírlo. Él marchó hasta que al amanecer llegó exactamente al valle adonde, muchos años atrás, había encontrado su buena suerte, su segundo hermano. En el centro del valle se alzaba una hacienda de mucha belleza. Una multitud de sirvientes negociaban apresurados en la corte. José vio a su hermano en la llanura, gritando y maltratando a sus empleados.


—¡Adelante con el trabajo, miserables! ¡Muévanse más rápido, no pierdan el tiempo!


 

Y viendo a José, se precipitó encima de él:


 

—¿Y tú por qué  te paraste allí en medio del camino poniendo tus ojos sobre mí?


 

José se maravilló de esta enfermedad que había caído sobre sus hermanos, que no les permitía acordarse de su propio hermano.


 

—Que vivas muchos años hermano. Veo que has logrado una buena situación aquí. Puede ser que tengas lo suficiente como para poder ayudarme a salir de mi mala suerte, porque estoy muy afligido, con mi casa quemada y mis niños en la calle en el comienzo del invierno. Pero no tengas miedo porque en primavera voy a lograr salir de esta situación y voy a restituirte la deuda.


 

—¡Lárgate de acá, mendigo desvergonzado! Se enfadó su hermano. Significaría que yo me quedaría pobre de verdad, si todos los viajeros se pararan a mi puerta para que yo les dé de comer.


 

—¿Pero qué te pasa hermano? Parece que unos años atrás hablabas de otro modo. Quédate con Dios entonces y domina tus  riquezas con buena salud.


 

Ni siquiera dio un paso José afuera de la corte de su hermano, que el cielo se hundió retumbando violentamente y la bella hacienda y todos los accesorios volaron por los aires. En el silencio de tumba que siguió, no se podían oír más que las lamentaciones de su hermano que lloraba por sus riquezas y por sus sirvientes.


 

José siguió su camino y así llegó una tarde a la sierra donde tenía su redil el tercer hermano. Desde lejos se podían oír los balidos de los animales y los ladridos de los perros.


 

José llamó a la puerta. El tercero hermano abrió y lo invitó a pasar:


 

—¿Pero qué viento te trae a mi casa José? Preguntó él.


 

—Yo hermano, tengo una gran pena. Mi casa se quemó, todas mis cosas están perdidas, mis niños no tienen qué comer y el invierno llama a la puerta. Pasé antes para ver a mis otros hermanos para pedir ayuda, pero no me han dado nada. Estoy pensando que quizás, tú me puedas dar algo.


 

—¿Darte yo? ¿Por qué te daría yo? Se asombró el hermano. No te han dado nada los ricos del valle y piensas que vas a hacerte rico por aquí. ¡Pues no! Cuida tus asuntos y márchate hermano José, porque yo no tengo nada que darte. Bastante que me has hecho salir afuera con este tiempo maldito.


 

—¿Tú también me acusas hermano? Está bien, si este es tu deseo, quédate en buena salud  y hasta luego.


 

No acabó José con estas palabras que en un instante el redil con todo alrededor desapareció como por milagro. Se quedaron sólo las rocas desnudas de antes y las bandadas de cornejas gaznando con pesadumbre.


 

El  tercer hermano lloraba y se lamentaba por su riqueza y gritaba por José para que lo esperara pero José no se paró, ya iba adelante con pasos resueltos hacia su casa. Y mientras caminaba pensando en su esposa y en sus niños y preguntándose cómo iban a hacer para escapar del invierno sanos y salvos, salió en su camino un viejo hombre quien daba pasos con dificultad, apoyándose en un bastón. Como vio a José, el viejo comenzó a hablarle:


 

—¿Pero qué te pasa joven, por qué estás así amargado?


 

—¿Eh, que voy a tener? Mis cosas. ¿Pero adónde vas con este tiempo frío?


 

—Mira, voy derecho, contestó el viejo. Hazme un favor y muéstrame el camino hasta el pueblo. Voy a encontrar allí una casa de gente de bien para alojarme por una noche, porque apenas puedo marchar con este bastón.


 

—Pues yo también estoy viviendo en este pueblo, se alegró José. Ven conmigo y voy a albergarte en nuestra pobre choza, si tienes ganas. Nuestra casa se quemó y en verdad estamos un poco en apuros pero vamos a encontrar un rincón para vos.


 

—El viejo le agradeció contento y le dijo que un banco y un trozo de polenta eran suficientes, porque él no era melindroso por naturaleza.


 

Y así se encaminaron para ir al pueblo. Llegando a la casa, José llamó a su mujer y le rogó que le preparara al viejo lo necesario para dormir. Su esposa hizo algo de comer y preparó una cama cerca del horno para el viejo. El hombre viejo viendo a los niños de José, los invitó a sentarse cerca de él y empezó a contarles un cuento de hadas que comenzaba así:


 

Hace mucho pero mucho tiempo, vivían cuatro hermanos. Y estos hermanos eran muy pobres, vivían en un estado deplorable. De tan pobres, —porque nadie era más pobre que ellos—, decidieron una buena madrugada salir por el mundo para encontrar su razón de ser. Marchando así, a buscar su suerte, llegaron a un bosque con el follaje centelleando, cargado de rocío, debajo del sol.


 

Se durmieron todos por la voz cálida del anciano. Cuando se despertaron al alba, miraron pasmados alrededor, no entendiendo donde se hallaban. En lugar de la humilde choza en la que habían dormido anoche, se alzaba una hermosísima casa, mientras afuera resonaba un gran griterío de aves de corral y animales. Acordándose del anciano, comenzaron a buscarlo por todos lados, pero no lo encontraron. Saltaron el corral y se pusieron a llamarlo todos juntos en el jardín y en la yarda. Fueron también a buscarlo a los graneros nuevos que gemían abajo de granos y trigo y otros manjares caros. Pero el anciano parecía que se había ido por algún otro lugar.


 

Súbitamente, desde alguna parte, de los bajos fondos de la tierra, se oyó la voz del Tejón, porque habréis adivinado muchachos, él era el anciano de la noche. El Tejón agradeció mucho por el albergue, y al despedirse de ellos les dijo:


 

—Adiós ahora, mis queridos, y no se olviden que la fortuna más preciada del hombre es por siempre la bondad y la humanidad.


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