Fabio Amaya. Fragmentos de infinito, eternidad incesante de los cuerpos [1]Por Consuelo Triviño Anzola“El estilo de ensueño es la única forma posible de ser, su única versión concebible.” Macedonio Fernández, No toda es vigilia la de los ojos abiertos
La travesía de un artista El viaje de un artista puede ser tan subterráneo y ensimismado que, ante su obra, nos da la impresión de estar fuera de la realidad, o acaso en otra dimensión. Sin duda, la búsqueda de la belleza exige ir más allá y rastrear en las profundidades del ser, tocar el misterio y arrancarle trozos de verdad. Es lo que creo le ha ocurrido a Fabio Amaya con su pintura, esa aventura estética en la que ha sabido compaginar saberes y territorios, haciendo coincidir palabras, músicas, olores, sabores y tonalidades. Y es que la palabra para él es trazo, nota, verso, luz, sombra o transparencia: “[…] existimos porque somos palabra y si en la palabra se funda el texto, cualquier texto es imagen”, nos sugiere en el texto Amaya: pintar desplazamientos mínimos*, cuando explica cómo ve el mundo a través de la imagen y cómo lo expresa mediante la figuración. Desde esa perspectiva, la obra de este artista se ha contagiado de las más diversas manifestaciones estéticas. Sus cuadros pueden traernos la música de Mahler, el aroma de los lirios, la tibieza de una textura, o el dolor de una herida. De los colores de la tela emergen rostros que evocan el silencio, a la vez que expresan verdades íntimas del ser. El hecho es que la pintura de Amaya se va sucediendo como una aparición, de modo que las manchas de sus cuadros se acaban convirtiendo en cuerpos, a partir de sustancias bajo las cuales se agitan latidos cósmicos o gemidos originales de agónicas existencias. Acaso por la fugacidad de la vida, las criaturas de sus telas nos resultan intangibles cual emanaciones de luz que desvelan trazos de humanidad, pero, por encima de todo, nos transmiten una sensación extraña, nos sumen en una atmósfera de inquietud profunda. Me refiero al periodo de su obra que va de 1985 a 2005, y que coinciden con su exilio en Italia. Pero, ¿quién es Fabio Amaya?, y ¿cómo hemos de rastrear los orígenes de su trabajo pictórico? Inevitablemente hay que buscarlos en la matriz de la cultura a la que pertenece, una categoría espacio-temporal, pero también un concierto de hechos que tienen su comienzo en Bogotá, Colombia, ciudad donde nació, se crió y se formó. Allí descubrió la pasión por el arte cuando siendo un niño se encontró con el cuadro de Alejandro Obregón “La violencia” que muestra a una mujer preñada con el rostro y el vientre íntegramente lacerado. “Frente a ese cuadro no pude contener la emoción y en lo más íntimo de mi ser decidí que iba a ser pintor”, confiesa en el texto. Así, la violencia ejercida por el ser humano, la mujer, la fertilidad, la vida misma, inspiran al joven y deciden su destino. La pintura para Amaya es una
de las muchas formas de expresión, el medio para volcar un concepto de la vida,
para dar forma a su percepción de la belleza y el dolor humanos. Por eso no
podemos acercarnos a su obra sin tener en cuenta las preocupaciones que
mantienen su alma despierta, en un afán por iluminar zonas oscuras, no solo del
propio ser, sino de la tradición cultural a la que pertenece, la
latinoamericana mestiza, híbrida e inclasificable.
Conviene escuchar al propio artista cuando refiere uno de los móviles que conducen a la pintura: “[…] porque la luz y el color dan cuerpo a lo intangible que es la vida. Esto me apretuja las entrañas desde niño y no me doy paz”. Así, Amaya ha sabido revelarnos verdades históricas, humanas y estéticas, también a través de sus ensayos y escritos sobre otros artistas, o sobre su propia obra. Italia: exilio y memoria La segunda pregunta que surge es por qué Amaya vive en Italia y cuáles fueron los motivos que lo llevaron a abandonar su tierra natal. Tratándose de un intelectual comprometido, podemos inferir que los motivos son políticos. Sin embargo, con el tiempo, el exilio fue ganando su alma para la soledad, es decir, para el arte. La tierra natal quedó en el recuerdo, pero viva en la sangre. Y es que la obra de arte, aunque no seamos conscientes de ello, busca dónde florecer y expandirse. Italia, lugar mítico que encierra la inagotable belleza pictórica de nuestra tradición occidental, nos parece el más apropiado para un artista. Pero la lucha por la vida, y la búsqueda de la belleza suponen la superación de obstáculos y en esta travesía italiana de Amaya hay luces y sombras. Los desplazamientos forzosos de nuestro tiempo paradójicamente dificultan el camino y se nos coarta el derecho a transitar libremente. La gran mayoría de exiliados son almas errantes en busca de agua, aire y alimento. Estos deben batirse en su azarosa aventura contra muros de resistencia, para ganarse el derecho a estar.Como artista, nómada o trasterrado, más que exiliado, Fabio Amaya no es ajeno a esta situación y de alguna manera, su arte lo pone en evidencia. Al margen de las salidas estéticas que ha encontrado, intuimos las luchas que debe librar un latinoamericano en Europa, para conquistar el derecho a existir, a disfrutar del espacio propicio para la creación, como lo ha conseguido este artista colombiano en Italia. Es importante señalar que Fabio Amaya ejerce la cátedra de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Bérgamo donde es el Director del Departamento de Estudios Latinoamericanos, labor que ha sabido conjugar con su trabajo plástico, de modo que un campo se alimenta de otro, pero siempre dentro de una postura ética, tal es la de desmontar la falacia de ciertas prácticas sociales. Sus publicaciones son el resultado de una honda reflexión sobre los procesos culturales en Colombia, sobre las estrategias del poder y la tensión, entre distintas fuerzas sociales, para ensalzar a sus protegidos o condenar al olvido obras y autores molestos o desafectos a los grupos hegemónicos. Además, en sus indagaciones estéticas Fabio Amaya ha penetrado las capas más profundas del idioma en el que siente, recuerda y sueña, para referirnos la experiencia poética de autores colombianos como Álvaro Mutis, en cuya obra se ha especializado, o de Jorge Zalamea, con quien guarda afinidades, como la relación con la pintura, la consciencia del idioma en el que expresan la rabia y la admiración, y, sobre todo, su postura ética. A este respecto, Amaya explica que eligió la pintura, primero por una necesidad de combatir la soledad; segundo, para contrarrestar la violencia humana que nos cerca; y tercero, para dar voz a los silenciados y desheredados. Estas tres razones dan sentido a su trabajo creador, a sus particulares elecciones y a los temas o paisajes que lo inspiran: el Caribe colombiano, la mujer, la soledad, el acto creador, la muerte, la violencia. Su trabajo evidencia una necesidad de superar, a través del arte, las trampas de la razón; y de asumir el hacer artístico como el acto de despojarse, de abandonarse a la vigilia de las ensoñaciones: “Y la vida es color, sabor, aroma, tacto, sonido […]”, nos dirá en el texto en el que refiere su relación con la pintura”.
Homenaje a Macedonio Fernández “No toda es vigila la de los ojos abiertos” es, pues, el título de la serie de dibujos, grabados y cuadernos que nos ocupa. La muestra resume veinte años de trabajo de Amaya transcurridos en Italia, circunstancia que, de manera inequívoca, orienta su mirada y marca el destino de su obra. Este título rinde homenaje al filósofo argentino Macedonio Fernández y pone en evidencia la conexión entre literatura y pintura que caracteriza el trabajo de este artista.En la serie de cuadros Amaya da forma a las ideas del autor argentino, a su vitalismo y a su formulación de una estética que denomina “estilo de ensueño”, y que se presenta como un estado íntegramente de la subjetividad, autónomo respecto a cualquier externalidad o a cualquier sustancia, pleno y absorbente. Entre el sueño y la vigilia, la mística guía la pluma o el pincel, de Amaya hacia el abismo de la página o hacia el lienzo. No es gratuito que el recorrido de los cuerpos errantes que sugieren estos cuadros (cuerpos a veces náufragos, cuerpos atravesando la materia, cuerpos abandonados o cerrados sobre sí mismos), se inicie con el titulado “Caída” que hace parte de la serie Silencios, ni que lo femenino y lo masculino convoquen o conjuren la presencia del otro como en “Silencio en gris” o en “Narciso ante el espejo”. El estado de vigilia presupone una agitación y así nos lo presenta en “Figura yacente”. En cambio, otros cuadros parecen evocar el momento en que el ánima se aleja del cuerpo, como en “Transmigración del alma”, ante el cual presentimos el hálito de vida que escapa y la fuga de energía, errante en un espacio indefinido, que añora la forma bajo la cual alcanzó una entidad: su posibilidad de ser. Si la soledad es la condición del ser humano, la búsqueda del otro es un viaje hacia uno mismo, en compañía de la música, de la luz o las sombras, de los olores y los sabores. En esta propuesta de Amaya los colores se juntan o separan para humanizar a la figura que emerge de la tela. Esos cuerpos errantes caen, flotan, arden, o se disuelven. Nos dan la impresión de estar en proceso, o en tránsito hacia otro estado, hacia una tonalidad distinta: grises, azules, pastel, amarillos, rojos y verdes intensos, los colores también laceran la carne. De ahí que Amaya insista en la expresión del dolor, pero también en la búsqueda del placer, tanto en el ascenso como en la caída, presentándonos emanaciones de luz tras las formas, que convocan nuestra fantasía, y que nos redimen del peso de la existencia. Como plantea el maestro Macedonio Fernández: “sin los ensueños, sin la fantasía es mucho el dolor”. Acaso para conjurar ese dolor y esa violencia que marca nuestra historia de codicia, rapiña, saqueos y despojos, que desatan la rabia, Amaya ha elegido la pintura, persiguiendo en su noción de la belleza esa humanidad casi intangible que nos configura. Es la respuesta del artista a la violencia secular que hiere la mirada y apretuja las entrañas. [1] Texto leído en I colori dell’emigrazione nelle Americhe. Convenio Internacional Universidad de Udine, 2010.
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