Dionea, la mitonovela de Julio Olaciregui

Escritora y ensayista colombiana

 

Dionea, diosa prehomérica, complemento de Zeus, amante y dadora de vida, se convierte, en la última novela del colombiano Julio Olaciregui (1951), en una muchacha caribeña que huye de su tierra, escapando de los hombres que la asedian; ella viaja por distintas geografías transformándose, adoptando formas diversas, ofreciéndose, a la vez, como alimento e inspiración poética. En esta novela, que lleva por título el nombre de la diosa, el autor nos propone un regreso al mito, a través del hilo de la palabra, en el que se ensartan las voces remotas que configuran nuestro ser. La escritura se convierte así en el cordón umbilical que lleva la savia de la vida, la memoria del origen.

Barranquillero radicado en París —y digo radicado en el sentido estricto porque allí ha esparcido su semilla y echado raíces—, Olaciregui salió de su tierra natal tras haber desempeñado el oficio de reportero. Como declara el narrador, alter ego del autor también llegó “a Francia en la primavera de 1978 para seguir un curso de ‘preparación de la novela’ ”. Pero en su equipaje llevaba la memoria del Caribe que lo acompaña siempre; porque la presencia del mar y de las playas de su patria, sin duda, se nos impone en una escritura en la que el mar es fuente de vida, principio y fin de esos viajes que traen a las playas mitos y leyendas. El autor expresa con lucidez y diáfana belleza ese principio alquímico que sintetiza la cultura occidental en su aventura colonizadora. La escritura en él se convierte en una suerte de recetario de cocina, una olla podrida que acepta cuanto se le eche y nos lo devuelve bajo una forma única y original.


La novela se asume como una propuesta estética y ética que desglosa sus claves, los principios en los que se sustenta la escritura y el papel del narrador, tal es el de alguien que reseña el acontecer cotidiano y es capaz de, a partir de sus impresiones, conducirnos hacia una verdad que conecta con los mitos del origen. “Quería ser ese cantor guajiro y chamán o sacerdote maestro, ese novelista mago cabeza de familia de una de las tribus nómadas que partieron un día del reino de Tekrur, situado en uno de los valles de la costa atlántica del África, y siglos después en Barranquilla, amante de Dionea, reina de los manes”, nos dice. Todo ellos se nos presenta bajo una forma fragmentaria que muestra de qué manera la novela va haciéndose y no acaba de concluirse, ni lo pretende, como la realidad misma. “Lo fragmentario, el fragmento, alude a lo inconcluso en el mundo, una experiencia que no ha terminado de ser vivida. He querido recoger rastros, ecos de un mundo que se resiste a la desaparición y que, al mismo tiempo, está desapareciendo…” dice el narrador. La escritura de la novela se convierte en un proyecto de vida, el proyecto, que justifica en sí mismo ese viaje que empieza antes de la partida de la tierra natal, en el Caribe hacia las costas europeas, mucho antes de iniciarse como reportero en un diario local, o acaso cuando empezó a soñar con otras geografías y a imaginar mundo posibles, o cuando se dejó llevar por el recuerdo, porque soñar no es otra cosa que recordar.

Así las cosas, el papel del narrador, que hila y ensarta mitos, consiste en juntar orillas. Entre el Mármol europeo y la arcilla americana, entre Ceres y la Pachamama, entre el pan de trigo y el bollo de maíz, entre las danzas macabras de la Edad Media Española y los carnavales de Barranquilla, los mitos se funden en esta novela que recicla los elementos que constituyen el alimento espiritual, recuerdos, asociaciones, percepciones, intuiciones, la materia de nuestra cultura oral y letrada. De las costas africanas a las europeas y de allí a las del Caribe, los mitos se alimentan unos de otros, en una incesante antropofagia que digiere saberes y sabores, entregándonos sus frutos convertidos en discurso. Y es que a partir del mito brota el relato, en palabras de uno de los personajes, el profesor Dindon, que viaja al otro lado, como el narrador, ensartando los hilos que conectan a la madre generatriz África con la invasora Europa y de allí a la América utópica, siempre atravesando océanos. “El tuétano del mito es el nombre del personaje, a partir de ahí se va tejiendo, dijo el profesor, el orden del relato lo buscamos al contar, sabemos que algo ocurrió e intentamos conocer los detalles mientras encontramos las imágenes que se van encadenando”.

Dividida en cuatro partes, o momentos de una jornada: Noche, Matiné, Vespertina y Altas horas, esta mitonovela se va haciendo a partir de fragmentos que no parecen obedecer a la lógica, sino que imponen su propio ritmo, un armonioso relato que nos instala en otra dimensión, que nos mantiene suspendidos, en una suerte de levitación en aquel territorio que huye del prosaísmo de la realidad, envolviéndonos en la materia del sueño.

En la Noche, propicia para las meditaciones del espíritu, pero también para perderse por los laberintos del deseo, el ser va despojándose, de la armadura de los deberes y las imposiciones, en busca del otro. La danza, el encuentro con la mujer en el museo de Louvre, y en el hotel. Las palabras enredándose en los cuerpos, saliendo de las bocas, llenando los oídos, atravesando ríos de sangre, viajando por las arterias desde ese vaho genésico donde empieza todo.

En la Matine, segunda parte de la novela, el día muestra otros rostros, enfrenta al escritor al reto de la novela, esa obra en construcción: “ahora ya no me quejo de mi oficio de cronista y escritor vagabundo, yo no soy el que cierra los ataúdes….”. Mito y realidad se confrontan: muertes, desapariciones, fatídicos mandatos que introducen el caos, ríos de sangre que se mezclan con las aguas: “una nación a medio hacer, un cuento interrumpido, desordenado…” Tal es la referencia a la tierra natal remota y presente en la memoria que lo asalta en su diario vivir en la lejana París. El escritor como vocero de la tradición, pretende ser fiel al recuerdo, pero no puede dejar de fabular. Lo hace con el fin de ir más allá de los datos que recoge. Como conciencia que se detiene a reflexionar, marca una distancia, deja constancia del caos y esto entraña una postura ética.


En la Vespertina, tercera parte de la novela, se confrontan escrituras, surgen nombres conocidos, como los de Lola Salcedo y Marvel Moreno, entre otros, figuras sobresalientes de la narrativa, ya no barranquillera, o caribeña, sino de todos los tiempos, a quienes el autor retrata como magas “enhebrando cuentos”. La literatura, a fin y al cabo, “memoria colectiva nos teje desde la tripas, somos ensayos, prototipos…” dice el narrador, que descifra para nosotros los símbolos y redescubre los mitos, como el del hombre caimán presente en la cultura caribeña.

En Altas Horas, cuarta y última parte de la novela, imaginación, historia y leyenda se funden. El escritor sueña y fabula, nos sin prevenirnos: “Desde el comienzo te advertí que era una novela soñada y ahora, el embale final, voy de nuevo en ese avión releyéndote por los cielos (de la alegría) gozando en ese momento con el proceso de la edición, de la multiplicación de los panes, soñando con otros nombres para el ángel femenino organizador…”

Esta mitonovela escrita en quince años de la vida del autor, formada por retazos de realidad y experiencias o impresiones, es una poética en la que el autor busca el sentido de su escritura, su razón de ser: “Escarbar en la historia de un territorio nos lleva al mito de su urbanización, un relato que sobrepasa lo documentado. Y escribir implica de manera tácita, sacar a la luz esa pareja invisible que lucha siempre por armarse en nosotros, sosteniendo el hilo de la cometa que vuela del olvido al recuerdo, de la vida a la muerte y viceversa.” Asumida así, como he dicho, la escritura entraña una postura ética en cuanto forma de resistencia ante las fuerzas oscuras que “amenazan con barrerlo todo del suelo y de nuestra memoria, por eso recordar”.

La última parte de la mitonovela se cierra con el fragmento “Ida y vuelta a Jepira” en la que se traza la figura del escritor, el que cuenta, el que trae a nosotros la memoria del origen: “Un hombre sale del barro, el poeta chamán cura a la gente sacándola del realismo, es el hombre serpiente, el hombre caimán, el hombre agua, el señor del mundo de abajo saliendo de mí en estos cuentos, en estas palabras…”

Autobiografía, ensayo, diario personal, notas de viaje, los géneros se funden abriendo posibilidades, grietas a través de las cuales nos asomamos a ese universo que, como un aleph, encierra todas las cosas. Desde el fondo nos miran los primeros padres que en la cultura wayuu, originaria del mar Caribe, de la península de la Guajira en Colombia, son la pareja bruja Irama y Setuuma, mamas cuyas leyendas son recogidas por un profesor francés y llegan a nosotros gracias a la reescritura de Olaciregui: “…desde los confines del tiempo, baja de los cielos y derrama semillas de almendros y palmeras y funda Barranquilla, se deja preñar por un grupo de ancestros parentalia, indios chimilas, máscaras congos, curas catalanes y marineros andaluces, herreros, bogas, pavimentadotes, Rebolo, contrabandistas y espíritus de un millón de vivos luchando, como en un cuadro del Bosco, contra un millón de muertos.” Un cosmopolitismo que alcanza su más alto grado de desarrollo y decadencia debido a la voracidad de una maquinaria de producción que pisotea con impunidad una larga tradición. El profesor Jean Charles Dindon cumple, como el escritor, el papel al enlazar las experiencias pasadas y presentes, siguiendo la pista de las leyendas europeas en América, la del hombre caimán, la de las tres palmeras, dando cuenta no sólo de la historia, sino del origen, sin recurrir al realismo mágico, sin desdeñarlo, aprovechando corrientes estéticas, reciclando los géneros para dar lugar a otras formas estéticas que no están fijas, sino que se van haciendo en la lectura.