Fernando-Cuervo. Caro
Vallejo El artista rebelde
Fernando Vallejo crea un Cuervo
Por Arturo García Ramos [1] Universidad Complutense de Madrid, España
Casi
hemos olvidado que uno de los destinos del artista ha sido la rebeldía frente a
la intolerancia de la realidad en todas sus imposiciones: las sociales y las
económicas, las individuales y las colectivas, las religiosas y, por supuesto,
las artísticas. La máscara de la rebeldía se reencarna en cada época, en cada
literatura, y tiene un representante nada indigno en la figura del escritor
Fernando Vallejo, dueño ya de una obra dilatada y esencial que lo acreditan
como uno de los más importantes narradores en lengua española.
El
manual del perfecto rebelde describiría en primer lugar como cualidad inherente
de este héroe solitario su individualismo, resuelto a no condicionar su
interpretación por nada de cuanto lo rodea, a no mediatizar su opinión ni a
transigir con las leyes de la buena conducta, del proceder sin causar
molestias. En tal caso el rebelde presentaría síntomas de indudable sospecha,
y, por eso mismo, el rebelde hace frente al mundo sin importarle que en su
actitud pueda descubrirse cierta crueldad intencionada, antes bien, forma parte
de su ser para que pueda sentirse satisfecho de sí. No comulga el rebelde con
ruedas de molino, ni con pan bendito. El rebelde apenas se soporta a sí mismo y
se opone a cuanto ve o escucha en cuanto es proferido. El rebelde no perdona, ni aspira a la
aprobación general de todo lo que hace y dice. Es arbitrario y actúa según le viene
en gana, sin porqué. Nada hay sagrado ni intocable para él, desafía las leyes
con cierto satanismo donjuanesco, pone el dedo en la llaga y hace sangrar la
herida por donde destilan sus humores los más susceptibles principios de lo
humano. Nombra, por principio, la soga en casa del ahorcado. Se puede ser rebelde frente a cualquier
aspecto humano, pero por antonomasia, el rebelde se define por su oposición a
la autoridad, bajo todas sus formas y concepciones. Pero por paradójico que
parezca, se trata de un ser cuya máxima cualidad es la fidelidad. Fiel a sus
obsesiones, a sus deseos y odios que van configurando un minucioso mundo
interior invadido por un inventario reconocible y singular.
El
minucioso sistema literario que Fernando Vallejo ha ido creando en sus novelas
y ensayos responde canónicamente a estos principios. El primer volumen de su biografía ficcional –Los días azules- nos lo representa tal y
como se ve a sí mismo en el primero de sus recuerdos: golpeándose rítmica y
tozudamente con la cabeza contra el suelo y suscitando la risa cruel e incontenible
de la criada. Golpes de fe y de suprema voluntad por hacerse y deshacerse a sí
mismo en todos los ámbitos de la existencia.
Nacido
en Medellín, Colombia, se aferró a su patria huyendo de ella, pues desde México
ejerció la escritura como un acto de revisión sobre el ser íntimo que ser
colombiano le confería, repudiando y amando al mismo tiempo su origen, en una
agónica lucha interior a la que estaba destinado también por su rebeldía. La
misma que vemos en su obra literaria sobre la mayoría de sus temas predilectos:
la furibunda denostación de la Iglesia Católica destila, sin embargo un hondo
deseo de trascendencia y a ello se debe
su constante obsesión por la muerte, es decir, su profundo y más puro amor a la
vida; la escandalosa exhibición de su homosexualidad para agitar y liberarse de
los padecimientos que debió superar para afirmarse es su modo de entonar el
derecho a ser libre y a aspirar sin maquillajes a la felicidad que su intimidad
le reclama. Esa misma defensa de sí mismo, junto a una noble lección de
humildad, le exige escribir desde la perspectiva del “yo”, sus memorias no son egotistas, en el sentido que esta
palabra avergonzaba a Stendhal, sino relativistas, porque sabe que su
perspectiva no puede aspirar a ser omnisciente, sino sólo personal. Por esa
sucesión de tensiones, en fin, alcanza el valor expresivo de una nueva retórica
que desprecia la retórica, el academicismo, la lengua pudibunda en que sólo
pueden expresarse las verdades que no ofendan a las familias decentes. El
rebelde es, no lo hemos dicho aún, impúdico, no se resiste a la exhibición de
aquello que más escandaliza, de lo que habitualmente no somos capaces siquiera
de confesarnos a nosotros mismos. En buena medida ese escándalo es su hallazgo
más notable y también su limitación pues no sabe prescindir de él y su
frecuentación deriva en una escritura tan excéntrica como necesaria.
Esa
perspectiva única es ubicua en el conjunto de su obra: en la ficción de novelas
como La Virgen de los sicarios como
en la autobiografía ficcional, un conjunto de volúmenes que van desarrollando
lo que ha sido su existencia y cuyo título general es El río del tiempo; o incluso en las biografías que ha dedicado a
algunos colombianos célebres: Porfirio Barba Jacob, José Asunción Silva y, en
la última de sus obras, a Rufino José Cuervo –El cuervo blanco, 2012-.
Para
un escritor convencido de que vivimos en el peor de los mundos posibles y que
sería preferible echarlo todo al garete y empezar desde cero tiene un valor de
principio fundacional el ensalzar la figura de un prócer, de un padre de la
patria de la lengua.
El
título se explica a través de una anécdota que nos revela que el 30 de
septiembre de 1878 en la ciudad alemana de Halle, el filólogo August Friedrich
Pott, conoció a un joven gramático de la lengua española e impresionado por su
talento e inteligencia dirá de él, en una carta escrita en latín, que es tan
insólito como un “cuervo blanco”, una broma que desvela el propósito de
Fernando Vallejo de componer una novela biográfica cuyo protagonista es el
lingüista colombiano Rufino José Cuervo.
Hablar
de novela o narración es hoy menos arriesgado que antaño, pues concedemos a ese
nombre no sólo el valor de narración extensa, sino de experimento narrativo
capaz de amalgamar los más insospechados discursos. Por eso no debe extrañar
que sólo dos breves fragmentos al principio y al final del libro sean
propiamente narrativos –Fernando Vallejo es un escritor rebelde también en
cuestiones de género, dispuesto siempre a torturar el canon novelístico para
obligarlo a someterse a su propio molde expresivo-. A partir de una breve
recalada en el cementerio Père-Lachaise cesa toda intención narrativa y descubrimos un diálogo entre el autor y su personaje; es
decir, entre las ideas del narrador y las del lingüista. El biografiado se va revelando a través de
cartas y documentos que el biógrafo
aprovecha para reflexionar, a menudo volviendo sobre temas recurrentes que han suscitado ya sus
obras anteriores y que constituyen las más íntimas y personales obsesiones de
este escritor. Aunque a lo que asistimos verdaderamente es a un proceso de
identificación entre autor y personaje, digamos
que Vallejo se busca en Cuervo o, como dice con palabras de Abd el-Rahman, “una parte de mi alma a otra parte que allí
habita”.
La sospecha de que el propósito de hacer una
biografía sobre el famoso gramático se propone como una excusa se confirma en
buena medida si echamos un vistazo a los sucesos que le tocaron vivir a don
Rufino. Vivió sesenta y siete años sin
sobresaltos significativos. No tuvo
mujer ni hijos. Su pudibundez le hacía rehuir la vida galante y disoluta,
aunque viniera a la Babilonia de su época, París, a la que Stendhal o
Chateaubriand describen como el lugar en que recalaba todo el que deseaba
iniciarse en los secretos del sexo. Don
Rufino, en cambio, llegó a París en 1878 con el pretexto de visitar la
Exposición Universal, aunque ese viaje escondía el ritual iniciático de muchos
hispanoamericanos deseosos de formarse en contacto con la cultura europea. Fue en 1982 cuando, otra vez siguiendo una
tradición extensa que llega a nuestros días, fijó definitivamente su residencia
en París y se aplicó a su vocación de erudito, de “ratón de biblioteca”, de freak del siglo XIX. El resultado
justifica la afición de Fernando Vallejo al personaje, su admiración por dos de
sus obras: las Apuntaciones sobre el
lenguaje bogotano y el Diccionario de
construcción y régimen de la lengua castellana (este inacabado, lo dejó en
la letra D).
El
fin del libro de Vallejo apunta aquí precisamente, en el interés del personaje
y del autor por los misterios del lenguaje, una auténtica pasión en cualquier
escritor verdadero absorbido por el deseo de encontrar hasta los pliegues más
escondidos de la expresión, el matiz del verbo, la imposibilidad de asir la
lengua y su maravilla. Tan rebelde,
Vallejo, ve en Rufino José Cuervo un símbolo del colombiano que, ajeno a los
dicterios de los escritores y gramáticos españoles, supo hacer del idioma algo
propio y, como Bello, se adentró con originalidad, independencia y claridad en
el tejido mismo de la lengua, la que compartimos, la que nos diferencia. Una
lengua capaz de albergar actitudes y matices tan contradictorios como los que
representan autor y personaje. La lengua, instrumento rebelde que permite
rebelarse contra sí misma.
En
su exaltación de Rufino José Cuervo, y del tema a él lo une, el incorregible
irreverente que es Fernando Vallejo se pliega al sueño de las utopías, se
prosterna ante la lengua, se somete a ella y al vértigo de las palabras y las
significaciones, a la revuelta del habla frente a las reglas académicas, a su
movimiento y transformaciones constantes.
La
lectura de El cuervo blanco está
repleta de datos que se combinan con caprichosas anécdotas, guiños
personalísimos de un autor inalienable, incómodo a cualquier tradición. Pero en
conjunto percibimos que nos envuelve una prosa sabia, que juega a ser
espontánea pero está gobernada por el rigor y la documentación. Esa doble faz es la que representan el autor
y el personaje, el escritor “terrible” y el severo don Rufino, tan alejados en
su visión social, moral, política; pero unidos por el amor al verbo.
[1] Crítico literario del ABCultural, catedrático del
Instituto Isabel La Católica de Madrid, profesor de la Universidad Complutense
de Madrid, licenciado en Filología Hispánica y Doctor en Literatura
Hispanoamericana con premio extraordinario (1991). Sus líneas de investigación
son el Cuento y la Novela hispanoamericanos y la Literatura fantástica. Algunas
de sus publicaciones son "Mímesis y verosimilitud en el cuento fantástico
hispanoamericano" (Anales de Literatura Hispanoamericana, nº 16, Madrid,
1987: 43-61.); Historia del cuento fantástico del Río de la Plata en el
siglo XX: mimesis y verosimilitud (Madrid, Universidad Complutense,
1990); "José Bianco, Sur y el norte de la literatura fantástica" (En
VV.AA., El relato fantástico, Barcelona, Siruela, 1991); Edición de Leopoldo Lugones, Las fuerzas extrañas, Madrid, Cátedra, 1996; "El arte de jugar con el
lector" (Ínsula, nº 595-596, Madrid, 1996) y El cuento fantástico en el Río de la Plata (Madrid,
Mirada Malva, 2010).
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