La voz y la intertextualidad en La
semilla de la ira y Una isla en la luna
de Consuelo Triviño Anzola
Por Federica Arnoldi
Universidad de Bérgamo, Italia
(traducción de Ana Sedano)
El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la
religión o al cansancio.
Jorge Luis Borges
En el “luminoso otoño” del año 1900, tal y como
lo define la voz narradora de
La semilla de la ira[1],
José María Vargas Vila (Bogotá, 1860 – Barcelona, 1933) terminó de escribir Ibis,
la novela más conocida entre la vastísima producción literaria de este autor
colombiano, sin duda uno de los pocos escritores latinoamericanos, si no el único,
que ya en el siglo XIX consiguieron vivir de la venta de sus obras.
Enviado a la
Ciudad Eterna para desempeñar el cargo de representante diplomático del Gobierno
ecuatoriano en Italia, José María Vargas Vila, uno de los autores más
censurados (por “pornográfico e inmoral”), pero al mismo tiempo uno de los más
leídos de la época, conoce, durante una recepción en el Palacio del Quirinal, a
Gabriele d’Annunzio quien en aquel periodo no rehusaba en absoluto los
compromisos mundanos.
Entre vástagos de la cosmopolita nobleza
europea, embajadores extranjeros, banqueros, ricos comerciantes y damas
emperifolladas, ambos autores se reconocen y se saludan. D’Annunzio ya ha
recibido un manuscrito de Ibis; Vargas Vila, a su vez, acaba de terminar
de leer Il piacere.
Si el libro de memorias narradas por la voz del escritor
colombiano hubiera caído en las manos de Walter Benjamin, su nombre hubiera
aparecido junto al de
Charles Baudelaire como encarnación del modelo antropológico
del
flâneur. Sin embargo, entre la producción literaria de Vargas Vila,
“extravagante intérprete de una época crepuscular”
[2],
no aparece el texto
La semilla de la ira, por ser este último un
soliloquio apócrifo que Consuelo Triviño Anzola ha escrito identificándose con la
prosa poética de un literato que, ‘hijo del limo’, nutrió la semilla de la
disensión con el lirismo más desenfrenado.
Considerando al personaje plasmado sobre el tema
del literato “forastero a la vida”[3],
no es casualidad que la sucesiva publicación de la autora colombiana, residente
en España desde hace años, sea precisamente la novela Una isla en la luna[4],
en la que la representación del fracaso de la relación amorosa pone de relieve,
alegorizándola, la consciencia de la fractura entre sociedad y poesía.
Si la literatura, tal como sostiene Octavio Paz,
aunque no detenga el tiempo, tiene el poder de transfigurarlo, entonces vale la
pena adentrarse en la caracterización del héroe que, en una contracción del
fluir temporal, partiendo del análisis del autor modernista, arroje luz también
sobre algunos aspectos de la génesis de uno de los protagonistas de Una isla
en la luna, León Gómez, excéntrico y torvo novelista contemporáneo aniquilado
por la página en blanco.
Con la prosa poética de La semilla de la ira,
Consuelo Triviño Anzola narra las contradicciones de una época, la Belle
Époque, a través de la puesta en escena del monólogo diarístico del
legendario autor, representado en equilibrio entre un inmoderado narcisismo
autocelebrativo y la amarga constatación de haberse convertido en un
anacronismo viviente.
Figura central, aunque tardía, del Modernismo
–estética que tendrá un papel fundamental en el proceso de renovación de las
letras hispanoamericanas a caballo de los siglos XIX y XX– José María Vargas
Vila narra los años de su madurez justamente a partir de su viaje a París, la
ciudad que ha alimentado el genio y el imaginario de los autores que él admira,
grandes maestros del pasado o sus ilustres contemporáneos: Jean-Jacques
Rousseau, Paul Verlaine, Edgar Allan Poe, Leconte de Lisle, Sully Prudhomme,
Ramón María del Valle-Inclán, Anatole France, entre otros.
A los treinta y nueve años, Vargas Vila, llamado
“El Divino” por el gran Rubén Darío, se encuentra en una encrucijada entre dos
continentes. Deja a sus espaldas una turbulenta juventud vivida en Sudamérica,
inaugurando la segunda etapa de su vida en la Ville Lumière. Será desde la capital francesa, en ebullición
por la inminente Exposición Universal, desde donde emprenderá su viaje a Roma. Y
entre la capital italiana, París, Madrid y Barcelona pasará los años de su
exilio, espectador de la caída en picado del optimismo de una época y de una
clase social, la burguesía, arrastradas por el deterioro de la situación política
internacional que conducirá a la Primera Guerra Mundial.
Como afirma
Darío Ruiz Gómez, en
La semilla de la ira “[...] La vida del individuo
Vargas Vila es, sobre todo, su atormentado proceso interior hacia la definición
de unos soportes políticos, indispensables para enfrentar las lacras del
oscurantismo provinciano, el uso de una retórica en crisis ya, para establecer
la necesaria relación con unos presuntos interlocutores
[5].”
Bohémien, antiimperialista y excéntrico
anticonformista, Vargas Vila parece coincidir con el modelo del literato
decadente según los dictados de la modernidad, porque es suyo el gesto romántico
del artista que cristaliza la correspondencia entre la propia vida y
la obra de arte.
La ambigua animadversión que siente por la
multitud, a menudo evocada en la novela[6],
lo asemeja a Jean Floressas Des Esseintes, protagonista del célebre À
Rebours, aunque el Spleen de este último se convierta, para Vargas
Vila fictus, apasionada aflicción
de la cual derivan amargas
reflexiones que, partiendo de la literatura, se reflejan tanto sobre la situación política internacional como sobre la
condición del intelectual exiliado. En este sentido, la elección de los versos que
aparecen encabezando los capítulos no es casual, sino que constituye una importante
huella de las resonancias intertextuales presentes en la novela, en un
complicadísimo enredo entre la caracterización del personaje-autor por parte de
la voz narradora, la infinita producción literaria de Vargas Vila, su elaboración
personal de modelos narrativos propuestos por sus precursores y su visión política.
Tales relaciones y referencias recíprocas provocan una vorágine intertextual en
constante expansión en el centro de la cual el escritor se convierte en una “perspectiva
sobre toda la literatura”[7],
llegando a ser él mismo voz que inventa sus idiosincrasias literarias, sus
precursores y, a través de ellos, su propia vida. Así pues, exactamente como afirmó
Jorge Luis Borges sobre Franz Kafka, si bien a otro nivel, la lectura de la
biografía apócrifa de José María Vargas Vila agudiza y altera sensiblemente
nuestra lectura[8]
de los autores que él adoraba o despreciaba. Toda la novela, de hecho, está llena
de comentarios del narrador sobre la obra y la conducta ética de autores colombianos
y europeos[9].
Sin pretender recordarlos a todos, se quieren mencionar los nombres que van principalmente:
entre los autores detestados figuran Rafael Núñez, escritor y político
colombiano, el poeta peruano José Santos Chocano, el vate y político colombiano
Guillermo Valencia y el pensador también colombiano Baldomero Sanín Cano. Entre
los escritores que admira incondicionalmente, además del poeta, ensayista y
político cubano José Martí y al ya citado Gabriele d’Annunzio, a quienes reserva
un puesto de honor en su biblioteca, a Vargas Vila le gusta recordar a los autores
que leyó cuando enseñaba en su tierra natal, es decir a “los Enciclopedistas, a
Voltaire, a Diderot, a Montesquieu y al gran Hugo; ellos fueron los maestros de
negación y atrevimiento, ante el fanatismo que dominaba y que aún domina la jungla
en donde las fieras agazapadas conspiran contra la democracia”[10].
Además, considera al nicaragüense Rubén Darío “el genio más grande de América
Latina”[11]
y al uruguayo José Enrique Rodó, muerto en Palermo en 1917, “el más grande de los ensayistas en lengua
castellana” [12].
Si se comparan las selecciones llevadas a cabo por
Vargas Vila para su canon literario personal y las reflexiones diseminadas a lo
largo de todo el texto acerca de la época en que vive, es perceptible su
vacilación entre una retórica marcadamente de finales del siglo XIX y la
dolorosa toma de conciencia, propia del siglo XX, de la crisis del papel del intelectual,
tanto en Europa como en su patria. Leída bajo esta óptica, aparece profundamente
nostálgica la imagen de los sublimes días pasados en Roma, en compañía de Gabriele
d’Annunzio, en contraste con los terribles momentos pasados en Barcelona en
1909, durante la
Semana Trágica. En este caso la inquietud sentida por
el autor hacia la genérica multitud de la ciudad se vuelve terror ante el poder
destructivo del pueblo catalán insurrecto.
Plenamente consciente de no poder agotar en pocas
páginas los temas que ofrecen a la crítica las dos novelas de Triviño Anzola, es
posible encontrar puntos en común con la obra sucesiva de la autora, la novela
citada con anterioridad Una Isla en la luna. Esta última ofrece al lector
un articulado recorrido por la narrativa moderna y contemporánea a través del
punto de vista de más voces, cuyos juicios estéticos y cuya conducta existencial
parecen ser guiados, una vez más, por modelos presentes en la literatura
universal.
En los laberintos urbanos de la capital
colombiana, el deambular insistente de Aura, joven estudiante de filosofía en
busca del
amour fou, y de León Gómez, artista atormentado a la espera de
una musa que le dicte la obra definitiva, recuerda la persecución mutua de María
Iribarne y Juan Pablo Castel, los dos protagonistas de la novela breve
El
túnel[13].
Más que una sugestión, la presencia de fondo del universo literario de Ernesto
Sábato, perceptible desde las primeras páginas, por la insistencia de la imagen
del banco en el que ambos se conocen, es una auténtica clave de lectura de la novela.
El texto ofrece indicaciones explícitas al lector que no se haya apercibido
inmediatamente de la elección, por parte de la autora, del parque como zona
franca donde poder narrar la esfera de lo privado y justamente por la elección
de este banco que parece encontrarse en los jardines bonaerenses de la Recoleta
o del Parque Lezama
[14].
El nombre de Juan Pablo Castel, protagonista masculino de la obra del autor
argentino, aparece de hecho más veces en el texto, evocado por la propia Aura
[15],
y sugiere importantes pistas acerca del trágico epílogo. De este modo, la citación
intertextual se vuelve anticipación.
Y es precisamente la figura de Juan Pablo Castel
la que parece desdoblarse en dos personajes masculinos, el ya mencionado León Gómez
y Enrique, joven arquitecto de éxito, centro de consciencia a quien se encarga la
regulación de la narración. De hecho, exactamente igual que Juan Pablo Castel,
Enrique narra hacia atrás la historia desde el interior de su prisión.
A diferencia del pintor argentino, internado en
un manicomio penal por homicidio, Enrique es prisionero de la parálisis emotiva
y existencial a la que le han relegado su conformismo y su obstinado pasotismo,
las causas principales de su autoexclusión tanto de la vivaz atmósfera cultural
de los años setenta, como, principalmente, de una posible historia amorosa con
Aura.
Desde la ventana de su oficina, desde donde sigue
los movimientos de la muchacha, y más tarde a partir de los numerosos
encuentros con ella, Enrique reconstruye los más significativos de una historia
amorosa de consecuencias dramáticas, dada la intermitencia desconcertante con que
León Gómez corresponde a los sentimientos de Aura. Precisamente León Gómez, a
su vez, aparece como doble del protagonista de El túnel: al igual que
Juan Pablo Castel, es un flâneur contemporáneo en busca de un puerto desde
donde poder zarpar hacia su Citera, tal como el mismo Vargas Vila define los
privados nichos urbanos desde donde poder dar significado a la propia existencia.
El deambular de León Gómez –por muchas razones
similar al delirante vagar de Juan Pablo Castel– es profundamente moderno. Invadiendo
ambos personajes está el mismo sentido de extrañamiento percibido por el artista
finisecular, personificado por un Vargas Vila trastornado y exiliado lo mismo en
Europa que en su patria, cuya inicial actividad de observador extrañado, vital
para obtener materia literaria, conduce más tarde al deseo manifiesto de poder desaparecer
entre la multitud[16],
víctima de aquella “patología voyerística”[17]
que parece haber heredado del celebérrimo El hombre de la multitud de Edgar Allan Poe.
De treinta y siete años, ególatra y noctámbulo,
León Gómez es el primer personaje en ser nombrado por la voz del narrador, que
no ahorra críticas hacia la personalidad ni hacia la obra del escritor, promesa
fallida de la literatura colombiana de los años setenta[18].
Siendo una novela de focalización interna múltiple,
sin embargo
Una isla en la luna confía la narración principalmente a
Enrique. Del mismo modo que en
La semilla de la ira, la explicitación de
la naturaleza ficticia de la operación literaria desempeña un papel decisivo en
el texto. Pero el acto narrativo de Enrique, en este caso, a diferencia de la
modalidad del apócrifo monólogo de carácter diarístico en el que se basaba
La
semilla de la ira, entra en escena por su narración explícita a un
destinatario externo a los hechos. La reticencia de este último es tal que se manifiesta
como interlocutor ausente, porque Enrique narra respondiendo a las preguntas que
no aparecen nunca en el texto.
El proceder discursivo de Enrique, sostenido más
por anticipaciones que por reticencias, parece tener relación con la simulación
de la situación arquetípica de la narración, reproducida por el texto escrito a
través de la presuposición de un interlocutor que está inevitablemente ausente,
subrayando una vez más, de este modo, el fuerte carácter metaliterario de la escritura
de la autora[19].
La organización textual se complica por la
presencia de ulteriores puntos de vista y de múltiples materiales textuales, que
dan origen a diferentes lenguajes y variedades lingüísticas cuya interacción
confirma la heterogeneidad de los códigos de los que se sirve la ficción.
Vale la pena reflexionar sobre uno de estos puntos
de vista, la voz de Karl Blume (curiosa la asonancia con el “papa” de la literatura
estadounidense Harold Bloom), que no añade detalles a las historias que nos
cuenta el narrador principal pero arroja luces sobre la obra literaria de León
Gómez y organiza un discurso crítico que, colocando los intentos del ya no tan joven
escritor en el más amplio panorama literario colombiano de la segunda mitad del
siglo XX, discurre paralelamente a su declive existencial, motivándolo también
en el plano artístico.
En este punto el procedimiento de la
mise en
abîme se repite y la narración no sólo acoge fragmentos de otra narración, sino
también su crítica: para formular un juicio sobre el universo literario del autor,
de quien en la novela se pueden leer algunos extractos, será un ensayo,
presente en el texto, de Karl Blume, verosímil literato alemán que desembarcó
en Barranquilla en el 1947, tras una oscura juventud entre las filas del nacionalsocialismo,
otro representante verosímil que añadir a la lista elaborada por el gran escritor
chileno
Roberto Bolaño en
La literatura nazi en América.
El rápido ascenso de Karl Blume en el mundo académico
de Bogotá tiene que ver directamente con la redefinición de los planes de estudio
por obra de la Fundación Rockefeller, cuya presencia en el sistema
universitario colombiano, a través del “Plan Atcon”, entra en el más amplio
diseño de injerencia política y económica por parte de los Estados Unidos.
Conservador y reaccionario, crítico consolidado,
docente universitario de filosofía entre los más temidos, Karl Blume, gran amigo
de León Gómez, traza el declive artístico de éste último que, creyendo enterrar
a la generación de los padres de la literatura hispanoamericana contemporánea, pronto
se da cuenta de que no tiene nada que decir.
Descendiente de una rica familia de terratenientes,
León Gómez vive en una antigua espera heredada, sumergido entre borradores abandonados,
entre los que se encuentran las páginas garabateadas de una novela, aquella que
está intentando escribir, y que nunca consagrará a la crítica. Con él vive una
misteriosa y reticente sirvienta, María del Rosario Ángulo, a quien está ligado
por una morbosa relación de mutua dependencia.
La caracterización del personaje se desarrolla a
lo largo de tres ejes fundamentales: su vida, la aparición en escena de su escritura
que coexiste, dentro de la novela, con la recepción crítica de sus obras, porque
la autora también introduce en escena el discurso crítico de Karl Blume (y es el
tercer eje de la caracterización) en defensa de la indefendible obra del amigo.
Precisamente es a través de las palabras del crítico alemán (así como a través de
aquello que se trasluce de la escritura de León Gómez) como Triviño Anzola introduce
algunos de los temas más tratados
por la crítica de la literatura colombiana moderna y contemporánea, entre los
cuales está la superación de un cierto nacionalismo literario miope, el manido
complejo de inferioridad respecto a la legitimidad de las influencias extranjeras,
el doble aislamiento del escritor colombiano, tanto en lo que respecta al gran
público como a la intelectualidad internacional, y la crisis del denominado
“macondismo” del que, sin embargo, ni siquiera la escritura de León Gómez consigue
liberarse, a pesar de sus aires de pluma original y provocadora.
Agotadas ya todas las palabras, al ex joven autor
colombiano, neodandi a pesar suyo –variante opuesta del leitmotiv del artista visionario– no le quedan más que aquellos
excesos de vacía rebeldía contra las buenas maneras burguesas que forman parte del
exasperante conformismo que invade la voz de Enrique.
Polos del triángulo que constituye la trama erótica
irresoluta de la novela, Enrique y León son ambos narradores de una obra donde
la puesta en escena y la metaforización del oficio de la escritura se obtienen de
la percepción punzante de una ausencia. Es el vacío dejado por quien ha
salido de escena el que induce al acto de la narración, justamente como afirma
Darío Ruiz Gómez acerca del sentido último de la escritura del diario apócrifo
de Vargas Vila[20].
La historia de Enrique parte de la consciencia
del deber de espiar una pena, la de ver por todas partes a quien ya no podrá
volver a ver jamás porque ya está embarcada hacia aquella
isla en
la luna:
“Su imagen surge así, de repente, en una calle, en
una esquina, en una cafetería donde queda algo suyo, un tono que percibo si
miro el espacio y la forma de las cosas desde su perspectiva, lo cual es
inevitable porque me siento atado a ella aunque no esté conmigo, aunque se me
haya escapado como el humo de su cigarrillo, pues lo que queda de ella es una
ausencia” [21].
Así pues, ¿qué es la página en blanco que tanto agobia
a León Gómez si no la imagen del aplazamiento continuo sobre el que se apoya
toda la novela? He aquí el sentido, en la economía de la narración, de la
inaccesibilidad de los espacios domésticos que constituyen el reino
impenetrable, tanto para Aura como para el lector, de María del Rosario Angulo,
alter ego femenino de León Gómez: la representación de aquello que, siendo
eternamente contiguo, por lo tanto inasible, mueve tanto la memoria como su
elaboración a través del acto del narrar. Ya se trate de una relación no
consumada, un sentimiento no correspondido, una obra eternamente inacabada o la
imagen de una patria que no ha sido posible reconocer nunca como tal, las
novelas analizadas parecen querer sugerir la fuerte relación de cada una de
estas ausencias con la “dimensión mágica de la espera[22]”,
aquel eterno presente que se vuelve a habitar cada vez que se renueve el acto
de la lectura, núcleo generador de la escritura de Consuelo Triviño Anzola.
[1]
Consuelo
Triviño Anzola, La semilla de la ira,
Bogotá, Seix Barral, 2008, 282 P.
[2] Así lo
define el escritor y crítico colombiano Darío Ruiz Gómez en el ensayo “La
narrativa de Consuelo
Triviño Anzola”, en Letras
Hispanas, n 7,
Issue 1, 2010, pp. 151-156.
[3] Expresión
usada por Romano Luperini en L’autocoscienza
del moderno, Nápoles, Liguori Editore, 2006, p. 8.
[4] Consuelo Triviño Anzola, Una isla en la luna, Cieza, Murcia, Alfaqueque Ediciones,
2009, 222 pp.
[5] Darío Ruiz Gómez,
“La narrativa de Consuelo Triviño Anzola”, cit., p. 151.
[6]
Por citar solamente algunos de los fragmentos más explícitos relacionados con
este tema: “El bullicio de los bulevares me resultaba intolerable, por lo que
evitaba los gritos de los vendedores de frutas y verduras, que todavía se
cruzan en mi camino, ofreciendo los más exóticos productos, sombreros, telas,
jaulas de pájaros; los voceadores de la prensa que dan cuenta de los sucesos más
sensacionalistas; los timadores, siempre a la caza de extranjeros incautos.”
(p. 10)
“Muchos
querrán verme en los cafés de esta ciudad, pero yo rehúyo esos ambientes donde
se dan cita, por lo general, charlatanes y buscones indignos. Prefiero la
soledad de los jardines donde mi mirada se pierde en los detalles.” (p 22)
“El
bullicio citadino me es adverso hasta el punto de que temo morir arrollado por
la turba inconsciente.” (p. 45)
“Pese a la aureola de triunfo que me
circundaba, el encuentro con las masas despertó en mí antiguos temores: terror
a la multitud.” (p.190)
[7] Se han tomado prestadas las palabras
de Giovanni Bottiroli quien, refiriéndose al análisis de Bajtín del
1963 de la obra de Dostoievski, afirma: “Gracias a Dostoievski, asimilamos un
punto de vista que nos permite leer de un modo nuevo también a los autores que
lo preceden además de aquellos que lo siguen y que, obviamente, pueden haber
recibido por vía directa su influencia”. Giovanni Bottiroli, Che cos’è la teoria della
letteratura, Torino, Einaudi, 2006, p. 299.
[8] Este fragmento se encuentra en Jorge
Luis Borges, “Kafka y sus precursores”, en Altre Inquisizioni, Milano, Adelphi, 2000, p. 117. Giovanni Bottiroli menciona
en su ensayo el texto de Borges sobre Kafka.
[9] Comentarios
que, analizados junto a las citas a modo de encabezamiento, mecerían un estudio
en profundidad acerca de su recíproca incidencia en el proceso de simulación de
la escritura autobiográfica por parte de la autora.
[13]
Ernesto
Sábato, El Túnel (1948); Madrid,
Cátedra, 1991.
[14] Lugares
queridos para Ernesto Sábato, la Recoleta aparece en El túnel y el Parque Lezama en la novela Sobre héroes y tumbas [1961]; Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2004.
[15] Aura sueña con conocer a un hombre que
se parezca a Juan Pablo Castel (p. 29), además afirma que, gracias a este
personaje literario, ha dejado de esperar al príncipe azul y ha empezado a
desear a hombres maduros. (p. 41)
[16] A este propósito son emblemáticas
tanto las palabras de León Gómez cuando le dice a Aura que es un etólogo, es
decir “Una mezcla de psicólogo y antropólogo”, como las pronunciadas por el
Vargas Vila personaje literario: “Hay momentos en los que desearía dejar de ser
Vargas Vila, pasar como un ciudadano anónimo entre las multitudes, regresar a
este refugio y hundirme en mis pensamientos […]”. Una isla en la luna, p.
15 e La semilla de la ira, p. 168.
[17] La
expresión es de Gianni Celati y se encuentra en el ensayo que hace de
introducción al volumen Storie de solitari
americani, a cargo de Gianni Celati y Daniele
Benati, Milano, Feltrinelli, 2006, p. 13.
[18] “Con él
viven un gato negro y una empleada doméstica que, según dicen, lo tiene
hechizado. Corren rumores de que es alcohólico y está enfermo de misantropía[…]. A esa obra fallida [su novela La muerte del día] se suman un par de
libros de cuentos editados, gracias a una fundación alemana. Se le conocen
algunas críticas en las más importantes revistas del país y un par de artículos
en los periódicos. Lleva años sin publicar una línea, pese a que, según declara
en una entrevista, está dedicado por entero a la escritura.“ Una isla en la luna,
op. cit., p. 13.
[19] Un ejemplo:
“Sí,
tiene razón, yo venía a menudo por aquí. ¿Cómo no iba a venir? […] Como le digo, yo seguía una existencia puntual,
monótona […]”. (p. 20,
op. cit.). En este caso, Enrique podría estar confesando delante de un policía,
pero la hipótesis no funciona en el pasaje sucesivo: “En resumen, no
estaba satisfecho con mi vida. La línea de mi destino hoy se ve inalterable […]
pero en el fondo de mí late una verdad dolorosa y no vale la pena intentar
tranquilizar mi conciencia.” (ibidem)
[20]
“Vargas Vila es la novela de alguien que no existe, de alguien que es un vacío
[…] esta ausencia es la que plantea Consuelo Triviño Anzola como concepto
formal de su novela”…Darío Ruiz Gómez, “La narrativa de Consuelo Triviño
Anzola”, cit., p. 152.
[21]
Consuelo Triviño Anzola, Una isla en la luna, cit., p. 9.