Luis
Fayad y la escritura melancólica de los desposeídos ·
En un breve más denso ensayo sobre la melancolía, Jan
Starobinski afirma: “La historia de los sentimientos y de las mentalidades
plantea un problema de método, vinculando la relación de los sentimientos con
el lenguaje […] Para el crítico, para el historiador, un sentimiento existe
solo a partir del momento en que supera el umbral que le permite el acceso a su
estatuto lingüístico […] el paso a la verbalización (a la conciencia
lingüística de sí) implica ya un acto de reflexión y, a veces, de crítica”.
Dicho
en otras palabras: el sentimiento no es la palabra, pero solo se puede difundir
a través de la palabra que, a su vez, define un acto crítico. Y este me parece
un buen observatorio para acercarse a una prosa narrativa tan exquisita y densa
cuanto sugestiva y ligera, como es la de
Luis Fayad que responde al llamado de
sus ancestros colombianos y libaneses, americanos y medio orientales.
Ante
todo considero un deber constatar que Fayad nace como cuentista. Pero no como
un cuentista más, sino como un maestro del género de lo que da muestra
incontrovertible con su libro de exordio Los
sonidos del fuego (1968) que tanto nos animó e interrogó en su momento. Y
no está de más poner de relieve que cuando Fayad recibe su bautizo de sangre,
en Colombia y más en general en América latina, con palabras de Octavio Paz, ya
“somos contemporáneos de todos los hombres del mundo”. Luego vendrá su exordio
en la novela género en que desde Los
parientes de Ester (1978) hasta Testamento
de un hombre de negocios (2004) es reconocido unánimemente y en que también
demuestra ser maestro y no un novelista más.
Convertidos
en ciudadanos del mundo ¿qué incide sobre la juventud a que pertenece Fayad
quien con apenas veinte años publica su primer libro y que pueda orientarnos
sobre lo que afecta la sensibilidad?
Creo,
entre muchos otros, los fenómenos post-revolucionarios de Cuba; el acentuarse
de la guerra fría; el fracaso del Frente Nacional; la entrada de Camilo Torres
Restrepo en la vida política colombiana; la presencia activa en el ámbito
universitario en la Nacional de Bogotá – que por demás ve a Fayad estudiante de
la carrera de sociología fundada por esos años por Orlando Fals Borda y el mismo
padre Camilo Torres; el activismo en el movimiento estudiantil; el hippismo y
el rock, la nueva canción chilena y el jazz, la crisis de los cohetes de Bahía
Cochinos y la matanza de estudiantes de Tlatelolco; la renovación del teatro
colombiano, la revolucionaria nueva narrativa latinoamericana y la teología de
la liberación; la rebelión juvenil, el marxismo, el estructuralismo y el
movimiento mundial del Sesentayocho; la difusión de una nueva violencia en
Colombia y la proliferación del militarismo dictatorial en América latina; las
condiciones al contorno de los barrios capitalinos en que se transita por
entonces y en que suceden las cosas; los lugares de veraneo en el interior, en
las tierras templadas y calientes de los Andes y el Caribe; el retraso colombiano
que logra cimbronear a los pocos lúcidos protagonistas del mundo cultural hacia
algunas realidades nuevas; el incremento de la intercomunicación continental de
que hablaba Angel Rama por esos años; la certidumbre de que la transculturación
no es una palabra más y carente de sentido… son algunos entre los eventos o
circunstancias que influencian a la juventud del momento a la que se adscribe
Fayad.
Otros
están empeñados desde años atrás en trazar las autopistas seguras de las artes
y las letras siguiendo el modelo de las que diseñara Leonardo da Vinci en las
geografías del alma. A las espaldas quedaban las balbuceos inevitables de artistas
y escritores que habían salido del analfabetismo regionalista. La juventud de
esos años había recibido la herencia que significó, aunque muy en retardo en el
inmediato posguerra, la entrada a pleno título en la modernidad. Ese cambio
radical en la otra América donde estamos
afincados, donde somos aun a pesar de
que muchos, desde los años Cincuenta, son
o somos y están o estamos en
las lejanas lejuras del exilio.
Y
digo esto pues una cierta historiografía posmoderna que se afana en levantar
monumentos a hagiografías hueras y provisionales, reivindica un periodo de
vacío inevitable debido, según ellos, a la fragilidad de aquellos que veníamos
detrás de los mayores y que, siempre según ellos, con su presencia acallaban
los espíritus de quienes protagonizábamos la juventud en su momento.
Esa
crítica débil tergiversa la historia y afirma que voces potentes como las de
Borges, Rulfo, Onetti, Lezama o Vargas Llosa apabullaron y enmudecieron a los
que emprendía el camino de las artes y las letras a la sombra de su éxito. Y en
lo específico en Colombia, son muchos los que afirman que con García Márquez
los escritores se estancaron y sufrieron de “macondismo” opresivo. Nada más falso
pues el país cuenta entonces con escritores de primer orden, con escritores
dotados de una personalidad autónoma y de una obra sólida. Otra cuestión es que
terminen relegados en un rincón debido al provincianismo ciego, a la ignorancia
oficialista y, sobre todo, por falta de una escuela crítica sólida, laica e
independiente en grado de valorarlos, como sigue sucediendo hoy día. Y Fayad es
un paradigma y a su lado se pueden colocar nombres de escritores y artistas de
primer nivel y que nada han de envidiarle a nadie.
Lo
que no recuerdan esos turiferarios del régimen desprovistos de médula y de
visión es que los jóvenes de los Sesenta enfrentaban otras posibilidades y
tenían el valor de quitarse tapaojos y taparrabos al fin de mirar desde adentro
y desde nuevas sensibilidades la realidad de nuestras sociedades. Olvidan que
esos jóvenes eran depositarios de un saber memorioso y de un saber histórico en
el que había espacio para todo, menos para el olvido y era una juventud en
grado de realizar vuelos imaginativos inéditos y novedosos. No estábamos en
París o Nueva York pero tampoco le cerramos la mirada a nuestro entorno. Por el
contrario: éste se agigantó y sin negar lo extranjero, los intereses se volcaron
en pensar la historia, en pensar la literatura, en pensar el país, el mundo, su
historia y sus gentes.
Nuestra
era la memoria fresca de las vanguardias. Pertenecientes a la colectividad eran
ya los varios Vallejos, Nerudas y de Greiffs. Para coetáneos de Fayad eran propios
los Felisbertos, Quirogas, Onettis, Monterrosos y Bosch como por derecho y
mayoría de edad intelectual lo eran los Joyce, Faulkners, Sartres, Moravias,
Grombowics y Kawabatas. Mas sin embargo nuestra urgencia era fundamentalmente
aprender a escribir y a pintar bien (y, mejor, si era posible) y permitir que
nuestra mirada planease como una filmadora por los meandros que nos desvelaban los
legados de Che y de Camilo, de las panteras negras y los Beatles. Éramos ya
parte de una sociedad cosmopolita y no podíamos contentarnos con seguir soñando
y novelando a nuestros abuelos coroneles de las guerras civiles, sino que
éramos testigos de nuevas y aberrantes formas de violencia generadas por los
nietos de esos mismos coroneles. Y allí había que dirigir nuestra mirada. Pero también
ya éramos cumbia y porro, bolero y tango, ranchera y reggae, vallenato y rock and roll. Y ya eran también nuestros
los varios Obregones y Bacons, Rotkhos y Rochas, Tamayos y Sysloz.
Problema
nuestro no fueron los barbudos de la Sierra maestra sino las tentativas de
mantener, solidarizar o cuestionar lo que éstos habían coronado. Urgencia
nuestra era contrarrestar la proliferación de los Barrios Kennedy, las
barbaries cometidas por las Institutos lingüísticos de verano y las atrocidades
perpetradas por los Cuerpos de paz. Para no hablar de la necesidad de
contrarrestar los rezos diarios del rosario publicitados por un papa que no
llegó por primera vez en quinientos años de historia al nuevo mundo en góndola
ni a lomo de burro, pero insistía desde sus homilías bogotanas con sus
misereres de que “la familia que reza unida permanece unida” y de este modo
mantener narcotizada a las grandes masas de los desposeídos y los analfabetas.
No.
Otros eran los horizontes para los que en un país aún amodorrado intentábamos
abrirnos a pulso y sin becas Gughenheim o Fullbright, pues eran y siguen siendo
prerrogativa exclusiva de los hijos de papá. En ausencia de editoras no había
otra perspectiva que publicar en el extranjero.
Crítica y
Mito ya no
existían y en el horizonte eran pocas las revistas donde podían publicar los
jóvenes (
Eco,
Espiral,
Letras nacionales,
uno que otro Suplemento literario). No teníamos abiertas, aunque fuesen
nuestras por derecho, las salas de la Unión Panamericana en Washington. Tampoco
las del Museo de Arte Moderno de Bogotá fundado por racistas y arrogantes hijas
de ministros y críticas de grito casadas con potentes asentados en curules mal
habidas.
No.
Nuestro cuento – y de eso Fayad es intérprete – iba por salir a los campos o
desplazarnos en esas ciudades informes como comenzaban a ser Bogotá, Medellín o
Barranquilla, al fin de lidiar con el analfabetismo y la laceración de nuestros
ojos que veían crecer desmedidamente los barrios de invasión, el deterioro
urbano, las contradicciones sociales, la prostitución infantil controlada, la
delincuencia juvenil monitorada, los miles y miles de niños abandonados por las
calles. Nuestro problema eran el retraso económico, la carencia de medios, la
estrechez de las escuelas y de los métodos de enseñanza, la ausencia de
institutos de salud, la desmesura del patriarca y las deformaciones de los
primeros marimberos y narcotraficantes. Nuestro cuento era estar obligados a escuchar
las barbaridades de los Rockefeller y los Nixon de turno y resistir con palos y
piedras los embates de la caballería o el rechinar de los tanques en el campus
de nuestra universidad. Todo en medio de gritos y desafíos, de desenfados y
atropellos a la búsqueda de un propio querer ser en el arte, en las letras, en
esos textos danzados o cantados, filmados o trazados, pergeñados o grabados que
requerían con urgencia lo mejor de cada uno pues estaban radicados en la
realidad de ese país de sueños y quimeras. Esa Colombia que sus sesenta
familias de propietarios proclamaban república democrática, callando que era
una república criolla para criollos, sin estado, sin nación, ni auténticas
libertades.
***
Y
se preguntarán ¿qué tiene que ver todo esto con los cuentos de
Olor de lluvia de 1974 o de
Una lección de la vida de 1984 o los
tres libros de relatos publicados por Fayad entre 1993 y 1995 y sus novelas y
con Fayad mismo?
Sucede
que la lectura periódica de su obra por una treintena de años siempre me ha
plantado en la cara una enorme valla publicitaria en que no se ven botellas de
Coca-Cola helada o de “Aguila, sin igual y siempre igual”, sino los delicados
garabatos de Fayad. En ellos no se cuentan historias de princesas durmiendo
ante la rueca, o niños del Gimnasio moderno jugando al juego del buen salvaje o
la bobería de quien vive infinitos años de fuga en la París hostil y sin
bohemia.
Por
el contrario, esa valla cuenta historias de proletarias desclasadas que
transitan desesperadas por los barrios de luces rojas; o historias de niños que
por su condición paupérrima se ven obligados a abandonar los estudios en la
escuela. En esas vallas no se ve al barbilindo de Wall street, al cuello blanco
del Banco de Colombia ni al Académico de la lengua, sino una procesión de
gamines que atraviesan la gloriosa Atenas sudamericana con la adusta dignidad
de los parias y la picardía solemne de los niños llevan a su demora definitiva
a uno de su grupo en un ambiente urbano, restituido en plenitud con una prosa
inequívoca y conmovedora. No aparece la Audrey Hepburn de turno al lado de la
lavadora Hoover, sino más bien la chiquilla amedrentada y víctima de violencias
sexuales que sirve comidas en una cuchitril de fortuna, o la mujer cualquiera
de un pueblo de nadie y sin nombre que se prostituye gratis con un sargento
porque es un sargento que encarna el poder y ni siquiera por dinero.
Sucede
que Fayad ha asumido con entereza y rigor sus vínculos con la sociedad civil de
la que es cantor y, dentro de ella, con los sectores más marginales de Colombia
y ha asumido un sólido compromiso con su entorno nacional y con la visión
personal que ha construido de la realidad mundial. Su compromiso es el del
escritor lúcidamente seguro de su oficio con una presencia dinámica en la vida
de la colectividad que siente la necesidad y asume la tarea de escribir, y de
escribir cada día mejor (como sucede con Gardel). En su obra se funden
indisolublemente la conciencia de su libre compromiso individual, con esa otra
soberana libertad cultural que es la de pensar y escribir que le concede su
oficio. Y lo digo para rebatir el estrecho criterio de muchos que han
confundido y siguen confundiendo aún literatura con pedagogía, literatura con
enseñanza, literatura con adoctrinamiento ideológico, literatura con producto
de marketing, literatura con testimonio ramplón. Por esto mismo Fayad no
pertenece a ninguna corte, ni se le puede identificar con los escritores de régimen
en Colombia ni en ninguna parte.
Y
en sus ficciones Fayad no se limita al localismo fácil del que abundan y sobran
exponentes, sino que le asigna una valencia universal a cada una de las
problemáticas tratadas en sus narraciones. Y obliga al lector a convertirse en
su cómplice. Y no se queda tampoco en el lamento fácil, en la denuncia
oportunista, en el juego de las ideologías de fortuna ni en el localismo ramplón
de esa tristemente llamada “literatura de la violencia”. Y sobre todo, Fayad
construye su obra, por fuera de ese
falso o ingenuo realismo – y cito a Cortázar
– “que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse
como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII,
es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema
de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas,
de geografía bien cartografiadas”.
Todo
esto, desde comienzos de 1968 hasta hoy que celebramos su talento y su
generosidad, va dando el pulso de la situación y va marcando el tenor
imaginativo y la vibración de la escritura, como también la temperatura de
estas prosas narrativas breves, por cuentos, largas por relatos, extensas por
novelas que es lo que escribe Luis Fayad. Pero en el pleno dominio de la
técnica y con el pálpito del verdadero artista. Porque como escritor concentra
en sí, desde sus primeros cuentos perfectamente redondeados, los elementos que
permiten identificar al escritor-escritor y diferenciarlo del “postillón de la
pluma” como amaba definirlos el maestro Jorge Zalamea y que son el oficio de
vivir que es determinante y eso que en jerga llamamos la “cocina”,
indispensable para la escritura.
Porque
talento sin saber y disciplina sin oficio, de manera equilibrada y armónica,
son elementos que quedan aislados cuando han de converger los cuatro
integralmente con un fin único: la producción de arte de calidad.
Y
esta convergencia feliz se produce en Fayad. No hay una imagen, una frase, un
trazo en su obra que se repita; cada fatiga, cada cuento, cada novela es el
resultado de un reto que como escritor soluciona integralmente en la tentativa
de crear hechos estéticos perdurables en el tiempo y el espacio como se
plantearan en su momento los pioneros de la renovación que lo precedieron.
Y
esto con respecto del artista en general. Pues, referido, en lo específico al
cuentista – por eso mismo definía cómo desde su exordio es un maestro del
género – Fayad concentra en sí, las características indispensable para poder
considerarlo tal. Pues desde un comienzo se mueve en ese plano en que la
experiencia vital y la experiencia escritural libran una batalla
cabal cuyo resultado es una síntesis en apariencia efímera y ligera como una
nube pero densa e indestructible como el acero que no es otra cosa que el
cuento, del que Cortázar dice ser: “una síntesis viviente a la vez que una vida
sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una
fugacidad en una permanencia”.
Fayad descubre pronto la potencia comunicativa de la
imagen y sobre ella, no sobre la anécdota, funda sus narraciones. ¿Qué sino
esto es, desde el título, por ejemplo Los sonidos del fuego? Una construcción sintagmática sustantiva en que le
asigna cualidades no intrínsecas a un elemento generando una sinestesia en que
confluyen lo visual, lo auditivo y, por alusión, lo táctil. Y en todo el libro
se siente el murmullo de las canículas, el ronroneo de la modorra producida por
el calor, el bisbiseo de las atmósferas que fluctúan en los mediodías
tropicales. No hay cuento que no esté asociado a estas imágenes. La canícula se
vincula al viaje, las brasas evocan el sexo y la violencia, la quemazón
metaforiza el infierno, el calor persistente deviene un flagelo a demostración
de que hay un profundo saber epistemológico y fenoménico que es resultado del
temprano encuentro entre Fayad y la cultura universal.
Y con imágenes eficaces trasmite esa alquimia secreta
e incisiva del cuento perfecto, desde el primer fraseo, sin nunca proceder por
acumulación sino, por el contrario, apelando al recurso del sintagma icástico e
intenso que mantiene despierta y viva la atención y la tensión del lector. Y
con estos recursos va más allá de la anécdota, pues la dota de una energía
capaz de trascender aquello que por momentos aparece como miserable, triste o
cruel pues de los desheredados y los marginales, de los seres anónimos y sin
rostro trata en sus ficciones.
Si se leen con atención extrema los textos que
componen el volumen
Cuentos reunidos (2008)
y que recoge
Los sonidos del fuego,
Olor de lluvia y
Una lección de vida es posible comprobar que siempre el punto de partida
es una imagen totalizante, que introduce la anécdota trivial para, a partir de
ahí, sugerir, insinuar, trazar con mano segura. Por momentos Fayad manifiesta
una ingente cantidad de informaciones y, sobre todo, de sentimientos que nos
involucran en atmósferas y realidades ora trágicas, ora cansadas y las más de
las veces desesperanzadas y violentas. En sus cuentos no hay posibilidad de
redención. Al final es la nada, el vacío, la resignación. Por eso mismo nos
conmina a salir de nosotros mismos y a convertirnos en cómplices de quien
ejerce la escritura como ejercicio de la crítica.
Escritura la de Fayad a través de la cual traza el
camino que de lo particular e individual conduce a lo general y colectivo e
inherente al universo ilimitado de la condición humana. Y lo cincela en nuestra
mente como lo ha cincelado en el papel: palabra por palabra, detalle por
detalle hasta poner en movimiento una magnífica máquina narrativa de la que en
un principio no percibimos su complejidad.
Porque el secreto de Fayad, maestro del cuento y la
novela insisto, consiste en enfrentar las tres experiencias literarias posibles
(la biográfica, la histórica y la social) y esculpir con las palabras (el
verbo, el estilo, la técnica) una materia que arquitectura como narración hasta
que al excederla la transforma en cuento.
Y obsérvese que sin recarga de ningún tipo los
narradores de Fayad siguen las directivas del autor en una secuencia
significativa que se desarrolla en tres pasos muy bien definidos:
- el autor ubica con precisión en el incipit la atmósfera, las condiciones climáticas y crea una
composición de lugar. Lo logra usando variados recursos: una imagen, un
diálogo, un recuerdo, un pensamiento.
- El autor determina de inmediato el ámbito de la narración.
- Acto seguido define quién habla (el protagonista o, mejor, el
personaje) y de inmediato fija las distancias entre los personajes para
definir extracción, condición y rol. Hecho esto, da rienda suelta a la
narración.
Así, todo empieza en un pueblo cualquiera, lento pero
seguro se desplaza del campo a la ciudad y, en uno y otro, emergen la pobreza,
el desencanto, la desesperanza, la lucha, la socarronería, la envidia, los
celos, el trabajo, los más variados tipos psicológicos, la perfidia, la
indolencia, la resignación, la noria, la cotidianeidad, la estulticia, los
conflictos ideológicos y la multiplicidad de caracteres que adquieren vida y
devienen protagonistas de su obra.
***
Y regreso a algunos de los planteamientos de Starobinski
que en tiempos recientes ha elaborado un breve y agudo tratado sobre la
Nostalgia, antologado junto con textos de Johannes Hofer, Albrecht von Haller,
Inmanuel Kant, Philippe Pinel, Françosie Boisseau y Vladimir Jankélévitch por
el noto poeta e intelectual italiano Antonio Prete en un librito del título: Nostalgia. Historia de un sentimiento.
Nostalgia: malady
du pays, morrriña, saudade, heimweh, rimpianto, regret, homesickness, añoranza…
asociada a la más antigua noción de melancolía. Dolor de algo, mal por
ausencia, suplicio del exilio, pena del expatrio, tormento del destierro.
Sufrimiento por falta de perfumes, ámbitos, atmósferas, sonidos y colores. Mal
moral que se somatiza en decenas de patologías y centenas de sintomatologías.
Temas que constituyen la materia que Fayad elige para su obra. Situación o estado
del alma capaz de generar tratados, debates, libros y de involucrar
directamente a Homero y Ovidio, Platón y Virgilio, Dante y Petrarca, Miguel
Angel y Hoffer, Leopardi y Puccini, Baudelaire y Rimbaud, Victor Hugo y Kant,
Proust y Rimbaud, Joyce y Goethe, Melville y Conrad, Freud y Picasso, Benjamin
y Jasper, Maqroll y Corto Maltese.
¿Acaso Fayad no es descendiente de migrantes y él a
su vez no es un migrante? Y qué genera la migración física, la trasmigración
del alma, el exilio real, el destierro espiritual, la ausencia material, la
transhumancia espiritual sino dolor, (el
algos
griego) la impelente necesidad de recuperar, no tanto el espectáculo del lugar
nativo, cuanto las sensaciones y percepciones de la infancia, de la edad de
oro, del paraíso perdido, de Itaca… de resolver para siempre el
desiderium patriae y el
desiderium amoroso (el
nostos griego). ¿Qué si no ésto es
precisamente ese tratado poético de la melancolía y la nostalgia que
constituyen las novelas de Fayad y, para el caso,
La caída de los puntos cardinales (2000)?
Por eso Starobinski asevera que: “La historia de los
sentimientos no puede ser otra que la de los términos en que se enuncia la
emoción”. Mas lo importante es que a La
caída… escrita con el registro semántico y léxico de nuestros días, el
autor no le asigna la tonalidad afectiva de hoy sino la del momento en que se
cumple la acción: lenguaje de extranjeros, de finales del XIX y comienzos del
XX, desde los orígenes libaneses hasta los destinos colombianos que atraviesa
décadas y generaciones, en grado de contaminarse sin que se confundan las voces
que le hablan al lector desde fuera de la novela y el tono interpretativo de la
voz narradora. En esto Fayad es superlativo: en la composición polifónica de
las voces, en el manejo de los diálogos que definen, como querían Hemingway y
Onetti, la tensión y la atención del discurso, conocimiento de las tradiciones
familiares y populares para expresar estados nerviosos, síquicos, morales,
espirituales y anímicos similares a los de maestros de la antigüedad como
Areteo di Cappadoccia, el mismo Galeno o más cercano a nosotros el de
Baudelaire en sus carnets y epistolarios del viaje a los mares del sur de 1841.
Por esta misma razón a la melancolía se asocia el
arte de la memoria y no al arte del olvido y por esto mismo Fayad, quizá, usa
como recurso técnico lo que para un pintor es un sketch o para un fotógrafo la instantánea: apuntes o imágenes de
vidas anónimas, anodinas y sin alternativas a la vista; lenguaje directo en que
algunas imágenes brillan y se destacan por su belleza creando un contraste neto
con el lenguaje de base de la narración; restitución de atmósferas pesadas,
opresoras, anodinas o miserables que se ambientan en atmósferas clausuradas y
que se amplifican al contrastar con aquellas ambientadas en los espacios
exteriores.
***
Pero, para cerrar por hoy, una reflexión a vuelo de
pájaro merece la pena no obstante la extrema síntesis. Cuando me propongo leer
los textos de Fayad como escritura melancólica de los desposeídos es porque en
ellos no hay épica tradicional, no existe la figura del héroe clásico sino una
secuencia que muestra las figuras y los fantasmas que pueblan una casa, un
villorrio, un pueblo, una comarca, el campo y la ciudad, en suma, un país. Y la
melancolía-nostalgia se convierte en raíz de la desesperanza y del olvido y, a
la vez, en horizonte de esperanza, elementos sobre los que Fayad funda toda su
literatura.
Lo que en la antigüedad griega representa Orfeo – el
viaje que se transforma en paradigma de descenso al Hades –, en Homero se transforma en el héroe del nostos: Ulises, para Platón es la patria
celeste y para Cervantes Don Quijote. Lo que Goethe expresa con Mignon en el Wilhelm Meister; aquello que para Kant y
Proust significa la irrecuperabilidad del tiempo; para Freud luto y melancolía.
La misma experiencia, la de la melancolía, que impulsa a Rimbaud a gritar: “¡No
se parte!” pues Kant lo había vaticinado al exclamar: “¡No hay retorno!”.
Me refiero a la experiencia dolorosa de las
conciencias que han sido arrancadas de su entorno familiar y social y que se
transforman en la expresión metafórica de una herida más honda en que el hombre
ve que sus ideales se esfuman en el magma de un mundo despiadado. La peregrinatio de Dante en que el viento
de la nostalgia detiene las almas alrededor del terrestre y dulce Amore:
Amor che ne la mente mi ragiona
cominciò elli allor sì dulcemente,
che la dolcezza ancor dentro mi suona.
Purgatorio
II – 112,114.
P.S. Y dejo constancia
que los cuentos protagonizados por Leoncio, en esas deliciosas micro ficciones
de Luis, las de Un espejo después
(1995), son cuento aparte…
· Texto integral leído en el Homenaje a Luis Fayad
(Universidad de Sevilla, 29 de octubre 2010)