Clasificación temática de los nombres propios de
la narrativa colombiana de las últimas décadas(*)
El
crítico
Ángel Rama vaticinó, muy a comienzos de la década de los ochenta, que
la narrativa latinoamericana estaría determinada por el rechazo de la retórica,
por la transculturación popular urbana,
por la masiva irrupción de escritoras y,
desde un punto de vista temático, por el “retorno de la historia” y la novela
testimonial
[1].
Recién comenzados los noventa otro crítico, Jorge Ruffinelli, señaló que las
“nuevas avenidas” por las que discurrió la novela de la década anterior fueron
la cultura popular, el feminismo y el testimonio
[2].
En esta misma década, Teodosio Fernández aglutinaba lo propuesto por los
mencionados críticos y añadía otros temas: la importancia de lo biográfico, del
ecologismo y la reivindicación de lo marginado
[3].
Se vislumbraba asimismo en sus apuestas el renacimiento de propuestas
narrativas consideradas marginales durante décadas como la narrativa policial o
la novela romántica. Estas mismas líneas, con sutiles variaciones, seguirán
vigentes a partir de los noventa y en los primeros años del milenio, asimismo cabría
destacar en este punto la impronta de la narrativa de ciencia ficción y de la
autobiografía.
Los
narradores latinoamericanos de los años ochenta, y quizá con más intensidad los
de los noventa, se acercan a la realidad cotidiana y, fruto de su imaginación y
de su contacto y conocimiento de la vida cotidiana, escribieron y escriben
novelas divertidas, ingeniosas, en ocasiones desvergonzadas y ávidas de parodia
que terminan convirtiéndose en una caricatura social. Paralelamente surgirán
otras propuestas, no exentas de narcisismo, que intentan eludir la conciencia
trágica en la que han vivido los países latinoamericanos. La novela de hoy, podríamos
decir, refleja el caos a través de la anomalía en que se mueven todos los
personajes: nadie está en sus cabales y la razón ha sido desterrada de una
realidad que se rodea de cierto aire apocalíptico.
Lejos
de la presencia del mito y de la voluntad redentora de América Latina que
buscaron muchos de los escritores de los años sesenta, estos narradores,
marcados por la desconfianza y la frustración respecto al fracaso de las
ideologías, apuestan por novelas que fundamentalmente pretenden contar
historias, experiencias y sensaciones vividas que en ningún caso aspiran a la
representatividad absoluta sino a la fragmentación, admitiendo y subrayando la
idea de lo incompleto. De este modo la narrativa actual ha logrado meterse en
el individuo, en el ser común capturado por sus hábitos y sus relaciones. Más
que nunca el escritor acudirá al versatilismo de lo real con el menoscabo de la
narrativa que se inmiscuye en lo sobrenatural y que tanta importancia tuvo
hasta finales de los años sesenta.
¿De
qué manera la narrativa colombiana de las últimas décadas responde a estas
directrices? Como era de esperar, y debido a la difícil y problemática
situación política y social del país, las novelas y relatos realizarán, a
diferentes niveles, una radiografía de lo que sucede en los principales centros
urbanos de Colombia. La realidad provocará que no pocos narradores acudan a la
novela policial, de escasa tradición en el país, para plasmar las incongruencias
y los males que devienen de una sociedad lacrada por el narcotráfico y las
acciones de la guerrilla; no olvidemos que la narrativa policial en América
Latina ha servido en las últimas décadas para escarbar en los fallidos
cimientos sociales, económicos y políticos.
Esta
realidad acuciante es tan palpable y determinante que la literatura derivará a
su nivel más representativo que es el testimonio; nunca antes los escritores
colombianos habían abordado a este género con tanta intensidad. Otra forma de
analizar el presente es acceder a la revisión del pasado con el fin de
reinventarlo y en ocasiones de parodiarlo, y será la temática histórica –la
nueva novela histórica- una de las vías por las cuales la narrativa colombiana
discurrirá con notable éxito y sobresalientes aportaciones.
El
ámbito de la realidad, por tanto, será el principal resorte al que se acogerán
los narradores colombianos y ello irá en detrimento del tratamiento literario
de lo sobrenatural. El realismo mágico, que tanta presencia tuvo en los años
sesenta a través de la obra de Gabriel García Márquez, se verá prácticamente
extinguido al igual que, salvo algunas excepciones, en el resto de América
Latina. No olvidemos que la omnipresente presencia de este realismo mágico dejó
en segundo plano el cultivo de la narrativa fantástica en el país y en estas
últimas décadas se seguirá por esta misma senda.
La
narrativa no sólo abarca el espacio de lo real y de lo sobrenatural sino que, y
aunque sea de forma más restrictiva, aborda lo que podríamos denominar la
ficción del verbo; novelas y relatos que reflexionan sobre el propio texto y
sus posibilidades y que ha tenido larga tradición en países como Argentina y
México. Si en los años sesenta, momento de máximo esplendor de este tipo de
narrativa, la literatura colombiana no se hizo eco de estas probaturas
textuales, a partir de los años ochenta podemos encontrar ejemplos de no poca
originalidad.
Por
todo lo apuntado, la narrativa colombiana sigue directrices similares a las de
otros países de su entorno, pero quizá lo más decisivo haya sido que de forma
natural se haya inmiscuido en otros géneros narrativos a los que no nos tenía
acostumbrados, y por esa descontextualización, que surge de la no tradición, el
resultado sean productos –novelas y relatos- de notable originalidad.
Entre
los narradores colombianos más destacados en la vía de un realismo radical está
Fernando Vallejo (1942), quien con escritura desgarrada habla de la violencia
en su país natal entre sentimientos de dolor y de rabia. La Colombia de
Fernando Vallejo aparecerá retratada en las páginas de su saga autobiográfica que
comenzó en 1985 con Los días azules y en la que se
hace un recuento de los principales episodios de la infancia del autor. En El
fuego secreto (1987), el ahora adolescente irreverente se interna en
los caminos de la droga y la homosexualidad, en calles y cantinas de Medellín y
Bogotá. Tras la elaboración de estas
experiencias autobiográficas que continúan en otras novelas, pero cuya trama se
desarrolla fuera de Colombia, irrumpirá
con una de las obras más conocidas del autor, La virgen de los sicarios (1994), en la que elaborará una
penetrante ficción sobre la violencia y el drama del narcotráfico en Medellín para
crear un universo cerrado de desesperación y muerte. También Laura Restrepo, en
Delirio (2004), explorará el mundo del narcotráfico colombiano tal como lo hará ese
mismo año Luis Fayad (1945) en Testamento de un hombre de negocios.
No sólo la violencia, el mundo de la homosexualidad, como
ya hemos señalado, transpirará en muchas de las páginas escritas por Fernando
Vallejo, y es que la temática gay –al
igual que en otros países latinoamericanos- irrumpirá con fuerza; pero no para
manifestar la desubicación o la problematización como antaño, sino para
enfocarla desde otras perspectivas más complejas y enriquecedoras. Como
ejemplos significativos podríamos citar las novelas Veinticinco centímetros (1997) de Rubén Vélez (1953) y Al diablo la maldita primavera (2003) de
Alonso Sánchez Baute (1964), también el libro de relatos Entre el cielo y el infierno (2003) de Ana María Reyes (1963)[4].
Volviendo a las novelas que tienen como referente el
mundo de la violencia, cabría destacar a otro de los
escritores de la generación de Vallejo, Gustavo Álvarez Gardeazábal (1945), quien
no duda en denunciar la corrupción de la clase política y de la iglesia quienes,
desde su punto de vista, han configurado la desestabilización de la actual
Colombia; relevantes son las obras Cóndores
no entierran todos los días (1971), El
divino (1986) o El último gamonal
(1987).
No
son pocos los que afirman que la actual violencia en Colombia tiene su punto de
arranque en los hechos conocidos como el “Bogotazo”, que tiene su origen en el
asesinato del político Jorge Eliécer Gaitán ocurrido el 9 de abril de 1948. A
la larga lista de narraciones que parten de este hecho[5]
se suma la de Miguel Torres con El crimen
del siglo (2006), que tiene como personaje principal a Juan Roa Sierra,
acusado de asesinar al caudillo y quien fue linchado minutos después por una
turba que arrastró su cadáver hasta el palacio presidencial. Torres analiza, a
partir de este personaje, la frustración en la que vivía el país sin huir de
explícitas descripciones de la Bogotá de aquellos años.
La
violencia vista desde una perspectiva diferente nos la ofrece James Cañón (1968) en su primera
novela escrita originalmente en inglés, Tales from the Town of Widows
(2007, título en español La aldea de las
viudas)[6].
El autor inventa un pueblo imaginario, Mariquita (aunque con este mismo nombre
existe una población en Colombia), poblado por mujeres tras el reclutamiento
forzoso de los hombres por parte de la guerrilla. Partiendo de esa
situación de violencia, Cañón aborda los
problemas de una sociedad estrictamente femenina sin huir de reflexiones sobre
el clima político y las luchas que acechan al país para poner de manifiesto la
posibilidad de otro tipo de sociedades.
La
narrativa colombiana actual también tiende a la diversificación, por lo que no
todo serán referencias al país, buen ejemplo de ello es la novela de Pablo
Montoya (1963), Lejos de Roma (2008),
en la que se recrea en el exilio del poeta romano Ovidio con la finalidad de
hablarnos sobre la amargura, la nostalgia, la desolación, el poder, la
ambición, el amor y la esperanza. La amplitud temática que aborda este autor se
pone de manifiesto en algunos libros de relatos como La sinfónica y otros cuentos musicales (1997) o Réquiem por un fantasma (2006).Como
se ha visto hasta ahora, la violencia en la narrativa colombiana se configura
como un metagénero que acapara buena parte de la producción literaria; no al
mismo nivel, pero en todo caso relevante, será la presencia temática del espacio
urbano. La representación del mundo urbano será recurrente y ejemplo
paradigmático son Los parientes de Ester
(1979) de Luis Fayad[7],
o Los domingos de Charito (1986) de
Julio Olaciregui (1951); asimismo la ciudad de Cali lo será en una de las obras
más representativas de los setenta, ¡Qué
viva la música! (1977), de Andrés Caicedo (1952-1977). Ya en los noventa, y
siguiendo lo anotado por Johann Rodríguez-Bravo, la temática citadina reducirá
su espacio y de él surgirá otro tema común, el de “el edificio”, como una
ciudad dentro de la ciudad[8].
En
la citada obra de Andrés Caicedo se recurría al espacio urbano pero sobre todo
a la descripción del mundo de las drogas y de la música[9]
y sin duda la novela es un precedente de otras más recientes como Técnicas de masturbación de Batman y Robin (2002) y Érase una vez el
amor pero tuve que matarlo (2003) de Efraim Medina Reyes (1967); obras
estas últimas que se enmarcarían en el realismo sucio, tan presente en la
narrativa reciente, y que también hará su mella en las obras de Rafael
Chaparro Madiedo (1963) y en las Héctor Abad Faciolince
(1958), especialmente Basura
(2000) y Angosta (2004).
Si
el espacio urbano y el mundo de la violencia empezaron a copar la narrativa de los
años ochenta, ésta no estuvo exenta de un tipo de discurso que se embarca en lo
paródico para desestabilizar no sólo lo literario sino también los
desbarajustes sociales. Rafael H. Moreno-Durán
(1946-2005) fue escritor aventajado en estos lineamentos al reelaborar el mito
de Colombia contando la historia nacional como una sucesión de salones
literarios y de erudición pacata en Juego de damas (1977), la primera
obra de la trilogía Femina Suite que se completa con El
toque de Diana (1981) y Finale
capriccioso con Madonna (1983); no lejos de estas intencionalidades se
encuentra la obra de Ramón Illán Bacca (1938).
En
contraposición a la parodia se articula la novela de índole filosófica
encarnada en la obra del escritor Fernando Cruz Kronfly (1943), fundamentalmente La ceremonia de la
soledad (1992) y El embarcadero de
los incurables (1998); y en la hondura psicológica se sitúa la obra de Juan
Carlos Botero (1960): la colección de relatos Las ventanas y las voces
(1998) y los textos breves Las semillas
del tiempo (epífanos) (1992). En una poética narrativa de raigambre
filosófica se enmarcarían las inconmensurables novelas de Álvaro Mutis (1923),
desde su primera novela La nieve del
Almirante (1986), pasando por Ilona
llega con la lluvia (1988) o Un bel
morir (1989), protagonizadas por el inolvidable Maqroll el Gaviero, quien
pasará a un segundo plano en su entrega La
última escala del Tramp Steamer (1988)[10].
Su escritura intimista será reinventada con otros propósitos en autores más recientes
como Consuelo Triviño (1956) o Julio Paredes (1957).
El
intimismo, al que muchas veces se acogerán las narradoras, puede ser en
ocasiones óbice para evidenciar y desmantelar el discurso masculino, buen
ejemplo de ello es la obra de Marvel Moreno (1939-1995). La autora se dio a
conocer con el libro de relatos Algo tan feo en la vida de una señora bien (1980, posteriormente se publicó con
el título Oriane, tía Oriane), y en
1987 publicó la novela En diciembre llegaban las brisas (1987) en la que
se cuentan tres historias desde París, como ya lo hicieron en algunas obras sus
compatriotas Plinio Apuleyo Mendoza y Albalucía Ángel en los setenta. La voz
narrativa -que en ningún momento es imparcial- denuncia, siempre desde el punto
de vista de la mujer, que la imparcialidad es un falso supuesto del modo
narrativo masculino. El lector siente que a través de esa voz anónima, que
cuenta bellas historias de mujeres, habla una mujer real, la escritora, que no
cesa en su empeño de acusación hacia la pasividad masculina. A estas entregas
habría que añadir los libros de cuentos El
encuentro y otros relatos (1992) y Las
fiebres del Miramar (2001).
Por
su parte, Fanny Buitrago (1940), muy vinculada también al teatro y a la
literatura infantil, partió con una innovadora novela, El hostigante verano
de los dioses (1963), en la que cuenta la historia de unos jóvenes perdidos
en su cotidianidad y en la que cada uno de ellos habla sobre los demás; en Cola
de zorro (1970) describió un sentido particular de la familia y en Los
pañamanes (1979) reflejó el mundo de las convenciones tradicionales. A
estos títulos se añaden, entre otros, La otra gente (1974), Pasajeros
de la noche (1974), Los fusilados de ayer (1987), ¡Líbranos
de todo mal! (1989) o La
Señora de la miel (1993)[11]. Sin salirnos del
marco de lo real, y ante la situación de un país cercado por la pobreza, la
corrupción política, la violencia que emana de la guerrilla, de los
paramilitares, de los narcotraficantes, de la delincuencia común y del Estado,
la narrativa policial se nutrirá de muchos de los elementos mencionados. En
Colombia, en apariencia un país sin casi referentes en lo policial, aunque
Hubert Pöppel ha demostrado que exactamente no es así en su ensayo La novela policíaca en Colombia[12],
el género se enriquecerá con muestras reseñables; historias muy próximas a la
novela negra norteamericana que están en consonancia con el policial
latinoamericano de la últimas décadas. Sin embargo, no todas las muestras de
este género se regirán por el neo-policial. En 1981, un clásico del boom,
Gabriel García Márquez (1927), se introducirá en el género con una novela de
intriga, Crónica de una muerte anunciada, obra que parte de un hecho
real ocurrido en el año 1951 en el Departamento colombiano de Sucre y que
relata las últimas horas de vida de Santiago Nasar antes de ser atrozmente
asesinado por los gemelos Vicario. El autor de Cien años de soledad recurre a un policial “anacrónico”, la novela
detectivesca cercana a dos de sus modelos preferidos: Arthur Conan Doyle o Georges
Simenon. García Márquez combina magistralmente en Crónica de una muerte anunciada el formato de novela policial con
los métodos de investigación periodística[13],
que sin duda es una forma de afrontar lo policial; pero lo que realmente
resulta novedoso es que a ese molde híbrido añada los tópicos del honor y el
código calderoniano de la honra en una historia que ocurre en pleno siglo XX. En
esta obra la subversión de lo policial ira paralela a la subversión del canon
de la crónica.
Serán los narradores más jóvenes los
que se introducirán en el género de forma similar a los cánones de la narrativa
policial última, la novela negra, que permite al escritor hispanoamericano de
hoy invadir la realidad para remover conciencias y escarbar en las estructuras
profundas del poder y sus relaciones con el crimen. La contaminación entre
poder y crimen dota al género de ambigüedad y quizá por ello los finales
manifiestan una fuerte tendencia a quedar inconclusos, sin solución. En esta
línea estarán tres de los nombres más decisivos de la última narrativa
colombiana: Jorge Franco (1964), Mario Mendoza (1964) y Santiago Gamboa (1965). El
primero de ellos es autor de una de las novelas más conocidas de la década de
los noventa, Rosario Tijeras (1999), en la que se
incursiona en lo policial para denunciar el tiempo
del sicariato a través de la historia de una joven de clase baja que finalmente
muere a tiros. Con anterioridad el autor dio a conocer Mala
noche (1997), obra en la que se investiga a un asesino que corta la
cabeza a las prostitutas. Este mismo tema reaparecerá en Scorpio City (1998), de Mario Mendoza, en cuyo epílogo el autor
establece una relación con su obra anterior, La ciudad de los umbrales (1992); pero en aquella, el comisario
Sinesterra acabará fuera de la policía, sin memoria, por investigar al asesino
que cortaba la garganta a las prostitutas. En cambio, en Relato de un asesino (2001, publicada posteriormente con el título El viaje del Loco Tafur), reconstruye la
vida de un personaje desde la prisión para tratar de entender qué le ha llevado
hasta allí; historias, todas ellas, que se mueven dentro de una de las últimas
apuestas de la narrativa policial, el psico-policial.
Perder es cuestión de método (1997)
será la mejor aportación de Santiago Gamboa al tratar una historia de
corrupción relacionada con el negocio del ladrillo en la que no falta la
desaparición del cadáver objeto de la investigación, o que el policía encargado
de ésta acabe como jefe de seguridad de una empresa de construcción. De otro
cariz será su novela Los impostores
(2002) en la que tres personajes –un periodista colombiano, un profesor de
literatura hispanoamericana y un escritor peruano- buscarán un manuscrito, Lejanas transparencias del aire de Wang Mian; la novela termina
siendo una parodia de la novela policíaca y de la de espías y, asimismo,
formaría parte de un grupo de textos latinoamericanos que Rosa Pellicer
denomina “la busca del manuscrito”[14]. Los escritores, ante una realidad en ocasiones alucinante, necesitan
prescindir de la ficción para representar la realidad tal como se muestra; y es
aquí donde el género testimonial adquiere su plena dimensión. No pocos
escritores se aprovecharán de este género para denunciar el
terrorismo de los narcotraficantes, los enfrentamientos entre la guerrilla y
las fuerzas armadas, o las continuas acciones de grupos paramilitares o de
autodefensa. No sólo escritores de ficción sino periodistas y sociólogos
optarán por manifestar su descontento a través de formas testimoniales
diversificadas, y será a partir de los años ochenta cuando el género
testimonial adquiera gran relevancia y sintonice con las nuevas propuestas que
este género presenta en América Latina. No olvidemos que la ruptura del espíritu anticanónico tan característico
del testimonio se transforma, a finales del siglo XX, en un nuevo canon: se
rompe definitivamente con el carácter excesivamente representativo de los
sesenta y se produce un desplazamiento hacia espacios más interpretativos y más
próximos a la idea de concienciación. El discurso opta por una
mayor hibridez textual que se concreta en textos más fragmentados, más
ficcionales y más individualizados, rasgos que conectarían con ciertos valores
propios de la posmodernidad.
Desde estos paradigmas los escritores
testimoniales colombianos configurarán sus denuncias. Olga Behar, en Noches
de humo (1989), recreará el enfrentamiento que tuvo lugar en el Palacio de
Justicia en el otoño de 1985 entre el M-19 y el ejército. La autora ofrece a
los lectores el resultado de las declaraciones de los participantes directos en
los hechos mezclando lo testimonial, lo documental y lo literario. La novelista
y periodista Mary Daza Orozco en ¡Los muertos no se cuentan así! (1991)
revivirá la experiencia de miles de campesinos en la región del Urabá antioqueño
y la guerra sucia entre guerrilleros y paramilitares. El periodista Germán
Castro Caycedo, por su parte, con La bruja: coca, política y demonio
(1994), y mediante la trascripción del relato de la protagonista, Amanda,
denuncia la relación entre traficantes y políticos en la región de Antioquia. Unos
años antes, Víctor Gaviria y Alonso Salazar, en sus obras El pelaíto que no
duró nada (1991) y No nacimos pa´ semilla (1990), contaron
experiencias personales de sicarios contratados por el famoso cártel de
Medellín. El mismo Salazar, en 1993, publicó Mujeres de fuego, en donde
reunió el relato de cinco mujeres, desde un punto de vista personal e íntimo,
con el fin de simbolizar los diferentes problemas que se vivían en el país. En
el 2001 el citado autor se hacía eco de uno de los narcotraficantes colombianos
más conocidos y sanguinarios en Pablo
Escobar: auge y caída de un narcotraficante.
De
la extensa obra del sociólogo y escritor Alfredo Molano cabe destacar dos
obras: Siguiendo el corte: relatos de guerras y de tierras (1989) y Trochas
y fusiles (1994). En la primera se recogieron los relatos orales de
personas que participaron en la población de algunas regiones colombianas y en
la segunda relatará la experiencia de algunos miembros de las FARC y analizará
críticamente la evolución de este movimiento. Destacable es la colección Rostros
del secuestro (1994) en la que Sandra Afanador Cuevas y otros colaboradores
presentan las perspectivas personales de individuos que se han visto afectados
por secuestros, o relatos de familiares de personas secuestradas. En esta misma
línea estaría la obra de Gabriel García Márquez Noticias de un secuestro
(1996) en la que se condenan los continuados raptos de los sicarios del cártel
de Medellín. La obra surgió, como se nos relata en las primeras páginas del
texto, de una propuesta de Maruja Pachón y su marido, Alberto Villamizar, para
que Márquez contara las experiencias vividas por ella tras seis meses de
secuestro. El libro finalmente se compuso de otras nueve experiencias de
secuestrados ocurridas a lo largo de 1990 con el triste balance de que dos de ellas,
Diana Turbay Quintero y Marina Montoya, murieron a manos de los secuestradores.
Éste no será el primer acercamiento del autor al
género testimonial, ya lo hizo, con diferentes propósitos y con otros
mecanismos en La aventura de Miguel Littin, clandestino en Chile (1986)[15].
Si el género testimonial permite al
escritor prescindir de la ficción para relatar los hechos tal como ocurrieron,
en otro género narrativo, el histórico, el autor se permitirá mayores licencias
ficcionales para escarbar en la historia con el fin de subvertirla o tomarla
como referente para conocer el presente. Sin duda, la narrativa histórica es
uno de los géneros más transitados de la literatura latinoamericana de las
últimas décadas; una novela histórica transgresora, de ahí el calificativo de
nueva, en la que los narradores revitalizarán el género a través de la
distorsión, de las omisiones, exageraciones y anacronismos, de la metaficción y
la intertextualidad, o la presencia de conceptos bajtinianos como lo dialógico,
lo carnavalesco, la parodia y la heteroglosia[16].
El gran artífice de la nueva novela
histórica colombiana fue Germán Espinosa (1938-2007). Cuando en 1970 el autor
publicó Los cortejos del diablo, este género no era muy usual en la
literatura colombiana, ya en los ochenta no podríamos afirmar lo mismo. En la
citada novela, Germán Espinosa retrocederá hasta 1670 y hasta la ciudad de
Cartagena de Indias para relatar dos procesos judiciales emprendidos por el
Santo Oficio; en cambio, en El magnicidio (1979), la historia girará en
torno a la figura de un guerrillero que llega a dirigir una república
hispanoamericana ficticia. Será en 1987 cuando publique su primera gran novela,
El signo del pez, en la que combina la historia con el ensayo para
contar la vida de Pablo de Tarso. La obra se desarrolla de manera discontinua y
a modo de puzzle para terminar con un sorpresivo final que se aparta –como
suele ocurrir en estas novelas- de la verdad histórica. El autor no se limita a
una reconstrucción del pasado a base de una investigación minuciosa y de
recreación de imágenes para hacernos visible y verosímil lo acontecido; sino
que se sirve de la invención literaria para hacer un recorrido interpretativo
desde las inquietudes del presente. Como transición a su otra gran novela, La
tejedora de coronas (1982), publicará Los ojos del basilisco (1992),
centrada en el socialismo utópico del
siglo XIX. Con La tejedora... inaugura la formación de un lenguaje que
quiere ser deseo y construir en sí mismo una utopía en donde la voz sea el
cuerpo y que también detectamos en Las puertas del infierno (1985) de
José Luis Díaz Granados y en cierta forma en El fuego secreto de
Fernando Vallejo. La novela se abre con la voz de Genoveva Alcocer, y a través
de diferentes juegos de voces, de recursos verbales realmente inusitados y de
exuberancia barroca se nos cuenta la historia de esta mujer en la Cartagena de
Indias del siglo XVII, pero a quien la vida le llevará a viajar a Europa. Esa
presencia de la transnacionalidad en la novela histórica será una de las
variantes a las que pocos años después acudirán algunos narradores para
intensificar la revitalización del género. Ya en la década de los noventa
saldrá a la luz Sinfonía desde el Nuevo Mundo (1990), una recreación de
las gestas libertadoras de Hispanoamérica.
Con
estas novelas, Espinosa recorre un espacio histórico que va desde el nacimiento
y difusión del cristianismo en El signo del pez hasta el destino del socialismo
utópico en Hispanoamérica con Los ojos del basilisco. Esta amplitud de
miras de Germán Espinosa, de la voluntad de recrearse en un amplísimo segmento
de la historia, lo convierte en un paradigma de la narrativa histórica en su
país.
El
otro gran representante de la nueva novela histórica colombiana fue Pedro Gómez
Valderrama (1923-1992), quien a través del cuento, y no de las novelas como
suele ser habitual, indaga en la Historia adoptando los mecanismos del mito, la
no linealidad del tiempo y la transposición de los espacios con el fin de
dislocar los sucesos históricos, cuestionarlos e incluso desautorizarlos. A
partir de los propios acontecimientos, su discurso ficcional instiga al lector
a la reflexión sobre los mismos y en muchos de sus relatos -que fueron
publicados bajo el título Cuentos completos en 1996-, aparecerán
relevantes figuras históricas de América Latina: en “Simón Bolívar” el narrador
se imagina la muerte del Libertador cuando firmaba el Decreto que lo declaraba
dictador absoluto; en “El historiador problemático” se rescata con ingenio la
imagen más humana del Libertador y su apasionada relación con Manuela
Sáenz a través de la memoria de un loro. En “Cristóbal Colón”, la Santa María,
barco en el que viajó el Almirante, naufraga antes de llegar a tierra
firme; y en el relato titulado “Vasco Núñez de Balboa” un flechazo le impide al
histórico protagonista llegar a la playa y ser el descubridor del océano
Pacífico. En definitiva, un compendio de relatos que derivan hacia una historia
sólo posible en la ficción, pero de haber acontecido otro sería nuestro
presente.
El
más emblemático de los escritores colombianos, Gabriel García Márquez, hará su
entrada en la nueva novela histórica con El general en su laberinto
(1989), recreando los últimos días de la vida del Libertador Simón Bolívar.
García Márquez llena un vacío casi absoluto que dura sesenta y nueve días en la
vida de Bolívar, los últimos meses dramáticos de su vida en el que coinciden el
ocaso de su actuación política con la decadencia física, acompañado por
Manuelita Sáenz y los pocos leales que le quedaban.
El
escritor colombiano se acoge a un lapso de la vida de Bolívar, el más
desconocido, para desmitificar y a su vez humanizar al Libertador; si bien
reconoce su heroísmo y su audacia también resalta otros atributos menos
positivos como su desconfianza, su arbitrariedad y sus manías. Pero el Bolívar
de Márquez, y a pesar de que el autor se documentó durante años sobre su figura
y su tiempo, no deja de ser un personaje carismáticamente gabrielmarquiano, ya
que lo rodea de una soledad impenitente, como la mayoría de sus grandes
protagonistas, y compatibiliza a través de la ficción sus recuerdos infantiles
-él de niño también remontaba el río Magdalena- con los últimos avatares del Libertador.
La
grandeza de la obra, más allá de que novela fuera calificada como “un libro de
tesis histórica apasionado y falso”, o que pretendiera según algunos vincular
la figura de Bolívar con la de Fidel Castro[17],
está en que a diferencia de otras novelas históricas de estos años una vez más
Gabriel García Márquez ha fagotizado al personaje histórico para convertirlo en
un personaje más de su amplio muestrario.
Asimismo
la figura de Bolívar ya había sido rescatada en el relato de Álvaro Mutis “El
último rostro” (1977), que sirvió de guía para la configuración de El general en su laberinto; también en el
relato ya mencionado de Gómez Valderrama y en La ceniza del libertador
(1985) de Fernando Cruz Kronfly. Por su parte, Víctor Paz Otero (1945), ha publicado
tres novelas que giran en torno al Libertador: La agonía erótica de Bolívar, el amor y la muerte, La otra
agonía. La pasión de Manuela Sáenz y Bolívar,
delirio y epopeya; a éstas se añaden otras dos que giran entorno a héroes
de la Independencia: El demente exquisito,
sobre Tomás Cipriano de Mosquera, y El
Edipo de sangre, sobre José María Obando. Aún dentro de la estela
bolivariana, Álvaro Miranda (1945) en La risa del cuervo (1983) cuenta a
través de cuatro personajes -entre ellos el general José Félix Ribas (tío de
Simón Bolívar), y Manuelita Sáenz (amante de Bolívar), aspectos históricos y
políticos de la Colombia de finales del XVIII y comienzos del XIX. La figura de
Simón Bolívar y su tiempo estará presente en El insondable (1997) de
Álvaro Pineda Botero (1942) quien ficcionaliza los años precedentes a las
luchas victoriosas del Libertador, de 1802 a 1806.
Siguiendo
con García Márquez, en 1994 verá la luz Del amor y otros demonios en la
que el escritor aborda una temática dieciochesca. A partir de una anécdota, más
ficticia que real, Márquez desarrolla una historia protagonizada por Sierva
María de Todos los Ángeles, una niña descendiente de la nobleza criolla que
tras ser mordida por un perro rabioso es ingresada en el Convento de las
Clarisas ante la sospecha de que está endemoniada. Será el padre Cayetano
Delaura el que le practique las sesiones de exorcismo y de ahí nacerá una
historia de amor no exenta de literatura, ya que se rinde homenaje a la poesía
de Petrarca y a la de Garcilaso. Lo más novedoso y con lo que García Márquez se
anticipará a una vía por la cual ha evolucionado la nueva narrativa histórica,
está en lo que ya intuyó Lázaro Carreter en una temprana reseña sobre la
novela, y es que el autor había intentado crear un cuadro costumbrista con
perfiles muy sólidos de la vida cotidiana de Cartagena de Indias durante el
periodo final de la Colonia[18].
Tras esta historia de amor, García Márquez crea todo un mural que representa la
vida cotidiana del siglo XVIII en la citada ciudad.
El
listado de narradores de novela histórica podríamos ampliarlo con los nombres
de Bernardo Valderrama Andrade con El gran jaguar (1991), novela en la
que se evoca el mundo indígena antes de la llegada de los españoles y, en un
sentido más amplio, Manuel Zapata Olivella (1920) planteará en Changó el
gran putas (1983) la relevancia de la diáspora africana en América. En
estas últimas décadas, y en no pocas ocasiones, la narrativa histórica servirá también
para incorporar otras etnias presentes en el contexto latinoamericano; en
Colombia nos encontramos con la novela ya citada de Zapata Olivella, pero podríamos añadir El rumor del astracán (1991) de Azriel
Bibliowicz (1949) en la que nos cuenta las costumbres, los rituales y
convicciones de la cultura judía en la Bogotá de los años cuarenta. Más
recientemente, Luis Fayad, en La caída de
los puntos cardinales (2000), contará la historia de un grupo de libaneses que marcharon de su patria hasta
llegar a Colombia a comienzos del siglo XX.
Volviendo
a los comienzos del siglo XIX, Andrés Hoyos (1953) en Conviene a los felices
permanecer en casa (1993) ironiza sobre las vísperas de la guerra de la
Independencia entre 1808 y 1830. Entre finales del siglo XIX y comienzos del
XX, en concreto durante la Guerra de los Mil Días (1899-1902) y hasta 1958, se
desarrolla la novela de Silvia Galvis ¡Viva Cristo Rey! (1991), quien
desde una perspectiva feminista analiza las luchas entre conservadores y
liberales en dos pueblos ficticios, Onán e Himeneo. Una de las últimas
incorporaciones al género histórico es la de Enrique Serrano (1960) con su
novela Tamerlán (2004), el
sanguinario y fascinante conquistador turco-mongol que sacudió la Asia
musulmana del siglo XIV; con anterioridad publicó -también con referencias
históricas- el libro de relatos La marca
de España publicado en 1997.
Una
de las derivaciones de la novela histórica, y tras agotados los relatos que
hablaban de los grandes próceres de la historia, los narradores acudirán a
otras figuras emblemáticas de otra historia, la literaria. En 1984 Fernando
Vallejo publicó la biografía del poeta antioqueño Barba Jacob.El Mensajero que fue reelaborada en 1991, y en 1995 Chapolas negras sobre José Asunción Silva;
por su parte, Consuelo Triviño reparará sobre el gran rebelde que fue José
María Vargas Vila en La semilla de la ira
(2008). Otros autores latinoamericanos han enriquecido esta nueva vía de la
novela histórica, cabe señalar al nicaragüense Sergio Ramírez y su
novela Margarita, está linda la mar en la que el escritor recrea una época histórica alrededor del
poeta Rubén Darío y la vida política de Nicaragua. Más recientemente el
venezolano José Pérez ha relatado la vida del modernista Rufino Blanco Fombona
en Fombona, rugido de tigre (2008).
Del espacio de lo real al espacio textual,
no sin antes hacer una brevísima referencia a la narrativa de lo sobrenatural.
Tras la publicación de Cien años de
soledad, el realismo mágico cayó en desuso y sólo algunas narradoras latinoamericanas
(Isabel Allende o Laura Esquivel) seguirán fieles a esta forma de afrontar lo
literario. En Colombia podemos rastrear algunas muestras o retazos de ese realismo
mágico en la Cola de zorro (1970) de Fanny Buitrago, en la novela histórica Los
cortejos del diablo (1970) de Germán Espinosa, Las causas supremas
(1969) y Sin nada entre las manos (1976) de Héctor Sánchez, y La otra
raya del tigre (1977) de Pedro Gómez Valderrama; tal como ha señalado
Seymour Menton[19].
Ya en la década de los noventa Laura Restrepo se acercará a este tipo de
realismo en su novela Leopardo al sol
(1993) para contar el enfrentamiento entre dos familias y nuevamente recurrirá
al realismo mágico, en esta ocasión para parodiarlo, en Dulce compañía (1997)[20].
En
cualquier caso, tras la atenuación del realismo mágico, la literatura de lo sobrenatural
en Colombia no irá más allá de algunas muestras significativas; sólo algunas
obras de ciencia ficción lograrán romper la hegemonía del realismo. Para Campo Ricardo
Burgos, especialista y escritor de ciencia ficción colombiana, las novelas de
este género en aquel país se caracterizarán por la variedad de búsquedas que van desde la nostalgia idílica al neopositivismo, del
esteticismo borgiano a la apertura a la “Edad de Oro” norteamericana, del
pro-utopismo estalinista a la mimesis del best-seller estadounidense, del
folletín a la mística oriental[21].
Sin duda el autor más destacado y promotor del género fue el colombiano residente en México René Rebetez
(1933-1999) con sus colecciones de cuentos La nueva prehistoria (1967) y
Ellos lo llaman amanecer y otros relatos de 1996; también su ensayo La Odisea de la luz (1997).
Más recientemente otros
autores se reincorporarán al enriquecimiento del género. Antonio Mora Vélez
(1942) entre 1979 y 1986
publicó sus tres libros de cuentos de ciencia ficción Glitza,
El juicio de los Dioses y Lorna es una mujer, y en 2008
su primera novela en este género, Los nuevos iniciados. En el 2000
Orlando Mejía Rivera (1961) lo hará con De clones, ciborgs y sirenas y el citado Campo Ricardo Burgos
(1966) la novela José Antonio Ramírez y un zapato (2003) que, según
Orlando Mejía Rivera, es una obra que puede clasificarse como “ciencia ficción
del espacio interior” en la línea de lo escrito por el británico James Graham Ballard,
el autor de El mundo sumergido; sin
olvidar algunos relatos de Julio César Londoño (1953).
De la narrativa sobrenatural a la
narrativa sobre el texto. La novelística colombiana, tal como apuntábamos en
páginas precedentes, nunca fue proclive a elaborar textos en los que el
lenguaje o la propia concepción del hecho novelístico fuese argumento
principal. Si a partir de los años ochenta algunos narradores deciden
inmiscuirse en este terreno de poca tradición en el país es quizá porque la
llamada novela de la escritura ha sufrido algunas permutas de carácter
heterogéneo y versátil. Estos cambios, desde una perspectiva más general, se
explican porque en la década de los setenta la
narrativa hispanoamericana sufrirá un cambio profundo que se prolongará en las
siguientes décadas; un cambio que entre otras premisas dará prioridad a los
contenidos y, concretamente, la narrativa de la escritura tendrá que emprender
otros caminos más afines a las nuevas directrices. Este hecho, sumado al
fracaso de ciertas maneras de concebir la ficción provocará un cambio que se
materializará en posturas menos radicalizadas en las que ya no se forzará con
tanta insistencia la esencia de lo verbal, y asimismo los sistemas literarios
no pretenderán ser tan acabados y perfectos. De manera que la narrativa de la
escritura, al igual que ocurrirá con otras líneas temáticas, se mezclará con
otros géneros narrativos –a veces con claro fin paródico-, en un afán de
heterogeneidad muy presente en las novelas y en los relatos de las últimas
décadas. Dentro de la narrativa de la escritura, y pasados los años sesenta y
parte de los setenta, “la fórmula que con más vigencia continúa es la de la
novela `metafictiva´, la que, como alguien ha dicho, `al tiempo de ser la
escritura de una aventura, resulta ser la aventura de una escritura´, la que
tal vez se encuentre en el extremo más alejado de la fórmula decimonónica”[22].
En Colombia, algunos narradores decidirán
atreverse con esta modalidad narrativa y en la década de los ochenta Carlos
Perozzo (1939) publicará Juegos de mentes (1981), novela en la que desde el título se nos propone una
bifurcación (de mentes/ dementes) con la que el autor jugará de forma
sistemática, componiendo un texto en el que la conciencia de la marginalidad
del lenguaje literario no es percibida como una fatalidad sino como la
desvinculación de un sentido. A través del personaje Waldemar, el autor crea
una historia –vinculada también al género policial- que se abre a varias
posibilidades y que el lector puede elegir entre las versiones propuestas.
Si
las posibilidades del lenguaje se presumen infinitas, también pueden serlo las
propuestas narrativas, y Darío Jaramillo Agudelo (1947), considerado uno de los
escritores más prometedores de la década de los ochenta, dará a conocer en 1983
su novela La muerte de Alec. El autor parte de la convicción de que la
vida del hombre está gobernada por una ley superior a la casualidad, una ley
del lenguaje, una fatalidad de la sintaxis que lleva siempre a un punto de no
retorno. El narrador se empeñará en desmontar cada uno de los sucesos que
llevaron a la desaparición de Alec, y para ello se valdrá de una larga lista en
la que se encuentran personajes de todos los tiempos como Pascal, Michaux, San
Pablo, Gordon Wasson, Albert Hoffman, Lao Tse, entre otros.
Una
de las más originales narradoras colombianas, Albalucía Ángel (1939), autora de
Dos veces Alicia (1972), Estaba la pájara pinta sentada en el verde
limón (1975) y Las andariegas (1984) buscará en esta última novela
la configuración de un lenguaje identificativamente femenino que se suma a una
evocación de la identidad femenina. A través de frases breves con puntuación no
convencional buscará paralelismos entre cuerpo y lenguaje -muy al estilo de la
argentina Sylvia Molloy o la chilena Diamela Eltit-, con el fin de experimentar
el espacio físico del lenguaje en el texto.
En
el mismo año de la publicación de Las
andariegas, Roberto Burgos Cantor (1948) rendirá homenaje al boxeador
cartagenero Armando Caraballo en la figura de Beny en El patio de los vientos
perdidos. La novela,
dividida en tres partes, conjuga monólogos en los que nos va describiendo al
personaje y en cada una de las partes las historias van derivando a otras en
las que indirectamente se rinde homenaje a escritores de la tradición literaria
colombiana. Quizá lo más interesante será el uso continuado de recursos como la
anáfora o las simetrías rítmicas con el fin de producir efectos musicales en la
prosa, un afán de juego con el lenguaje que la convierte en un notable ejemplo
de la llamada narrativa de la escritura. En 1987 Burgos Cantor dio a conocer De
gozos y desvelos, libro compuesto por cuatro novelitas en las que el
lenguaje se torna poesía y se vislumbra la capacidad del autor para producir
imágenes.
De
audaz ha calificado Eduardo Jaramillo Las
puertas del infierno (1985) de José Luis Díaz-Granados por el
“desmantelamiento de las estrategias narrativas de la novela. Como en Celia se pudre o El patio de los vientos perdidos, en la obra de Díaz-Granados el
fragmento es la pieza fundamental de la estructura narrativa, pero mientras en
aquéllas se articulan en un tiempo
lírico y moroso, en ésta se yuxtaponen unos a otros, se confunden, se enlazan
en collage”[23].
Terminamos
este elenco citando a Ricardo Cano Gaviria (1946), quien en El pasajero
Benjamin (1989) narrará el último día en la vida de Walter Benjamín. La
novela es también un collage de
textos en los que se alternan pasajes de Benjamin, de Proust y de propaganda
pro-fascista.
Si
en los años sesenta la narrativa colombiana gozaba de excelente salud, sobre
todo por la presencia omnímoda de Gabriel García Márquez; de estas últimas
décadas podríamos afirmar lo mismo, aunque los brillos del realismo mágico se
hayan apagado y hayan sido sustituidos por la descripción de mundos reales igualmente
alucinantes.
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(*) Publicado en Caravelle n. 93, diciembre 2009 bajo el título "Horizontes de la narrativa colombiana de las últimas décadas en el ámbito latinoamericano"
[1] Ángel Rama, “Los contestarios del
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hispanoamericanos en Marcha, México, Marcha editores, 1981, pp. 9-48.
[2] Jorge Ruffinelli, “Los 80: ¿ingreso a la
posmodernidad?”, Nuevo texto crítico,
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[3] Teodosio Fernández, “Posmodernidad y
narrativa hispanoamericana actual”, La
modernidad literaria en España e Hispanoamérica (Carmen Ruiz Barrionuevo y
César Real Ramos, editores), Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca,
1995, pp. 105-110.
[4] Vid., Daniel
Balderston, “Baladas de la loca alegría: literatura queer en Colombia”, en Otros
cuerpos, otras sexualidades (José Fernando Serrano Amaya, editor), Bogotá,
Pontificia Universidad Javeriana/ Instituto Pensar, 2006, pp. 16-33.
[5] Para una relación de obras que abordan el magnicidio de Gaitán, vid., José Manuel Camacho, “La narrativa
colombiana contemporánea: magia, violencia y narcotráfico”, en Historia de la literatura hispanoamericana.
Siglo XX (coordinación Trinidad Barrera), tomo III, Madrid, Cátedra, 2008,
p. 311.
[6] Aunque la novela la hemos incluido en el apartado del realismo,
no son pocas las pinceladas de realismo mágico que aparecen en ella.
[7] Como ha señalado Eduardo Jaramillo- Zuluaga, “tres aspectos
principales contribuyen en la tensa y dinámica prosa de Fayad: la rica
precisión de los detalles (en lo que Los
parientes de Ester es comparable a La
feria de Juan José Arreola), la perseverante atmósfera de chisme, en la que
unos personajes espían a otros al tiempo que defienden su propia imagen y, por
último, la frecuente modificación de las perspectivas narrativas
(localizadoras), de tal forma que si la narración se ocupa de un personaje en
una situación determinada y en esta situación interviene un segundo personaje,
la narración se ocupa de éste y abandona aquél”, en “Dos décadas de la novela
colombiana: los años 70 y 80”, Revista
Iberoamericana, 164-165, 1993, p. 633.
[8] Johann Rodríguez-Bravo, “Tendencias de la narrativa actual en
Colombia”, Cuadernos Hispanoamericanos,
664, 2005, p. 85.
[9] Eduardo Jaramillo ha señalado que “la obra resulta inusitada en
Colombia no tanto porque su tema sea musical (desde una perspectiva más
tradicional Manuel Mejía Vallejo ya había escrito Aire de tango en 1973), como porque incorpora la música al mismo
discurso narrativo al tiempo que define la doctrina de toda una generación”, op. cit., p. 636.
[10] La densidad de la obra de Álvaro Mutis merecería un extenso
capítulo, y en este caso nuestro objetivo es dar una visión general de lo que
han publicado los narradores colombianos en las últimas décadas. Para una
revisión crítica de la obra de Mutis, invitamos al lector a la consulta de los
siguientes libros: Fabio Rodríguez Amaya, De
Mutis a Mutis: para una ilícita lectura crítica de Maqroll el Gaviero,
Imola, Bologna University Press, 1995; hay una segunda edición, aumentada y
corregida, publicada en el 2000, Viareggio, Mauro Baroni editore. También el
libro de Consuelo Hernández, Álvaro
Mutis: una estética del deterioro, Caracas, Monte Ávila, 1995.
[11] Para completar el estudio y referencias de éstas y otras
narradoras, vid., Patricia
Aristizábal Montes, Panorama de la novela
femenina en Colombia en el siglo XX, Cali, Universidad del Valle, 2005.
[12] Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, 2001.
[13] El autor manifestó que “por primera vez
conseguí una confluencia perfecta entre el periodismo y la literatura. Por eso
se llama Crónica de una muerte anunciada”,
en José Fajardo, “Gabriel García Márquez”, Diario
16, 28 de abril, 1981, p. 25.
[14] Rosa Pellicer, “Críticos detectives y críticos asesinos. La busca
del manuscrito en la novela policíaca hispanoamericana (1990-2006), Anales de Literatura Hispanoamericana,
36, 2007, pp. 19-35.
[15] Vid., Lucía Ortiz,
“Voces de la violencia: narrativa testimonial en Colombia”. Disponible desde
internet en: http://lasa.international.pitt.edu/LASA97/ortiz.pdf
[16] Vid., Seymour Menton, La nueva
novela histórica de América Latina (1979-1992), México, FCE, 1993 y
Fernando Aínsa,: “Invención literaria y reconstrucción histórica en la nueva
narrativa latinoamericana”, La invención del pasado. La novela histórica en
el marco de la postmodernidad americana (Karl Kohut, editor), Madrid,
Vervuert, 1997, pp. 47-62.
[17] Para Teodosio Fernández el libro
constituye “una reflexión sobre el fracaso de las utopías, la expresión de un
tiempo en que ese gran relato de la realidad maravillosa de América se había
agotado por completo (…) La reconstrucción de los últimos días de Bolívar
significaba la recuperación de un fracaso histórico concreto y constatable”, en
“Entre el mito y la historia: las últimas obras de Gabriel García Márquez”, Quinientos años de soledad. Actas
del Congreso Gabriel García Márquez (Túa Blesa editor), Anexos de Tropelías, Zaragoza, 1997, p. 52.
[18] Fernando Lázaro Carreter, “Del amor y otros demonios”, ABC Cultural, 128, 15 de abril de 1994.
[19] Caminata
por la narrativa latinoamericana, México, Universidad Veracruzana/ FCE,
2002, p. 478.
[20] Vid., José Manuel
Camacho, op. cit., p. 316.
[21] Vid.,
Campo Burgos López, “La
narrativa de ciencia ficción en Colombia”, en Literatura
y Cultura: Narrativa colombiana del siglo XX, vol. 1, Bogotá, Ministerio de
Cultura, 2000.
[22] Marina Gálvez, La novela hispanoamericana contemporánea,
Madrid, Taurus, 1987, p. 110.
[23] Eduardo Jaramillo, op. cit., p. 638. Para referencias más
amplias sobre esta obra y sobre las que hemos comentado en la narrativa de la
escritura, véanse las páginas 637 y 638.