Pablo MontoyaBarrancabermeja, 1963. Escritor y profesor de literatura de la Universidad de Antioquia. Ha publicado los libros de cuentos: Cuentos de Niquía (1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (1997), Habitantes (1999), Razia (2001), Réquiem por un fantasma (2006), El beso de la noche (2010) y Adiós a los próceres (2010); los libros de prosas poéticas: Viajeros (1999), Cuaderno de París (2006), Trazos (2007) y Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto (2009); los libros de ensayos: Música de pájaros (2005) y Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso (2009); y las novelas: La sed del ojo (2004), Lejos de Roma (2008) y Los derrotados (2012). Pablo Montoya es Primer Premio del Concurso Nacional de Cuento “Germán Vargas” (1993). En 1999 el Centro Nacional del Libro de Francia le otorgó una beca para escritores extranjeros por su libro Viajeros. El libro Habitantes ganó en el 2000 el premio Autores Antioqueños. Réquiem por un fantasma fue premiado por la Alcaldía de Medellín en el 2005. En el 2007 ganó la beca de creación artística de la Alcaldía de Medellín. En el 2008 obtuvo la beca de investigación en literatura otorgada por el Ministerio de Cultura. Ha participado en diferentes antologías de cuento y poesía colombiana y latinoamericana. Sus traducciones de escritores franceses y africanos, sus ensayos sobre música, literatura y pintura han sido publicados en diferentes revistas y periódicos de América Latina y Europa. EL ÁNGEL NEGRO [1]1 Me horroriza la patria, decía Arturo. Y los pasajeros miraban sin entender los perfiles de esa confesión. El viaje había iniciado horas antes en Medellín. El bus, después de subir hasta el Alto de la Sierra, planeó bajo la oscuridad de Santuario. Luego se precipitó por entre las curvas que terminan en las llanuras del Magdalena. El cielo se veía iluminado por una exhalación parda que parecía una baba. La noche poseía algo de garganta abierta. Arturo la miraba fijamente desde la ventanilla. Estrellas de espanto, mascullaba incansable. Y, de lo hondo de su memoria, brotaba otro delirio. Escribí silencios y noches, decía para sí, y anoté lo inexpresable. Una música de mariachis flotaba alrededor de los pasajeros. Las luces de los ranchos del monte se confundían con cucuyos que Arturo veía agigantados. En Dorada, el chofer se detuvo. Algunos pasajeros bajaron a orinar. El calor era inmenso y asordinado y se medía por la humedad que aplastaba la ropa sobre los cuerpos. Arturo no descendió. Una mujer pasó a su lado. Ofrecía mecato, gaseosas frías, cervezas. Tras ella, una sombra se irguió como un reflejo intenso. Arturo creyó ver esa misma sombra alrededor de quienes fueron subiendo al bus minutos más tarde. Entonces volvió a hablar, pero esta vez lo hizo con fuerza; y no para que fuera escuchado, sino porque así conjuraba lo descomunal que le nombraba el mundo desde hacía días. El bus avanzaba, veloz, mientras Arturo repetía sin pausa, la senté sobre mis rodillas y la encontré amarga y la injurié. El chofer frenó. Acompañado por algunos pasajeros, preguntó por lo qué pasaba. Vieron estrago en el rostro de Arturo. Obtuvieron una vaga respuesta hecha de sustantivos impenetrables. Lo amenazaron con bajarlo si no cesaba la habladera. Pero Arturo siguió mirando las estrellas y percibiendo que la oscuridad estaba suspendida en el filo de un puñal que quería cercenarle el corazón. Fue atravesando el puente cuando se levantó. El infierno, dijo, estoy en el infierno, y una sonrisa se extravió en el rostro. Sus gritos despertaron a los pocos pasajeros que aún dormían. Un pánico incontrolable le sacudía las venas. Rogó que lo bajaran. Dijo que al bus se lo iba a tragar un abismo. “¡Drogo hijueputa!”, exclamó alguien desde las bancas de atrás. El motor volvió a ronronear y se sumergió en las tinieblas. Arturo acomodó la mochila en su hombro. Caminó en dirección contraria al bus. Sintió el piso caliente bajo sus pies. Al cruzar el río, escuchó el cauce. Voces y suspiros se desprendían de él.
2
La cantina tenía una atmósfera desvaída. La música, roída por un acordeón, brotaba de la vitrola. En la puerta dos mujeres susurraban somnolencias. Arturo entró, puso la mochila en la mesa y buscó una silla. Una de las mujeres preguntó algo y Arturo sintió que esa voz caía como un agua opaca pero fresca. La mujer alzó los hombros ante la falta de respuesta. Arturo reaccionó. La siguió, la detuvo de un brazo, pero lo hizo con suavidad. ¿Dónde estamos?, preguntó. En Honda, respondió ella. Y Arturo pensó otra vez en el vértigo. Creyó que estaba en una llanura poblada de tumbas y paladas de fango se trazaron en su mente. Cerró los ojos para expulsar la visión. Se pasó las manos por las mejillas sudorosas. Déme una cerveza, dijo. Cuando la mujer puso la botella en la mesa, Arturo la tomó de la mano. Le pidió que se quedara. La mujer hizo un gesto de molestia. Tenía sueño y ya se iba, explicó. Me bajé del bus, replicó Arturo, tuve miedo de los hombres y me bajé del bus. La mujer enarcó las cejas. Arturo siguió hablando de una comarca verde, tan lejana que parecía un espejismo. Mencionó jóvenes caballos y una vaca en medio de paisajes lunares. Habló de una anciana que cantaba en las noches para hacer dormir a niños asustados por la enormidad del silencio. ¿Qué le pasa?, dijo ella riéndose. Arturo describió hombres de torsos desnudos, olientes a hierba, que amanecían radiantes y anochecían taciturnos. Yo puedo hablar mientras llega el amanecer, dijo Arturo, sólo necesito que esté sentada a mi lado. La mujer volvió a reír, pero esta vez hubo un fulgor tenue en sus ojos. Estoy rodeado de muertos, continuó Arturo. Todos lo estamos, dijo ella. Soltó la mano y se sentó. Entonces de afuera terminó por llegar la voz. Hubo una mirada entre las mujeres y ellos entraron. Lo habían seguido, ocultos bajo la oscuridad pegajosa forjada por el río. Lo habían visto gritar en el puente con las manos en las orejas. Se rieron, pero en sus risas había inquietud al ver que lanzaba manotazos a los árboles que bordeaban el parque. Rara esa caspa, había dicho el más bajo en tanto vigilaban la penumbra de Honda y controlaban el sosiego sofocante en las flotas de los buses. El más bajo empuñaba el akacuarentaisiete a todo momento. El otro, mientras caminaba, miraba hacia la punta de sus botas. En la cantina preguntaron. La mujer levantó los hombros, dobló la boca y cerró los ojos haciendo un gesto de displicencia. El bajo insistió agresivo. Tiene miedo, dijo ella, sólo tiene miedo y quiere que lo escuche. La mujer trató de regresar a la mesa, pero una mano se interpuso.
3
Soy un fantasma, contestó Arturo. Y los encaró con la mirada intensa, les sonrió irónico y, antes de que ellos reaccionaran, levantó las dos manos. Trazó con ellas una rápida cruz y los señaló a los dos. He dejado las regiones de la luz, dijo, y ahora desciendo a las tinieblas donde ustedes son sus prelados. Sepultureros insomnes, lo sé, pueblan las orillas de este río, yo logro verlos en sus ojos, y el horizonte es un mar de fuego negro y en el cielo el humo planea como un pájaro agorero. La mujer le puso la mano en los hombros. Cálmese, hombre, le dijo, por lo que más quiera. Arturo la miró y, con un tono que de pronto se tornó leve y tembloroso, dijo que él era un maldito, pero que no quería adorar ninguna bestia. Y le tomó otra vez la mano. Le rogó que se quedara. Usted es la claridad y ellos el légamo, continuó. El más alto, de pronto, lo empujó hacia la silla. El otro pidió los papeles de identidad. Arturo rió de nuevo. Soy un fantasma, güevón, gritó. ¿No se dan cuenta? Soy nadie, soy el que canta en el suplicio, el despedazado en las palabras y no comprendo las leyes de ustedes. Mis ojos están sellados a la lava de sus armas. El bajo lo tomó del cuello, lo levantó hasta tenerlo cara a cara. ¡Loco malparido!, le escupió. Enseguida, entre los dos, lo arrastraron hacia fuera. ¿Qué es lo que estás diciendo?, preguntó el más alto. Las mujeres intervinieron y halaron a Arturo de un brazo. No ven que está desjuiciado, alegaron. Pero en el forcejeo el delirio seguía. He llamado a los verdugos y aquí están, siguió, he llamado a todos los flagelos y aquí están. Me ahogo en el barro, me asfixio en la sangre, estoy de crímenes empapado y me horroriza la patria. Un golpe brutal de la culata interrumpió las incoherencias. Arturo se fue de bruces contra el suelo. Las dos mujeres intentaron hacer un cerco protector. Una de ellas alcanzó a pasar su pañoleta. La sangre rodaba desde la nariz hasta el mentón. En vano intentaron socorrerlo. Ambas fueron empujadas contra las mesas. A Arturo entonces lo levantaron de los cabellos, lo tomaron de las axilas y lo lanzaron a la calle. Frente a la noche, la luz de una lámpara los delineó durante un trayecto. Al fondo, en dirección del río, una callejuela con muros descascarados finalmente los borró.
4
El negro preguntó por ellos. Había estado en las flotas de los buses y los había buscado en los tenderetes donde vendían tinto. Las mujeres lo miraron con estupor, parado, como un inmenso ídolo negro, a la entrada de la cantina. El temor hizo surgir la respuesta. Ellas contaron lo que sucedió. Él también había escuchado, mientras seguía el rastro de sus hombres, algo del que hablaba solo. El camino fue indicado. Apartó a las mujeres y ordenó sin palabras que se quedaran. Sus botas resonaron hasta desvanecerse en la oscuridad. Inmerso en ella, y al borde del río, Arturo estaba arrodillado. Las sombras de los guardias, a su lado, se mezclaban a las sombras de los árboles. Arturo buscaba sus raíces como si estuviera buscando un asidero. Indagaba en sus follajes intentando un escape, pero sólo percibía un hoyo oscuro desde donde brotaba y se sumergía todo. Quiso respirar pero no había viento. El mundo estaba detenido y un olor a aguas podridas inundaba el espacio. Arturo sintió que lo agarraban de la cabeza. El acero del fusil le refrescó la frente. En su rostro la sangre se había tornado grumos. La desdicha ha sido mi dios. Y ustedes son los progenitores de todas las desdichas, les dijo una vez más. Pero los hombres lo tumbaron, la boca pegada al pantano. El bajo quitó el seguro del arma y el otro lanzó la mochila al cauce. Fue entonces cuando el ámbito se iluminó. Un resplandor arrasó la mirada de Arturo. Oyó pedazos de palabras que discutían, como hechas de ecos lejanos. Tenía las manos maniatadas, pero logró voltearse. Cuando el chorro de luz se desvaneció, vio la figura a sus pies. Era más alta que las otras y poseía un aura negra que brillaba en la oscuridad. Pensó en el primer nacido de entre los muertos, en el príncipe de los reyes de la tierra, en el ángel que libera de la sangre y del pecado. Dos manos vigorosas lo levantaron. Venga, le dijo el negro. Y en las aguas del Magdalena un reflejo de sol tocó por fin los ojos de Arturo. |