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Miguel Delibes | Pedro G. Cueto

LA SOMBRA DE DELIBES ES ALARGADA

                                                                                   POR PEDRO GARCÍA CUETO

   Escribir sobre Miguel Delibes es hacerlo sobre el autor de libros tan afamados como Las ratas, El camino, El disputado voto del señor Cayo y El hereje, entre otros muchos.

    Pero también es reconocer a un escritor de primera línea, ganador del Premio Nacional de Literatura en 1955, del Premio de la Crítica en 1962, el de las Letras en 1991 y el Cervantes en 1993. Delibes fue miembro de la Real Academia Española de la Lengua desde 1973.

    Y escribir sobre Delibes es también hacerlo sobre un novelista de temática profunda y conmovedora, ya que sus novelas nos producen esa sensación de cercanía que lo verdadero posee. Quién no sintió como reales a personajes como Daniel, el Mochuelo o Roque, el Moñigo, ambos nos parecían esos amigos del colegio que nunca hemos olvidado, y quién no sintió que Paco, el bajo, el protagonista de Los santos inocentes, no era como uno de esos afables campesinos de nuestra España querida.

    Pero, en este sentido homenaje al maestro vallisoletano, quiero hablar de una novela que ganó el Premio Nadal de Literatura en 1947, titulada La sombra del ciprés es alargada.

      Novela que yo leí en mi adolescencia, tras haberme acercado ya, poco antes, a El camino (lectura obligatoria de mis días de Instituto). Si esta novela me marcó por esa necesidad  del autor de hacernos partícipe del sendero de amistad que se establece entre unos jóvenes que demuestran su incipiente camino hacia la vida, La sombra del ciprés es alargada fue lectura con la que me encontré en mis paseos matinales de fin de semana por la Cuesta Moyano, verdadero parnaso de los libros con leyenda.

    Eran los años ochenta cuando mi pasión voraz por los libros ya caló en mí y, naturalmente, devoré la novela de Delibes con emoción y mucho interés.

    La novela tiene un título que ya me hizo pensar, fruto del halo pesimista que va a inundarnos en todo el recorrido del libro, ese tinte melancólico de autor incipiente que ya empezó a despuntar de forma sobresaliente en nuestras letras.

      El principio de la historia ya nos encuadra a un personaje triste, como la ciudad en donde nació, Ávila. Así nos lo cuenta Delibes:

“Yo nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo, que el silencio y el recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más nacer”-

      Luego pasa a hablar de su tío, de Don Mateo, su tutor, de la casa de este último (cuya fachada no puede ser más deprimente). Pedro, así se llama el chico, llega a la casa para conocer a Don Mateo, el cual se va a encargar de su educación. Este último es descrito de la siguiente manera:

“Era don Mateo un hombre bajito, de mirada lánguida, destartalado y de aspecto cansino” (p. 16).

     Aparece ya la hipocresía en la novela cuando el tío de Pedro, Félix, deseando desembarazarse del chico, le cuenta a Don Mateo, las grandes cualidades de su sobrino. El interés económico de Don Mateo y la falta de afecto de su tío, hacen de Pedro un ser desvalido, dejado de la mano de Dios.

     Su nuevo tutor pregunta al chico que si sabe leer, escribir, etc, a lo que el joven dice que sí, salvo la potenciación.

     También aparece la mujer de don Mateo, doña Gregoria, una persona de pocas palabras, adusta como el paisaje que la rodea.


LA LLEGADA DE ALFREDO

     Alfredo es un personaje fundamental de buena familia que llega a la casa y que se hace amigo de Pedro. Al igual que en El camino la amistad es un tema fundamental en el mundo literario de Delibes.

    La descripción de Alfredo es magistral: “El muchacho era rubio, muy rubio, casi albino y con un gesto de cansancio en la mirada que infundía compasión” (p. 32).

     A Delibes le interesa el paisaje, ya que éste condiciona a los jóvenes, la ciudad de Ávila se nos ofrece como un lugar de encierro, de cierta tristeza, cubierto de un presagio de muerte desde el principio de la historia:

“La plaza estaba desierta, blanca y silenciosa. La luz mortecina de un farolillo sumía en un claroscuro relevante las extrañas figuras medievales de la oquedad del caseretón de enfrente” (p. 32).

    La presencia de un desconocido afuera, la misma noche de la llegada fantasmal de Alfredo, con su aire enfermizo, entresacado del mundo de Allan Poe, nos centra ya en ese mundo onírico, en ese espacio de realidad-ficción que supone el ámbito esencial de la novela.

    La ciudad aparece adjetiva como “muerta” (p. 33), con la nieve de fondo, espacio donde la melancolía y la tristeza favorecen la soledad del protagonista, sólo mermada con la llegada de su amigo Alfredo, otro personaje poco real, nacido del luminario de los niños con sombra, como la ciudad abulense.

       Don Mateo pregunta a Alfredo lo mismo que a Pedro (si sabe sumar, escribir, restar y lo de la potenciación). El chico dice que sí a todo y que algo sabe de potenciación, lo que despierta en Pedro una callada admiración por el nuevo y extraño personaje.

      Martina, la hija de Don Mateo, es otro ser relevante en la casa, al ser muy pequeña contempla el mundo de los adultos y los adolescentes con un especial interés. En mi opinión, es, para Delibes, una espectadora de los hechos que, con el tiempo, será el mejor testimonio de los años vividos en la casa. Representa la inocencia en un mundo ya marcado por la tragedia.

     La alegría también se filtra en algunos momentos de la novela, en aquellos en que Alfredo y Pedro salen juntos por la ciudad, ávidos de aventuras y de vida. Cito unas líneas que ensalzan esa unión que sienten los dos jóvenes:

“Apenas desayunados solíamos dejar la casa de Don Mateo. Fany nos acompañaba en nuestras excursiones mañaneras  que rara vez variaban en su itinerario. Nos agradaba salir al paseo del Rastro cuando el azul comenzaba a dorar el verdeante valle del Amblés” (p. 59).

     Delibes describe la ciudad, el paisaje que rodea a sus protagonistas, los vencejos, las almenas de la muralla, el río. Se percibe la gran pasión por la Naturaleza del escritor, su deseo de fundirse con el paisaje para regalarnos imágenes de gran hermosura, como la que nos deja sobre la sierra que es telón de fondo de la ciudad:

“En sus crestas aún se agarraba la nieve con una apariencia, poco airosa, de ropa blanca tendida a solear” (p. 59).

    La muerte de Alfredo llegará poco después. En una visita que Pedro y él hacen al cementerio contemplan la lápida de Manolito García, muerto de una terrible disentería. Contemplan la sombra alargada de un ciprés sobre la losa. Alfredo le dice a Pedro que quiere que le entierren al lado de un pino, no de un ciprés.

    Los cipreses se convierten así en una presencia esencial, como si revelasen el destino adverso, de la novela. Nos lo dice muy bien Delibes en boca de Alfredo:

“- Te aseguro que no son tonterías. Los cipreses no puedo soportarlos. Parecen espectros y esos frutos crujientes que penden de sus ramas son exactamente igual que calaveritas pequeñas, como si fuesen los cráneos de esos muñecos que se venden en los bazares”. (p. 94).

     Si Pedro lleva la tristeza dentro, Alfredo es la tragedia en sí. En este personaje, Delibes muestra la injusticia de la vida, todo lo malo planea  sobre  un chico sensible e inteligente, pero marcado por el sino trágico.

      Ese pesimismo existencial está presente en toda la novela. Los personajes están sobrevolando siempre la tristeza, envueltos en la neblina de una ciudad que contagia su halo místico y sagrado.

      Tras un largo período de mejora donde Alfredo se marcha con su madre en verano, la vuelta a la estación otoñal se destaca por el sino trágico, la muerte que se precipita finalmente sobre Alfredo, el joven que había perpetrado una inseparable amistad con Pedro, pero que es llamado a su destino final. Dice así la novela:

“Don Mateo asió la sábana por el borde y la levantó cubriendo el rostro lívido de Alfredo” (p. 135).

      Alfredo muere sonriendo, con la presencia de su madre en la casa, también de Doña Gregoria, la perra Fany, Don Mateo y, naturalmente, Pedro.

     No elude Delibes detalles sobre el enterramiento, la forma de vestir al muerto, por ejemplo. En estos instantes, el escritor vallisoletano manifiesta su obsesión por el cuerpo y el alma, ¿qué queda de nosotros tras la muerte? Parece preguntarnos a todos el autor del libro.

     No hay conciencia religiosa, sino una sensación de epicureísmo, todo se reduce a nuestra presencia en el mundo, porque después ya no queda nada:

“Las articulaciones habían perdido su flexibilidad, los miembros todos se habían aplomado, la rigidez convertía al cuerpo en un garrote de elasticidad, de una sola pieza. Todo esto vino a evidenciarme que el cuerpo, sin el alma, es un simple espantapájaros” (p. 137).

      La mención del ataúd blanco, símbolo de la virginidad de Alfredo, nos sobrecoge. Aún recuerdo la sensación que me produjo su lectura adolescente, como un mazazo en mi inocencia, ya perpetrada por alguna que otra tragedia familiar que había asaltado, debido a su crueldad, mi inocencia, hasta horadar mi imagen idealizada de la vida, ya para siempre defenestrada.

     El libro, para no extenderme demasiado, tiene una segunda parte, cuando Pedro deja la casa de Don Mateo, inicia sus estudios y se decide a ser marino mercante. En esta segunda mitad de la novela, hay otra presencia clave, la de Jane, la chica que conoce Pedro, de la que se enamora y con la que decide contraer matrimonio y tener un hijo. Sobre ella, como un fatum terrible que explica el pesimismo acérrimo de la novela, planea el mal augurio, porque también muere cuando va a buscar a Pedro tras la  vuelta  de  un  viaje, pero  un  accidente  con  el coche que cae al agua cuando va a atracar el barco, deshace la felicidad de ambos.


JANE, EL OTRO LADO DE UN ESPÍRITU PESIMISTA

      Si Pedro es, sin duda, un personaje que bien podía haber sido escrito por la pluma de Baroja, Azorín o Unamuno, debido a su pesimismo vital, Jane es la alegría, el contrapunto de Pedro, la parte positiva que alienta a éste a gozar la vida.

      Así nos la describe Delibes:

“Empecé a descolgarme por las rosas sin contestar. Jane brincaba de roca en roca detrás de mí. Experimenté una sensación ampliamente acogedora al ver que el muro de la roca iba creciendo detrás de nosotros, aislándonos del resto del Universo” (p. 213).

     La conversación de Pedro con ella toca temas esenciales de la vida: el amor, la religión, el destino, etc. Delibes crea un personaje que pretende ser un espíritu vital para mermar la soledad del protagonista e infundirle mayores ganas de vivir. La profesión de Pedro, marino mercante, le induce al aislamiento y el asidero con el mundo es la bella Jane, de la que se enamora y con la que llega a casarse.

     La posibilidad de futuro se trunca con la muerte de Jane, lo que refuerza la idea de que Delibes inicia con esta novela una lectura fatalista de la vida, que no abandona en futuros libros, pero que sí mitigará en parte. Diríamos que Delibes entiende que la senda trazada (el pesimismo) no puede convertirse en su leit-motiv y, en futuras novelas, abre ventanas a la esperanza.

     Hay otras historias en el libro, pero he querido ceñirme a la principal (tienen su interés la historia de Martina, por ejemplo).


EL FINAL DE LA HISTORIA: EL REENCUENTRO CON LA CIUDAD MÍSTICA

   La novela se cierra con la vuelta a Ávila. Si salió Pedro de una ciudad cerrada, hermética y triste  para ir a un espacio abierto, el mar, gracias a su profesión de marino mercante, la vuelta a la ciudad de la santa, tras la muerte de Jane y del hijo que esperaban, representa el cierre de un círculo donde el protagonista revive su melancolía de niño y su tristeza de hombre adulto.

     La prosa de Delibes logra sus mejores efectos al final del libro cuando Pedro va a visitar el cementerio donde está la tumba de su amigo Alfredo:

“Sentí agitarse mi sangre al aproximarme a la tumba de Alfredo. La lápida estaba borrada por la nieve, pero nuestros nombres  -Alfredo y Pedro- fosforecían sobre la costra   oscura  del  pino. Me  abalancé  sobre  él  y  palpé  su  cuerpo   con   mis  dos manos,  anhelando  captar  el estremecimiento de su savia” (p. 346).

     Allí, en aquel ámbito de paz y recogimiento, incomprensible como la propia vida, Pedro deposita el aro de Jane y lo deja caer por un resquicio de la losa.

     Con ese emotivo acto, une sus dos grandes amores y la novela cobra toda su intensidad y su relevancia, ya están unidos los dos vínculos de Pedro con los dos seres que más quería en el mundo.

     El final sí nos sorprende, porque, al salir del cementerio, dice nuestro protagonista:

“Me sonreía el contorno de Ávila allá, a lo lejos. Del otro lado de la muralla permanecían Martina, Doña Gregoria y el señor Lesmes. Y por encima aún quedaba Dios”. (p. 347).

      Con un final así, la novela nos deja pensativos y meditabundos, dándonos cuenta de que nuestro Pedro (se ha hecho nuestro para el lector apasionado y sensible) cree en Dios al final, comprendiendo que nuestro destino tiene algún sentido realmente.

      Con la sonrisa de la ciudad de Ávila de fondo, ciudad adusta que, por fin, sonríe, como si tuviese vida y entendiese ahora la cruzada vital del protagonista y el por qué de sus infortunios.

       Por ello, he elegido esta novela para tributar un merecido homenaje a Miguel Delibes, porque desde mi adolescencia, el libro caló en mí, dejándome un sabor de alegría y de tristeza que, ahora, al releerla, creo entender mejor.

      Miguel Delibes escribió una novela que, pese a ser primeriza, ya contenía los mejores rasgos de su estilo narrativo:  la emoción, el lenguaje esmerado y preciso y, por encima de todo, la construcción de un personaje inolvidable, Pedro, espejo, en mi opinión, del autor vallisoletano.

     La sombra de Delibes es, sin duda, alargada, y que su luz, como la de esta novela entrañable, siga brillando en un destino que creo que, como el final del libro, sigue sonriendo a nuestro querido novelista, en el más allá.