Mi patria chica [1]
Juan Manuel Chávez
No hay tierras extrañas, quien viaja es el único extraño. Robert Louis Stevenson
La República catalana fue proclamada en octubre, pero Query no terminaba de comprender el significado de esta coyuntura; lo que a ella le preocupaba era llegar al aeropuerto Jorge Chávez para su vuelo a Barcelona de esa mañana. El día anterior, el Gobierno peruano había declarado feriado no laborable porque la selección de fútbol consiguió su clasificación al Mundial de Rusia, luego de veinte partidos en que mantuvo el invicto en los ocho últimos; la gesta se consideraba épica. Ese 16 de noviembre de 2017, el país seguía detenido por una pelota. Don Gervasio, tío de Query, ahondaba en sus recelos. «Mira hija —le explicó mientras ella pesaba de nuevo su maleta de 23 kilogramos—, tú vas a España. ¿Sabes dónde fue el último partido que jugó nuestra selección en un mundial? Te lo voy a decir: allá, hace 35 años, en 1982». Query lo miró extrañada porque ella se veía caminando descalza en la arena y ante los azules del Mediterráneo, su invierno europeo; nada de pasado, menos aún el trasnochar de un sufrimiento deportivo. —De lo que te hablo, hijita, es que en ese partido nos golearon 5 a 1. Esa es la imagen que dejamos: un papelón mundial. Así somos, pues. Logramos algo y celebramos hasta morir; nos ilusionamos y creemos que hemos triunfado cuando falta un largo camino de dificultades. Tú no caigas en lo mismo, mi amor: anda a España con humildad, sobre todo en estos días tan problemáticos que tienen. Hasta el rey salió en televisión, ¿te acuerdas? Don Gervasio ponía en vigencia la enseñanza que sembró en Query desde su niñez: limitar las ambiciones para evitar decepciones; así en los estudios, así con las oportunidades, así frente al porvenir. Él representaba una peruanidad antigua, esa que podía avergonzarse por ganar o ensayaba disculpas si lo hacía. Query, sin rebelarse a la pauta de su crianza, se abría camino de otro modo contra las heridas de su orfandad y la cantaleta hogareña del conformismo. El viaje de estudios a Barcelona era un paso extra hacia aquello, anhelado, que todavía no sabía cómo nombrar. Acogida por él desde los cinco años, don Gervasio le dio un lugar en su familia a la hijita de su hermana. Dos décadas después, ella iba a su lado, camino al aeropuerto Jorge Chávez en el Fiat Panda que usaba para los repartos de la empresa, rojinegro como un huayruro metálico y rectilíneo; un italiano desangelado. Si bien él no terminaba de asimilar que una licenciada como su Query se complicara la vida hacia otro continente cuando ya gozaba de un trabajo en la capital del Perú, ninguno de sus temores fue suficiente para convertirlo en un reproche por tanta ausencia. Lo resumió en una frase para su compadre: “El peligro de la muchachada es que sueña”. Esa mañana, Query dejó atrás una ciudad mitad adormilada y mitad ruidosa, por entero rendida a un juego de pelota, para estar en otra que sospechaba partida en dos bandos en conflicto y donde estaría en juego una idea de soberanía que tenía a las autoridades tirándose la pelota entre ellas. Bajo esa intuición arribó a Barcelona y se acomodó a las seis horas de adelanto con respecto a Lima, una diferencia que ya le sabía a futuro. Su primer impacto fue idiomático: en Barcelona se leían en catalán los nombres de las calles y los rótulos de los negocios, muy poco en castellano; supuso que de eso iba la república. También la extravió que hubiera tantas banderas de un tipo que no conocía: líneas rojas en un fondo amarillo, que no es la de España. Pensó otra vez en aquello de una proclamación y le dio risa su miedo; el desasosiego por trasladarse a un sitio que buscaba ser el mismo siendo distinto. Había alquilado un cuarto en el piso de una pareja que vivía muy cerca del Arco del Triunfo y la estación de buses. Gente mayor, que sobrellevó la dictadura y creyó en la transición. La recibieron con churros y chocolate de taza, mimándola como a nietita. Lugar amplio, luminoso y escaso de muebles; al contrario de lo que suponía en una casa de ancianos. Y nombres raros los de ambos, pudiendo ser un Jaime y una Catalina; ella prefirió callar el suyo por feo, aunque lo endulzaba con dos sílabas: Query. Ante la austeridad del decorado, Jaume le comentó que en menos de un mes la casa ya estaría con las flores de almendro en las macetas. «¿Y también podré ver las de cerezos?», consultó la inquilina con su avidez por los colores. Caterina se acercó a ella y, con sus manos surcadas de arrugas, tomó las suyas para asegurarle que esas las vería en primavera. Aquella primera noche en Barcelona, luego de comunicarse con Lima para detallarle a don Gervasio que ninguna de sus fantasías competía con la realidad, hizo un ovillo de su cuerpo y se abrigó con la ropa de cama. Lo que comenzó con sollozos se convirtió en un llanto que manaba como los manantiales de una montaña, natural y hasta necesario; soñó que cubría el mundo con sus lágrimas e intuyó esa perfección: el presente era un velero que navegaba sobre las aguas de su optimismo. Jaume le explicó que podía caminar a la Plaza Cataluña y tomar el tren hasta Bellaterra para llegar al campus de la universidad, en las afueras de Barcelona. Terminó en castellano una explicación que comenzó en catalán, lo cual la sorprendió. Ella no tenía esa fluidez para ir de su lengua al inglés; hay bilingües y bilingües, se dijo con una sensación de intriga por un idioma que le sonaba a otros, mal hablados. ¿Cómo era esta cultura en un confín de la Península ibérica? En la estación subterránea estaban los manteros con zapatillas, carteras y camisetas que imitaban el diseño de las marcas originales. Se sentía en casa, con ambulantes alrededor; aunque no: negrazos, pensó ella, tan pigmea y atolondrada por el alboroto, mientras ponían ante sus ojos achinados las primeras Louis Vuitton de su curiosidad juvenil, pero falsas. Sin embargo, ningún asombro pudo superar lo que vio en un muro del ingreso a la universidad: «Independència, Socialisme, Feminisme»; en catalán, era recibida bajo la potencia de ser mujer, filiada hacia la izquierda y emancipada de todo. Una grandeza nueva, y extraña; si bien estaba ahí para estudiar, no podía evitar la provocación de los grafitis. ¿En verdad había una cuestión de «Pàtria o Mort» como leyó en un edificio? En el Perú estaban proscritos los emblemas con una hoz y un martillo por los quinquenios del terror senderista, ¿qué significaban aquí, junto al alegato «Quan tu i jo teniem somnis rebels» que ni siquiera descifraba? ¿Y quiénes eran los Jordis? Mientras regresaba en el tren, pensaba en la incongruencia entre la hospitalidad de sus caseros y la vehemencia de esas expresiones pintarrajeadas; idénticas a las que ondeaban en carteles de las calles. «Llibertat presos politics». En los siguientes días hubo cacerolazos y le ofrecieron un lazo amarillo. Había visto uno, incluso, colgado en el gran palacio del chocolate que es la Casa Amatller en el distrito del Eixample; si el cacao se veía forzado a intervenir en cuestiones políticas, es que la cosa iba en serio. Así como admiró la bullanguería de la gente en sus terrazas y balcones para gritar la independencia con hojalata doméstica, simpatizando con ese carácter animoso para romper la calma, decidió aceptar el lazo tan bonito y catalán. Consideró que su vida emularía la del personaje del escritor Julio Ramón Ribeyro en el cuento «La insignia», que con ponerse un distintivo en el pecho se le abren las puertas, lo invitan a sitios nuevos y le dan un trato hasta obsequioso. Bueno, no resultó así. En el salón de clase nadie le preguntó por qué tenía un lazo amarillo en la solapa de su abrigo; directamente muchos halagaron que lo llevara, sobre todo al cabo de tan poco tiempo en Barcelona, y varios la reprocharon por lucirlo, sobre todo al cabo de tan poco tiempo en Barcelona. Entonces, en vez de plantearse el quitárselo o mantenerlo decidió girarlo, tal como había notado en algunas personas. Su gesto iba a entrañar, a su estilo, una desobediencia a las polarizaciones. En los días siguientes, colocaba el lazo amarillo de simbología independentista con las dos patitas hacia arriba y el rizo hacia abajo; cuando le preguntaban por qué lo llevaba al revés, ella se explicaba con un ejemplo: así como nadie puede considerar de cabeza un mapamundi que posiciona al África y América en la parte de arriba, con sus extremos hacia la horizontal superior, su lazo estaba bien para lo que deseaba decir. ¿Pero qué pretendía expresar? Nada concreto; que le gustaba tenerlo, pues era un modo de sentir que formaba parte de algo en Cataluña, pero que también le era un poco indiferente lo que fuera el conflicto en Cataluña. —Eso no dice tu lazo. Durante meses, su lazo fue planteando cosas que ella no pensaba ni creía; o callaba otras tantas que tampoco estaba interesada en formular. Lo suyo era conformidad con el chocolate Amatller, aunque discrepando. Cuando tuvo que ir a una consulta de rutina en el hospital, el podólogo que la atendía se animó a ilustrarla sobre el Procés luego de contemplar el símbolo amarillo en su pecho. Ella respondió que lo llevaba a su manera, ante lo cual el profesional de la salud intentó desterrar ambigüedades con una analogía acorde con su procedencia continental: lo que sucede en Cataluña es equivalente a cuanto luchó América a inicios del siglo XIX, en que se emancipó de España. Ella respondió con su mapamundi, pero nada más. No se entendieron, un desencuentro que a Query le pareció menos significativo que la incomprensibilidad de su receta en jerga de médico. Poco a poco, a ella le gustaba el catalán; no un catalán, sino la lengua. Gos para perro o dona para mujer, y esas construcciones lexicales con puntos dentro de algunas palabras o ambdós, que le sonaba a broma de niños para decir ambos. Y la gracia de responder això mateix todas las veces que pudiera. Incluso que dijeran la calor, tal como hablaba don Gervasio. Agarrarle gusto a un idioma excede el asunto lingüístico; se había encariñado con Barcelona. De ese tipo de querencias le hablaron Jaume y Caterina, varios meses después. Ellos provenían de Lleida, una región a dos horas de camino en bus. Siempre había manzanas en casa porque en Lleida abundan las manzanas. La juventud de la pareja había trascurrido a orillas del río Segre y entre grandes mesas en que las familias se disputaban los cargols a la llauna. Describían al detalle la Seu en una montaña, desde la cual se ofrecía una vista panorámica de los techos a dos aguas y la geometría de los campos agrícolas. Evocaban esas Terres de Ponent como un paraíso que, aunque ideal y formativo, habían dejado para instalarse en Barcelona; y lo que profesaban por la capital de Cataluña sintonizaba con lo que fue sintiendo la Query, tal como la llamaban sus caseros en la intimidad de las comidas. Las experiencias de ella se amplificaban sobre todo los fines de semana: retroceder dos milenios en el devenir de la Cataluña con bajar por el ascensor de un museo de historia en que se conservaba parte del bastión original, el periodo romano de Barcino, o deslizar los dedos por las huellas de la metralla homicida en la Plaza de Sant Felip Neri para intuir la dimensión de la guerra civil en un pueblo hambriento de democracia; asimismo, descubrir que a diez mil kilómetros del Perú había un Perú con deambular en los barrios de la ciudad: regresar a la Casa Amatller ya no solo por el vicio del chocolate, sino para comprar una pieza de menaje que fue diseñada siglos atrás por un virrey en Lima o entrar a un negocio de la Barceloneta para encontrar a la venta cajones musicales entre fotografías de Chabuca Granda y Caitro Soto. «Nuestros ritmos…», le susurró a don Gervasio para llevar la memoria hacia las canciones que escuchaban en la radio, cuando todavía era una colegiala. «Aquí encuentro, como mis caseros, mi tierra del poniente» escribió en la última página del cuaderno que utilizó en su curso final. Eso que no alcanzaba a definir cuando se dirigió al aeropuerto Jorge Chávez el año anterior, se parecía bastante al sentido de pertenencia. Ella no era experta en independencias, sino en dependencias desde la infancia en que pasó de la orfandad a tener una familia con su tío Gervasio; donde otros aspiran a vivir con total libertad, ella entendía la libertad como el hecho de convivir. Así veía su lazo; o lo veía mejor con el color desaturado, sin intensidad en el tono, sutil y reflexivo desde su rizo panzón hacia abajo y sus puntas en v, pacíficas. Mientras Barcelona fuera la Barcelona en que sabía encontrarse, todo estaría bien. Un día, luego de gestionar su nueva cita en la oficina de Extranjería, cayó en la cuenta de que pasara lo que pasara con el Procés, a ella le asignaban la fila de los extracomunitarios. Europea no era, menos aún con los trámites para prolongar su residencia, donde lo más caricaturesco era escribir su nombre de pila en un formulario: Querella. El canalla de su padre fue un canalla antes de abandonar a su enfermiza mamá; lo fue desde que le puso el nombre. Ella prefería ser Query… ¿Y qué designación cabía para Barcelona, su Barcelona? Cosmopolita y artística, nunca buscó alienarla ni la había asimilado; por el contrario, de a pocos, Query fue haciéndola suya porque entrañaba reminiscencias que reconocía. Para sus adentros, ese entorno mudaba hacia una mescolanza afectiva; un proceso con el cual se identificaba, el de hallazgos cotidianos que llamó barcelima. Y podía quedar en España o en Perú, hasta en Turquía y en Bolivia. Imaginó esa palabra en trazos amarillos de nueve letras y la visualizó en una camiseta; debajo pondría: «mi patria chica». [1] Este cuento se publicó originalmente en el libro Contes del Procés (Magma Editorial, 2019). Edición y prólogo de Pepa Novell. |
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