Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik: las fuerzas del lenguaje
Por Consuelo Triviño Anzola
Escritora colombiana
Alejandra Pizarnik nació en 1936 en Avellaneda, localidad cercana a Buenos Aires, y murió en 1972 a causa de una sobredosis de barbitúricos. Judíos rusos, sus padres emigraron a la Argentina en 1934 huyendo de Stalin y del nazismo. Procedían de la ciudad de Rovne, que durante la Segunda Guerra Mundial sería ocupada por los nazis y, al final de la contienda anexionada a Polonia. El nombre del padre era Elías Pozharnik, pero los funcionarios de emigración cambiaron su apellido. La madre, Rejzla Bromiker, que pasaría a llamarse Rosa, llegó embarazada de la hija mayor, Myriam. Veinte meses después nació Alejandra, llamada primero Flora, para sus padres “Buma”, que significa “flor” en yiddish, palabra similar a la alemana “blume”, que significa también “flor”.
El padre de Alejandra se dedicó a la venta de joyas con lo que consiguió salir adelante. Todo indica que se integró en un país donde la condición de extranjero no era extraña. Los esposos hablaban yiddish en el hogar, pero las hijas no lo aprendieron. César Aira sugiere que esa circunstancia influyó en la curiosa forma de hablar de Alejandra, con cierta tendencia a tartamudear.
Todos los parientes de Alejandra perecieron en el holocausto, salvo un hermano que se quedó en París. Pese al impacto de la experiencia vivida por esta familia, el origen judío no se hace explícito en la obra de Alejandra. Es evidente que esta circunstancia marcó su carácter, tanto como el pasado familiar, con una larga tradición de destierros y de persecuciones. No debe olvidarse que en la Rusia de los zares los judíos eran perseguidos por el ejército, como una forma de que estos obtuviesen una paga ante la precaria condición económica de los soldados en aquellos tiempos.
La vida y la obra de Alejandra transmiten su sensación de no encontrar un lugar en este mundo, del que se evadía hacia otras realidades. Se percibe en sus escritos un sentimiento de ajenidad respecto a su pasado, como indica este fragmento referido a los recuerdos de la infancia: «Mamá nos hablaba del blanco bosque de Rusia: “... hacíamos hombrecitos de nieve y les poníamos sombreros que robábamos al bisabuelo”. Yo la miraba con desconfianza. ¿Qué era la nieve? Para qué hacían hombrecitos? Y ante todo ¿qué significa un bisabuelo?»
Alejandra tampoco hace referencia a la convulsa situación social y política argentina que vivió el ascenso y la caída de Perón entre 1945 - 1955, con huelgas, manifestaciones y golpes de estado. Las realidades sociales no constituían para ella la materia poética. Sin duda, se distancia de la “realidad”, dado que se muestra férreamente encerrada en sí misma. Durante su etapa universitaria parece interesarse por ampliar lecturas y conectar con el mundo intelectual. Ni participa en la actividad política en la universidad ni se involucra en las acciones guerrilleras ni opina sobre las contraguerrillas que sembraron el terror a finales de los sesenta y principios de los setenta. Parecía repudiar la política acaso por proceder de una familia exterminada por el nazismo y el estalinismo, lo que quizás le impedía situarse en cualquiera de los extremos enfrentados. También es verdad que no vivió el momento más radicalizado en Argentina. “Nunca pensé en mis circunstancias personales: familia, estudios, relaciones, amigos. Me limité a sufrirlos como a testimonios opuestos al clima de magia y ensueño de mi memoria”, escribe en sus Diarios.
Sus biógrafos nos dicen que asistió paralelamente a una escuela pública y a una judía, sin hacer hincapié en la religión. Al terminar la secundaria en 1954, Alejandra se matriculó en Filosofía y Letras y en Periodismo, carreras que no concluyó. Por entonces ya tenía decidido su destino de poeta. Los estudios son una disculpa para relacionarse con espíritus afines y para leer, que es a lo que se dedica entre los 18 y 24 años. Por entonces conoce a su maestro y amigo Juan Jacobo Bajarlía que la introduce en el ambiente intelectual del Buenos Aires de mediados de los años cincuenta. También al pintor Battle Planas con quien descubre la pintura surrealista de Miró y Arp, así como la estética naïf que estaba en auge en Argentina. En 1955 publica su primer libro La tierra más ajena, que firma como Flora Alejandra. Un año después sale La última inocencia, este sí firmado como Alejandra Pizarnik.
La última inocencia incluye este emblemático poema que define su estética: “Alejandra Alejandra / debajo estoy yo/ Alejandra”. Se titula “Sólo un nombre” y recurre a lo que serán dos de los procedimientos característicos de su poesía: la brevedad y la dislocación del sujeto. Esta “dislocación” es una forma de expresar la ajenidad respecto a sí misma. Tal procedimiento le permite explorar distintas posibilidades del ser. Ella es una y muchas, dentro y fuera, vivas, y a la vez, muriendo. En sus Diarios demuestra ser consciente de ello: “La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Por hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi intento de hacer literatura con mi vida real, pues esta no existe: es literatura”.
Mediante la dislocación del sujeto puede desdoblarse, recurrir a las máscaras y despojarse de ellas. Pero lo que Alejandra busca es la luz en esa oscuridad en la que se hunde. “Me gustaría escribir en forma muy simple y clara”, manifiesta en sus Diarios, donde deja constancia de su esfuerzo por “escribir bien” por no traicionarse. Para ello estudia a los poetas que encajan con sus búsquedas y preocupaciones: Rimbaud, Nerval, Baudelaire, Lautrémont, etc. Con un plan de lecturas, se propone copiar y aprenderse poemas, corregir sus escritos, descartar lo que no sirve, para lograr un tono y un lenguaje “punzante y acerado como un cuchillo”.
La existencia de Alejandra se limita el proceso creador, al no encontrar un lugar en este mundo “real” y “cotidiano”. Ella no procede como se espera de una joven de su edad y de su medio: no busca empleo ni se prepara para ello, opta por depender de los padres. Vive con su familia hasta los treinta años, aunque en sus Diarios se muestra entusiasmada por la obtención de una beca que le permitirá cierto desahogo económico y, además, se maravilla de que la recompensa económica le llegue gracias a la poesía.
Alejandra era un ser diferente, el polo opuesto de su hermana. Ésta, dicen, guapa, esbelta, parecía más preparada para cumplir con lo que se esperaba de una mujer en un mundo convencional. En cambio Alejandra se nos presenta como una criatura andrógina, frágil, de aspecto aniñado. Quienes la conocieron recuerdan su descuidada indumentaria, su forma de hablar, deteniéndose en una palabra, sus peculiares costumbres, su refugio en la penumbra de un mundo evocador de la infancia, poblado de miniaturas y fetiches, de dibujos realizados por ella. Pese a su timidez, solía escribir cartas, a veces de amor, con una caligrafía pequeña y de líneas caprichosas. De estatura media, cabellos cortos, resultaba al mismo tiempo misteriosa e inquietante. Sus biógrafos nos dicen que era una joven acomplejada por el acné, la gordura, el asma y la tartamudez; que empezó tomando anfetaminas para adelgazar. Posteriormente recurriría a somníferos para combatir el insomnio, a calmantes para aliviar los dolores y a tranquilizantes para controlar sus nervios. La familia la protege hasta el punto de que el padre le costea las clases de pintura, el psicoanálisis y la estancia en Europa, entre 1960 y 1964, además de pagar la edición de sus primeros libros.
Por su sorprendente inteligencia y precocidad, la joven llamó la atención de las figuras más destacadas de la literatura en la Buenos Aires de los cincuenta, entre la que se contaban poetas de la dimensión de Olga Orozco y Enrique Molina, ya consagrados en los cuarenta. El maestro era el vanguardista Oliverio Girondo que junto con su esposa, Nohra Lange, constituían una pareja bohemia muy bien avenida, en torno a la cual giraba lo más selecto de la intelectualidad.
Bajo el influjo de las vanguardias estos poetas se mantenían abiertos a las novedades y a la experimentación. Alejandra es acogida por un círculo que la mima, no sólo por la diferencia generacional -ya que muchos de ellos le doblan la edad-, sino por su sorprendente talento. Pese a su juventud, entre 1955 y 1960 ya adquiere cierto renombre con sólo tres libros (Las aventuras perdidas, 1958, es su tercer libro). En aquella época se debatía entre los dos grupos dominantes, aquel que aspiraba a la “poesía pura”, una poesía que trataba de la poesía y que giró en torno a la revista Poesía, de Buenos Aires, fundada por Raúl Gustavo Aguirre. Otro grupo era el surrealista liderado por Aldo Pellegrini quien difunde el surrealismo en Argentina.
Alejandra necesitaba ser “original”; padecía la angustia de encontrarse en un mundo de palabras gastadas donde todo estaba ya dicho. Arrancar nuevos significado era un reto, una tarea fatigante, dolorosa, una estética distinta de la de Molina y Orozco. César Aira señala que la figura más influyente en ella es Antonio Porchia (1886-1968) un poeta menor, autor de un solo libro, Voces, muy elogiado por Breton cuya característica es su brevedad e intensidad, lo que pudo despertar el entusiasmo de Alejandra.
Podemos decir que Pizarnik pertenece a la estirpe de poetas que intentaron una fusión entre la vida y la obra. Escribió bajo el influjo del surrealismo, que retoma el sueño romántico del poeta que sacrifica su vida por un verso. La meta es viajar hasta las profundidades del idioma, restituirle a la palabra su carácter mágico, buscar esa piedra preciosa, de medida exacta, capaz de abrir la puerta de acceso al misterio, saltar al otro lado del espejo. Pero el poeta ha de estar libre de prejuicios y de condicionamientos, despojarse de lo ya sabido, para alcanzar la “pureza” original. La crítica señala en ella su apropiación de recursos del surrealismo, como la escritura automática y el encuentro de lo maravilloso, pero no deja de advertir que su escritura exigía también un rigor supremo que la obligaba a reelaborar esos hallazgos con un trabajo constante y disciplinado.
Pizarnik busca con obsesión el mundo encantado de la infancia, ese inquietante jardín donde lo insólito transcurre de manera “natural”. Como los niños, huye de la rigidez de los preceptos impuestos por el mundo adulto. De hecho se inspira en Alicia en el país de las maravillas. Su obsesión por esa niña extraviada en el jardín, víctima de la reina loca, es evidente a lo largo de su obra. En su jardín tropieza con criaturas perdidas o abandonadas, con una fauna y una atmósfera, en las fronteras entre lo real y lo imaginado. Toda emoción parece chocar con un freno, un cristal que bloquea el acceso a ese otro lado. Allí se encuentran pájaros muertos, o petrificados, espejos, princesas encerradas, o ciegas, flores como las lilas, azucenas, damas vestidas de rojo o negro: “La pequeña viajera/ morirá explicando su muerte / sabios animales nostálgicos/ visitaban su cuerpo caliente”, dice en Árbol de Diana (1962).
En su travesía, Alejandra se inspira en los poetas malditos o suicidas; comparte esa fascinación por la oscuridad y la muerte, que la mantiene en permanente vigilia. Sin embargo, la leyenda que la envuelve interfiere a la hora de señalar sus aportes. El mito de la poeta suicida es un obstáculo. En sus indagaciones, ella inventa personajes, que son múltiples versiones de sí misma, que la explican y niegan: “He mirado. He visto. Y no encontré a esa persona que me dirige desde su cueva”.
Y es que estereotipos como la “pequeña náufraga”, la “niña extraviada”, o la “estatua deshabitada”, avasallan a aquella persona que tan en serio se tomó su trabajo. La suya es una estética de la locura que le permitió acercarse a temas universales. Su escritura fragmentaria y discontinua, aporta ráfagas de luz. Cierta crítica sugiere que sus poemas son pequeñas islas de sentido separadas por el silencio, ese silencio al que ella aspiraba: “La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante”, plantea en Extracción de la piedra de la locura, 1968. Asimismo la crueldad que refiere cuando glosa la historia de Erzebet Báthory en La condesa sangrienta, 1971, donde aborda diversas temáticas: el erotismo como ratificación de la muerte, la significación del mal, la insaciable violencia del deseo y el vacío que precede a la consecución del placer. Sus lecturas de Bataille y de Bachelard incitan búsquedas nocturnas, indagaciones en torno al deseo y los sueños, intentos de encontrar la palabra inocente, pura, original.
Sin los recuerdos comunes de una patria, sin un pasado compartido, a Alejandra le faltan las sensaciones que permiten sintonizar con el entorno social, salvo cuando se trata de afinidades estéticas y afectos (Paz y Cortázar también fueron sus amigos y protectores en París). Ajena a una tradición, con una identidad múltiple y sin arraigo en un país determinado, también lo es respecto a sí misma, hasta el punto de dudar de su existencia: “Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte?”, se pregunta en El infierno musical, 1971. Se refiere a la música que busca en el poema que va escribiendo. Su verdadera patria fue el lenguaje y allí excavó con tenacidad arrancando significados ocultos.
Exiliada de este mundo, libre de condicionamientos sociales, políticos y económicos, Alejandra buscó arraigo en el lenguaje: “Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo quería rozar, como una araña el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria” (“Piedra fundamental”, El infierno musical, 1971).
Pero ¿dónde radica esa fuerza trascendente que le imprime a su poesía? La crítica insiste en su cercanía con el surrealismo, con procedimientos como el predominio de las imágenes oníricas, la dislocación del sujeto, que constituye una vuelta de tuerca al mito del poeta romántico. Su alimento es la materia vivida: trances nocturnos angustiados, impresiones que le dejan ciertas lecturas, imágenes que atrapa, así como una tensa relación entre el significante y el significado. El resultado es una concentración y sobrecarga de sentido. Ella encarna un personaje que puede ser una muchacha, unas veces vestida de vieja y otras de niña: “Se fuga la isla/ y la muchacha vuelve a escalar el viento. La isla, la fuga, la muchacha, el viento”. Y logra la brevedad a fuerza de eliminar las sucias adherencias ideológicas, sociales, los condicionamientos, para entregarnos las palabras esenciales. Pero su búsqueda de un lenguaje “puro” la mantiene en una lucha consigo misma. Así, el 15 de noviembre de 1964 escribe en sus Diarios, “Al menos me estoy matando. Y ese sueño con la asesina y la víctima. Yo era las dos. Si salvas a la víctima tendrás que matar a la asesina”.
Enfrentar la muerte como un juego de niños, adentrarse en el misterio de lo prohibido, romper tabúes, poner del revés las mitologías, parece ser su destino. La muerte, la niña y la muñeca, se sientan a tomar el té y, como en los cuentos de terror, la muñeca abre los ojos. El erotismo es a la vez ritual de muerte como en “Violario”, donde se establece un juego de significados entre las palabras violación, violeta, vieja, velorio, en un funeral, donde una vieja abraza estrechamente a una muchacha, haciéndola temblar de risa y terror.
Todo ello es el resultado de sus tortuosas experiencias, de una conciencia de los límites del lenguaje, de un vasto horizonte de lecturas, y del conocimiento de ciertos autores como Alfred Jarry, Ionesco, Cortázar, o Michaux, Alejandra estudiaba con el ánimo de encontrar las claves que le permitieran resolver los dilemas respecto a la creación. En “Fragmentos para dominar el silencio” se representa así: “Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una niña densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera muerte? He querido iluminarme a la luz de mi falta de luz. Los ramos se mueren en la memoria. La yacente anida en mí con su máscara de loba. La que no pudo más e imploró llamas y ardimos”, palabras que anticipan el final, el silencio que todo lo dice y la condena a ser no siendo.
Consuelo Triviño Anzola. Bogotá, 1956. Es doctora en Filología. Reside en Madrid donde trabaja en el Instituto Cervantes. Ha publicado las novelas Prohibido salir a la calle (Planeta 1998, Mirada Malva 2009, Sílaba Editores 2011, Seix Barral 2022), La semilla de la ira (Seix Barral, 2008), Una isla en la luna (2009), Transterrados (2019) y Ventana o pasillo (Seix Barral, 2021), los libros de cuentos La casa imposible (2005), Letra herida (2012), Extravíos y desvaríos (2013) y El ojo en la aguja (2019), así como biografías de José Martí (2004) y de Cervantes (2013). También tiene obra de crítica literaria. Esta su primera novela, Prohibido salir a la calle, fue considerada por la revista Semana, de Bogotá, como una de las mejores de la literatura colombiana moderna. En el volumen No era fácil callar a los niños varios críticos conmemoran los veinte años de esa novela y destacan la fuerza de su ficción testimonial y el profundo e íntimo concepto de su lengua.