Jaime Siles
LA MIRADA DE JAIME SILES A LA VIDA DESDE CANON A HIMNOS TARDÍOS
Por Pedro García Cueto
Profesor del IES Palomeras en la especialidad de
Lengua castellana y literatura y crítico literario.
Jaime Siles nació en Valencia en 1951. Fue estudiante en Salamanca, Tubinga y Colonia. Fue catedrático de las Universidades de St.Gallen y La Laguna.
Actualmente, es catedrático de Filología Latina en la Universidad de Valencia. No sólo destaca como poeta, labor que ocupa el centro de mi estudio, sino que tiene publicados interesantes ensayos como El barroco en la poesía española (1976), Mayans o el fracaso de la inteligencia (2000) o Más allá de los signos (2003).
Esta labor como ensayista no invalida sino que incrementa su interés por otras facetas, como la de traductor de autores tan destacados como Paul Celan, William Wordsworth y Arno Smichdt.
Jaime Siles ha recibido importantes premios por su labor poética: Premio Ocnos en 1973 por Canon, Premio de la Crítica del País Valenciano y Nacional de la Crítica por Música de agua. Otro premio importante fue el que recibió en el año 2003 por toda su obra, el Teresa de Ávila. Sin olvidar el Fundación Loewe y el Premio Internacional Generación del 27, entre otros muchos.
La relación entre el sentir humano en la naturaleza se puede ver en Canon (1969-1973), en el famoso poema “Tragedia de los caballos locos”, donde culmina la idea de lo mítico en la figura del caballo, pero también la concepción de lo humano, ya que el equino tras el contacto con las yeguas va a morir al final del mismo.
Imágenes hermosas como: “Van manchados de espuma / con sudores de sal enamorada, / ganando las distancias / y llegan a otra playa / y al punto ya la dejan” (vv. 18-22).
Los caballos son nómadas, seres errantes que no conocen un lugar fijo para asentarse. El encuentro con las yeguas simboliza la plenitud amorosa. Llega la música como si nos adentrase en el espacio de la muerte. El máximo erotismo del encuentro tiene como telón de fondo la agonía tras el placer: “Ya no existen más furia, ni llama que el amor, la dicha de la sangre, / las burbujas amorosas que resoplan / al tiempo que montan a las hembras” (vv. 36-39).
La llegada de la muerte los vuelve humanos, tras haber sido dioses. No hay sosiego en esa lucha de titanes, en ese encuentro con el poder devastador de su ambigua naturaleza: “Y es entonces el trepidar de pífanos, el ruido de las cornamusas, / el musical estrépito / que anuncia de la muerte la llegada” (vv. 40-42).
Como si el caballo se desintegrase tras el placer, lo que revela que todo es pasto de la destrucción. Siles parece decirnos que nada permanece, todo vuelve al vacío de donde nació: “Oscurece. La muerte los empaña, ellos se entregan / y súbito, como en una caracola fenecida, en los oídos escucho / un desplomarse patas rabiosas, una nube de polvo levantado por crines / un cataclismo de huesos que la noche se encarga / de enviar hacia el olvido” (vv. 45-49).
En Siles el proceso de la vida se torna desesperanza. Si en un principio decía: “Lejanos, muy lejanos, / ni la muerte los cubre” (vv. 13-14), luego será ésta la que asole el panorama vital: “Oscurece. La muerte los empaña, ellos se entregan…” (v. 45).
El poema termina como finalizó “Siesta”, perteneciente a Biografía sola, diciendo el mismo sustantivo: olvido.
Decididamente, no hay memoria, si en “Siesta”, el “caballo de oro” tenía agreste azul, olvido, aquí los caballos locos se deshacen levantando el mismo polvo que antes lo hicieron los dioses y, ahora, vencida ya la inmortalidad, los animales perecederos.
En “Alegoría” (1973-1977), destaco el poema “Exteriores”, cuando dice lo siguiente: “En una claridad que se presiente, / llena de luz, temblor entre dos ecos” (vv. 1-2). La voz es importante para el poeta, porque reverbera en un espacio de luz y sonoridad: ecos.
Lo es también el color, la transparencia que da la claridad del día: “Nieve en cristal que sólo un sueño irisa, / arena entre la voz, / fuego en el aire / y sólo olas” (vv. 3-5). La blancura viene con la nieve, ya que sólo a través de ese color podemos ver cómo se filtra la luz. Hay una relación íntima entre el lenguaje (voz) y la naturaleza (arena, fuego).
Todo se resume en el mar: “y sólo olas”, lo que confirma que el espacio levantino pesa sobre el poeta. Siles se siente arraigado a su luz, a sus amaneceres o sus postales de ocaso.
Pero el mar no dice la verdad, lleva implícita la condena del hombre, su caducidad: “Olas como cuchillos que mintieran / de un resplandor las sombras prohibidas” (vv. 6-7). Si Vicente Aleixandre tituló uno de sus libros Espadas como labios, el poeta valenciano, consciente de la tradición y admirador confeso del gran poeta del 27, expresa en su verso que el mar engaña, sólo es sucedáneo de la vida, un espacio que niega nuestro afán de respuestas.
Pero es en Música de agua (1978-1981), donde el poeta afina su sentir, hasta el punto que hace del lenguaje una arquitectura, una torre bien armada donde prevalece el espacio sobre el tiempo. Lo dice claramente en el poema que lleva el mismo título que el libro: “El espacio / -debajo del espacio- / es la forma del agua / en Chantilly” (vv. 1-4).
Pero no sólo se fundamenta el espacio a través del líquido elemento (el agua, clara metáfora del tiempo) sino a través de la palabra. En la senda de Veyrat, Siles conoce que el lenguaje inventa el mundo, no en vano a través de él tenemos memoria de las cosas, ya que la palabra escrita permanece, frente a la evanescencia, la fugacidad del lenguaje oral.
Por ello, predomina el mundo escrito frente al ámbito de la oralidad, cuya función es la de dejar huella, inscribirnos en el tiempo para siempre: “No tú, ni tu memoria. / Sólo el nombre / que tu lenguaje escribe / en tu silencio” (vv. 5-8).
El lenguaje más hondo es el que no tiene palabras, sino que vive en nuestro interior, se trata, como diría Gerardo Diego, de un lenguaje que nace del dolor y que debe ser protegido de toda voz pronunciada. Lo dice espléndidamente en su poema “Callar”, perteneciente a su libro Amor solo (1958): “Callar, callar, no callo porque quiero / Callo porque la pena se me impone / para que la palabra no destrone / mi más hondo silencio verdadero”.
Estas palabras interiores del poeta del 27 las suscribe Siles, ya que es allí, en el silencio, donde germina la verdad humana, su emoción verdadera.
Y al final del poema triunfa lo transparente, un lenguaje no escrito, hecho con gotas de agua: “un idioma de agua, / más allá de los signos” (vv. 9-10).
Imagino el lenguaje de los sonidos como las gotas cuando caen, no en vano, el título del poema es “Música de agua”, porque el lenguaje de la música es tan abstracto que nos revela lo interior, lo más hondo de nosotros mismos.
Magnífico ejercicio del poeta valenciano para desentrañar la voz del tiempo en el espacio inolvidable del líquido elemento.
Para concluir este apartado que relaciona el poema de Siles con el de Diego, es importante decir que, para el poeta del 27, el libro “Amor solo”, está relacionado con la música, como fuente de luz, espacio de creación y, como señaló Armando López Castro en Cuadernos Hispanoamericanos (nº 553-554, agosto de 1996): “De ahí que el poeta, como el místico, se sitúe paradójicamente entre el silencio y el lenguaje, forzándolo a decir lo indecible en cuanto tal” (p. 33).
El acto de escuchar (sigo a López Castro) es a la vez religioso y poético. Para Gerardo Diego, como para Siles, el lenguaje interior es revelación no sólo de nuestro propio mundo, sino de la apertura al mundo de los otros, cuya hondura existe y debemos intuir a través del silencio verdadero.
Pero no hay que olvidar otro tema que aparece en Música de agua, me refiero a la noche. Se trata de otro espacio clave en su obra. Refiere al ámbito de la creación (en la senda de Juan Gil-Albert cuando el lector se empapa del mundo de Proust en el poema “A las páginas manuscritas de Proust”, perteneciente a su libro Los oráculos, testimonio revelador del universo poético del escritor de Alcoy).
Para el poeta valenciano la noche es espejismo, pero espacio donde ocurre el milagro del ser, aunque, como siempre en su poesía, todo se transforma en nada.
Al igual que en “La tragedia de los caballos locos” o en “Siesta”, el poeta valenciano parte del entusiasmo: “La noche te escribe, / te transcribe, / te inventa” (vv. 1-3), pero, más tarde, todo se transforma en un lenguaje que revela el vacío, todo ser esconde su dicha y su desolación, es esta última imagen devastadora de la caducidad humana: “La / Tierra de la Noche / la Terra della Notte, / terracota o destino / o escritura que inventa / lo distante de ti, / lo más allá de ti: / alfabeto nocturno de la nada” (vv. 14-21).
Todo espacio sagrado: “la noche” es creación, pero también ámbito vulgarizado por el uso: terracota. Con la conjunción disyuntiva “o” el poeta sabe que todo tiene dos caras y que debemos elegir una de ellas. Sin embargo, la otra, el destino, es la trayectoria que lo lleva al vacío, condición humana, como lo fue en los poemas de Ricardo Bellveser o de César Simón.
Continúa el poeta valenciano con Columnae (1982-1985) esa exploración por lo aparente y por lo que esconde esa apariencia. Si la noche revelaba la creación y el vacío en “Blanco y azul: Gaviotas”, el poeta valenciano vuelve a las olas, metáfora del tiempo, vaivén inefable de nuestra condición humana.
El poema está lleno de transformaciones, las olas se hacen espuma y se convierten, por contacto del cielo, en palomas. El poder transformador de la imagen y, por ende, de la palabra está en el poema.
Desde lo etéreo (las olas) hasta lo tangible (las palomas). Lo dice así: “Cosas / en transparencia, siendo / ondulación en forma / de sal hacia lo blanco / del azul en palomas” (vv. 4-8).
Y la importancia del lenguaje como si fuesen palabras en un pentagrama: “Un brillo lento irisa / el cielo gris de comas. / Alas en vuelo leve / Picos, patas, gaviotas” (vv. 13-16).
El poeta va desde lo pequeño (la porción del cuerpo: picos, patas) al cuerpo en sí: gaviotas. Al igual que las corcheas de un pentagrama, el universo está lleno de pequeñas cosas que lo confirman y le dan fundamento.
La imagen del vuelo en círculo busca la perfección y la figura puntillista de ese cuadro que nos regala magistralmente el poeta: “no vuelan, se suceden / en círculo, redondas, / y pigmentan de puntos / alas, hilos y olas” (vv. 17-20).
Con la aliteración de la l, como antes lo fue de la p, el poeta busca el efecto musical y sonoro del lenguaje. Sabe Jaime Siles que el lenguaje es misterio, evocación y que está relacionado con los otros artes (música, pintura) que no son sino otras formas de lenguaje hecho con palabras.
El dinamismo del poema es magistral: “Se derrama, azules / de blanca sed las cosas. / Se dispersan, se pierden, / en claridades, otras” (vv. 25-28).
Todo conduce al movimiento, las gaviotas se ven, pero también desaparecen en el continuo fluir del Universo que nos regala su belleza, para que, con nuestra muerte, ver la desaparición de todo lo amado.
Siempre en continua transformación, el poema termina como si se tratase de una cámara que filma: “Desaparecen: huyen. / Vuelven, regresan, tornan / -blanco y azul en plumas- / picos, patas: gaviotas” (vv. 29-32).
Los colores elegidos por el poeta son los del mundo modernista, colores que simbolizan el universo, espacios de contemplación: mar y cielo.
Aparece, de nuevo, el azul, en “Lo azul y lo lejano”, dedicado a Javier Siles. El poema (muy extenso) refleja diferentes paisajes. Me quedo sólo, para no extenderme demasiado, con los cuatro versos finales: “A todo lo que existe / más allá de uno mismo. / A todo lo lejano, / navegar, navegar” (vv. 69-72).
La decisión está clara, la búsqueda de uno mismo es la base de nuestra vida (el ocio contemplativo de Gil-Albert), pero también la comunicación con otros, buscando el sonido interior de viajes, gentes, cimientos para enriquecer nuestra vida.
Escribió entre 1987-1990 Semáforos, semáforos, interesante libro para jugar con el lenguaje y su poder transformado, pero me inquieta más Himnos Tardíos (1991-1999), libro donde el poeta vuelve a reflexionar sobre el espacio y el tiempo, sobre la identidad del yo y sus fantasmas. El poema lo es todo, no es una forma de expresión que persigue el sentido estético, sino que es mucho más, revelación de los afectos y de las íntimas emociones: “No está el poema, no, en el lenguaje / sino en el alfabeto de la vida” (vv. 14-15).
La mirada a la vida de este gran poeta, un gran humanista de nuestro tiempo, queda bien expresada en su poesía, de gran hondura existencial.
Licenciado en Filología Hispánica, Doctor en Filología y Licenciado en Antropología por la UNED. Profesor de Educación Secundaria en lengua castellana y literatura en la Comunidad de Madrid, Pedro García Cueto ha sido profesor asociado en la UNED, participante en Congresos, crítico literario en revistas literarias como República de las Letras, Quimera, Cuadernos Hispanoamericanos, Cuadernos del Matemático, Barcarola, Alhucema, la revista de cine Versión Original y revistas en la red como Letralia, Ómnibus y Cinecritic, entre otras.
Ha publicado los siguientes libros de ensayo literario: La obra en prosa de Juan Gil-Albert (2009), El universo poético de Juan Gil-Albert (2010), La mirada del Mediterráneo, estudio de doce poetas valencianos contemporáneos en lengua castellana (2012), Juan Gil-Albert y el exilio español en México (2016), Francisco Brines, el otoño de un poeta (2021) y La llama poética de Luis García Montero (2022). Ha publicado los libros de cine: Solos ante el cine (2020), Sombras del celuloide (2022) y La complejidad del actor, Robert de Niro (2023). También, las novelas: La primavera de nuestro desencanto (2018), Los bulevares de invierno (2019), Renglones en la lluvia (2021), Las nubes pensativas (2023) y Lorca, espejo y sueño (2023) y tres poemarios: El sueño de las alondras (2018), La lentitud de la noche (2021) y La caligrafía del mar (2022). En breve saldrán José Sacristán, un actor para la escena (2024) y Pasolini, el poeta del amanecer (2024).