César Antonio Molina


Regresar a donde no estuvimos: El tejido emocional de César Antonio Molina


Por Pedro García Cueto


Profesor del IES Palomeras en la especialidad de 

Lengua castellana y literatura y crítico literario.

 

 INTRODUCCIÓN

  Late el pensamiento, vuela alto sobre un espacio que parece no acabar nunca: el de la memoria, donde César Antonio Molina (La Coruña, 1952), con su dilatada trayectoria, ha ido gestando una obra cuidadosa, esmerada y atenta al mundo de la cultura. Es un hombre que vive ese universo de la palabra bien dicha, donde las piedras de la Antigüedad hablan, nos susurran o musitan su lamento.

 

Este poeta, ensayista y articulista gallego busca siempre el afán de saber, de contemplar el mundo con los ojos bien abiertos. Cuando habla de Rilke en su libro Lugares donde se calma el dolor, nos dice que el poeta hace posible la comprensión del mundo:

 

“Para Rilke, el mismo hecho de la escritura era una pesada obra manual. Los poetas, entonces, hacen posible la comprensión o entendimiento del mundo. Los poetas crean el mundo para el hombre; pues como mundo se entiende para él lo existente, lo que aparece delimitado del fondo caótico e indeterminado, mediante la configuración del lenguaje, y se hace visible como mundo interpretado”.

   En estas palabras del libro ya entendemos que la poesía es una traducción al fondo de las cosas verdaderas, como el bagaje del escritor gallego que va mirando todo con atención, porque viaja y en cada encuentro con el pasado se hace presente: la casa de Tolstoi, el lugar donde dejó su vida Stefan Zweig… Tantas ciudades amadas, tantos laberintos del ser.

  En Lugares donde se calma el dolor asistimos a una continuidad de libros anteriores de ensayo como Donde la eternidad envejece, donde nos habla del camino. Porque caminar es volver a ver, es encontrarse de nuevo, mirarse a uno mismo en cada lugar, recrearse para volver a sentir la verdadera vida:

 

“Caminar por un sentido religioso, pero también por el simple hecho de encontrarse consigo mismo en el camino. El hombre contemporáneo necesita salir, irse del ruido, de lo superfluo, recuperar el silencio”.

Harto de sonidos que rompen la armonía de las cosas, es en el viaje donde el hombre encuentra su verdad, en ese silencio de la naturaleza, en los espacios cerrados de las casas donde vivieron los escritores admirados, en los lugares que, recordando el libro antes citado, se calma el dolor.

Dice el escritor en este libro: “Caminar no es buscar el misterio en lo ajeno sino en lo propio”. En el camino uno vuelve a ver la vida, contempla “el río que nos lleva”, recordando el título de la novela de José Luis Sampedro. Somos seres errantes, “vidas errantes”, título de aquella famosa película norteamericana, seres que se encaminan a la muerte, en el espejo manriqueño, porque “nuestras vidas van a dar a la mar que es el morir”.

Y, para no morir del todo, permanecemos, viajamos, caminamos, leemos libros, vemos películas, escuchamos música; en el arte y en la vida late ese encuentro maravilloso con nosotros mismos.

Por ello, es un goce leer los libros de César Antonio Molina, cuando recuerda la Alejandría de Durrel, tan misteriosa, en un tiempo ido o cuando él leyó en los años setenta el maravilloso cuarteto, que también me enamoró hace ya décadas. Como nos dice en Donde la eternidad envejece, ya no queda nada de aquello, pero la lectura ha quedado impresa en la memoria y en el corazón, palpita dentro de uno, como los grandes libros que nos han acompañado ante una vida a veces decepcionante y solitaria.

“Todos, en este sentido, somos Darley. Buscamos el pasado remoto y contemporáneo sin darnos cuenta que nosotros mismos formamos ya parte de él”.

   Somos, como dice el escritor gallego, “fantasmas evadidos del tiempo”, seres evanescentes, que se deshacen en la bruma, como nuestra propia vida que, al final, tras la muerte, será un recuerdo para los que nos amaron pero que nada será ya en realidad. Como una antigua lectura, un paisaje amado, nuestra vida quedará enterrada en unos pocos ecos, unas pocas voces, unos leves latidos.

 

También el concepto de escritura palpita en el libro. Hay una afirmación contundente sobre ese acto de crear, porque el escritor sabe que las palabras también son espejos de nosotros mismos, nos hacen, nos pulen, nos convierten en seres humanos, creando ese otro yo que es el propio escritor cuando se lee. Como el lector que escribe, en silencio, una novela interior, solo suya, completando aquella que lee, como nos ha recordado Francisco Brines sobre ese segundo escritor que es el lector en realidad.

Dice César Antonio Molina: “Escribir no sólo es un servicio público, sino mucho más. Es una creación del ser humano que muestra sus sentimientos y pasiones”.

Así, con sentimiento y pasión, ha ido Molina creando sus ensayos, como los reflejos que aparecen en Vivir sin ser visto, otro de sus libros de memorias. Todo está ahí: el tiempo, la cultura, el amor, la nostalgia, todo un homenaje al ser humano que somos, espejos de la nada pero tan vivos en realidad que, a veces, cuando sentimos de verdad, parecemos inmortales. Con estos libros, uno se hace eterno, costando volver a la realidad mediocre de cada día después de su gratificante lectura.

 

   En este libro que inicio, navego por el universo de un creador infatigable, que ha hecho del lenguaje su mundo y su universo, un renacentista de nuestro tiempo.

 

 

REGRESAR A DONDE NO ESTUVIMOS


  César Antonio Molina nació en La Coruña, se licenció en Derecho y en Ciencias de la Información y se doctoró cum laude con un trabajo de investigación sobre La prensa literaria española. Poeta importante con obras como Las ruinas del mundo, Para no ir a parte alguna y Olas en la noche, destaca también como crítico literario en el ABCCultural y ha ocupado cargos tan importantes como el de Director del Círculo de Bellas Artes y empezó en la sección de las páginas de cultura del suplemento Cultural Diario 16.


   César Antonio Molina va trazando un paisaje de palabras en sus libros u quiero empezar por este excelente tomo, editado por Península en el año 2003, donde el escritor se pasea por su pasado, investiga en muchos recuerdos que han ido trazando su paisaje vital.


  Es el pensador un hombre reflexivo donde laten muchas voces, ecos de un tiempo que el escritor ha ido condensando en su mirada. De alguna forma, el escritor gallego vive esos espacios luminosos de los personajes que ha amado y que ha admirado y va invitando al lector a acercarse a sus mundos.

  Me detengo en su largo estudio del universo de Lezama Lima que está presente en el libro, son muchos los que aparecen e iré destacando los que más me han llamado la atención. César Antonio Molina penetra en la estancia de Lezama. La necesidad del escritor gallego de ver la casa donde vivió el genial cubano. Así describe el prodigioso lenguaje de Lezama:


“una nueva forma de mirar a través de un peculiar sentido del lenguaje, una profundización en la realidad, una inquietante y misteriosa trascendencia, renunciando a la complejidad de lo claro y lo fácil”.


  Pasea el escritor gallego por el paisaje en ruinas de lo que fue esplendoroso. Habla de aquella casa del número 126 de Trocadero, ese aire neorrenacentista, palaciego, está presente en su descripción. La imaginación traiciona al escritor gallego que se imaginaba un bello lugar, donde Lezama escribiría mientras fumaba, ahogando su asma, pero no era así: lugar umbrío, oscuro, donde el escritor cubano, envuelto en las sombras y las volutas de humo persigue la luz del mundo.


  Nos cuenta César Antonio Molina que Lezama vivió allí desde 1929 a 1976. Como buen pensador, en cada espacio de su búsqueda por los escritores del mundo se fija en la Biblioteca y encuentra que apenas hay libros, todos están en la Biblioteca Nacional. Lezama ordenaba como un amanuense que va descifrando los textos antiguos, mientras apuraba el humo del puro, envuelto en la neblina del tiempo.


  Todavía encuentra unos mil volúmenes que son el resto de tanta cultura que persigue este hombre henchido de sabiduría que cree en el viaje como forma de conocimiento. Y se centra en la obra del escritor, cuando sus hermanas se fueron y redactó Paradiso. Es un paisaje de luz, un tesoro que se derrama en cada página, una orfebrería del lenguaje, puro palimpsesto donde se esconden los mayores secretos del mundo. César Antonio Molina persigue la voz de los muertos y sus páginas, recorre en sus obras el eco que la palabra ha dejado.


   El escritor gallego dice:


“El piso de Trocadero es como el antro de la Sibila. Se avanza por el pasillo, angosto y carente de luz, hasta la cueva donde daban los oráculos. Este ámbito misterioso, muy en consecuencia con su obra, me resulta interesante comparado con otro que, a no muchos kilómetros de aquí, en San Francisco de Paula, adquirió Ernest Hemingway”.


   Siempre busca el escritor gallego el paisaje de luz de las palabras, abraza esas sensaciones que va dejando el tiempo. Para César Antonio Molina “Lezama es un coleccionista de antigüedades”, que van latiendo en su interior, cada objeto tiene eco y luz e ilumina el orbe entero. Cada palabra de su Paradiso es un mundo para descifrar y traducir extensamente.


  Muy bello es cuando el escritor gallego dice que la biblioteca de Lezama es el bosque del conocimiento:


“Sus libros – todavía podemos percibirlo- a resina, a frescor de jara o a lavanda…”


   Pero Molina nos dirá más ya que sostiene que los escritores siempre quieren escribir la obra que leen. Cierto, porque los libros que amamos sustentan nuestra mirada, nos abrazan en la inmensidad de la noche y nos convierten en lectores apasionados de un libro que hemos escrito mentalmente para siempre. Todos somos Lawrence, Lowry, Durrel y tantos que hemos amado, porque los libros se nos han pegado a la piel, se han convertido en nuestro alimento, los hemos adorado con la fe y la devoción del amanuense.


  La enfermedad de Lezama se convirtió en un espacio de creación, como le pasó a Proust, el asma aceleró la belleza de lo intangible de lo escrito, lo hermoso de lo que no se ha dicho, pero está en el texto y presentimos que vive y respira en nosotros.


  Y la labor de construir “un sistema poético del mundo”, porque el lenguaje es catedral donde Lezama rezaba con las palabras para construir la liturgia de lo creado.


  Recuerda en este libro el escritor el pasado, sus años de estudiante, porque todos volvemos a los lugares en que estuvimos, pero también a aquellos que hemos imaginado. Hay una necesidad vital de regresar, de encontrar de nuevo la silla donde te sentabas, el espacio que ocupaste, el patio donde jugaste. Somos seres invadidos en la melancolía que regresamos siempre al pasado.


  En el libro, cuenta la llegada de la carta de un amigo que le recuerda los veinticinco años que han pasado desde su licenciatura, pero César Antonio Molina no conserva fotos de ese momento, ni orlas para recordar de nuevo desde la lejanía. Vuelve a Santiago de Compostela, la descripción que hace de la llegada a aquella ciudad amada es excelente y nos envuelve de nuevo en el viajero que hace del ensayo su forma de vivir y de estar en el mundo.


Y la ausencia de algunos alumnos que ya no están, como en este párrafo que dice:

“Nos fotografiamos en las escalinatas y empezamos a echar de menos algunas tristes ausencias. Yo, por ejemplo, a Javier Merino. Era un muchacho de Ponferrada con quien preparé muchos exámenes en las noches húmedas y lúgubres del invierno, estudiando en su piso de la rua da Conga”.


   Hay una melancolía presente, un estar en el lugar amado, pero también sentir que ya no están presentes los que estuvieron allí, porque la vida va desvelando sus ausencias, sus tragedias cotidianas. También recuerda el aula, ese espacio de estudio, en los días fríos del invierno:


“La primera planta del edificio donde estuvieron nuestras aulas se encuentra tal cual era. El claustro tiene ahora algunos árboles plantados. Celebramos el acto en la última aula, la número ocho, la más cercana a la puerta que da al pequeño jardín y a la cafetería”.


   Y también la pasión escondida, que manifiesta el escritor, cuando iba siempre a la capilla de la Universidad, donde miraba a una joven que le encandila, porque solo el amor escondido es el que va tejiendo nuestros hilos afectivos, un amor que se abraza al tiempo, que recordamos cuando ya no estamos allí. Muchas veces, evocamos a quien amamos en silencio, a quien no tocamos, a quien no acariciamos:


“Había una joven que acudía allí todos los días a última hora. Sus ojos eran de un azul intenso, su cabello negro y muy rizado, y su tez tan blanca que competía con aquellos mármoles”.


César Antonio Molina hace del lenguaje orfebrería, destaca esa mujer que escondida en el tiempo ya es llama para él. Para el escritor, ese desconocimiento de la mujer es también una forma de tejer el tiempo, de vivir con la ilusión de lo que nunca llegará a suceder. Llega la conversación, se llamaba Leonor y el escritor va hilando palabras que son recuerdos, lianas del tiempo que se suceden, porque el lenguaje es una lámina fija, un paisaje cristalino que te devuelve lo que dijiste o lo que pensaste.


   Todo este pasaje en el que cuenta la vuelta a Santiago está tamizado con el perfil de la mejor evocación, construido con la delicadeza del que sueña, pero que ha vivido realmente lo que aconteció. Navega César Antonio Molina entre el espejismo y la realidad, urdiendo una trama de miradas, de roces, de recuerdos.


   Me gustan especialmente sus recuerdos de Italia, de ese encuentro con Queta. La magnífica mirada de un escritor que evoca esas clases de Etruscología, cuando sueña y, con la capacidad onírica de dar espejos al mundo que en la inconsciencia creamos dice:


“Queta aparecía totalmente desnuda; en curvas, misteriosa y sonriente, escondida en un gesto de aparente pudor lo que hay que guardar de la mirada”.


Y en otro viaje, en Berlín, su amor por el cine, que desvela la realidad de un hombre que ha perseguido la vida como si fuese un sueño, que ha dejado en cada rincón sombras y luces, pero que sabe que todo lo que es llama será un día. ceniza.


   En el Museo del Cine, César Antonio Molina repasa películas y ve el vestido que llevaba Marlene Dietrich en El ángel azul:


“Cada ropa queda autentificada pasando junto a la vitrina un fragmento de película. Nos dan idea de su poca talla y también de su extrema delgadez”.


   Y, para concluir (son muchos los paisajes que encuadran el libro) su visita a Isla Negra. Cuando pasea por aquel mágico lugar, el poeta que siempre ha sido el escritor, crea un lienzo de palabras al decir:


“Ahora el visitante puede ir paseando con cuidado entre una infinidad de mascarones de proa y de conchas marinas, y una impresionante colección de botellas dotadas con todas las formas imaginables que hay en las tabernas que atendía Neruda preparando unos cócteles que gustaba inventar para sus amigos”.


   Comentará la belleza de Isla Negra, con muchas cajas de música, mascarones de proa y el mar azul que es el tiempo convertido ya en evocación inolvidable del que se ha bañado en sus aguas.


Regresar a donde no estuvimos es volver con el recuerdo, pero también con la imaginación, es de nuevo visitar al tiempo y hallar lo desconocido que hay en la memoria, ensoñación de un caminante que es viajero de una época eterna. El escritor crea con su prosa no solo lo vivido, sino lo imaginado en un libro inolvidable.

Licenciado en Filología Hispánica, Doctor en Filología y Licenciado en Antropología por la UNED. Profesor de Educación Secundaria en lengua castellana y literatura en la Comunidad de Madrid, Pedro García Cueto ha sido profesor asociado en la UNED, participante en Congresos, crítico literario en revistas literarias como República de las Letras, Quimera, Cuadernos Hispanoamericanos, Cuadernos del Matemático, Barcarola, Alhucema, la revista de cine Versión Original y revistas en la red como Letralia, Ómnibus y Cinecritic, entre otras. 

Ha publicado los siguientes libros de ensayo literario: La obra en prosa de Juan Gil-Albert (2009), El universo poético de Juan Gil-Albert (2010), La mirada del Mediterráneo, estudio de doce poetas valencianos contemporáneos en lengua castellana (2012), Juan Gil-Albert y el exilio español en México (2016), Francisco Brines, el otoño de un poeta (2021) y La llama poética de Luis García Montero (2022). Ha publicado los libros de cine: Solos ante el cine (2020), Sombras del celuloide (2022) y La complejidad del actor, Robert de Niro (2023). También, las novelas: La primavera de nuestro desencanto (2018), Los bulevares de invierno (2019), Renglones en la lluvia (2021), Las nubes pensativas (2023) y Lorca, espejo y sueño (2023) y tres poemarios: El sueño de las alondras (2018), La lentitud de la noche (2021) y La caligrafía del mar (2022). En breve saldrán José Sacristán, un actor para la escena (2024) y Pasolini, el poeta del amanecer (2024).