"Afán" de Ricardo Tello Tovar

 

Afán


Por Ricardo Tello Tovar

Primer premio relato, 27º Certamen Frida Kahlo 

 


La mañana en que Tadeo murió era tan helada que no supe identificar los temores en el choque de mis dientes. Besé las manos frías de Alaia y la miré a los ojos, a ambos, pasando la mirada del izquierdo al derecho varias veces, y ella hizo lo mismo. Era como mirar dos rostros distintos.

—Te amo.

 

—Yo a ti.

 

Lo decíamos en serio. Esas palabras, casi invisibles tras la rutina, contenían y desbordaban la seguridad, el bienestar, y la pasión con sus reptiles ahítos. Por primera vez no me recomendó que condujera con cuidado. No cerró la puerta del apartamento hasta que no me vio salir del edificio. Antes de subirme a la camioneta miré hacia arriba, la vi en la ventana enrejada de metal blanco asomada junto al perro, y les mandé besos.

Salí del pueblo por la carretera oriental, esa que se sumerge en el bosque enmarcado por el Instituto Técnico y el cementerio. En las montañas me vi en una niebla impenetrable. Cuando los espesos y húmedos vapores comenzaron a abrirse, y justo la esfera del sol débilmente los perforaba, mi imaginación ligera se hizo cargo de, poco a poco, hacerme ver nuevamente al cielo. Y ajustando mi paso al paso firme del Maestro, salí de las nubes para encontrarme al sol dormido en el horizonte. La carretera estaba vacía y brillante por el agua. De una casa roja llena de flores salió un perro y se estiró en la mitad de la vía. En la radio sonaba un vallenato sin alma.

El día que, el día que yo me muriere, algún resentimiento llevaré a mi lado.

En este mundo voy sintiendo a las mujeres por sus servicios, que me tienen dominado.

Julián me había llamado antes de la medianoche. Habíamos estado hablando con frecuencia; yo le pedí que me ayudara a vender la camioneta. Por eso no me sorprendió su llamada, aunque sí la hora.


—Estoy en el hospital. Tadeo está en cirugía. El doctor dice que no había visto un caso así. hermano. Por la tarde sintió un dolor en el pecho, y ahora…

—Respira, tranquilízate. Él es fuerte. Todo va a salir bien. ¿Puedo ayudarte con algo? —lo interrumpí. Había aprendido que algunas personas hablaban como forma de detener el ruido de sus pensamientos.

—Ya está en cirugía.

 

—Esperemos que todo salga bien. Estoy orando por él. Y por ti y por Lio.

 

—Gracias, hermano. Un dolor en el pecho. No sé qué pasó. Te lo agradezco de verdad —me dijo.

Y en su voz gruesa ese ‘gracias’ era una mano repleta de cicatrices que extendía la siempre dolorosa empatía a mis propias tragedias. Volvíamos a unirnos como hermanos y como padres. Como hombres.

No pude seguir durmiendo, esperando su llamada.

 

Al final lo llamé yo. A las tres de la mañana. Me contestó María Bernarda, la hermana menor de Tadeo. Cuando me saludó lo supe de inmediato. Solo entendí algunas cosas de las que me dijo después. Nos separaban la montaña y el Magdalena; sesenta años de euforias y desencantos; la vida y la muerte. La escuché sollozar hasta que Julián le quitó el teléfono.

—Tadeo no resistió.

 

¿Qué decir?

 

Mi lengua embotada recuperó palabras de piedra y polvo. Me llené de pena y vergüenza. Un fragmento de mi alma, tan diminuto como concreto, sintió culpa. Así se ven, disminuidas, las cicatrices de uno frente al dolor del otro, claro, si uno corre la fortuna de conservarse blando. Endurecerse tiene sus virtudes, pero la verdadera fuerza está en la ternura. Eso lo aprendí después de aprender a odiar. Uno al principio se niega a creerlo. Después se ríe al ser testigo de la descarada evidencia.

Antes de despedirme con torpeza le dije que iría a verlo. Y eso me llevó a la carretera.


Lo que más llamaba la atención de Tadeo era su altura. Creo que había sido el más alto de la familia. Sin duda medía más de dos metros. Su rostro me recordaba mucho al de Efraín, mi hijo menor. Ambos tenían facciones suaves e infantiles acompañadas de una mirada de animal de sangre fría. Un rencor sin nombre recorría nuestros nervios; su eco sordo nos moldeaba con gravedad atávica. Lo conocí a los pocos días de que nació. Se parecía, para su fortuna, mucho más a su madre. Efraín era unos años mayor, como yo lo era de Julián. Era inevitable ver cómo se repetían los mismos juegos, la misma danza, los mismos y violentos ejercicios de poder. Eso fue hace más de veinte años.

Ahora me acompañaba el viento. La voz del tiempo en mis pasos.

 

Destellos de fruta fresca decoraban los veloces árboles. Su aroma de azúcar y muerte me llenaba los dientes. La gente se detenía a ambos lados de la carretera y llenaban sendas bolsas con los mangos heridos. La abundancia pegajosa de los jugos atraía un festival de escarabajos y mosquitos. El sol derretía el néctar y habitaba las lenguas que besaban las manos profundas.

El aire caliente, las horas, la carretera que anunciaba el mediodía con el oleaje de sus espejismos. Las flotas que pasaban de largo con zumbidos de arena y río.

Efraín, mi hijo menor, me llamó. Puse el altavoz en la radio de la camioneta.

 

—Mamá dijo que el hijo de Julián murió. ¿Qué pasó? ¿Estás bien?

 

Yo no quería hablar. Me di cuenta de que Efraín no recordaba el nombre de su primo. Una amargura de fruta descompuesta me envolvía las vísceras.

—No se sabe bien qué pasó. Un dolor en el pecho y después… llama a tu tío.

Dile que lo lamentas mucho.

 

—No sabría qué decirle —me contestó algo irritado.

 

—Que lo lamentas mucho.

 

Quería que se molestara. Que sintiera algo. A veces dejábamos de hablar durante meses. Luego, cuando volvíamos a hablar, era sobre el Real Madrid. Y así hasta un nuevo partido importante. Yo lo amaba, y supongo que ese brillo de copo de nieve que horadaba mi corazón como una larva era su amor por mí, pero lo que más me producía era miedo. No él, sino el mundo afuera. La certeza de lo inevitable.


Colgué. Como hombre y padre tenía que hacerme cargo de mis deseos y reemplazarlos por disciplina y frialdad, porque las ruinas de la casa que había dejado atrás estaban hechas de esas costumbres: de las formas arbitrarias de la nostalgia y los instantes de bienestar.

Eso es lo que envejece al ser humano: perseguir la niñez. Entre más comprendemos el valor de sus misterios más se aleja de nosotros, como un sueño revelador o el material que teje al humo.

Era un viaje de seis horas. Debía bajar primero al valle del Magdalena para luego comenzar el ascenso a los cerros. Antes de atravesar el río había una carretera recta y caliente llamada El Plan. Yo la había recorrido cientos de veces. Viajaba cada mes, del pueblo a la capital, a retirar personalmente el dinero de la pensión y a visitar a Rafaela Cortés, mi primera esposa. Cada vez el encuentro era más difícil: con dieciocho años más que yo, el cuerpo se le secaba con cruel dignidad. Seguía completamente lúcida. Sus ojos me reflejaban un brillo de primer amor, pero yo la quería como se quiere a una mascota o a una hija boba. La respetaba por reflejo, por una suerte de inercia fúnebre. En torno a ella iban y venían mis hijos mayores, con sus vidas, sus madureces y sus caídas. Una familia de huesos frágiles y silencios aprendidos.

Antes de salir de la zona más selvática, vi una casa construida sobre un muro de piedra. Su balcón sobresalía y vigilaba la carretera amplia. Un cobertizo con la pintura azul celeste desgastada por la lluvia extendía un cordel hasta una de las columnas del balcón. El cordel estaba lleno de ropa mojada. Cuando avancé, fui capaz de distinguir al otro lado de la casa a una bella joven.

Mi mente se resistía a aceptar la belleza: entonces el jabón, entonces la piedra mojada, el osado balcón y la caída. Sentí profunda pena por mí. Mi espalda y los árboles sin nombre cubrieron la casa, dejándola atrás como a una buena oportunidad, y tuve la sensación de estar perdiendo algo.

Entonces salí a uno de los miradores y busqué los nevados. Pero el oficio del sol era otro ese día, y los vapores del Magdalena engordaban la barba del cielo otrora diáfano, otrora arrogante, y comprendí que las horas de la nieve y la blancura habían terminado.


 

Detrás del rocío de los campos de fresas y el efluvio tóxico de las peleterías se extendía Bogotá, la inabarcable. La ciudad me devoró con su boca de ladrillo. Yo conocía sus caminos. Sus formas. La rigidez geométrica de su centro y las sinuosas pendientes y diagonales de su periferia. Y al otro lado del espeso Río Salitre, en un conjunto cerrado de casas coloridas y uniformes, me encontré en un florido antejardín con Julián, Liora y María Bernarda, y nos abrazamos en silencio mientras se nos llenaban los ojos de lágrimas.

—Gracias por venir, hermoso. Vinimos a recoger unos papeles

 

—Está bien. Lo siento mucho, Lio.

 

—Ay, Dios —dijo agotada, casi sin aliento.

 

—¿Necesitan bufandas? —preguntó Julián desde el interior de la casa.

 

María Bernarda negó con la cabeza y su madre habló por ella. La niña miraba el fango entre las piedras. Su reflejo en el sol de las palomas. Sus miedos juntos. La mano de Liora en su mano errante. El rostro de seda y lluvia de Tadeo Rivera Santos.

Me acerqué a Julián. Se veía sereno. Casi indiferente. Entramos a su casa.

 

—¿Tienes café?

 

—Allá.

 

Señaló un estante. Lo abrí, tomé el frasco de vidrio y vi la moca sobre la estufa. Preparé el café con método y lentitud. No solía tomar café del bueno. Me había acostumbrado a esa amalgama que tanto le gustaba a Alaia y que más parecía una leche condensada que otra cosa. Mientras el agua se calentaba traté de buscarme en su rostro esquivo. Al final me concedió la electricidad de sus ojos derrotados.

—No sé, hermano, no sé qué decirte.

 

Que el horror de la muerte era eso: no que fuera inevitable, sino que era inesperada. Julián añadió, dirigiéndose más a sí mismo que a mi morbo:

—Todo el día estuvimos en casa. Por la tarde Tadeo dijo que le dolía el estómago. Se tomó una buscapina y se fue a su habitación. Luego lo escuchamos gritando. Llamamos a una ambulancia, pero cuando llegaron al hospital al parecer ya era demasiado tarde. Dicen que se le ha desgarrado el corazón, pero yo no lo entiendo.

—¿Cómo dices? —le pregunté.

 

—No entiendo, no entiendo.

 

Julián ignoró mi pregunta. Siguió hablando y disminuyendo el volumen de su voz, hasta que al final parecía balbucear las letanías de alguna secta olvidada. No hacía falta; yo había escuchado a la perfección. Una muerte tan trágica como poética. La imaginación dibujaba sombras en mis ventrículos; coágulos, arañas y sables repentinos se revolcaban en los retazos sanguinolentos de mi corazón mordido.

—¿El corazón? ¿Tenía algún antecedente?

 

Tanta era su gracia, tantos los bienes que repartía, desinteresado, al desolado enjambre bogotano; tan fuerte y abundante era la gravedad de su carne que era apenas lógico que un corazón de Rivera no alcanzara a satisfacer los anhelos vibrantes de quien se sabe vivo. Solo Dios sabe que todos los demás llevamos adentro poco más que un brillo de cigarro de borracho y un hambre voraz e intestina. El gorgoreo del café señaló la hora de callar. Julián notó la torpeza de mi incomodidad. Actué con la resignación del gato al que agarran por la nuca. Volvimos a la sala. Liora y María Bernarda ya estaban listas. Fuimos al velorio en mi camioneta, y conduje con mucho cuidado.

Era en un anexo del cementerio. Un espacio fresco y solemne. Por primera vez desde que había llegado a la ciudad identifiqué una forma del sosiego. Los árboles y su canción de quebrada joven; siempre el sol, siempre el sol.

Me reconocí en los rostros limpios de mis otros cuatro hermanos, Hernán, José Darío, Santino y Federico. Las mismas canas y los mismos ojos endurecidos. Las mismas manos ocultas. A todos los acompañaban sus familias, a excepción de José Darío que vivía en Fort Lauderdale y no había sometido a su billetera ni a los suyos a los estériles pormenores del vuelo internacional y de los ritos funerarios. Intercambiamos abrazos y saludos, despojando progresivamente el gesto de nostálgica camaradería hasta ablandarlo en una genuflexión de oficina sin rostro ni sustancia.


La soledad de José Darío era más notable cuando se tenía en cuenta que su hijo Silverio había sido asesinado tan solo hacía dos años. Según lo que José Darío me contó, y lo que alcancé a leer en la prensa extranjera, el joven había ido a la casa de una antigua novia con la que no había terminado bien. Al parecer la muchacha se encontraba acompañada de uno de esos gringos de mente bárbara y armas tomar que, ante la eventualidad de una amenaza a su integridad o a su orgullo, no dudó en recurrir al cuchillazo marranero y traidor. Silverio había sido un muchacho alto y bello, de ojos verdes y cabello castaño casi rubio. Pero eso no bastó para conmover a los jueces, el caso no se investigó a profundidad, y los agresores no recibieron castigo más allá de un par de noches en el calabozo.

Me costaba trabajo verlo ahora; el más inteligente y mejor conservado de todos nosotros. El único que no vestía traje. Había reemplazado por el vacío una carga que nos oprimía a los demás. Con Federico no me hablaba desde hacía muchos años. Acepté su desdén.

 

Hernán, el mayor de nosotros y otrora el más alto, era ahora el más bajo. Se había vuelto hosco y algo gordo. Su rostro me recordaba al de mi madre justo antes de morir. Pude oler que Santino estaba enmarihuanado, y me molestó su exhibición de una sonrisa idiota. Elegí ignorarlo. Perdí de vista a Julián, Liora y María Bernarda, y me acerqué a José Darío, quien miraba el camposanto con las manos en los bolsillos, como mira el mar a sus viejos conocidos. Siempre pensé que era el más apuesto de los cinco. Se había dejado crecer una barba densa y completamente blanca. Se le veía delgado y fibroso. Tenía la mirada brillante, desbordante de preguntas y verdades como la de un niño.

—Se nos están yendo.

 

—Es una tragedia —le dije.

 

—No he dejado de pensar en Silverio. Hoy más que nunca. Creo que cuando lloré lo hice por él.

Le puse la mano en el hombro y lo apreté.

 

—Este es un mundo demasiado terrible. ¿Qué pasó con la gata que tenía Silverio?


Y pensé en decir más, pero supe callar.

 

—No conozco a nadie aquí. Uno viene porque la pena es más ligera al compartirla. También la compasión puede ser un ejercicio de la crueldad —dijo sin sacar las manos de los bolsillos.

—En estos casos uno siempre lamenta no ocupar el lugar de los hijos. Cuando Efraín enfermó yo le pedía a Dios que lo sanara a él a cambio de mi vida.

—Fue un milagro lo que pasó —me dijo.

 

—Perdóname —respondí bajando la cabeza.

 

En ningún momento me miró. Solo suspiraba. Vimos el pino apacible, el mármol tan ligero, el pasado aplastado y duro como una moneda de cobre.

Los años pasaban y al final todo era lo mismo: uno junto al otro. Dos viejos perros con las manos en los bolsillos. El mediodía intenso y reconfortante nos hería la calva y la nariz. Todo era tan suficiente. Tan abundante y fugaz.

—Hace tiempo que quería verte —me dijo.

 

—Y yo a ti.

 

—¿Te acuerdas de los fríjoles del viejo?

 

—¡Jajaja! ¡Sí! Los dejaba remojando la noche del sábado, los pitaba el domingo y durante toda la semana se nutría del pegote que para el viernes era ya un emplasto de lodo y cemento.

—Una vez llevé a una novia a la casa y el viejo no nos dejó tranquilos hasta que ella aceptó llevarse una coca a reventar de esos fríjoles nefastos.

Reímos sin moderación, alterando el silencio del camposanto. Busqué con la mirada a Julián y lo encontré recomponiendo una sonrisa triste.

El verdadero dolor, el que no conocíamos, ya había terminado. Lo demás era palabrería. Huellas del barro en el barro.

¿Había sido como un cólico? ¿Un desamor? ¿Una bala en el corazón? Era el tiempo de las abejas y el rocío. El tiempo de la risa y las raíces.

Había una famosa fotografía de la que toda la familia tenía copias, y que siempre era el centro de atención de las reuniones familiares. En la foto estamos organizados los seis hermanos, desde el más joven hasta el mayor, siendo Julián todavía un indefinido bebé de ropa blanca y boca abierta y Hernán un orgulloso adolescente de expresión artera y dedos fuertes. Lo menciono porque de una de las mesas se levantó Liora, sosteniéndola, con los ojos arrugados y los pómulos enrojecidos de santa dicha y vergüenza.

¿Cómo negarnos? Nos llamó uno por uno y nos dijo que nos hiciéramos en fila mientras sacaba la cámara. Caminamos sintiendo la importancia de cada paso. Volvimos a ser hermanos. Me acerqué a Liora para ver el resultado. No nos tocamos los hombros en esta ocasión, pero sonreíamos más. ¿Es porque estábamos más felices? Tal vez habíamos aprendido a portar la amabilidad para cubrir nuestras muecas de niños. Rígidos. Visiblemente incómodos. En la fotografía original estamos organizados de menor a mayor, de izquierda a derecha. En esta nueva versión vamos de derecha a izquierda. Era suficiente. Estábamos desesperados por cosechar algo, cualquier cosa. Por volver a pertenecer al hogar. A los hogares copiosos como nostalgias.

Tras la foto no seguí hablando con José Darío. Ocupamos nuestros lugares. Angustiados por Tadeo y Silverio. Sus bocas quietas. Ofendidos con la vida y la falsedad de sus luceros. Resignados ante la humana injusticia del devenir. Y condenados a sobrevivir, con la terquedad del musgo que teme caer de la roca.

¿Cómo se desgarra el corazón de un hijo, así, en la sala de la casa, en medio de un día cualquiera?

Yo que había construido muros y cimientos para arrancarle al mundo todo lo que he amado. Esa había sido mi sañuda forma del bienestar. Y empecé a ver los efectos de mi indiferencia; el rastro de caracol de sus dolores inmarcesibles. La manía, abundante y enredada como un velo de viuda, de acaparar la vida como quien atrapa pescaditos de hielo bajo el sol.

 

Debía de ser más o menos la medianoche. La cortesía familiar, agotada, había dado espacio a un tibio y venerable silencio. Estábamos agotados y hambrientos. Me di cuenta de que era el momento apropiado. Me acerqué a Julián y tomé sus manos entre mis manos, y lo miré a los ojos, a ambos. Éramos otros. Lo besé en la frente tensa y abracé con fuerza a Liora y a María Bernarda. Ya, ya. Todo eso dejaría de importarnos.

Unos meses después volvería a ese hogar para encontrarlo estático bajo el polvo y la bruma. Hasta entonces no comprendería la diferencia de la ausencia como golpe o rutina; me convencería de la mentira del tiempo como fuente de todas las cicatrices. El demonio vernáculo que revestía sus huesos de los huesos de mi padre me hacía temer y anhelar un futuro vacío, lleno de espadas y remordimientos.

Estábamos, además, solos. De ahora en adelante solo nos reuniría el cementerio. No sentí la bonachona tranquilidad de los velorios de viejos, en los que se celebra y recuerda al finado bebiendo sus tragos y sus canciones. No teníamos recuerdos. Aparte de sus padres y hermana, el resto éramos números, cumpliendo las responsabilidades de llevar el apellido. No lloraba por el rostro sonriente de las fotografías ni por las infinitas promesas sin cumplir que habitan en el núcleo de la juventud. ¿El futuro? ¿Los sobrinos nietos? ¿Los logros profesionales? No. Algo más componía y manifestaba ese evasivo amargor, ese sabor nasal de ahogo, de golpe en la cabeza.

Nombrarlo era una fanfarronada. Un insulto a su corrosiva y arrogante evidencia. Era perderse todavía más en lo inenarrable. Malabarear con fuegos adolescentes. Me acerqué al cajón negro y vi un rostro apacible y desconocido. Si lo buscaba, si individualizaba cada uno de los atributos y lo atendía en su aislamiento, podía reconocer las formas, no solo del Tadeo de mi memoria y de las fotografías, sino de los estiramientos y tensiones de su padre, que eran también los míos. Pero si agrupaba el rostro en su conjunto y palidez inexpresiva, mi imaginación lo distorsionaba y ataba a otros nombres y proporciones. Mareado, tuve que dejar de mirarlo.

Esperé unos minutos más, me despedí solo de Liora, Julián y José Darío, y regresé a la casa de Rafaela Cortés. Hacía mucho frío. Se tardó un buen rato removiendo el triple cerrojo, y se podía ver en sus ojos entrecerrados que había estado durmiendo profundamente, pero no dio señales de molestia. Me saludó con sobriedad y caminó lentamente de vuelta a su cama. Se envolvió en una gruesa cobija blanca y se dio la vuelta. La habitación olía a gases y perfume de catálogo. Me quedé mirándola. Comenzó a roncar casi inmediatamente. El próximo mes cumpliría noventa y ocho.

Salí de la casa cuando ella aun dormía. Mi aliento celebraba y se lucía con el frío de la madrugada. Pensé en dejarle una nota de agradecimiento, pero algunas costumbres es mejor no romperlas con la pronunciación de lo implícito.

El viaje de regreso fue mucho más rápido. La primera mitad en Cundinamarca y la segunda en el Tolima —y no a la inversa— evidenciaba las prioridades viales y administrativas de cada departamento, y así cuando se viajaba desde Bogotá al Líbano se dejaba uno llevar las primeras tres o cuatro horas por la autopista. Las interrupciones ocasionales no eran nada al compararlas con las curvas, trochas y fallas geológicas que desdibujaban el paisaje tolimense. Fue así como, cuando llegué a encontrarme con las obras y los retenes, ya mi alma había encontrado distracción y regocijo en la sensación de velocidad y en el fresco verde que enmarcaba, impenetrable, la mirada dispersa y el pecho nostálgico de quien alcanza a ver la curvatura descendente de la experiencia propia.

El río estaba inusualmente vivo esa madrugada. El cielo color de libélula. El aroma de los mangos comenzaba su lenta elevación. Y después el pueblo que me miraba por encima del hombro al verme llegar. Recorrí, aguantándome las ganas, su avenida dorsal.

Antes de llegar vi al perro ansioso en la ventana. Vi, detrás de su entusiasmo, a Alaia. Solo Alaia. Subí las escaleras y me esperaba en la puerta, con expresión curiosa. Vi sacudirse y despertar a las profundidades del amor aburrido. La besé y empecé a desvestirla. Reía por el torpe obstáculo de su blusa y sus aretes. La fui empujando poco a poco al interior de la habitación. Entre risas preguntaba qué me pasaba. Dijo algo sobre el viaje. Cerré su boca bajo mi boca abierta. Extraviado en su aliento y su abrazo, caímos de espaldas sobre la cama. Entonces el valiente choque de los dientes, ¡sí!, la ternura clavada de huesos, las suaves formas de mi desamparo, ¡sí!, el mismo sudor reconociendo los tiempos oscilantes de su oasis, la piel sobre la piel mojada, ¡más! ¡así! ¡la brevísima vida alegre!


Ricardo Tello Tovar (Bogotá, 1993). 

Escritor y traductor. Licenciado en estudios literarios y magíster en escrituras creativas. Ha publicado el libro de relatos Tierra entre la boca quieta (Akera, 2024), que está disponible en https://grupoeditorialletrasnegras.co/tienda/ols/products/tierra-entre-la-boca-quieta-de-ricardo-tello-tovar. Su obra más conocida, de momento, es el cuento "Afán", con el cual ganó en 2024 el XXVII certamen internacional de relato Frida Kahlo, de la ciudad de Rivas, España.