Milcíades Arévalo
EL REFLEJO DEL AGUA EN EL DESIERTO
Milcíades Arévalo
Amaba el desierto, los vergeles quemados, las pequeñas tiendas marchitas, las bebidas tibias. Me arrastraba lentamente por calles hediondas y, con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios de fuego.
Arthur Rimbaud
Tan pronto comenzaron a cantar los gallos de la vecindad, salí a conseguir transporte. La región de por si era agreste, el clima ardiente, la tierra reseca, el hambre cundía por todas partes. Lo único mágico era el reflejo del sol sobre la arena y las gaviotas navegando el horizonte de un cielo azul profundo.
Después de tres horas de viaje por un camino polvoriento que parecía no tener fin, el carro se varó y a mí se me acabó la paciencia. Por allí no había quién vendiera un galón de gasolina, el chofer no tenía equipo de carretera, el agua era escasa, la sed insoportable, el sol, siempre el sol. No había señales de ninguna clase, ni puentes, ni gente a quién preguntarle dónde quedaba el norte. Solamente rancherías perdidas entre el polvero que arrastraba el viento.
Decidí seguir a caminando. Cuando creí llegar a Chiriguana por un sendero que parecía no ir a ninguna parte. Chiriguana no era como los demás pueblos que uno ve en el mapa sino una calle larga, con una hilera de casas de palma amarga, una iglesia de madera que parecía de juguete, la estación del tren donde más de uno se había vuelto loco. Nunca se sabía la llegaba del tren, mucho menos cuando partía. Frecuentemente una nube de arena enrarecía todo, especialmente la estación. De día no se veía un alma en la calle, solo cuerpos enarenados defendiéndose del calor, pero de noche cualquier cosa podía pasar. A la entrada del pueblo había un retén de aduanas con dos soldados y un sargento. Si me llegaban a preguntar de dónde venía, cuál era mi oficio, para dónde iba, tocaba responder con respeto para no tener dificultades con la Ley. La Ley, es cosa que se respeta en el desierto o te dan un tiro.
- ¿Qué vino hacer el civil a este polvero de mierda? -me preguntó el sargento, buscando pendencia. Le respondí de la misma manera, con valentía. Más de una vez he tenido pendencias y garroteras con vendedores de higuanas, con gaviotas traidoras, con jueces venales, con falsos testigos y con falsos amigos.
-Muy bien, civil. Ojalá no se muera de sed en este desierto -me advirtió y desapareció en medio del polvero que invadió la calle.
Después de recorrer el pueblo buscando alojamiento, el Hotel Imperial me pareció el más conveniente para mi presupuesto. La dueña al verme llegar se quedó mirando mi indumentaria como si yo no fuera humano. Me sacudí el polvo para que supiera quién era yo. Después de ofrecerme un vaso de agua me preguntó si en la estación todavía había gente esperando la llegada del tren o ya se habían ido. Hacía una semana que el tren no llegaba y la gente estaba impaciente; ya estaba escaseando la comida, el agua. Le dije que no sabía nada de trenes ni de horarios ni estaciones ni de viajeros extraviados, que no había llegado en tren como los demás pasajeros, que venía de Picoeloro y que iba para Samaria.
La dueña del hotel, parecía tener cien años y era tan delgada que parecía un chamizo, los huesos forrados en cuero, abundantes cabellos grises y contaba todo con una musicalidad que era bonito escucharla. Los mejores años de su vida los había pasado atendiendo a los clientes ocasionales que llegaban al hotel. Me aseguró que todas las mujeres de Chiriguana eran contadoras de historias, que por eso Chiriguana no se parecía a ningún otro pueblo del Caribe. Abundaba la montería y las leyendas de las tribus ignoradas. Las vecinas vivían pendientes del que llegara al pueblo para inventarle chismes, amantes, amores clandestinos, embarazos. La gente era pobre, pero digna. Bajo los almendros del parque los viejos se gastaban el resto que les quedaba de vida jugando dominó, bebiendo ron y hablando mal del prójimo. También había cantinas, y mujerzuelas, pero muy decentes. Luz eléctrica no había todos los días, pero en todas partes alguien tenía un Pink-ut. Abundaban los niños, los loros, las mujeres embarazadas y los pájaros de muchos colores y variado canto. En Chiriguana nadie se acostaba sin comer y cuando se morían seguían viviendo con los huesos del muerto hasta que la arena del desierto los desvanecía.
Mientras miraba todo a mi alrededor sin mirar nada, me pregunté a qué había venido hacer a este pueblo olvidado de Dios, si la vida tenía sentido o era un viaje a ninguna parte. Recordé los instantes felices de mi juventud, los caminos que había recorrido, buscando la felicidad donde no estaba. Mi presente era una suma de desfallecimientos: me flaqueaba la vista, renqueaba un poco, la úlcera, los males por venir, ese polvo que era, perdido entre los cuatro puntos cardinales del globo. Las angustias que sentía tal vez alguna vez también debió sentirlas Alejandro Magno, espíritu desbocado que llevaba en sus entrañas la gangrena de la soledad, el dolor de ser él mismo en todas partes, aun debajo de la lápida de mármol. Yo era un mortal más entre los demás mortales.
La dueña del hotel me dio las llaves de la habitación. Desde la ventana, no se alcanzaba a divisar el mar ni la estación del tren ni siquiera la torre de la iglesia, pero habían pintado las ventanas de azul para desorientar a los viajeros que habían perdido el rumbo. Como era costumbre en casi todos los hoteles del trópico, en la habitación había una Biblia, una jarra sin agua y un vaso plástico.
Al día siguiente, antes de que comenzara a sonar la algarabía de los loros que la dueña tenía en el solar, me levanté a bañarme. La dueña, que estaba mirándome por el huequito de la cerradura, se ofreció a conseguirme agua y bañarme la espalda, pero había que alquilar un burro y pedirle a algún cristiano fuera por el agua al arroyo.
Como era día de fiesta en Chiriguana, salí a ganarme la vida en el callejón de las habladurías y desempaqué la mercancía que tenía para la venta: lo suficientemente grande para sobrevivir durante el viaje: el ojo de vidrio de un poeta famoso, un par de castañuelas, postales de ciudades distantes, un gallo de hojalata que servía de veleta que servía para desorientar el viento, un par de espantapájaros, un reloj de arena, flautas y sonajeros de las tribus de la sierra, el sable de un alférez real, la escoba de una bruja, pomadas milagrosas para erguir el miembro y domesticar la serpiente, los poemas de un poeta de Cereté y los cuentos inéditos de un autor anónimo… Una miseria en comparación con bataneros más experimentados que vendían pepitas de oro, yerbas alucinógenas y una cantidad de objetos de uso indefinible y nombre indescifrable.
En las calles de Chiriguana, yo era el único extranjero. Hablaban tan rápido que yo no entendía nada de lo que decían. Había gente que me preguntaba por paraguas con pararrayos, encendedores de mechita y navajas toledanas. Un sacerdote me preguntó si vendía capirotes de obispo, báculos en buen estado y otras personas más civilizadas solo hablaban de estadísticas y porcentajes. El tiempo se me iba en sorprenderme. Vender fantasías en un territorio cercano a la magia era como batallar contra un enemigo invisible.
Un señor curtido por el sol, con un sombrero de palma flecha en la cabeza y una mochila terciada al hombro, se acercó, tomó el gallo de hojalata con cautela, calculó el peso, lo miró por todas partes como si se tratara de un gallo de verdad. Lo único que le faltó fue soplarle el pico para saber si era de pelea. Le comenté que el gallo no cantaba en las horas que le correspondía, que vivía metiéndome en problemas con las gallinas de la vecindad y que tampoco servía para detener las tormentas de arena del desierto.
- ¿Por qué le interesa tanto el gallo? -le pregunté, intrigado.
-Para que todo el que venga a Chiriguana sepa para dónde va y no se pierda.
(No sé si se refería a mí que había llegado a Chiriguana buscando la línea del ferrocarril que iba para Samaria o si se refería a la cantidad de objetos inútiles que yo vendía a precio de quema).
El señor quería cambiarme a su hija por el gallo, para que no le pasara lo mismo que a sus hermanas. Su hija valía más de lo que pudieran pagar por el gallo. Sabía cocinar, ordeñar cabras y además era virgen. En Chiriguana nadie le daba las cinco cabras, ni los burros, ni el dinero que pedía por Saray, -así se llamaba su hija-, porque en ese pueblo todos eran pobres. Los contrabandistas eran los que tenían plata, pero era costumbre robarse a las muchachas para llevarlas a trabajar en los burdeles de la frontera. Su hija era su adoración, pero era también su tormento y el tormento de muchos contrabandistas que se la querían robar.
- ¿Cuánto vale su hija? -le pregunté para saber si era cierta tamaña infamia. En diferentes pueblos de la provincia y por diferentes motivos, había tenido ofertas similares, padres que vendían a sus hijas para poder comer, pagar una deuda, comprar una botella de aguardiente…
- Se la ofrezco a usted porque veo que es un hombre decente, que vive de sus quehaceres y le puede dar buena vida.
Preferí regalarle el gallo que verme envuelto en un lío judicial. El hombre lo guardó en su mochila, como si del gallo dependiera su destino. Dándole una chupada al tabaco apagado que tenía en la boca, me dijo que iba a traer a su hija y desapareció en el desierto. En ese pueblo todo estaba a punto de convertirse en polvo.
El hombre no regresó en toda la tarde ni tampoco yo lo esperé. En una cajita empaqué los objetos que no pude feriar y regresé al hotel. Mientras miraba por la ventana el arrebatado anochecer que se desparramaba sobre el paisaje, deseé que la noche pasara más rápido que otras veces y llegara el tren que me llevaría a Samaria, un puerto a la orilla del mar.
Esa noche pasaron los contrabandistas por el pueblo. El sargento de aduanas y un patrullero salieron a detenerlos, pero les fue difícil enfrentarlos. Después de una balacera que duró lo suficiente para mantener despierta a la población, se supo que los contrabandistas habían matado a los agentes de aduana por negarse a dejarlos pasar con un cargamento de marimba que traían de la sierra.
A la mañana siguiente en la estación, una muchacha vestida con una batica de figurines, me preguntó por qué la había cambiado por un gallo.
-Yo no te cambié por un gallo. El gallo se lo regalé a tu papá para que no te vendiera.
Me pidió que la llevara lejos de Chiriguana, donde no la encontraran jamás los contrabandistas que a menudo entraban al pueblo a robarse a las muchachas para venderlas en la frontera.
-Prefiero irme contigo que vivir en este infierno.
- Si los contrabandistas llegan a encontrarme contigo -le advertí-, no van a pensar que eres mi mujer, tampoco van a creer que eres mi hija ni me van a dar el dinero por ti. Sencillamente me matan -le dije preocupado. Me mostró la sonrisa más inocente que he visto en mi vida y me respondió:
-¡Que sea lo que Dios quiera!
Hubo un momento en que estuve a punto de arrepentirme, de hacer una hoguera con todo lo que me quedaba y desaparecer en el desierto, pero ya era tarde para arrepentirme. Mi vida no tenía reposo. Llevaba varios días viajando por distintos senderos de la costa, sin tener arraigo en ninguna parte y la única compañía era yo mismo, cuando de noche, me preguntaba qué iba a pasar cuando llegáramos a Samaria. Mientras Saray se divertía mirando el paisaje que se asomaba por la ventana, le dije para no sentirme tan solo:
-Te gustará el mar.
-¿De qué color es el mar? -me preguntó.
-El mar es azul en todas partes.
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copyright Mara, 2023
MILCÍADES ARÉVALO. Nació en El Cruce de los Vientos (1943). Fotógrafo, Cuentista, dramaturgo, Editor, Gestor Cultural, librero y director de la revista cultural Puesto de Combate, fundada en 1972. Entre sus libros publicados se destacan: A la orilla del trópico (Relatos, 1978), Ciudad sin fábulas (Cuentos, 1981), El oficio de la Adoración (Cuentos, 1988-2004), Inventario de Invierno (Cuentos juveniles, 1995), Cenizas en la Ducha (Novela, 2001), Las otras muertes (Cuentos, 2016), Manzanitas verdes al desayuno (Cuentos eróticos, 2009), El vendedor de Espantapájaros (Cuentos Juveniles, 2019), El Reflejo del agua en el desierto (Cuentos, 2024). Tiene varios libros inéditos, entre ellos la obra de teatro: El Jardín Subterráneo, 1985, Galería de la memoria (ensayos), y La Lío y otras mujeres (Guión cinematográfico). Sus cuentos, crónicas, entrevistas y ensayos figuran en diferentes periódicos de Colombia y en revistas como Puro Cuento (Argentina), dirigida por Mempo Giardinelli; Casa de las Américas (Cuba) dirigida por Roberto Fernández Retamar, Plural (México) dirigida por Jaime Labastida, Aurora Boreal (Dinamarca) dirigida por Guillermo Camacho) y en diferentes las antologías de cuentos: Colombie a chuer ouvert, anthologie de la nouvelle latino-americaine (Francia) de Olver Gilberto de León; Racconti dal mundo (Italia) de Danilo Manera
Ha sido Jurado de cuento, novela, teatro y poesía en más de cien eventos de esta naturaleza. Ha participado en diferentes encuentros, entre otros: "Conmemoración de los 10 años de la muerte de Pablo Neruda", Universidad Autónoma de Santo Domingo (República Dominicana, 1983); "Viaje por la Literatura Colombiana", realizado por el Banco de la República (1984); "Primer Encuentro Iberoamericano de Teatro" (Madrid, 1985), con presentación de su obra "El Jardín Subterráneo" en Madrid, Granada, Palma de Mallorca, Toledo. Realizador del 1o, 2º y 3º "Encuentro de Revistas y Suplementos Literarios" en la Feria del Libro de Bogotá, durante los años 1988, 1989 y 1990. "Primer Encuentro de Revistas Culturales de América Latina y el Caribe", invitado por Casa de las Américas (La Habana-Cuba, 1989).
Ha sido ganador del Concurso de Cuento Gobernación del Quindío (1981. 1982) Concurso Testimonio de Pasto (1984) Concurso de Novela Ciudad de Pereira (1985 – 1991), Beca Francisco de Paula Santander de Colcultura (1995). Durante su vida ha sido marinero, vendedor de libros, publicista, conferencista de literatura colombiana, editor de libros, corrector de estilo, periodista cultural, fotógrafo y dramaturgo. Ha conocido muchas ciudades, puertos y gentes, lo cual le ha permitido hacer de su narrativa una experiencia vital.